martes, 17 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 30 
Cuando Andrés llegó a la vieja tienda de ultramarinos la luna despuntaba tras unas nubes, tiñendo de plata y tonos grisáceos el camino.
Eran cerca de las nueve y media, y la calle estaba vacía a esas horas. Los aldeanos se hallaban en sus casas cenando, tal como se apreciaba a través de alguna de las ventanas abiertas, desde donde llegaban las voces amortiguadas y el entrechocar de platos y pucheros.
Pero Andrés no prestaba atención a esos detalles. Tenía puesta toda su atención en la puerta de la antigua tienda, en busca de alguna señal que le indicase si había gente dentro, o tenía el camino libre para entrar.
En un principio, cuando Celia le contó que Gonzalo había ido a buscar a María a casa de Julio, el capataz pensó en acudir allí por si necesitaban ayuda. Sin embargo, después de besar a la joven dueña del restaurante, se dijo que debía de hacer algo más. No iba a permitir que aquellos hombres terminasen con su negocio de un plumazo. Si la solución pasaba por ir a la vieja tienda, pues lo haría. Estaba seguro que Gonzalo podría apañárselas con el pescador. No le cabía ninguna duda al respecto. Así que había optado por la otra solución: acudir a la antigua tienda de ultramarinos y averiguar de una vez por todas qué escondían aquellos forasteros allí; y si era cierto lo que sospechaban, que allí tenían guardada la mercancía de contrabando.
El joven se detuvo en la esquina de enfrente, oculto por la sombra. Sentía cómo sus latidos se aceleraban irremediablemente. ¿Qué hacer? ¿Se aventuraba a entrar en el lugar o esperaba un tiempo a ver si alguien entraba o salía?
Mientras esperaba, pasaron por la calle un par de aldeanos que se le quedaron mirando, extrañados de verle allí. El joven disimuló todo lo bien que pudo, saludándoles amablemente; y éstos pasaron de largo.
Cuando finalmente tomó la decisión de entrar, dio un paso al frente… y la puerta se abrió.
Andrés regresó a las sombras desde donde podía ver bien lo que iba a acontecer.
Un hombre asomó la cabeza y miró en ambas direcciones antes de salir a la calle. Al ver que nadie se hallaba, en esos instantes, por allí, hizo un gesto con la mano tras él para que alguien más le siguiera.
El capataz asomó un poco más, y pudo ver como cinco hombres seguían al primero, Fidel, que había reconocido como el jefe del grupo, aquel que siempre llevaba la voz cantante. Conocía a dos de los que le acompañaban pero no al resto. Debían de tratarse de nuevo forasteros, pensó el joven.
Los seis hombres cerraron la puerta tras de sí con llave y se encaminaron hacia la parte baja del pueblo, la que conducía a la playa.
Andrés esperó unos segundos, mientras sus siluetas se perdían en las sombras, para atreverse a salir de su escondite. El capataz dirigió su mirada en la dirección en la que habían marchado los seis, cerciorándose de que no regresaban sobre sus pasos, porque no quería ningún sobresalto. Soltó el aire, que sin saberlo, había estado conteniendo y con paso rápido se plantó frente a la puerta.
Afortunadamente allí las sombras le cubrían, así que se relajó, lo suficiente, para ser capaz de abrir aquella vieja cerradura con un alambre doblado. Enseguida escuchó el clic y la puerta se abrió con un leve chirrido que provocó una especie de eco al otro lado.
El joven se coló como una culebra y cerró de nuevo la puerta, quedando la calle vacía por completo.
Hacía años que la tienda de ultramarinos había cerrado y el abandono se percibía en cada rincón.
La suciedad y las telarañas creaban un ambiente tétrico que se veía aumentando con la escasa luz de la luna que se colaba por los tablones que tapiaban las altas ventanas.
Lo poco que quedaba en la tienda eran el polvoriento mostrador grisáceo y unas vitrinas arrinconadas tras él, cuyos cristales apenas podían apreciarse con la capa blanca que se había formado sobre ellos.
El joven avanzo con cautela porque no sabía si  había alguien allí dentro todavía, y en caso de haberlo, podía descubrirle su presencia si algún tablón crujía más de la cuenta.
Por lo que Andrés recordaba, el lugar se componía de la estancia en la que se hallaba y que hacía las veces de tienda; y una trastienda que actuaba de almacén. Traspasó el umbral de la puerta que conducía a aquel lugar con el corazón en un puño, preguntándose si habría alguien escondido, acechando entre las sombras para asestarle algún golpe nada más llegase hasta él.
En ese momento pensó en lo inconsciente que había sido yendo hasta allí solo. Pero el mal ya estaba hecho; de manera que no le quedaba de otra.
En la semipenumbra del trastero apenas pudo otear nada. Aunque sí le quedó claro que allí no había nadie pues tropezó con un objeto que provocó un enorme estruendo y nadie salió a ver lo había sucedido. De manera que regresó a la tienda y buscó algo con lo que iluminarse. Afortunadamente aquellos forasteros habían dejado un candil que prendió enseguida, creando una débil luz amarillenta, que amenazaba con ser tragada por la oscuridad.
Andrés no sabía si disponía de mucho tiempo, así que cuanto antes revisara el lugar, mucho mejor.
La parte de la tienda se hallaba prácticamente desamueblada, así que allí no vio gran cosa. Supuso que debía buscar cajas o algo similar donde guardarían el material que luego iban a vender en el mercado negro.
Se detuvo un instante, pensativo. ¿Si fuera uno de esos bandidos, dónde guardaría las botellas de ron? Quizá en un lugar húmedo, oscuro y lejos de posibles miradas indiscretas.
El capataz supo dónde debía de buscar.
Pasó a la trastienda y con apenas una ojeada tuvo suficiente para saber que allí se hallaba toda la mercancía.
Junto a las paredes despintadas se hallaban apiladas un montón de cajas de madera. Caminó por el pasillo libre y vio aquello con lo que había tropezado la primera vez: una botella oscura y vacía, pues el líquido oscuro lo había desparramado por el suelo al tropezar con ella.
Entonces percibió el intenso olor a alcohol seco. Un aroma que antes se le había pasado por alto pero que ahora sabía que pertenecía a las cientos de botellas que debían contener las cajas.
Dejó el candil sobre una pila amontonada y se acercó a otra para abrir una de las cajas. Necesita algo con lo que hacer palanca. Volteó en busca de algún utensilio que le fuera de utilidad y halló un hierro largo a su izquierda que le serviría perfectamente para ello y descubrir el contenido de las cajas.
El joven presionó y se escuchó un fuerte crujido. La madera se había quebrado. Otra presión y saltó el lado contrario, suficiente para quitarle la parte de arriba y contemplar las botellas oscuras que contenían las cajas. Debían de haber unas veinte en cada una de ellas.
Andrés hizo un rápido reconocimiento, contando cuantas cajas había allí, y calculó mentalmente que la mercancía constaba de más de doscientas botellas de ron.
Sacó una de las botellas y sin dudarlo, la abrió. Tenía que saber si se trataba del preciado licor o era otra cosa. Se llevó a la boca de la botella, olfateó primero y luego mojó sus labios levemente para probar su contenido.
No había duda alguna, se trataba de ron. Ron de muy buena calidad. La misma clase de ron que hasta hacía pocos días tan solo Celia vendía en su restaurante y que ahora podía encontrarse en diferentes tabernas del pueblo. Demasiada casualidad, pensó Andrés; quien no creía en ellas.
Ahora tenía en su poder la certeza de que aquellos hombres eran contrabandistas y allí estaba la prueba de su delito.
Dejó la botella en su sitio y cerró la caja de nuevo.
Lo mejor que podía hacer era acudir a las autoridades y dejarlo en sus manos.
Con esa determinación salió del almacén, apagó el candil, dejándolo donde lo había encontrado y abrió la puerta de la calle.
Allí le esperaban dos personas.
Su corazón se detuvo al verlas y su rostro perdió color.
-¡Santa Caridad! –Andrés tomó aire, tras el susto inicial-. ¿Queréis matarme de la impresión?
-Lo que tendríamos es que darte una buena tunda por inconsciente –le espetó Gonzalo, mientras el capataz cerraba la puerta de la tienda por dentro.
Junto al esposo de María, Celia había permanecido callada. Los tres volvieron a entrar en el interior.
-¿Pero se puede saber en qué estabas pensando para venir aquí tú solo? –continuó Gonzalo, furioso con su amigo, aunque aliviado por encontrarle a salvo.
-¿Y vosotros cómo habéis sabido donde encontrarme?
-Porque te conozco de sobra y sé lo cabezota que puedes llegar a ser –declaró su amigo, poniendo los brazos en jarra y mirando a su alrededor-. Y bien… ¿has encontrado algo?
Andrés no le contestó enseguida pues estaba absorto mirando a Celia que no había abierto la boca. ¿Qué estaría pensando? De pronto se dio cuenta de lo peligroso que era su presencia allí. ¿Y si volvían aquellos forasteros? Mejor no pensar en ello.
-Ron, más de doscientas botellas del mejor ron –le explicó a Gonzalo, indicándole dónde estaban.
Los dos pasaron a la trastienda y con el candil, que habían vuelto a encender, Gonzalo pudo observar con sus propios ojos toda la mercancía que habían acumulado allí aquellos hombres.
-Estábamos en lo cierto, pues –comentó en voz baja-. Son traficantes de ron. Esto deben saberlo las autoridades pertinentes –se volvió hacia su amigo-. Los civiles ya están al tanto de que hoy se iba a producir una nueva entrega en la cala de San Juan.
-Les he visto salir en esa dirección –le informó Andrés, frunciendo el ceño.
Gonzalo asintió, observando una pila de papeles que descansaba sobre una de las cajas. Los ojeó por encima y vio que se trataba de las cantidades que había en las cajas. De repente, sus ojos se detuvieron en uno de los papeles. Sintió como su corazón se aceleraba de golpe. Aquello no tenía nada que ver con las cantidades de ron. Se trataba de otra cosa.
-Pues solo nos queda avisarles de la existencia de esto –se volvió hacia su capataz, sin comentarle lo que acababa de descubrir.
Andrés dio media vuelta y salió a la tienda. Gonzalo hizo ademán de seguirle pero se detuvo, cogió aquel papel que había llamado su atención, lo dobló y se lo guardó en el pantalón. Luego siguió al joven.
Ambos regresaron junto a Celia que seguía en la tienda, mirando a su alrededor.
-Vosotros quedaros aquí –les pidió Gonzalo mirando a la joven-… pero fuera de la tienda. No vayamos a tener problemas. Más vale que no sepan que hemos estado aquí dentro. ¿De acuerdo?
Volvieron a apagar el candil y salieron a la calle que seguía vacía.
-¿Y tú? –preguntó finalmente Celia, que parecía salir del trance en el que se encontraba.
-Yo iré a buscar a los civiles para que vengan lo antes posible. Me supongo que habrán mandado a la mayoría de efectivos a la cala y apenas quedará alguien en el cuartelillo –les explicó el joven- Tened cuidado –les advirtió a ambos-. Y… y si veis que alguien regresa, ni se os ocurra hacer nada. No sabemos qué tan peligrosos pueden llegar a ser.
-No te preocupes –habló Andrés-. Nos mantendremos al margen –se volvió hacia la joven-. Yo cuidaré de ella.
Gonzalo le dio una palmada en el hombro, agradecido y salió camino del cuartelillo.
Al quedarse solos, se produjo un extraño silencio. Ni uno ni otro sabían qué decir después de su último encuentro. Finalmente Andrés tomó la iniciativa.
-¿Te… te encuentras bien?
-Sí –declaró ella, sin mirarle a los ojos-. Estoy bien.
-Deberías haberte quedado con María –añadió el capataz.
-Estaba preocupada por ti –le confesó Celia levantando la mirada hacia él; que se sorprendió por su repentina sinceridad-. No… no quería que te pasara nada.
El capataz sonrió para sus adentros, dichoso por escuchar aquellas palabras.
-No quería preocuparos –se disculpó él, con un brillo sincero en su mirada-. Pero no podía quedarme de brazos cruzados viendo cómo tu negocio se iba a pique. Sé todo lo que has luchado por sacarlo adelante y…
Andrés no pudo terminar la frase, pues para su sorpresa Celia se acercó y le besó en los labios, callándole de golpe.
El capataz se quedó quieto en un principio, pero enseguida la abrazó y le devolvió el beso con la misma pasión.
-Que sea la última vez que quieras hacerte el héroe, ¿de acuerdo? –le pidió ella, apoyando su frente en la del joven. Sus corazones latían con la misma fuerza.
-Te lo prometo –murmuró Andrés, que en ese instante le hubiese prometido hasta lo más descabellado.
Celia le acarició la mejilla antes de volver a besarlo.
Formaron una burbuja a su alrededor que parecía imposible romperla, sin embargo unas voces roncas, rompieron la magia.
-¡Vaya, vaya! –declaró una voz sibilante-. Mirad a quién tenemos aquí.
Celia y Andrés se separaron un poco para ver quien les había interrumpido.
La sangre se les heló cuando reconocieron a tres de los forasteros que frecuentaban el restaurante y que apenas media hora antes habían salido de la tienda abandonada.
-¿Sucede algo… señores? –preguntó el capataz colocándose delante de Celia, para protegerla en caso necesario. La joven se asió a su brazo con manos temblorosas.
Uno de los forasteros ladeó la cabeza. Su mirada oscura, casi lasciva no presagiaba nada bueno.
La mente de Andrés voló rápido. ¿Acaso no habían ido aquellos hombres a la cala de San Juan? ¿Se los habría cruzado Gonzalo en el camino? Miró a ambos lados, deseando que el esposo de María apareciera de un momento a otro, porque estaba seguro que aquellos forasteros no se habían detenido precisamente para darles las buenas noches.
-Ahora no eres tan valiente, ¿verdad? –se dirigió a Celia, que tragó saliva, asustada. Aunque le sostuvo la mirada altiva. Sabía a qué venía la pregunta y no le gustaba nada.
-¿Tiene algún problema con la señorita? –le preguntó Andrés, quien la ocultó tras él casi por completo-. Debería de dejarla en paz. No es de buen caballero meterse con una dama, y mucho menos en esos términos.
El forastero se pasó la lengua por los labios, y escupió a los pies de Andrés.
-Tu cara me suena –le señaló, frunciendo el ceño-. ¡Ah, ya! Tú estabas aquel día que nos echaron de la hacienda Casablanca… a patadas.
-No os echamos a patadas –se defendió el capataz apretando los puños. Tan solo debía de ganar algo de tiempo hasta que Gonzalo llegase con los civiles. Solo eso-. Tal como os dijimos, no había trabajo. Además, tengo entendido que lograsteis faena en otra hacienda. Seguro que os habrán pagado mejor que lo hacemos nosotros con los temporeros.
Las pupilas de aquel hombre se dilataron, llenas de furia. Tanta que le era imposible contenerla. Se abalanzó sobre Andrés y le cogió por el cuello de la camisa.
El joven sintió como el cuerpo de Celia se tensaba tras él.
-¡No pretendas burlarte de mí, señoritingo! –le espetó el hombre-.¡Nadie se burla de Fidel y se marcha de rositas!
Andrés le cogió las manos y logró desasirse de malos modos.
-¡Suéltame! –gritó el capataz entre dientes-. No pienso caer en tus provocaciones.
Cogió a Celia por la cintura, determinado a marcharse de allí cuando antes pero los otros cuatro se lo impidieron, saliéndole al paso.
-¿Tanta prisa tenéis? –le preguntó Fidel con socarronería-. Aquí la… señorita me debe una.
-¡Yo no te debo nada! –le gritó Celia, conteniendo el miedo que sentía. Andrés trataba de protegerla con un abrazo aunque sabía que contra cinco hombres poco podría hacer.
-¡Me echaste de tu restaurante! –le recordó el forastero, cuyo rostro enrojecido por la furia, estaba fuera de sí.-. Y nadie se atreve a echar a Fidel de ningún lado, y mucho menos una mujerzuela como tú!
-Si te echó, sus razones tendría –intervino Andrés-. Es su negocio y está en pleno derecho de hacer y deshacer a su antojo.
Las cosas se estaban poniendo complicadas. El capataz lo sabía. No les dejarían marchar por las buenas.
Y Gonzalo seguía sin aparecer con los civiles.
-¿Una mujer con un negocio? –escupió Fidel con asco-. ¿Dónde se ha visto? Su lugar está en su casa, como el de todas las mujeres.
-No pienso discutir ese tema contigo –siguió Andrés, tratando de ganar tiempo-. Está clara cuál es tu postura, y que ésta no cambiará por mucho que trate de hacerte entrar en razón. Así que será mejor que nos vayamos.
Dieron un paso en dirección a la plaza pero no les dejaron. Aquellos cuatro hombres les cerraron la vía de escape que habían escogido; y cogieron a Celia que trató de desasirse de sus captores.
-¡Soltadme! ¡Soltadme! –gritó a viva voz.
Andrés trató de ayudarla pero Fidel se lo impidió dándole un golpe a traición que le dejó sin aliento.
-Esto para que sepas con quien no debes de meterte –le dijo mientras el joven trataba de recuperarse-. Nadie se mete con…
-… ¡Sí… ya te he oído! –grito Andrés, tomando por sorpresa a su atacante. Le dio un puñetazo en la mandíbula que le hizo retroceder.
Sus acompañantes se quedaron quietos de golpe, tan sorprendidos como él. Aun así, no soltaron a Celia cuando ésta trató de liberarse de ellos.
-Si vas a querer llevártela, tendrá que ser por encima de mi cadáver –rugió Andrés, sintiendo un fuerte dolor en la sien debido al golpe. Un dolor que no era nada comparado con el que le producía la idea de perder a Celia. No dejaría que le pasara nada. Se lo debía.
-Tú lo has querido –vociferó el forastero, fuera de sí.
Ambos hombres se encararon. Andrés no estaba acostumbrado a las peleas, pero había visto alguna que otra. Sabía que si dejaba pensar a su contrincante, estaba perdido. Aunque debía estudiar sus movimientos y descubrir cuál era su punto débil. Fidel no era un hombre muy alto; eso podría ayudarle. Pero era delgado, lo cual lo convertía en alguien difícil de atrapar. Podría escurrirse como la culebra que era y darle más de un quebradero de cabeza.
Finalmente, el forastero atacó; un golpe que pretendía ir a su lado derecho pero que Andrés esquivó con rapidez. Fidel golpeó al aire y casi terminó en el suelo.
Celia observó, horrorizada lo que allí sucedía. La joven se preguntaba cómo es que nadie salía a socorrerles. ¿Dónde estaba la gente de Santa Marta en esos momentos? Con el alboroto que estaban armando, seguro que alguien se habría dado cuenta. ¿Y si gritaba pidiendo auxilio? Quizá así evitaba aquella pelea absurda.
Tomó aire y abrió la boca para dar la voz de alarma pero una mano se lo impidió, tapándole la boca.
-¡Quieta! –le susurró el que la tenía atrapada-. ¿No ves que no necesitamos más público? -se burló. La joven tuvo que hacer un gran esfuerzo para soportar aquel aliento nauseabundo que desprendía su captor.
Mientras, Andrés y Fidel continuaban con el intercambio de golpes. El capataz era más ágil que el forastero, sin embargo, el contrabandista poseía la malicia que le faltaba al capataz.
Una malicia que sacó a relucir cuando el último golpe de Andrés le dio de lleno en el estómago. El capataz parecía tener ganada aquella pelea, sin embargo, no había que perder de vista a su contrincante nunca, y mucho menos si era capaz de atacar a traición.
Cuando Fidel se arrastraba por el suelo después de haber recibido más de tres golpes en el rostro y cuerpo, Andrés se volvió hacia el resto, dispuesto a enfrentarse a ellos.
No se llevarían a Celia, ni mucho menos le harían ningún daño.
Clavó su mirada en ella, prometiéndole aquello en silencio: todo saldría bien.
De repente sintió una quemazón en el costado, como si algo le hubiese atravesado desde dentro.
No hizo falta saber de qué se trataba. Se volvió lentamente y vio a Fidel junto a él, sonriendo con malicia. Entre sus manos relucía el frío acero de una navaja, cuyo filo brillaba manchado de sangre.
El rostro de Celia se volvió blanco. La escena transcurrió frente a ella como si fuera a cámara lenta. Tan lenta que apenas pasó todo en unos segundos.
Andrés se llevó la mano al costado y sintió el calor de su sangre empapando su piel, a la vez que la quemazón se extendía por todo su cuerpo.
-¡NOOOOOOOOO! –gritó Celia.
Un grito desgarrador que nació de la desesperación.
En el instante en que Andrés caía de rodillas, un grupo de civiles llegó hasta el lugar a la carrera. Junto a ellos iba Gonzalo.
Inmediatamente los cinco forasteros fueron detenidos y Celia liberada de su captor. Sin embargo la joven no podía reaccionar. Su mente se negaba a aceptar lo ocurrido. Las voces llegaban a ellas como si estuviese bajo el agua, en un sueño. Las lágrimas invadieron sus ojos y solo tenía en mente un pensamiento: Andrés.
La joven parpadeó varias veces y entonces la realidad se hizo presente. Corrió junto al capataz que había caído al suelo.
Gonzalo al verles a ambos, corrió también.
Celia sostuvo al joven antes de que cayese del todo.
-¡Andrés, no! –balbuceó-. ¡Por favor, aguanta! ¡Por favor no me dejes!
Gonzalo la ayudó a tenderlo en el suelo. El joven capataz seguía vivo pero respiraba con dificultad mientras la mancha de sangre se extendía en su camisa.
-¡Voy a buscar al doctor! –dijo Gonzalo, que salió a escape hacia el dispensario.
Celia se sentó junto a Andrés, colocando su cabeza en su regazo. La joven tragó saliva.
-Te pondrás bien –trató de darle ánimos-. Gonzalo ha ido a buscar al doctor y enseguida estarás bien. Ya lo verás.
El joven alargó el brazo, casi sin fuerzas para tocarle el rostro.
-¿Estás bien? –logró preguntarle con un hilo de voz.
Celia asintió, aunque las lágrimas que caían por sus mejillas no decían lo mismo.
Andrés sonrió débilmente.
-Entonces me doy por satisfecho –musitó. Sus ojos, vidriosos se fueron cerrando poco a poco, y su brazo cayó inerte sobre su pecho.

CONTINUARÁ...



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