lunes, 9 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 22 
Poco después, Gonzalo y María retomaron sus obligaciones.
Pese a que no le hacía ni pizca de gracia, la joven tuvo que dejar a los niños con Adelita, pues sabía que tenía que guiarse por la razón y no dejarse llevar por el subconsciente que le recordaba el mal momento que le hizo pasar aquella muchacha, ya que al fin y al cabo no tenía nada que ver con Gonzalo y era de otro joven de quien andaba enamoriscada.
Así que María acudió a la escuela como cada día para seguir con las enseñanzas.
Por su parte, Gonzalo estuvo en el despacho de la hacienda, revisando el correo que había llegado y mirando unos presupuestos antes de acudir a una de las fincas para arreglar una de las acequias con una cuadrilla de hombres.
El joven había dejado a Andrés a cargo del arreglo del tejado de las cuadras que marchaba por buen camino y esperaban tenerlo completamente arreglado en unos días, mientras no se presentase ningún contratiempo de última hora.
A media tarde, cuando el sol apretaba con fuerza, Gonzalo y el resto de los hombres hicieron un alto para descansar. Ya solo quedaba el último tramo para arreglar, pero con aquel sol cayendo a plomo sobre ellos sin clemencia no podían continuar, así que se resguardaron a la sombra de unos árboles y tomaron algo de agua.
Después de saciar su sed, Gonzalo oteó el camino que llevaba a la hacienda y pudo ver la silueta de un caballo acercarse al trote hacia ellos.
Frunció el ceño, tratando de atisbar mejor de quién se trataba. Cuando estaba a poco menos de veinte metros, puedo ver que era el capataz que venía montado a caballo.
Andrés se acercó a ellos y desmontó.
-¿Ocurre algo? –le preguntó Gonzalo al ver su semblante serio.
-Espero que no –respondió con ambigüedad y la respiración entrecortada.
Gonzalo y él dejaron a un lado al resto de los hombres para hablar con mayor tranquilidad.
-Ha llegado este telegrama –Andrés le tendió un papel y puso los brazos en jarras mientras Gonzalo lo leía.
El esposo de María tomó la nota y leyó las escasas líneas, frunciendo el ceño.
-Es el científico –dijo al fin, y su rostro se iluminó-. Dice que tiene buenas nuevas y que en unos días estará aquí para contárnoslas en persona.
Una sonrisa se dibujó en los labios de Andrés.
-Pero… pero eso es… estupendo –declaró, sin dar crédito-. Por fin algo que sale bien. Te lo dije, Gonzalo. Este hombre logrará salvar las cosechas.
Gonzalo asintió, comenzando a ver que saldrían de aquel problema en breve. Si las cosechas se salvaban, obtendrían grandes beneficios con los que pagar a todos los hombres y poder mantenerles en sus puestos de trabajo para la próxima temporada.
-¿Y cómo va el tejado? –le preguntó de pronto, guardándose el mensaje; no quería lanzar las campanas al vuelo antes de saber qué les traía el científico.
-Hoy nos hemos retrasado porque el material se acabó antes de hora y hemos perdido un par de horas –le explicó el capataz-. Pero no creo que haya ningún contratiempo.
Gonzalo asintió, conforme.
Se volvió a ver a la cuadrilla, que estaba ocupada en otros menesteres y apenas les prestaba atención, de manera que el joven aprovechó para hablar con su amigo.
-¿Y a ti, cómo te fue anoche? –le tocó el brazo levemente, en un gesto cómplice y mostrándole una media sonrisa.
El capataz se rascó la cabeza, algo incómodo.
-No me puedo quejar –confesó a media voz, mirando de refilón a los hombres que comenzaron a recoger los aperos y volvieron al trabajo pues el tiempo se les echaba encima y tenían que terminar el arreglo de la acequia antes de que acabase el día.
-¿Solo vas a decirme eso? –insistió con una mirada que le instaba a que continuase.
Andrés tomó aire. Era complicado explicarle lo ocurrido pues ni él mismo llegaba a entenderlo.
-Pues… la acompañé hasta su casa. Por el camino hablamos de que seguía sorprendiéndome saber que había sido novicia y… y ella se lo tomó en broma.
-Eso es bueno –convino Gonzalo.
-Sí, sí –afirmó con rapidez el joven, sin saber bien cómo llevar el asunto.
-¿Entonces…?
-Pues que ahora que hemos logrado ser amigos… me da miedo dar un paso más y echarlo todo a perder.
Gonzalo entendía su temor. Le había costado mucho dar el paso de acercarse a Celia y ahora que su relación se había convertido en amistad, que ambos se estaban conociendo… temía adelantarse y estropearlo.
-Bueno… no quieras forzar las cosas –trató de animarle-. El asunto es que ahora os habláis con naturalidad, cosa que hasta hace una semana era imposible –Andrés sonrió al darse cuenta de aquello y de cómo había cambiado la situación en tan poco tiempo-. Dale tiempo y verás como todo fluye.
El capataz agradeció su consejo, porque era lo que necesitaba, saber cómo continuar.
-Bueno, regreso a las cuadras –le dijo dando media vuelta y subiendo de nuevo al caballo.
-Aquí no nos queda mucho –Gonzalo se secó las gotas de sudor que cubrían su frente-. Terminamos y en un rato estamos de vuelta. Espérame e iremos juntos a tomarnos unos tragos de vino al restaurante. Así tienes excusa para verla.
El esposo de María le guiñó un ojo al capataz que tiró de las riendas del caballo para que diese media vuelta, y salió al galope camino de la hacienda.
Gonzalo se unió al resto de los hombres y continuaron trabajando una hora más, hasta finalizar el remiendo.
Aún quedaba un rato de sol cuando entraron en la hacienda por la puerta principal. Los hombres fueron a dejar los utensilios a uno de los cobertizos y Gonzalo entró en la casa grande para hablar con el ama de llaves.
La mujer escuchó al hermano de Tristán, quien le informó de que en unos días recibirían la visita de un importante científico y quería que le preparase uno de los cuartos de invitados. El ama de llaves asintió a sus peticiones y luego regresó a sus quehaceres. Gonzalo subió al piso de arriba para asearse y cambiarse de ropa. Afortunadamente siempre tenía una muda limpia en la hacienda porque sabía que con el trabajo de campo terminaba lleno de barro y suciedad.
Al salir al patio central, tomó el camino hacia las cuadras, pero antes de llegar, vio salir a Andrés y al resto de los trabajadores.
-¿Habéis terminado por hoy? –le preguntó, reuniéndose con él.
-Así es, Gonzalo –el capataz iba empapado de sudor-. Tan solo queda colocar la última capa y las tejas y estará como nuevo. ¿Quieres verlo?
-Mañana –rehusó su ofrecimiento-. Por hoy ya hemos tenido suficiente.
Se dirigieron hacia la salida.
-Quieres entrar a lavarte un poco –le ofreció Gonzalo.
-No te preocupes –rechazó su invitación-. Dame unos segundos que me asee en la casa de los aperos y ya.
Su amigo asintió y le esperó en la salida.
Poco después, ambos enfilaron el camino de bajada al pueblo. El trayecto en compañía siempre se hacía más ameno y es que la hacienda Casablanca se hallaba en la parte alta de la isla, a unos veinte minutos de Santa Marta.
Al llegar al restaurante se lo encontraron más tranquilo de lo habitual. Se acercaron a la barra y enseguida salió Celia, con el gesto serio y preocupado.
-Hola, Celia –le saludó Gonzalo, preguntándose a qué venía aquel semblante; se volvió hacia Andrés, buscando una respuesta pero el capataz estaba tan sorprendido como él.
-Buenas tardes, Gonzalo, Andrés –declaró sin entusiasmo y recogiendo unos platos.
-¿Qué ocurre? –le preguntó el capataz.
La joven se detuvo y suspiró.
-Eso me gustaría saber a mí –les dijo a ambos con mal humor-. Mirad –y les señaló el restaurante, donde apenas había un par de mesas ocupadas cuando lo normal era no encontrar una vacía-. Lleva así dos días. No sé lo que ha debido de pasar. No lo comprendo. Desde la noche de la verbena, la gente ha dejado de venir.
-Pero… ¿y eso? –preguntó Gonzalo, extrañado. Sabía que los aldeanos apreciaban a la muchacha. No podían mudar de afectos tan de repente.
-No lo sé –se encogió de hombros, tragando el nudo de tensión contenida-. Pregunto a los pocos que vienen y tampoco parecen saberlo.
-¿Y a los clientes habituales? –quiso saber Andrés, preocupado por la nueva situación-. ¿Les has preguntado?
Se volvió hacia él.
-Ya te digo, a los pocos que vienen, les he preguntado si ha ocurrido algo en el pueblo; incluso me he atrevido a preguntarles si hay algún rumor sobre mí que pueda haberles disgustado –expuso, sin mencionar que había pensado en la posibilidad de que al verla con Andrés, algunos no viesen con buenos ojos su amistad y por ello habían dejado de ir a su restaurante; una tontería, a ojos de Celia, pero posible conociendo la manera de pensar de muchos de sus clientes-. Pero… nada.
El capataz se llevó la mano al mentón, pensativo. Había comprendido a qué se refería Celia con “algún rumor”. No creía que fuera eso. Debía de tratarse de otra cosa.
-¿Y María? –preguntó Gonzalo-. ¿Está dentro?
-No –negó ella-. Como el restaurante está sin clientela, pues tampoco hay excusa para que Teresa venga y… -se mordió la lengua al darse cuenta de que había hablado de más. Quizá Gonzalo estuviese al tanto, pero Andrés no.
-¿Qué sucede con Teresa? –preguntó el capataz, mirando a uno y a otro.
Gonzalo y Celia cruzaron una mirada de entendimiento.
-Nada importante; si no hay mesas que atender, Teresa no tiene manteles que lavar y planchar –cortó Gonzalo. No podían contárselo a Andrés. Todavía no. Aunque posiblemente el capataz les apoyase, era mejor callar. Cuanta menos gente estuviese al tanto de las clases clandestinas, mucho mejor.
-¿Y Julio? –se volvió hacia Celia, queriendo desviar la atención-.¿Tampoco viene?
-Estuvo ayer –se encogió de hombros, sin darle importancia-. Pero de momento hoy no se ha presentado.
Gonzalo tampoco quiso darle importancia a aquel dato. Si Teresa no había ido a trabajar posiblemente Julio tampoco iría a recogerla. Habría que esperar unos días para ver cómo avanzaba el asunto.
-¿Qué os pongo? –apenas hasta entonces, Celia se dio cuenta de que no les había ofrecido nada.
-Ehhh… nada –se disculpó Gonzalo-. María me estará esperando en casa.
-A mí ponme uno de esos vinos Castañeda –le pidió Andrés, tratando de sacarle una sonrisa.
Celia asintió y fue a buscar una botella que tenía en la bodega.
Gonzalo aprovechó entonces para contarle a Andrés lo que había estado pensando.
-No podemos dejar que esto continúe así –le dijo al capataz-. Algo me dice que tras esta desbandada se encuentran los tejemanejes de esos contrabandistas –Andrés asintió en silencio. A él también se le había pasado aquella idea por la cabeza.
-¿Qué propones?
Gonzalo se mesó la barba, torciendo la boca en un gesto malhumorado.
-Lo que no quería hacer –suspiró, sin más opción-. Te espero a las diez en la plaza del pueblo. Allí te contaré.
El capataz quiso preguntarle dónde pensaba ir, sin embargo la vuelta de Celia se lo impidió.
Gonzalo se despidió de ellos y emprendió el camino a casa.
Ahora venía lo más difícil. ¿Cómo saldría esa noche sin que María sospechara de sus verdaderas intenciones?
Tendría que darle alguna excusa que justificara su marcha. Y ya sabía cuál iba a ser.


CONTINUARÁ... 




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