CAPÍTULO 22
Poco después, Gonzalo y María retomaron sus
obligaciones.
Pese a que no le hacía ni pizca de gracia,
la joven tuvo que dejar a los niños con Adelita, pues sabía que tenía que
guiarse por la razón y no dejarse llevar por el subconsciente que le recordaba
el mal momento que le hizo pasar aquella muchacha, ya que al fin y al cabo no
tenía nada que ver con Gonzalo y era de otro joven de quien andaba
enamoriscada.
Así que María acudió a la escuela como cada
día para seguir con las enseñanzas.
Por su parte, Gonzalo estuvo en el despacho
de la hacienda, revisando el correo que había llegado y mirando unos
presupuestos antes de acudir a una de las fincas para arreglar una de las
acequias con una cuadrilla de hombres.
El joven había dejado a Andrés a cargo del
arreglo del tejado de las cuadras que marchaba por buen camino y esperaban
tenerlo completamente arreglado en unos días, mientras no se presentase ningún
contratiempo de última hora.
A media tarde, cuando el sol apretaba con
fuerza, Gonzalo y el resto de los hombres hicieron un alto para descansar. Ya
solo quedaba el último tramo para arreglar, pero con aquel sol cayendo a plomo
sobre ellos sin clemencia no podían continuar, así que se resguardaron a la
sombra de unos árboles y tomaron algo de agua.
Después de saciar su sed, Gonzalo oteó el
camino que llevaba a la hacienda y pudo ver la silueta de un caballo acercarse
al trote hacia ellos.
Frunció el ceño, tratando de atisbar mejor
de quién se trataba. Cuando estaba a poco menos de veinte metros, puedo ver que
era el capataz que venía montado a caballo.
Andrés se acercó a ellos y desmontó.
-¿Ocurre algo? –le preguntó Gonzalo al ver
su semblante serio.
-Espero que no –respondió con ambigüedad y
la respiración entrecortada.
Gonzalo y él dejaron a un lado al resto de los
hombres para hablar con mayor tranquilidad.
-Ha llegado este telegrama –Andrés le tendió
un papel y puso los brazos en jarras mientras Gonzalo lo leía.
El esposo de María tomó la nota y leyó las
escasas líneas, frunciendo el ceño.
-Es el científico –dijo al fin, y su rostro
se iluminó-. Dice que tiene buenas nuevas y que en unos días estará aquí para
contárnoslas en persona.
Una sonrisa se dibujó en los labios de
Andrés.
-Pero… pero eso es… estupendo –declaró, sin
dar crédito-. Por fin algo que sale bien. Te lo dije, Gonzalo. Este hombre
logrará salvar las cosechas.
Gonzalo asintió, comenzando a ver que saldrían
de aquel problema en breve. Si las cosechas se salvaban, obtendrían grandes
beneficios con los que pagar a todos los hombres y poder mantenerles en sus
puestos de trabajo para la próxima temporada.
-¿Y cómo va el tejado? –le preguntó de
pronto, guardándose el mensaje; no quería lanzar las campanas al vuelo antes de
saber qué les traía el científico.
-Hoy nos hemos retrasado porque el material
se acabó antes de hora y hemos perdido un par de horas –le explicó el capataz-.
Pero no creo que haya ningún contratiempo.
Gonzalo asintió, conforme.
Se volvió a ver a la cuadrilla, que estaba
ocupada en otros menesteres y apenas les prestaba atención, de manera que el
joven aprovechó para hablar con su amigo.
-¿Y a ti, cómo te fue anoche? –le tocó el
brazo levemente, en un gesto cómplice y mostrándole una media sonrisa.
El capataz se rascó la cabeza, algo
incómodo.
-No me puedo quejar –confesó a media voz,
mirando de refilón a los hombres que comenzaron a recoger los aperos y
volvieron al trabajo pues el tiempo se les echaba encima y tenían que terminar
el arreglo de la acequia antes de que acabase el día.
-¿Solo vas a decirme eso? –insistió con una
mirada que le instaba a que continuase.
Andrés tomó aire. Era complicado explicarle
lo ocurrido pues ni él mismo llegaba a entenderlo.
-Pues… la acompañé hasta su casa. Por el
camino hablamos de que seguía sorprendiéndome saber que había sido novicia y… y
ella se lo tomó en broma.
-Eso es bueno –convino Gonzalo.
-Sí, sí –afirmó con rapidez el joven, sin
saber bien cómo llevar el asunto.
-¿Entonces…?
-Pues que ahora que hemos logrado ser
amigos… me da miedo dar un paso más y echarlo todo a perder.
Gonzalo entendía su temor. Le había costado
mucho dar el paso de acercarse a Celia y ahora que su relación se había
convertido en amistad, que ambos se estaban conociendo… temía adelantarse y
estropearlo.
-Bueno… no quieras forzar las cosas –trató
de animarle-. El asunto es que ahora os habláis con naturalidad, cosa que hasta
hace una semana era imposible –Andrés sonrió al darse cuenta de aquello y de
cómo había cambiado la situación en tan poco tiempo-. Dale tiempo y verás como
todo fluye.
El capataz agradeció su consejo, porque era
lo que necesitaba, saber cómo continuar.
-Bueno, regreso a las cuadras –le dijo dando
media vuelta y subiendo de nuevo al caballo.
-Aquí no nos queda mucho –Gonzalo se secó
las gotas de sudor que cubrían su frente-. Terminamos y en un rato estamos de
vuelta. Espérame e iremos juntos a tomarnos unos tragos de vino al restaurante.
Así tienes excusa para verla.
El esposo de María le guiñó un ojo al
capataz que tiró de las riendas del caballo para que diese media vuelta, y
salió al galope camino de la hacienda.
Gonzalo se unió al resto de los hombres y
continuaron trabajando una hora más, hasta finalizar el remiendo.
Aún quedaba un rato de sol cuando entraron
en la hacienda por la puerta principal. Los hombres fueron a dejar los
utensilios a uno de los cobertizos y Gonzalo entró en la casa grande para
hablar con el ama de llaves.
La mujer escuchó al hermano de Tristán,
quien le informó de que en unos días recibirían la visita de un importante
científico y quería que le preparase uno de los cuartos de invitados. El ama de
llaves asintió a sus peticiones y luego regresó a sus quehaceres. Gonzalo subió
al piso de arriba para asearse y cambiarse de ropa. Afortunadamente siempre
tenía una muda limpia en la hacienda porque sabía que con el trabajo de campo
terminaba lleno de barro y suciedad.
Al salir al patio central, tomó el camino
hacia las cuadras, pero antes de llegar, vio salir a Andrés y al resto de los
trabajadores.
-¿Habéis terminado por hoy? –le preguntó,
reuniéndose con él.
-Así es, Gonzalo –el capataz iba empapado de
sudor-. Tan solo queda colocar la última capa y las tejas y estará como nuevo.
¿Quieres verlo?
-Mañana –rehusó su ofrecimiento-. Por hoy ya
hemos tenido suficiente.
Se dirigieron hacia la salida.
-Quieres entrar a lavarte un poco –le ofreció
Gonzalo.
-No te preocupes –rechazó su invitación-.
Dame unos segundos que me asee en la casa de los aperos y ya.
Su amigo asintió y le esperó en la salida.
Poco después, ambos enfilaron el camino de
bajada al pueblo. El trayecto en compañía siempre se hacía más ameno y es que
la hacienda Casablanca se hallaba en la parte alta de la isla, a unos veinte
minutos de Santa Marta.
Al llegar al restaurante se lo encontraron
más tranquilo de lo habitual. Se acercaron a la barra y enseguida salió Celia,
con el gesto serio y preocupado.
-Hola, Celia –le saludó Gonzalo,
preguntándose a qué venía aquel semblante; se volvió hacia Andrés, buscando una
respuesta pero el capataz estaba tan sorprendido como él.
-Buenas tardes, Gonzalo, Andrés –declaró sin
entusiasmo y recogiendo unos platos.
-¿Qué ocurre? –le preguntó el capataz.
La joven se detuvo y suspiró.
-Eso me gustaría saber a mí –les dijo a
ambos con mal humor-. Mirad –y les señaló el restaurante, donde apenas había un
par de mesas ocupadas cuando lo normal era no encontrar una vacía-. Lleva así
dos días. No sé lo que ha debido de pasar. No lo comprendo. Desde la noche de
la verbena, la gente ha dejado de venir.
-Pero… ¿y eso? –preguntó Gonzalo, extrañado.
Sabía que los aldeanos apreciaban a la muchacha. No podían mudar de afectos tan
de repente.
-No lo sé –se encogió de hombros, tragando
el nudo de tensión contenida-. Pregunto a los pocos que vienen y tampoco
parecen saberlo.
-¿Y a los clientes habituales? –quiso saber
Andrés, preocupado por la nueva situación-. ¿Les has preguntado?
Se volvió hacia él.
-Ya te digo, a los pocos que vienen, les he
preguntado si ha ocurrido algo en el pueblo; incluso me he atrevido a
preguntarles si hay algún rumor sobre mí que pueda haberles disgustado –expuso,
sin mencionar que había pensado en la posibilidad de que al verla con Andrés,
algunos no viesen con buenos ojos su amistad y por ello habían dejado de ir a
su restaurante; una tontería, a ojos de Celia, pero posible conociendo la
manera de pensar de muchos de sus clientes-. Pero… nada.
El capataz se llevó la mano al mentón,
pensativo. Había comprendido a qué se refería Celia con “algún rumor”. No creía
que fuera eso. Debía de tratarse de otra cosa.
-¿Y María? –preguntó Gonzalo-. ¿Está dentro?
-No –negó ella-. Como el restaurante está
sin clientela, pues tampoco hay excusa para que Teresa venga y… -se mordió la
lengua al darse cuenta de que había hablado de más. Quizá Gonzalo estuviese al
tanto, pero Andrés no.
-¿Qué sucede con Teresa? –preguntó el
capataz, mirando a uno y a otro.
Gonzalo y Celia cruzaron una mirada de
entendimiento.
-Nada importante; si no hay mesas que
atender, Teresa no tiene manteles que lavar y planchar –cortó Gonzalo. No
podían contárselo a Andrés. Todavía no. Aunque posiblemente el capataz les
apoyase, era mejor callar. Cuanta menos gente estuviese al tanto de las clases
clandestinas, mucho mejor.
-¿Y Julio? –se volvió hacia Celia, queriendo
desviar la atención-.¿Tampoco viene?
-Estuvo ayer –se encogió de hombros, sin
darle importancia-. Pero de momento hoy no se ha presentado.
Gonzalo tampoco quiso darle importancia a
aquel dato. Si Teresa no había ido a trabajar posiblemente Julio tampoco iría a
recogerla. Habría que esperar unos días para ver cómo avanzaba el asunto.
-¿Qué os pongo? –apenas hasta entonces, Celia
se dio cuenta de que no les había ofrecido nada.
-Ehhh… nada –se disculpó Gonzalo-. María me
estará esperando en casa.
-A mí ponme uno de esos vinos Castañeda –le
pidió Andrés, tratando de sacarle una sonrisa.
Celia asintió y fue a buscar una botella que
tenía en la bodega.
Gonzalo aprovechó entonces para contarle a
Andrés lo que había estado pensando.
-No podemos dejar que esto continúe así –le
dijo al capataz-. Algo me dice que tras esta desbandada se encuentran los
tejemanejes de esos contrabandistas –Andrés asintió en silencio. A él también
se le había pasado aquella idea por la cabeza.
-¿Qué propones?
Gonzalo se mesó la barba, torciendo la boca
en un gesto malhumorado.
-Lo que no quería hacer –suspiró, sin más
opción-. Te espero a las diez en la plaza del pueblo. Allí te contaré.
El capataz quiso preguntarle dónde pensaba
ir, sin embargo la vuelta de Celia se lo impidió.
Gonzalo se despidió de ellos y emprendió el
camino a casa.
Ahora venía lo más difícil. ¿Cómo saldría
esa noche sin que María sospechara de sus verdaderas intenciones?
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