lunes, 2 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 15 
Una de las cosas por las que eran conocidos los cubanos era por la alegría y vitalidad que desbordaban, y por la ferviente devoción que le tenían a Santa Caridad, la patrona del país, y a quien veneraban en su día grande, celebrando misas en su honor, ferias de ganado y verbenas populares a lo largo y ancho de la isla.
Ese día, las gentes se reunían con familiares a quienes hacía tiempo que no veían, y aprovechaban para ponerse al tanto de las últimas novedades.
El cielo amaneció despejado, sin nubes en el horizonte y con el sol brillando esplendoroso.
Santa Marta despertó al alba, como cada día, pero esta vez para engalanarse y comenzar a establecer los puestos en la plaza y calles principales puesto que a media mañana todo debía estar listo para cuando diera comienzo la misa que don Celestiano, el párroco, celebraría en la iglesia, y a la cual no faltaría ningún aldeano.
Para Gonzalo y María era el tercer año que asistían a la fiesta. Cerca de las diez, se reunieron junto al resto de la gente en la entrada a la iglesia, situada en las afueras del pueblo. El templo había sido adornado con flores y tapices de colores, dándole el ambiente festivo que se respiraba ese día.
Esperanza iba de la mano de su madre mientras que al pequeño Martín lo llevaba Gonzalo en brazos. Querían que sus hijos, aunque no comprendiesen aun lo que significaba la celebración, comenzaran a habituarse a ella.
-Madre, ¿por qué hay tanta gente? –le preguntó Esperanza a María, cuando tomaron asiento en uno de los bancos, en mitad del templo. La niña estaba entre sus padres, junto a su hermano, que se miraba los zapatos nuevos con aire divertido.
-Porque nadie quiere perderse este momento, cariño –le dijo la joven, pasando su mano por el caballo oscuro y largo de su hija, para apartárselo del hombro-. Santa Caridad, la virgen que está en el altar –le señaló una pequeña talla de madera que presidía el altar mayor-, es la patrona de Cuba, y todo el mundo celebra hoy su día.
-¿Qué es patrona? –volvió a insistir la pequeña, mientras la gente a su alrededor tomaba asiento.
-Patrona es… una especie de protectora, de persona que cuida de la gente. Santa Caridad hizo mucho por los cubanos, y por ello, las gentes le agradecen en este día todo lo que les ha dado –le explicó Gonzalo con paciencia.
De repente se hizo el silencio en el templo cuando el sacerdote, un hombre ya mayor, salió de la sacristía seguido por varios monaguillos, para comenzar con la misa.
Durante una hora, la gente rezó en el templo, escuchó las lecturas y los cánticos en honor a su tan querida patrona; y es que si de algo se enorgullecían los lugareños era de su adoración por dicha Santa.
Gonzalo y María estuvieron también al pendiente de que sus hijos supiesen comportarse en aquel lugar, porque no era sencillo mantenerlos tranquilos durante tanto rato. Sin embargo, Esperanza y Martín guardaron silencio, intuyendo que estaban asistiendo a algo muy importante que había que respetar.
A la iglesia también acudió Andrés junto a su madre Gloria. La mujer se hallaba enferma pero su devoción por la virgen era tan grande que no quiso dejar de asistir a la celebración. Ambos se acomodaron en los últimos bancos, cerca de la salida para que, una vez terminada la misa, pudieran marchar a casa sin encontrarse con el tumulto.
En los bancos de la izquierda, de donde estaban María y Gonzalo, se hallaban Teresa y Julio. María pudo ver a su amiga a quien sonrió levemente cuando su esposo no estaba al tanto. La esposa del pescador le mostró una débil y cómplice sonrisa a modo de saludo.
Al finalizar la homilía, la gente gritó vítores por su patrona y le dedicaron un hermoso y tradicional baile a la salida de la iglesia. A continuación se dirigieron hacia el centro del pueblo, donde hallaron las calles adornadas con guirnaldas y flores que aromatizaban cada rincón con sus bellos aromas.
La plaza y sus calles más cercanas estaban ocupadas por varios puestos, como si se tratara de un día de mercado. Sin embargo, lo que allí podían encontrar los aldeanos eran viandas de comida típica del lugar, como el conocido Patacón o frito, y que tanto éxito tenía entre la gente, o el plato más demandado por la mayoría: el Congri, una especie de arroz frito con cebolla, frijoles y tocino, que hacía las delicias de quienes lo probaban.
También había varios puestos donde se podían encontrar aperos de labranza, grandes variedades de semillas para cultivar, traídas de distintas zonas del país y otros utensilios de utilidad, tanto para el campo como para la casa. Incluso había algunos forasteros, que buscando ganarse algunos cuartos acudían desde otras zonas para vender sus productos o incluso cerrar tratos.
Gonzalo y María llegaron con sus hijos por una de las calles laterales. La gente abarrotaba ya la plaza y los murmullos creaban un ambiente festivo y alegre que llegaba a cada rincón. Los aldeanos y sus familiares charlaban en grupos mientras los niños correteaban alrededor de ellos.
Esperanza miraba todo con sus pequeños ojos pardos, emocionada por el descubrimiento. Era la primera vez que asistía a un evento de ese calibre y todavía no comprendía bien a qué se debía el alboroto. La niña no se soltaba de la mano de sus padres, sin embargo no dejaba de señalar las cosas para que ellos las viesen. El pequeño Martín, de apenas dos años, iba del brazo de su padre, y aunque él aún entendía menos que su hermana, tampoco le era indiferente ver a tanta gente reunida.
Los cuatro pasearon por los distintos puestos, acercándose a saborear los manjares que se vendían en ellos. Esperanza se encaprichó con un dulce típico de allí hecho de caramelo. María sonrió al reconocerlo, pues era uno de los favoritos de su prima Aurora: un pirulí de la Habana. Finalmente le compraron uno y la niña lo saboreó como el mejor de los regalos.
Poco después se detuvieron frente al puesto de un botiguero que llevaba algunos juguetes de madera y cartón para niños. Gonzalo no pudo contenerse y le compró a su hijo un pequeño caballo de madera, muy parecido a uno que él mismo tuvo en su día, regalo de su padre Tristán, y traído también de la Habana. Aquel juguete formaba parte de su infancia y quería que Martín tuviese uno como el suyo.
Estaba terminando de pagarle al botiguero cuando María le tocó el hombro para que mirara en una dirección en concreto. Al volverse, Gonzalo vio a Andrés, hablando con un hombre en uno de los puestos donde se vendían semillas. Los cuatro se acercaron hasta el capataz.
-¿Y me dice que esta clase es la última variedad? –inquirió el joven, frunciendo el ceño y mirando unas diminutas bolitas doradas.
-Así es, señor –le respondió el hombre, de mediana edad, bajito y con un espeso bigote blanco-. Lo traen de España. Dicen que es la mejor variedad de maíz que hay por aquellas tierras. El proveedor que me las vende es uno de los expertos de allí.
-Buenos días –saludó Gonzalo, dándole una palmada a su amigo.
Le había pasado al pequeño Martín a su esposa, quien esperaba tras él junto a Esperanza, que seguía absorta con su dulce.
-Buenos días, Gonzalo –le devolvió el saludo Andrés, cuya mirada se iluminó de repente al verle. Enseguida se dio cuenta de la presencia de María-. Buenos días… doña María.
-María –le pidió ella, que no se acostumbraba al tratamiento.
-María –repitió el capataz, avergonzado.
Vestía un traje gris, que le daba cierto aire elegante; y es que la esposa de Gonzalo estaba acostumbrada a verle con su habitual traje de faena y con poco que cambiase, Andrés tenía otro aspecto más señorial.
-¿Qué estás comprando? –le preguntó Gonzalo, mirando con ojos críticos aquellas semillas. Cogió un puñado y las sopesó entre sus manos.
-Semillas de maíz, señor –se irguió el vendedor, viendo que igual tenía dos compradores-. ¿Le interesan? Vienen de España y son de la mejor calidad.
-A Gonzalo no le darás gato por liebre, Remigio –declaró Andrés de pronto-. Conoce a la perfección todas las clases existentes de semillas… y más si vienen de su tierra.
El rostro del vendedor palideció de golpe.
-Pues al parecer estas semillas son de la mejor calidad –declaró finalmente Gonzalo, dejándolas en su sitio-. No le han engañado, Remigio.
El hombre soltó un débil suspiro, aliviado.
-Entonces las compro –decretó Andrés, tras ver que su amigo le daba el visto bueno-. A ver si hay suerte y consigo una buena cosecha en los bancales. Este año no he podido cultivar gran cosa… -comentó con pesar, mientras le daba al hombre unas monedas y este le entregaba un saco con las semillas.
-Te hemos visto en la iglesia con tu madre –habló María, con gesto preocupado-. ¿Cómo sigue?
-Apagándose día a día –confesó el capataz con los ojos vidriosos-. Pero es tan cabezona que no ha querido quedarse en casa. Para ella Santa Caridad es… es sagrada.
Cogió el saco con las semillas.
-Vuelvo a casa para dejar esto y regreso para seguir mirando –ya se iba cuando se volvió-. ¿Habéis…visto a… a Celia? –preguntó titubeante y sin atreverse a mirarles a los ojos-. No la vi en la iglesia.
Gonzalo miró a su esposa, que le entregó de nuevo al niño.
-Supongo que no habrá podido asistir por ocuparse del puesto de comidas –dijo María, defendiendo a su amiga-. Ahora la buscaremos.
Andrés asintió.
-Dadle recuerdos míos –les dijo, y sus mejillas se sonrosaron levemente.
Ellos se lo prometieron y le vieron marcharse, camino de su casa.
Siguieron recorriendo los distintos puestos hasta encontrar el de su amiga, situado cerca de la fuente.
La gente se agolpaba en la mesa, y Celia se movía de un lado a otro tratando de atenderles a todos.
Cuando finalmente lograron llegar hasta ella, la joven sonrió al verles.
-Veo que te va muy bien –opinó Gonzalo, contento por su amiga.
-No me puedo quejar –declaró ella, tomando un respiro de tanto trabajo. Afortunadamente había contratado a una aldeana para que le ayudase-. A la gente le encanta la tortilla de patata española. Es todo un éxito entre los cubanos.
-¿Enserio? –preguntó Gonzalo, haciéndose el sorprendido; y se volvió hacia María-. Si lo llegamos a saber, cariño podrías haber hecho una de las tuyas.
-¿Te estás chanceando de mí, Gonzalo? –la joven convirtió sus ojos en dos finas líneas, tratando de parecer enojada.
-¡Dios me libre!
-Te recuerdo que mis tortillas no serán las más sabrosas, pero tienen “algo” especial.
Celia les miraba extrañada, sin entender aquel intercambio de palabras que solo ellos dos comprendían.
En ese instante, la joven volvió su mirada hacia una pareja que se acercó al puesto.
-Buenos días, Celia –saludó Julio, mirando las viandas que la joven vendía-. Veo que el negocio va bien.
Junto a él, Teresa miraba la mesa con la cabeza gacha. María se volvió a mirarlos a ambos.
-Julio… Teresa –saludó Celia. La esposa del pescador, asintió al saludo.
-Buenos días –dijo María, llamando la atención de la pareja.
Teresa se volvió. Sus mejillas palidecieron al verles y sus latidos se aceleraron. No sabía cómo iba a reaccionar su esposo ante ellos y lo último que quería era un enfrentamiento.
-Buenos días –le devolvió el saludo Julio, con extrema frialdad.
-Buenos días… señora –balbuceó Teresa, usando aquel tratamiento.
-¿Cómo va todo, Teresa? –insistió María, que no iba a dejarse intimidar por aquel hombre.
-Bien, muy bien. Gracias –declaró su amiga, mostrándole una sonrisa.
-No nos podemos quejar –intervino Julio, cogiendo a su esposa por el hombro-. Ahora que Celia le ha dado trabajo a mi mujer, las cosas nos van mejor.
María alzó el mentón, sin dejar de mirar al pescador. ¡Si él supiese la verdad!, pensó ella.
-Señor… Castro –se dirigió de pronto a Gonzalo, haciendo caso omiso a María-. Veo que mis consejos surtieron efecto.
Gonzalo, que había tratado de mantenerse al margen, se volvió hacia el pescador.
-¿Disculpe? –el esposo de María había entendido la indirecta de Julio, pero no iba a permitirle que le faltara al respeto a su esposa-. ¿De qué consejos me habla?
-Ya sabe…
María también entendía sus palabras y no quería que Gonzalo se enfrentara a Julio, y más delante de sus hijos. Cogió la mano de su esposo y se la apretó con fuerza, tratando de calmarle.
-Ya –declaró con calma y le sonrió débilmente-. No se preocupe. Mi esposa sabe perfectamente lo que debe de hacer; no es necesario que yo le diga nada.
Julio no entendió muy bien aquel comentario, pero tampoco quiso indagar más. Lo que a él le interesaba era que María no le llenara de pájaros la cabeza a Teresa, y de momento lo había conseguido.
Les echó una última mirada, con cierto desprecio y se volvió hacia Celia.
-Espero que te vaya bien la jornada – La joven asintió con mirada seria. Luego cogió a Teresa del hombro-. Vamos, sigamos.
Los tres les vieron marchar y perderse entre el tumulto.
-Gracias, cariño –dijo de pronto María, agradecida con su esposo.
El gesto serio de Gonzalo se suavizó.
-Habremos de andarnos con tiento con Julio –murmuró él-. No sé si es de fiar o no.
-Es un cabezota y no atiende a venirse a buenas –declaró Celia-. Pero es honesto. Si de algo estoy segura es de eso.
Gonzalo no estaba muy de acuerdo con aquella descripción, pero su amiga le conocía mejor que él.
Después de despedirse de Celia y quedar con ella al finalizar el día, los cuatro partieron hacia una de las calles adyacentes, donde un grupo de titiriteros había montado un pequeño escenario y en unos minutos comenzarían la función.
Esperanza miró el despliegue que había a su alrededor con inusitado interés, embelesada por las cosas que veía.
El pequeño Martín aunque trataba de mantenerse despierto, cerró los ojos, y es que no estaba acostumbrado a estar tanto rato fuera de casa.
Poco después, la función comenzó y los presentes, la mayoría de ellos niños, callaron de golpe y prestaron atención a lo que allí iba a acontecer.
Los titiriteros, comenzaron a narrar la historia de una mujer hermosa, que había llegado a las costas de Cuba junto a sus padres. Con unas muñecas de trapo en sus manos, y ocultos tras una vianda de cartón, los titiriteros movían sus manos haciendo que aquellos seres de la historia cobrasen vida para los presentes.
Esperanza escuchó toda la historia con atención, sin parpadear e hipnotizada por los titiriteros. No era la primera vez que escuchaba aquel cuento donde una joven se había adentrado en el mar una noche de tormenta para no volver jamás.
“Y desde ese día, cada noche de tormenta, cuando la luna llena resplandece sobre las olas, los pescadores perdidos pueden ver sobre la roca del acantilado a una joven, de cabellos dorados y cola blanca que agita sobre el agua, creando pequeñas olas que conducen a los pescadores hasta la playa, sanos y salvos. Quienes ven a la sirena blanca, no la olvidan nunca. Así que ya sabéis, cuidado con las tormentas y con el resplandor de la cola de la sirena, pues quien cae bajo su influjo, pierde la razón”.
El telón se cerró tras estas últimas palabras y la gente comenzó a aplaudir.
Martín se había quedado dormido en brazos de su padre a mitad representación, pero Esperanza había aguantado hasta el final. La niña parpadeó por fin, saliendo del trance en el que había quedado.
-¿Te ha gustado, mi niña? –le preguntó María, abandonando aquel lugar.
-Madre… ese cuento no es el mismo que usted nos lee cada noche –declaró de pronto.
María miró a Gonzalo, sin saber qué contestarle a su hija. Era cierto que ellos les habían contado la historia de la sirena blanca con otro final diferente; y Esperanza con su habitual inocencia, recordaba la historia.
-Es cierto –le explicó finalmente María, con calma-. Verás… hay historias como la de la sirena blanca, que son leyendas. Y las leyendas son contadas durante muchos, muchos años. Y muchas de ellas cambian dependiendo de quien las cuente porque la gente no recuerda bien cómo era la historia. Por eso existen tantos finales. Pero lo importante de la historia es su significado, ¿entiendes?
Esperanza trató de analizar las palabras de su madre. Para ella era complicado entender ciertas cosas, sin embargo era una niña muy lista y entendió lo que María le había dicho.

Después de asistir a aquella representación, los cuatro marcharon a casa.
El día había sido agotador para los niños y ambos estaban cansados.
Nada más llegar, Esperanza se fue directa a su cuarto y cayó dormida enseguida. Por su parte, el pequeño Martín ni siquiera se despertó de camino a casa y tan solo tuvieron que acostarle.

Tras darle a la criada las instrucciones necesarias, dejaron a los niños bajo su cuidado y regresaron al pueblo cuando los últimos rayos de sol se escondían tras las montañas y las estrellas brillaban con fuerza en el firmamento.


CONTINUARÁ...

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