jueves, 12 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 25 
Unas horas más tarde, Gonzalo le llevó el desayuno a María, pues apenas había probado bocado desde el caldo que le obligó a cenar horas antes.
La joven seguía con el estómago cerrado, sin embargo, accedió a tomarse el café y unas tostadas porque sabía que su hijo la necesitaba con  fuerzas.
Martín había vuelto a dormirse pero al menos la fiebre había remitido y el niño descansaba en un sueño tranquilo y apaciguado.
Poco después del amanecer, el doctor Sánchez volvió a pasarse por la casa a visitar a su joven paciente. Tras examinarlo, el hombre dictaminó que lo peor había pasado ya y que lo que el pequeño necesitaba era reposo y mucho líquido. Lo que al buen hombre le sorprendió fue la rapidez con la que había combatido la fiebre, pues las anginas en los niños de su edad tenían un periodo febril de dos a tres días, y Martín con apenas una noche había logrado vencerla.
María y Gonzalo intercambiaron una mirada cómplice, pero no le dijeron nada. Ambos intuían que los remedios de la abuela de Andrés habían tenido mucho que ver con su milagrosa recuperación.
De manera que una vez se quedaron solos, la pareja bajó a desayunar, dejando al pequeño al cuidado de Margarita, la criada.
-Gonzalo, puedes pasar por la escuela, de camino a la hacienda y decirles que hoy no iré a dar las clases –le pidió a su esposo María, tomando un sorbo del amargo café-. No quiero dejar solo a Martín, aunque ya esté mejor. Me quedaré más tranquila si me quedo a su cuidado.
-Claro, cariño –convino él, comprendiéndola-. No te preocupes que yo les aviso.
-Gracias, mi amor –le cogió la mano, sintiendo su fuerza.
-¿Y… esta tarde, que piensas hacer? –le preguntó Gonzalo, dejando la servilleta sobre la mesa-. ¿Irás a darle clases a Teresa?
María suspiró. Había pensado en dejarlo también.
-Pues… creo que también lo dejaré –le confesó, terminando el desayuno-. No quiero separarme de Martín hoy. Si mañana sigue todo igual o mejora, ya… ya decidiré.
Gonzalo asintió, pensativo.
-Si es por no dejarle solo, esta tarde puedo quedarme yo con él –se ofreció su esposo de repente. María frunció el ceño-. Verás… me gustaría que fueses a hablar con Teresa de lo que te conté.
-¿Y no puede esperar, Gonzalo?
-Me temo que no, María –su voz se tiñó de pesar-. Cada día que pasa puede que perdamos la oportunidad de detener a esos delincuentes. No sabemos siquiera si continúan en la isla.
La joven comprendió su desazón.
-Está bien –accedió a regañadientes-. Pero solo porque tú te quedarás con Martín –Gonzalo tomó sus manos entre las suyas, agradecido-. Trataré de ver qué puedo hacer. Aunque no te aseguro nada. Ni la propia Teresa sabía mucho al respecto.
-Tú haz lo que puedas, ¿vale? –le agradeció su esposo, sabiendo el esfuerzo que suponía para ella separarse de su hijo-. Y por Martín no te preocupes, que estaré con él todo el rato –se llevó la mano de María a los labios y la rozó suavemente-. Te lo prometo.
María sabía que su hijo no podía estar en mejores manos que en las de su padre; sin embargo… su corazón se encogía al verle en la cama, durmiendo con tranquilidad cuando debería de estar levantado y correteando por el jardín o la casa como era su costumbre.
Después de comer, la joven accedió a echarse un rato en su cama porque había pasado toda la noche en vela sin pegar ojo. Gonzalo también, sin embargo era de naturaleza más fuerte y su cuerpo aguantaba más que el de María.
La siesta de dos horas le vino perfecta y la joven se levantó con los ánimos renovados. Después de acercarse de nuevo a ver cómo seguía Martín, se despidió de Gonzalo, dejándolo jugando con Esperanza en el cuarto del niño, quien había comido un poco de caldo al medio día, y ahora dormitaba sereno, supervisado por su padre y su hermana.
-Vamos a ver, Esperanza, el caballo se mueve así –le explicaba Gonzalo a su hija; pues aunque apenas tenía cuatro años, la niña se había empeñado en que su progenitor le enseñase a jugar al ajedrez.
María se detuvo tras Gonzalo, observando el tablero.
-Cariño, no crees que Esperanza todavía es demasiado pequeña para estos juegos.
-¡No soy pequeña! –se quejó la niña, dejando a su madre sorprendida por su comentario-. Y quiero aprender, madre –bajó la voz y la cabeza, dándose cuenta de que le había gritado a su madre-. Disculpe.
María se acercó a ella y se acuclilló a su lado para darle un beso en la mejilla.
-Me parece muy bien mi niña que quieras aprender –convino, orgullosa de ella-. Pero es muy complicado y si ves que no te sale a la primera, habrá muchas más oportunidades. ¿De acuerdo? No hay que enfadarse ni desilusionarse.
Esperanza asintió en silencio.
-Ya verá como aprendo rápido. Padre es el mejor jugador y sabe mucho. ¿Verdad, padre?
María se volvió a mirar a Gonzalo, sorprendida por aquella información.
-¿Qué eres el mejor jugador? –repitió ella cruzándose de brazos y aguantando la risa, al recordar la primera vez que ambos jugaron una partida.
-Ya sabes –dijo su esposo guiñándole un ojo-. Hay que darle expectativas.
-Ya –dijo María, escuetamente, acercándose a él y besándole en los labios-. Ten cuidado no vaya a ganarte a las primeras de cambio –le susurró sin que Esperanza se diese cuenta.
Gonzalo no le respondió y la vio salir del cuarto.
En el pequeño salón de Teresa, su marido y ella comían pasadas las tres de la tarde. El pescador no salido esa mañana a faenar pues había quedado con los forasteros para cerrar unos detalles de la compra del barco.
-Van a entregarme unos papeles que ayer no estaban listos, y mañana mismo ya podré disponer de él –declaró Julio, visiblemente alegre, mientras rebañaba el plato con un trozo de pan endurecido.
-Así que… todo ha salido bien –preguntó Teresa, preocupada todavía por aquel negocio.
-Ya te he dicho que sí, mujer –le repitió él. Normalmente aquella insistencia le habría molestado; sin embargo, Julio estaba contento por el negocio y nada podría cambiarle el humor-. En cuanto termine de comer iré a arreglar unas redes que se rasgaron el otro día, y así las tendré listas para mañana. Estoy pensando ir a la cala de los corales –pensó en voz alta-, dicen que la temporada de bocón está siendo buena.
Teresa no quiso insistirle y dejó que terminase de comer con tranquilidad.
Una vez terminaron de comer, el pescador cogió sus cosas para ir a trabajar en su nuevo barco, cuando recordó algo.
-¡Ah! –se volvió hacia su esposa que estaba recogiendo la mesa-. ¿Vas a ir esta tarde al restaurante a trabajar?
Cada vez que Julio hacía mención a su trabajo en el restaurante, Teresa no podía evitar un escalofrío. La joven temía que en cualquier momento su esposo descubriese la verdad.
-Sí, claro –murmuró ella, apoyando los platos sobre la mesa.
-Entonces espérame –decretó-, pasaré a buscarte.
Ella asintió. Julio se metió la mano en el bolsillo y entonces se dio cuenta de que aun llevaba el papel del contrato.
-¡Qué cabeza la mía! –se quejó-. Había olvidado guardarlo.
Volvió al cuarto y su esposa pudo ver a través de la puerta entreabierta cómo lo guardaba en uno de los cajones de su mesita.
Pasó junto a ella y le dio un beso antes de abandonar la casa.
Teresa llevó los platos al fregadero mientras su mente no dejaba de dar vueltas a un asunto.
Mientras recogía el resto de la comida, sus pensamientos no dejaban de ir, una y otra vez, al papel que Julio había guardado en la mesita.
Miró a través de la ventana que daba a la calle. Hacía ya un rato que él se había marchado y no creía que regresaría.
Entró en su cuarto y con manos temblorosas y escuchando cualquier sonido que la avisara de que Julio abría la puerta de la casa, sacó el papel doblado.
Con el corazón martilleándole la sien comenzó a leer. Gracias a las clases con María, la joven podía leer con mayor celeridad. Aunque muchas de aquellas palabras técnicas se le escapaban a su entendimiento y apenas comprendía los términos. Tan solo pudo entender que Julio había comprado un barco por el dinero establecido. Hasta ahí era todo correcto, a su entender.
Sin embargo, al bajar la mirada hacia una zona donde la letra se volvía más pequeña, leyó en voz alta.
-Ca… casa… co…mo….aval….hi…pote…ca..ri..o –levantó la mirada del papel y repitió para sí misma: “casa como aval hipotecario”.
¿Qué significarían aquellas palabras? Que Teresa recordase, Julio no le había hablado de la casa. ¿Por qué entonces se mencionaba su casa en aquel contrato?
La joven sintió un sudor frío recorriéndole el cuerpo. Tenía un mal presentimiento. Cada vez que le ocurría aquello era por un presentimiento que desafortunadamente siempre se cumplía.
Volvió a doblar el papel y se lo guardó en el bolsillo del vestido. Tan solo había una persona que podía ayudarla en aquel asunto; alguien en quien podía confiar y que le explicaría lo que significaban aquellas palabras.
Tan solo deseaba no estar en lo cierto y que Julio no hubiese cometido ninguna tontería que pudiera costarle muy cara.

CONTINUARÁ...



 


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