CAPÍTULO 37
Al entrar en casa, Esperanza corrió hasta la
habitación del desván, que solían usar para las tareas comunes de la casa:
planchar, guardar viejos trastos y coser.
Sus padres ni siquiera hicieron el esfuerzo
para detenerla, pues sabían que sería inútil llamarla; de manera que subieron
tras ella. Martín se revolvía en brazos de Gonzalo, queriendo bajar y correr
tras su hermana, no fuese a llegar antes que él. Sin embargo, su padre no le
dejó ya que había que subir un tramo de escaleras y el niño todavía no estaba
tan recuperado para ello.
Esperanza se acercó a la jaula de Ramita y
abrió la puerta para sacar al lorito.
-Ten cuidado, Esperanza –le pidió su madre,
sabiendo que la niña podía apretar al animalillo más de la cuenta y hacerle
daño-. Sabes que aún no está recuperado del todo.
Pero su hija sabía cómo tratar a su mascota
y con suavidad sacó al pajarillo. Gonzalo dejó a Martín en el suelo, para
alegría del niño que se acercó a ver cómo se guía.
El pequeño ladeó la cabeza y alargó su
manita para tocarle el pico. Ramita que les conocía a ambos, apenas se removió
un poco cuando Esperanza se lo colocó en el hombro y el lorito apenas se movió
de allí.
Gonzalo cogió al animalillo para examinarle
el ala. Al parecer ésta sanaba a buen ritmo y en pocos días podría volver a
volar sin dificultad alguna.
-Bueno –declaró, volviendo a dejarlo dentro
de su jaula-. Ahora es mejor que siga descansando que ya es tarde.
Esperanza arrugó el ceño.
-Padre… solo un ratito más –le suplicó la
niña, mirando a su mascota.
-Esperanza, cariño, es tarde –intervino
María observando a través de la ventana que la oscuridad de la noche tomaba el
relevo del día-. Hay que bañarse y cenar. Además, Ramita también querrá dormir.
La niña observó a su madre sin mucho
convencimiento. Pero terminó asintiendo y pasó frente a ella para salir por la
puerta y dirigirse hacia su cuarto.
Justo en ese instante, se escuchó un leve
sonido, ronco, que detuvo a la pequeña.
“Esperanza”
Todos se volvieron hacia el loro. Llevaba
semanas sin emitir sonido alguno y volver a escuchar su canto les había dejado
a ellos sin palabra.
“Esperanza” –repitió el animalillo.
La pequeña corrió hacia la jaula y tomó a su
mascota.
-¿Lo han escuchado? –les preguntó a sus
padres, con sus grandes ojos pardos brillando de emoción-. ¡Ha hablado! ¡Me ha
llamado!
Gonzalo y María se miraron, sonriendo. Hasta
Ramita volvía a ser el mismo de antes.
-Sí, cariño –se acercó Gonzalo a su hija y
acarició el plumaje suave del loro-. Parece ser que por fin tiene ganas de
hablar. Pero ahora hay que dejar que descanse, ¿de acuerdo?
Esperanza asintió, feliz y salió del desván
corriendo hacia su cuarto.
El pequeño Martín aprovechó entonces para
acercarse a la jaula y meter su dedito entre los barrotes. Ramita se lo
mordisqueó con ternura y el niño rió, divertido. El pequeño también había
entendido que al fin su mascota volvía a ser la de antes.
Su madre se acercó a él y lo levantó del
suelo.
-Lo del baño y la cena también va por ti –le
dijo la joven, mientras su hijo se revolvía para que le dejase en el suelo-. Ni
creas por un instante que te vas a librar.
Martín emitió un pequeño gruñido de
desacuerdo pero María no cedió y salió con él del cuarto, seguida, momentos
después por Gonzalo, quien aprovechó para ponerle agua al animal.
Mientras María preparaba a los niños para el
baño, su esposo bajó a la cocina y le indicó a Margarita que preparase la cena
para sus hijos pues seguro que saldrían del baño con hambre. La buena mujer
obedeció al instante.
Gonzalo ya salía de la cocina cuando se
detuvo.
-Y… Margarita, sirve nuestra cena en el
jardín –le pidió él.
-¿La de usted y la señora? –repitió la
doncella.
Gonzalo asintió.
-No se preocupe, señor –dijo Margarita,
sonriéndole en complicidad-. Estará lista… como a ustedes les gusta.
El joven se acercó a la doncella y le
agradeció posando su mano en el hombro de la buena mujer.
-Gracias. Después puedes retirarte a
descansar.
Ella asintió, comprendiendo.
Cuando Gonzalo regresó al cuarto de los
niños, María tenía a los dos dentro de la bañera, enjabonados.
-Justo a tiempo –declaró su esposo, sabiendo
que la peor parte del baño era cuando había que quitarles la espuma pues lo
ponían todo perdido-. Deja que termine yo con ellos.
-No es necesario, Gonzalo –declaró María,
que ya estaba acostumbrada a aquello-. Te van a poner perdido –se miró el
delantal, que solía usar para que su vestido no se viese afectado, salpicado de
agua por todos lados-. Esto es peor que ir a la guerra, ya lo sabes.
De pronto un fuerte chapoteo de Martín hizo
que el agua saliera disparada en todas las direcciones.
Gonzalo se hizo hacia atrás a tiempo, pero
aun así algo de agua le llegó. María no corrió la misma suerte, pues estaba
arrodillada frente a la bañera y las gotas de agua llegaron hasta su rostro.
-¿Qué es lo que te he dicho? –repitió ella,
tomándoselo con humor.
Su esposo le acercó una toalla con la que
secarse la cara.
-Mejor te dejo a ti esta batalla –declaró
él, sabiendo que si le ayudaba, terminaría como ella-. Voy a encargarme de que
su cena esté lista para cuando termines con ellos.
De manera que mientras Gonzalo volvía a la
cocina para recoger la cena de los niños y sacarla al salón, María terminó con
el baño y les puso el pijama.
Al bajar a la sala, los platos ya estaban
sobre la mesa. María sentó a Martín en su silla alta y Gonzalo se encargó de
Esperanza. Normalmente ellos también cenaban con los niños, pero esa noche
habían preferido que sus hijos cenasen antes y así ellos podrían cenar con
cierta tranquilidad después de los últimos días.
Afortunadamente, el paseo les había abierto
el apetito y tanto Esperanza como Martín se comieron todo sin apenas rechistar.
Después los subieron a su cuarto y tras
leerles un cuento corto, ambos cayeron rendidos en sus respectivas camas,
felices por la recuperación absoluta de su mascota por quien tanto habían
temido.
-Qué angelitos –comentó María, después de
haberles dado un beso de buenas noches.
-Parece que nunca hubiesen roto un plato
–dijo Gonzalo, acercándose a ella para observarles juntos desde la puerta del
dormitorio. Un dormitorio en el que se respiraba tranquilidad y paz. El joven
la rodeó con sus brazos por detrás y permanecieron un instante en silencio.
-No nos quejemos, mi amor –le reprochó
ella-. Que son niños, y ya sabemos lo que cuesta educarlos.
-Por supuesto –estuvo de acuerdo él-. Si no
lo digo como una queja, sino todo lo contrario. No querría que fuesen de otra
manera. Su vitalidad y alegría son lo que nos ayuda en los malos momentos a
seguir adelante. Podremos tener problemas, pero siempre vuelves a casa y sus
sonrisas borran todo mal pensamiento.
María asintió en silencio, mostrando una
débil sonrisa.
-Somos muy afortunados, Gonzalo –musitó
ella-. No cambiaría nada de lo que tenemos.
-Ni yo –convino él, dándole un suave beso en
el cuello-. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí, pero lo hemos conseguido.
Su esposa no dijo nada. Se quedaron un
momento más en silencio antes de abandonar la estancia y bajar a cenar.
Al llegar al salón, la joven se detuvo
frente a la mesa: estaba vacía.
-¿Y la cena? –se extrañó-. Qué raro que
Margarita no la haya puesto ya –se volvió hacia Gonzalo-. ¿La avisaste?
Su esposo no respondió, le tendió la mano y
le mostró una sonrisa pícara, que María supo interpretar al instante.
-¿Qué has hecho, Gonzalo?
-Nada, mujer –declaró él, mientras se
encaminaban hacia el jardín-. ¿Por qué siempre tengo que hacer algo malo?
-Malo no –le rectificó ella, avanzando en la
penumbra del pasillo-. Pero miedo me das.
Al salir al jardín, la joven se detuvo en la
puerta, observando, sorprendida las velas que iluminaban el lugar, creando un
ambiente cálido e íntimo. La cena estaba servida en la mesa, donde un par de
velas lo iluminaba todo.
El recuerdo de algo similar volvió a la
mente de María. Una noche lejana, cuando creía que su boda con Gonzalo tendría
que ser pospuesta… todos los vecinos habían ayudado para que no fuese así. La
imagen de la plaza de su amado Puente Viejo, iluminada con cientos de velas,
inundó su mente. Una noche mágica que jamás olvidaría.
Gonzalo la condujo hasta la mesa y apartó la
silla para que se sentase.
-Espero que todo esté a tu gusto –le dijo
él, tomando asiento a su lado.
La mirada de María brilló, llena de ilusión.
Le tendió la mano para cogerle la suya.
-Contigo a mi lado siempre está todo
perfecto –declaró ella mientras su esposo le besaba la mano, con devoción.
Ambos se sonrieron antes de comenzar a
cenar. El sonido de las olas del mar llegaba hasta ellos, transportados por la
suave brisa de la noche. Esa noche, la oscuridad cubría el cielo estrellado. La
luna estaba en fase nueva y su luz no iluminaría como hacía otras noches.
-No has dicho nada de lo ocurrido con Julio
–habló María, quien había esperado el momento oportuno para sacar el tema-.
¿Qué… qué te ha parecido?
Gonzalo terminó de tragar el trozo de
pescado para responderle.
-¿Qué me va a parecer? Me ha dejado tan
sorprendido como a todos. Está claro que lo sucedido con el falso contrato ha
debido de afectarle en gordo para cambiar de opinión de este modo.
-Bueno… dijo que tú tenías algo que ver
–recordó ella, preguntándose qué le habría dicho- ¿Hablaste con él?
-Tan solo le dije que pensara en la suerte
que tenía de tener a Teresa junto a él, que la valorase más… pero nunca imaginé
que hasta él querría ir a tus clases.
-Eso sí que ha sido toda una sorpresa, mi
amor –María tomó un sorbo de vino-. Si hace unos días me hubiesen dicho que
Julio iba a decirme tal cosa, habría creído que estaban chanceándose de mí.
-Bueno… eso es porque sabe que eres la
mejor.
-Gonzalo, no te burles –le pidió su esposa-.
Debe de haber sido muy duro para él reconocer sus equivocaciones y… y venir a
pedirme disculpas… es un gesto que le honra.
-A la gente de buen corazón no se le caen
los anillos por pedir perdón, ni por saber reconocer sus errores –declaró
Gonzalo, tomando otro trozo de pescado.
-La verdad es que han tenido mucha suerte
–pensó ella, hablando en voz alta-. Podrían haberlo perdido todo si llega a
aparecer ese maldito contrato. Menos mal que se perdió en el mar y Julio fue lo
bastante sensato para ocultar el suyo.
Gonzalo tragó saliva. No le había contado a
nadie la verdad. Esa verdad que solo él sabía, y que de salir a la luz podría
traerle problemas. Todavía conservaba el documento y pronto tendría que
deshacerse de él. Cuanto antes lo destruyera, mejor que mejor.
Pero antes tenía que hacer algo.
-María… -comenzó él, con gesto serio-.
Verás… en cuanto a ese tema…
-¿Qué? –se preocupó ella.
-Las cosas no son como los civiles creen.
Ese contrato no se perdió en el mar… ese documento lo tengo yo.
La joven dejó el cubierto sobre la mesa, sin
comprender exactamente lo que su esposo le estaba diciendo.
-¿Cómo? –parpadeó varias veces-. Gonzalo
explícate.
Su esposo tomó aire para contarle lo que
había hecho.
-La noche en que esos contrabandistas fueron
detenidos, cuando Andrés y yo entramos en la trastienda de aquel lugar,
encontramos un montón de cajas repletas de botellas de ron y… sobre una de
ellas había un montón de papeles. La mayoría eran albaranes pero entre esos
papeles encontré el contrato de Julio… y me lo llevé.
La joven apretó los labios, sin saber cómo
reaccionar.
-¿Qué te lo llevaste? –repitió ella, sin dar
crédito-. Pero Gonzalo eso es…
-Ya lo sé –le cortó él. En su mirada había
un destello de culpa por haber incurrido en un delito; sin embargo, sabía que
había actuado correctamente, salvando a unos inocentes-. Y créeme si te digo
que no estoy orgulloso de ello, pero sabes lo que ese papel significaría para
Teresa y Julio.
María lo sabía: sería la ruina de ambos.
-¿Y… qué has hecho con él? –le preguntó, sin
querer saber la respuesta.
Gonzalo sacó el papel, doblado y se lo
tendió. La joven lo desdobló, con manos temblorosas y leyó su contenido.
Efectivamente se trataba del mismo contrato que ya había leído.
-Si te lo cuento es porque no quiero que
hayan secretos entre nosotros. Nunca los ha habido y no voy a empezar ahora a
ocultarte las cosas.
Su esposa levantó la mirada hacia él. Sabía
que cogiendo aquel contrato infringían varias leyes, y que de saberse, estarían
en problemas. Sin embargo, apoyaba su acción.
-Esto no debe de saberlo nadie más –declaró
María, con seriedad-. Jamás lo sabrán -Gonzalo asintió-. Debería de estar
enfadada contigo… -alargó la mano para coger la de él, y le miró con cariño-,
pero lo que estoy es orgullosa.
El joven sonrió débilmente.
-Gracias por comprenderlo.
-Supongo que yo habría hecho lo mismo. En
ocasiones así, saltarse la ley es la única solución.
-Ahora tan solo hay que terminar con esto
–dijo Gonzalo, acercando uno de los platos vacíos y tomando la vela de la
mesa-. Lo mejor que podemos hacer es no dejar “pruebas”.
María estuvo de acuerdo en aquella parte.
Tenían que quemar aquel papel que tan solo podría traerles problemas.
El fuego comenzó a devorar el documento por
las esquinas, ennegreciéndolas. En pocos minutos quedó reducido a cenizas
humeantes que terminaron de consumirse en el plato. Ambos suspiraron aliviados.
La prueba había dejado de existir.
-Este secreto quedará entre nosotros –dijo
Gonzalo, pues confiaba en María como en ninguna otra persona-. Nunca nadie
sabrá lo que hemos hecho.
-Jamás –repitió ella, apretando su mano.
Gonzalo se levantó y ella hizo lo mismo.
-Ven, quiero enseñarte algo.
-¿Otro secreto más? –preguntó su esposa con
reticencias-. Mira que por hoy ya he tenido suficiente.
Se acercaron hasta uno de los rincones del
jardín donde las plantas crecían altas. Gonzalo apartó unas cuantas y le pidió
que se acercase a mirar en el pequeño hueco que había bajo uno de los árboles.
María observó, maravillada, las flores
blancas que crecían en aquella penumbra. Un lugar idóneo donde los rayos del
sol llegaban lo suficiente para que brotase aquella flor.
-Nuestro pequeño jardín de azucenas –le
explicó su esposo, feliz de ver su rostro iluminado por la sorpresa.
-¿Aquí ha sido donde las estabas cultivando?
–inquirió ella, sorprendida por no haberse dado cuenta.
-Así es –le confirmó él.
María se acercó y le abrazó con fuerza. Un
abrazo que Gonzalo le devolvió con la misma intensidad, aspirando su dulce
aroma.
-Gracias –musitó ella, apartándose levemente
para darle un suave beso en los labios-. Gracias por todo, cariño.
-No, gracias a ti –le dijo él. La luz
amarillenta de las velas cruzaron por su mirada un instante, suficiente para
comprobar que le estaba hablando con el corazón-. Gracias por todo, por estar
ahí, día tras día, por escucharme, por…
María le hizo callar posando un dedo sobre
sus labios.
-Ya sabes que no es necesario que me
agradezcas nada –murmuró ella-. Desde hace mucho tiempo, tú y yo somos solo
uno; lo que sufre uno, lo sufre el otro. Cuando tú sonríes, yo también sonrío.
Si algo te preocupa, se convierte en mi preocupación.
Gonzalo no supo que responderle, pues María
estaba en lo cierto. Sus caminos se habían unido de tal manera que eran solo
uno; y lo que a uno le pasaba, al otro le afectaba de igual manera.
Volvieron a besarse, envueltos en aquella
atmósfera cálida y delicada; como su amor. Un amor que crecía día a día, y que
disfrutaban juntos.
Gonzalo la cogió en brazos sin dejar de
besarla. Sus labios hablaron en silencio el idioma que ellos mismos habían
creado.
Entró con ella en brazos y se dirigió hacia
su alcoba; testigo muda de esa noche, cuando Gonzalo y María se entregaron el
uno al otro, volviéndose un solo ser.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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