martes, 24 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 37 
Al entrar en casa, Esperanza corrió hasta la habitación del desván, que solían usar para las tareas comunes de la casa: planchar, guardar viejos trastos y coser.
Sus padres ni siquiera hicieron el esfuerzo para detenerla, pues sabían que sería inútil llamarla; de manera que subieron tras ella. Martín se revolvía en brazos de Gonzalo, queriendo bajar y correr tras su hermana, no fuese a llegar antes que él. Sin embargo, su padre no le dejó ya que había que subir un tramo de escaleras y el niño todavía no estaba tan recuperado para ello.
Esperanza se acercó a la jaula de Ramita y abrió la puerta para sacar al lorito.
-Ten cuidado, Esperanza –le pidió su madre, sabiendo que la niña podía apretar al animalillo más de la cuenta y hacerle daño-. Sabes que aún no está recuperado del todo.
Pero su hija sabía cómo tratar a su mascota y con suavidad sacó al pajarillo. Gonzalo dejó a Martín en el suelo, para alegría del niño que se acercó a ver cómo se guía.
El pequeño ladeó la cabeza y alargó su manita para tocarle el pico. Ramita que les conocía a ambos, apenas se removió un poco cuando Esperanza se lo colocó en el hombro y el lorito apenas se movió de allí.
Gonzalo cogió al animalillo para examinarle el ala. Al parecer ésta sanaba a buen ritmo y en pocos días podría volver a volar sin dificultad alguna.
-Bueno –declaró, volviendo a dejarlo dentro de su jaula-. Ahora es mejor que siga descansando que ya es tarde.
Esperanza arrugó el ceño.
-Padre… solo un ratito más –le suplicó la niña, mirando a su mascota.
-Esperanza, cariño, es tarde –intervino María observando a través de la ventana que la oscuridad de la noche tomaba el relevo del día-. Hay que bañarse y cenar. Además, Ramita también querrá dormir.
La niña observó a su madre sin mucho convencimiento. Pero terminó asintiendo y pasó frente a ella para salir por la puerta y dirigirse hacia su cuarto.
Justo en ese instante, se escuchó un leve sonido, ronco, que detuvo a la pequeña.
“Esperanza”
Todos se volvieron hacia el loro. Llevaba semanas sin emitir sonido alguno y volver a escuchar su canto les había dejado a ellos sin palabra.
“Esperanza” –repitió el animalillo.
La pequeña corrió hacia la jaula y tomó a su mascota.
-¿Lo han escuchado? –les preguntó a sus padres, con sus grandes ojos pardos brillando de emoción-. ¡Ha hablado! ¡Me ha llamado!
Gonzalo y María se miraron, sonriendo. Hasta Ramita volvía a ser el mismo de antes.
-Sí, cariño –se acercó Gonzalo a su hija y acarició el plumaje suave del loro-. Parece ser que por fin tiene ganas de hablar. Pero ahora hay que dejar que descanse, ¿de acuerdo?
Esperanza asintió, feliz y salió del desván corriendo hacia su cuarto.
El pequeño Martín aprovechó entonces para acercarse a la jaula y meter su dedito entre los barrotes. Ramita se lo mordisqueó con ternura y el niño rió, divertido. El pequeño también había entendido que al fin su mascota volvía a ser la de antes.
Su madre se acercó a él y lo levantó del suelo.
-Lo del baño y la cena también va por ti –le dijo la joven, mientras su hijo se revolvía para que le dejase en el suelo-. Ni creas por un instante que te vas a librar.
Martín emitió un pequeño gruñido de desacuerdo pero María no cedió y salió con él del cuarto, seguida, momentos después por Gonzalo, quien aprovechó para ponerle agua al animal.
Mientras María preparaba a los niños para el baño, su esposo bajó a la cocina y le indicó a Margarita que preparase la cena para sus hijos pues seguro que saldrían del baño con hambre. La buena mujer obedeció al instante.
Gonzalo ya salía de la cocina cuando se detuvo.
-Y… Margarita, sirve nuestra cena en el jardín –le pidió él.
-¿La de usted y la señora? –repitió la doncella.
Gonzalo asintió.
-No se preocupe, señor –dijo Margarita, sonriéndole en complicidad-. Estará lista… como a ustedes les gusta.
El joven se acercó a la doncella y le agradeció posando su mano en el hombro de la buena mujer.
-Gracias. Después puedes retirarte a descansar.
Ella asintió, comprendiendo.
Cuando Gonzalo regresó al cuarto de los niños, María tenía a los dos dentro de la bañera, enjabonados.
-Justo a tiempo –declaró su esposo, sabiendo que la peor parte del baño era cuando había que quitarles la espuma pues lo ponían todo perdido-. Deja que termine yo con ellos.
-No es necesario, Gonzalo –declaró María, que ya estaba acostumbrada a aquello-. Te van a poner perdido –se miró el delantal, que solía usar para que su vestido no se viese afectado, salpicado de agua por todos lados-. Esto es peor que ir a la guerra, ya lo sabes.
De pronto un fuerte chapoteo de Martín hizo que el agua saliera disparada en todas las direcciones.
Gonzalo se hizo hacia atrás a tiempo, pero aun así algo de agua le llegó. María no corrió la misma suerte, pues estaba arrodillada frente a la bañera y las gotas de agua llegaron hasta su rostro.
-¿Qué es lo que te he dicho? –repitió ella, tomándoselo con humor.
Su esposo le acercó una toalla con la que secarse la cara.
-Mejor te dejo a ti esta batalla –declaró él, sabiendo que si le ayudaba, terminaría como ella-. Voy a encargarme de que su cena esté lista para cuando termines con ellos.
De manera que mientras Gonzalo volvía a la cocina para recoger la cena de los niños y sacarla al salón, María terminó con el baño y les puso el pijama.
Al bajar a la sala, los platos ya estaban sobre la mesa. María sentó a Martín en su silla alta y Gonzalo se encargó de Esperanza. Normalmente ellos también cenaban con los niños, pero esa noche habían preferido que sus hijos cenasen antes y así ellos podrían cenar con cierta tranquilidad después de los últimos días.
Afortunadamente, el paseo les había abierto el apetito y tanto Esperanza como Martín se comieron todo sin apenas rechistar.
Después los subieron a su cuarto y tras leerles un cuento corto, ambos cayeron rendidos en sus respectivas camas, felices por la recuperación absoluta de su mascota por quien tanto habían temido.
-Qué angelitos –comentó María, después de haberles dado un beso de buenas noches.
-Parece que nunca hubiesen roto un plato –dijo Gonzalo, acercándose a ella para observarles juntos desde la puerta del dormitorio. Un dormitorio en el que se respiraba tranquilidad y paz. El joven la rodeó con sus brazos por detrás y permanecieron un instante en silencio.
-No nos quejemos, mi amor –le reprochó ella-. Que son niños, y ya sabemos lo que cuesta educarlos.
-Por supuesto –estuvo de acuerdo él-. Si no lo digo como una queja, sino todo lo contrario. No querría que fuesen de otra manera. Su vitalidad y alegría son lo que nos ayuda en los malos momentos a seguir adelante. Podremos tener problemas, pero siempre vuelves a casa y sus sonrisas borran todo mal pensamiento.
María asintió en silencio, mostrando una débil sonrisa.
-Somos muy afortunados, Gonzalo –musitó ella-. No cambiaría nada de lo que tenemos.
-Ni yo –convino él, dándole un suave beso en el cuello-. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí, pero lo hemos conseguido.
Su esposa no dijo nada. Se quedaron un momento más en silencio antes de abandonar la estancia y bajar a cenar.
Al llegar al salón, la joven se detuvo frente a la mesa: estaba vacía.
-¿Y la cena? –se extrañó-. Qué raro que Margarita no la haya puesto ya –se volvió hacia Gonzalo-. ¿La avisaste?
Su esposo no respondió, le tendió la mano y le mostró una sonrisa pícara, que María supo interpretar al instante.
-¿Qué has hecho, Gonzalo?
-Nada, mujer –declaró él, mientras se encaminaban hacia el jardín-. ¿Por qué siempre tengo que hacer algo malo?
-Malo no –le rectificó ella, avanzando en la penumbra del pasillo-. Pero miedo me das.
Al salir al jardín, la joven se detuvo en la puerta, observando, sorprendida las velas que iluminaban el lugar, creando un ambiente cálido e íntimo. La cena estaba servida en la mesa, donde un par de velas lo iluminaba todo.
El recuerdo de algo similar volvió a la mente de María. Una noche lejana, cuando creía que su boda con Gonzalo tendría que ser pospuesta… todos los vecinos habían ayudado para que no fuese así. La imagen de la plaza de su amado Puente Viejo, iluminada con cientos de velas, inundó su mente. Una noche mágica que jamás olvidaría.
Gonzalo la condujo hasta la mesa y apartó la silla para que se sentase.
-Espero que todo esté a tu gusto –le dijo él, tomando asiento a su lado.
La mirada de María brilló, llena de ilusión. Le tendió la mano para cogerle la suya.
-Contigo a mi lado siempre está todo perfecto –declaró ella mientras su esposo le besaba la mano, con devoción.
Ambos se sonrieron antes de comenzar a cenar. El sonido de las olas del mar llegaba hasta ellos, transportados por la suave brisa de la noche. Esa noche, la oscuridad cubría el cielo estrellado. La luna estaba en fase nueva y su luz no iluminaría como hacía otras noches.
-No has dicho nada de lo ocurrido con Julio –habló María, quien había esperado el momento oportuno para sacar el tema-. ¿Qué… qué te ha parecido?
Gonzalo terminó de tragar el trozo de pescado para responderle.
-¿Qué me va a parecer? Me ha dejado tan sorprendido como a todos. Está claro que lo sucedido con el falso contrato ha debido de afectarle en gordo para cambiar de opinión de este modo.
-Bueno… dijo que tú tenías algo que ver –recordó ella, preguntándose qué le habría dicho- ¿Hablaste con él?
-Tan solo le dije que pensara en la suerte que tenía de tener a Teresa junto a él, que la valorase más… pero nunca imaginé que hasta él querría ir a tus clases.
-Eso sí que ha sido toda una sorpresa, mi amor –María tomó un sorbo de vino-. Si hace unos días me hubiesen dicho que Julio iba a decirme tal cosa, habría creído que estaban chanceándose de mí.
-Bueno… eso es porque sabe que eres la mejor.
-Gonzalo, no te burles –le pidió su esposa-. Debe de haber sido muy duro para él reconocer sus equivocaciones y… y venir a pedirme disculpas… es un gesto que le honra.
-A la gente de buen corazón no se le caen los anillos por pedir perdón, ni por saber reconocer sus errores –declaró Gonzalo, tomando otro trozo de pescado.
-La verdad es que han tenido mucha suerte –pensó ella, hablando en voz alta-. Podrían haberlo perdido todo si llega a aparecer ese maldito contrato. Menos mal que se perdió en el mar y Julio fue lo bastante sensato para ocultar el suyo.
Gonzalo tragó saliva. No le había contado a nadie la verdad. Esa verdad que solo él sabía, y que de salir a la luz podría traerle problemas. Todavía conservaba el documento y pronto tendría que deshacerse de él. Cuanto antes lo destruyera, mejor que mejor.
Pero antes tenía que hacer algo.
-María… -comenzó él, con gesto serio-. Verás… en cuanto a ese tema…
-¿Qué? –se preocupó ella.
-Las cosas no son como los civiles creen. Ese contrato no se perdió en el mar… ese documento lo tengo yo.
La joven dejó el cubierto sobre la mesa, sin comprender exactamente lo que su esposo le estaba diciendo.
-¿Cómo? –parpadeó varias veces-. Gonzalo explícate.
Su esposo tomó aire para contarle lo que había hecho.
-La noche en que esos contrabandistas fueron detenidos, cuando Andrés y yo entramos en la trastienda de aquel lugar, encontramos un montón de cajas repletas de botellas de ron y… sobre una de ellas había un montón de papeles. La mayoría eran albaranes pero entre esos papeles encontré el contrato de Julio… y me lo llevé.
La joven apretó los labios, sin saber cómo reaccionar.
-¿Qué te lo llevaste? –repitió ella, sin dar crédito-. Pero Gonzalo eso es…
-Ya lo sé –le cortó él. En su mirada había un destello de culpa por haber incurrido en un delito; sin embargo, sabía que había actuado correctamente, salvando a unos inocentes-. Y créeme si te digo que no estoy orgulloso de ello, pero sabes lo que ese papel significaría para Teresa y Julio.
María lo sabía: sería la ruina de ambos.
-¿Y… qué has hecho con él? –le preguntó, sin querer saber la respuesta.
Gonzalo sacó el papel, doblado y se lo tendió. La joven lo desdobló, con manos temblorosas y leyó su contenido. Efectivamente se trataba del mismo contrato que ya había leído.
-Si te lo cuento es porque no quiero que hayan secretos entre nosotros. Nunca los ha habido y no voy a empezar ahora a ocultarte las cosas.
Su esposa levantó la mirada hacia él. Sabía que cogiendo aquel contrato infringían varias leyes, y que de saberse, estarían en problemas. Sin embargo, apoyaba su acción.
-Esto no debe de saberlo nadie más –declaró María, con seriedad-. Jamás lo sabrán -Gonzalo asintió-. Debería de estar enfadada contigo… -alargó la mano para coger la de él, y le miró con cariño-, pero lo que estoy es orgullosa.
El joven sonrió débilmente.
-Gracias por comprenderlo.
-Supongo que yo habría hecho lo mismo. En ocasiones así, saltarse la ley es la única solución.
-Ahora tan solo hay que terminar con esto –dijo Gonzalo, acercando uno de los platos vacíos y tomando la vela de la mesa-. Lo mejor que podemos hacer es no dejar “pruebas”.
María estuvo de acuerdo en aquella parte. Tenían que quemar aquel papel que tan solo podría traerles problemas.
El fuego comenzó a devorar el documento por las esquinas, ennegreciéndolas. En pocos minutos quedó reducido a cenizas humeantes que terminaron de consumirse en el plato. Ambos suspiraron aliviados. La prueba había dejado de existir.
-Este secreto quedará entre nosotros –dijo Gonzalo, pues confiaba en María como en ninguna otra persona-. Nunca nadie sabrá lo que hemos hecho.
-Jamás –repitió ella, apretando su mano.
Gonzalo se levantó y ella hizo lo mismo.
-Ven, quiero enseñarte algo.
-¿Otro secreto más? –preguntó su esposa con reticencias-. Mira que por hoy ya he tenido suficiente.
Se acercaron hasta uno de los rincones del jardín donde las plantas crecían altas. Gonzalo apartó unas cuantas y le pidió que se acercase a mirar en el pequeño hueco que había bajo uno de los árboles.
María observó, maravillada, las flores blancas que crecían en aquella penumbra. Un lugar idóneo donde los rayos del sol llegaban lo suficiente para que brotase aquella flor.
-Nuestro pequeño jardín de azucenas –le explicó su esposo, feliz de ver su rostro iluminado por la sorpresa.
-¿Aquí ha sido donde las estabas cultivando? –inquirió ella, sorprendida por no haberse dado cuenta.
-Así es –le confirmó él.
María se acercó y le abrazó con fuerza. Un abrazo que Gonzalo le devolvió con la misma intensidad, aspirando su dulce aroma.
-Gracias –musitó ella, apartándose levemente para darle un suave beso en los labios-. Gracias por todo, cariño.
-No, gracias a ti –le dijo él. La luz amarillenta de las velas cruzaron por su mirada un instante, suficiente para comprobar que le estaba hablando con el corazón-. Gracias por todo, por estar ahí, día tras día, por escucharme, por…
María le hizo callar posando un dedo sobre sus labios.
-Ya sabes que no es necesario que me agradezcas nada –murmuró ella-. Desde hace mucho tiempo, tú y yo somos solo uno; lo que sufre uno, lo sufre el otro. Cuando tú sonríes, yo también sonrío. Si algo te preocupa, se convierte en mi preocupación.
Gonzalo no supo que responderle, pues María estaba en lo cierto. Sus caminos se habían unido de tal manera que eran solo uno; y lo que a uno le pasaba, al otro le afectaba de igual manera.
Volvieron a besarse, envueltos en aquella atmósfera cálida y delicada; como su amor. Un amor que crecía día a día, y que disfrutaban juntos.
Gonzalo la cogió en brazos sin dejar de besarla. Sus labios hablaron en silencio el idioma que ellos mismos habían creado.
Entró con ella en brazos y se dirigió hacia su alcoba; testigo muda de esa noche, cuando Gonzalo y María se entregaron el uno al otro, volviéndose un solo ser.

CONTINUARÁ...




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