CAPÍTULO 15
Una de las cosas por las que eran conocidos
los cubanos era por la alegría y vitalidad que desbordaban, y por la ferviente
devoción que le tenían a Santa Caridad, la patrona del país, y a quien
veneraban en su día grande, celebrando misas en su honor, ferias de ganado y
verbenas populares a lo largo y ancho de la isla.
Ese día, las gentes se reunían con
familiares a quienes hacía tiempo que no veían, y aprovechaban para ponerse al
tanto de las últimas novedades.
El cielo amaneció despejado, sin nubes en el
horizonte y con el sol brillando esplendoroso.
Santa Marta despertó al alba, como cada día,
pero esta vez para engalanarse y comenzar a establecer los puestos en la plaza
y calles principales puesto que a media mañana todo debía estar listo para
cuando diera comienzo la misa que don Celestiano, el párroco, celebraría en la
iglesia, y a la cual no faltaría ningún aldeano.
Para Gonzalo y María era el tercer año que
asistían a la fiesta. Cerca de las diez, se reunieron junto al resto de la
gente en la entrada a la iglesia, situada en las afueras del pueblo. El templo
había sido adornado con flores y tapices de colores, dándole el ambiente
festivo que se respiraba ese día.
Esperanza iba de la mano de su madre
mientras que al pequeño Martín lo llevaba Gonzalo en brazos. Querían que sus
hijos, aunque no comprendiesen aun lo que significaba la celebración,
comenzaran a habituarse a ella.
-Madre, ¿por qué hay tanta gente? –le
preguntó Esperanza a María, cuando tomaron asiento en uno de los bancos, en
mitad del templo. La niña estaba entre sus padres, junto a su hermano, que se
miraba los zapatos nuevos con aire divertido.
-Porque nadie quiere perderse este momento,
cariño –le dijo la joven, pasando su mano por el caballo oscuro y largo de su
hija, para apartárselo del hombro-. Santa Caridad, la virgen que está en el
altar –le señaló una pequeña talla de madera que presidía el altar mayor-, es
la patrona de Cuba, y todo el mundo celebra hoy su día.
-¿Qué es patrona? –volvió a insistir la
pequeña, mientras la gente a su alrededor tomaba asiento.
-Patrona es… una especie de protectora, de
persona que cuida de la gente. Santa Caridad hizo mucho por los cubanos, y por
ello, las gentes le agradecen en este día todo lo que les ha dado –le explicó
Gonzalo con paciencia.
De repente se hizo el silencio en el templo
cuando el sacerdote, un hombre ya mayor, salió de la sacristía seguido por
varios monaguillos, para comenzar con la misa.
Durante una hora, la gente rezó en el
templo, escuchó las lecturas y los cánticos en honor a su tan querida patrona;
y es que si de algo se enorgullecían los lugareños era de su adoración por
dicha Santa.
Gonzalo y María estuvieron también al
pendiente de que sus hijos supiesen comportarse en aquel lugar, porque no era
sencillo mantenerlos tranquilos durante tanto rato. Sin embargo, Esperanza y
Martín guardaron silencio, intuyendo que estaban asistiendo a algo muy
importante que había que respetar.
A la iglesia también acudió Andrés junto a
su madre Gloria. La mujer se hallaba enferma pero su devoción por la virgen era
tan grande que no quiso dejar de asistir a la celebración. Ambos se acomodaron
en los últimos bancos, cerca de la salida para que, una vez terminada la misa,
pudieran marchar a casa sin encontrarse con el tumulto.
En los bancos de la izquierda, de donde
estaban María y Gonzalo, se hallaban Teresa y Julio. María pudo ver a su amiga
a quien sonrió levemente cuando su esposo no estaba al tanto. La esposa del
pescador le mostró una débil y cómplice sonrisa a modo de saludo.
Al finalizar la homilía, la gente gritó
vítores por su patrona y le dedicaron un hermoso y tradicional baile a la
salida de la iglesia. A continuación se dirigieron hacia el centro del pueblo,
donde hallaron las calles adornadas con guirnaldas y flores que aromatizaban
cada rincón con sus bellos aromas.
La plaza y sus calles más cercanas estaban
ocupadas por varios puestos, como si se tratara de un día de mercado. Sin
embargo, lo que allí podían encontrar los aldeanos eran viandas de comida
típica del lugar, como el conocido Patacón o frito, y que tanto éxito tenía
entre la gente, o el plato más demandado por la mayoría: el Congri, una especie
de arroz frito con cebolla, frijoles y tocino, que hacía las delicias de
quienes lo probaban.
También había varios puestos donde se podían
encontrar aperos de labranza, grandes variedades de semillas para cultivar,
traídas de distintas zonas del país y otros utensilios de utilidad, tanto para
el campo como para la casa. Incluso había algunos forasteros, que buscando
ganarse algunos cuartos acudían desde otras zonas para vender sus productos o
incluso cerrar tratos.
Gonzalo y María llegaron con sus hijos por
una de las calles laterales. La gente abarrotaba ya la plaza y los murmullos
creaban un ambiente festivo y alegre que llegaba a cada rincón. Los aldeanos y
sus familiares charlaban en grupos mientras los niños correteaban alrededor de
ellos.
Esperanza miraba todo con sus pequeños ojos
pardos, emocionada por el descubrimiento. Era la primera vez que asistía a un
evento de ese calibre y todavía no comprendía bien a qué se debía el alboroto.
La niña no se soltaba de la mano de sus padres, sin embargo no dejaba de
señalar las cosas para que ellos las viesen. El pequeño Martín, de apenas dos
años, iba del brazo de su padre, y aunque él aún entendía menos que su hermana,
tampoco le era indiferente ver a tanta gente reunida.
Los cuatro pasearon por los distintos
puestos, acercándose a saborear los manjares que se vendían en ellos. Esperanza
se encaprichó con un dulce típico de allí hecho de caramelo. María sonrió al
reconocerlo, pues era uno de los favoritos de su prima Aurora: un pirulí de la
Habana. Finalmente le compraron uno y la niña lo saboreó como el mejor de los
regalos.
Poco después se detuvieron frente al puesto
de un botiguero que llevaba algunos juguetes de madera y cartón para niños.
Gonzalo no pudo contenerse y le compró a su hijo un pequeño caballo de madera,
muy parecido a uno que él mismo tuvo en su día, regalo de su padre Tristán, y
traído también de la Habana. Aquel juguete formaba parte de su infancia y
quería que Martín tuviese uno como el suyo.
Estaba terminando de pagarle al botiguero
cuando María le tocó el hombro para que mirara en una dirección en concreto. Al
volverse, Gonzalo vio a Andrés, hablando con un hombre en uno de los puestos
donde se vendían semillas. Los cuatro se acercaron hasta el capataz.
-¿Y me dice que esta clase es la última
variedad? –inquirió el joven, frunciendo el ceño y mirando unas diminutas
bolitas doradas.
-Así es, señor –le respondió el hombre, de mediana
edad, bajito y con un espeso bigote blanco-. Lo traen de España. Dicen que es
la mejor variedad de maíz que hay por aquellas tierras. El proveedor que me las
vende es uno de los expertos de allí.
-Buenos días –saludó Gonzalo, dándole una
palmada a su amigo.
Le había pasado al pequeño Martín a su
esposa, quien esperaba tras él junto a Esperanza, que seguía absorta con su
dulce.
-Buenos días, Gonzalo –le devolvió el saludo
Andrés, cuya mirada se iluminó de repente al verle. Enseguida se dio cuenta de la
presencia de María-. Buenos días… doña María.
-María –le pidió ella, que no se
acostumbraba al tratamiento.
-María –repitió el capataz, avergonzado.
Vestía un traje gris, que le daba cierto
aire elegante; y es que la esposa de Gonzalo estaba acostumbrada a verle con su
habitual traje de faena y con poco que cambiase, Andrés tenía otro aspecto más
señorial.
-¿Qué estás comprando? –le preguntó Gonzalo,
mirando con ojos críticos aquellas semillas. Cogió un puñado y las sopesó entre
sus manos.
-Semillas de maíz, señor –se irguió el
vendedor, viendo que igual tenía dos compradores-. ¿Le interesan? Vienen de
España y son de la mejor calidad.
-A Gonzalo no le darás gato por liebre,
Remigio –declaró Andrés de pronto-. Conoce a la perfección todas las clases
existentes de semillas… y más si vienen de su tierra.
El rostro del vendedor palideció de golpe.
-Pues al parecer estas semillas son de la
mejor calidad –declaró finalmente Gonzalo, dejándolas en su sitio-. No le han
engañado, Remigio.
El hombre soltó un débil suspiro, aliviado.
-Entonces las compro –decretó Andrés, tras
ver que su amigo le daba el visto bueno-. A ver si hay suerte y consigo una
buena cosecha en los bancales. Este año no he podido cultivar gran cosa…
-comentó con pesar, mientras le daba al hombre unas monedas y este le entregaba
un saco con las semillas.
-Te hemos visto en la iglesia con tu madre
–habló María, con gesto preocupado-. ¿Cómo sigue?
-Apagándose día a día –confesó el capataz
con los ojos vidriosos-. Pero es tan cabezona que no ha querido quedarse en
casa. Para ella Santa Caridad es… es sagrada.
Cogió el saco con las semillas.
-Vuelvo a casa para dejar esto y regreso
para seguir mirando –ya se iba cuando se volvió-. ¿Habéis…visto a… a Celia? –preguntó
titubeante y sin atreverse a mirarles a los ojos-. No la vi en la iglesia.
Gonzalo miró a su esposa, que le entregó de
nuevo al niño.
-Supongo que no habrá podido asistir por
ocuparse del puesto de comidas –dijo María, defendiendo a su amiga-. Ahora la
buscaremos.
Andrés asintió.
-Dadle recuerdos míos –les dijo, y sus
mejillas se sonrosaron levemente.
Ellos se lo prometieron y le vieron
marcharse, camino de su casa.
Siguieron recorriendo los distintos puestos
hasta encontrar el de su amiga, situado cerca de la fuente.
La gente se agolpaba en la mesa, y Celia se
movía de un lado a otro tratando de atenderles a todos.
Cuando finalmente lograron llegar hasta
ella, la joven sonrió al verles.
-Veo que te va muy bien –opinó Gonzalo,
contento por su amiga.
-No me puedo quejar –declaró ella, tomando un
respiro de tanto trabajo. Afortunadamente había contratado a una aldeana para
que le ayudase-. A la gente le encanta la tortilla de patata española. Es todo
un éxito entre los cubanos.
-¿Enserio? –preguntó Gonzalo, haciéndose el
sorprendido; y se volvió hacia María-. Si lo llegamos a saber, cariño podrías
haber hecho una de las tuyas.
-¿Te estás chanceando de mí, Gonzalo? –la
joven convirtió sus ojos en dos finas líneas, tratando de parecer enojada.
-¡Dios me libre!
-Te recuerdo que mis tortillas no serán las
más sabrosas, pero tienen “algo” especial.
Celia les miraba extrañada, sin entender
aquel intercambio de palabras que solo ellos dos comprendían.
En ese instante, la joven volvió su mirada
hacia una pareja que se acercó al puesto.
-Buenos días, Celia –saludó Julio, mirando
las viandas que la joven vendía-. Veo que el negocio va bien.
Junto a él, Teresa miraba la mesa con la
cabeza gacha. María se volvió a mirarlos a ambos.
-Julio… Teresa –saludó Celia. La esposa del
pescador, asintió al saludo.
-Buenos días –dijo María, llamando la
atención de la pareja.
Teresa se volvió. Sus mejillas palidecieron
al verles y sus latidos se aceleraron. No sabía cómo iba a reaccionar su esposo
ante ellos y lo último que quería era un enfrentamiento.
-Buenos días –le devolvió el saludo Julio,
con extrema frialdad.
-Buenos días… señora –balbuceó Teresa,
usando aquel tratamiento.
-¿Cómo va todo, Teresa? –insistió María, que
no iba a dejarse intimidar por aquel hombre.
-Bien, muy bien. Gracias –declaró su amiga,
mostrándole una sonrisa.
-No nos podemos quejar –intervino Julio,
cogiendo a su esposa por el hombro-. Ahora que Celia le ha dado trabajo a mi
mujer, las cosas nos van mejor.
María alzó el mentón, sin dejar de mirar al
pescador. ¡Si él supiese la verdad!, pensó ella.
-Señor… Castro –se dirigió de pronto a
Gonzalo, haciendo caso omiso a María-. Veo que mis consejos surtieron efecto.
Gonzalo, que había tratado de mantenerse al
margen, se volvió hacia el pescador.
-¿Disculpe? –el esposo de María había
entendido la indirecta de Julio, pero no iba a permitirle que le faltara al
respeto a su esposa-. ¿De qué consejos me habla?
-Ya sabe…
María también entendía sus palabras y no
quería que Gonzalo se enfrentara a Julio, y más delante de sus hijos. Cogió la
mano de su esposo y se la apretó con fuerza, tratando de calmarle.
-Ya –declaró con calma y le sonrió
débilmente-. No se preocupe. Mi esposa sabe perfectamente lo que debe de hacer;
no es necesario que yo le diga nada.
Julio no entendió muy bien aquel comentario,
pero tampoco quiso indagar más. Lo que a él le interesaba era que María no le
llenara de pájaros la cabeza a Teresa, y de momento lo había conseguido.
Les echó una última mirada, con cierto
desprecio y se volvió hacia Celia.
-Espero que te vaya bien la jornada – La
joven asintió con mirada seria. Luego cogió a Teresa del hombro-. Vamos,
sigamos.
Los tres les vieron marchar y perderse entre
el tumulto.
-Gracias, cariño –dijo de pronto María,
agradecida con su esposo.
El gesto serio de Gonzalo se suavizó.
-Habremos de andarnos con tiento con Julio
–murmuró él-. No sé si es de fiar o no.
-Es un cabezota y no atiende a venirse a
buenas –declaró Celia-. Pero es honesto. Si de algo estoy segura es de eso.
Gonzalo no estaba muy de acuerdo con aquella
descripción, pero su amiga le conocía mejor que él.
Después de despedirse de Celia y quedar con
ella al finalizar el día, los cuatro partieron hacia una de las calles
adyacentes, donde un grupo de titiriteros había montado un pequeño escenario y
en unos minutos comenzarían la función.
Esperanza miró el despliegue que había a su
alrededor con inusitado interés, embelesada por las cosas que veía.
El pequeño Martín aunque trataba de
mantenerse despierto, cerró los ojos, y es que no estaba acostumbrado a estar
tanto rato fuera de casa.
Poco después, la función comenzó y los
presentes, la mayoría de ellos niños, callaron de golpe y prestaron atención a
lo que allí iba a acontecer.
Los titiriteros, comenzaron a narrar la
historia de una mujer hermosa, que había llegado a las costas de Cuba junto a
sus padres. Con unas muñecas de trapo en sus manos, y ocultos tras una vianda
de cartón, los titiriteros movían sus manos haciendo que aquellos seres de la
historia cobrasen vida para los presentes.
Esperanza escuchó toda la historia con atención,
sin parpadear e hipnotizada por los titiriteros. No era la primera vez que
escuchaba aquel cuento donde una joven se había adentrado en el mar una noche
de tormenta para no volver jamás.
“Y desde ese día, cada noche de tormenta,
cuando la luna llena resplandece sobre las olas, los pescadores perdidos pueden
ver sobre la roca del acantilado a una joven, de cabellos dorados y cola blanca
que agita sobre el agua, creando pequeñas olas que conducen a los pescadores
hasta la playa, sanos y salvos. Quienes ven a la sirena blanca, no la olvidan
nunca. Así que ya sabéis, cuidado con las tormentas y con el resplandor de la
cola de la sirena, pues quien cae bajo su influjo, pierde la razón”.
El telón se cerró tras estas últimas
palabras y la gente comenzó a aplaudir.
Martín se había quedado dormido en brazos de
su padre a mitad representación, pero Esperanza había aguantado hasta el final.
La niña parpadeó por fin, saliendo del trance en el que había quedado.
-¿Te ha gustado, mi niña? –le preguntó
María, abandonando aquel lugar.
-Madre… ese cuento no es el mismo que usted
nos lee cada noche –declaró de pronto.
María miró a Gonzalo, sin saber qué
contestarle a su hija. Era cierto que ellos les habían contado la historia de
la sirena blanca con otro final diferente; y Esperanza con su habitual
inocencia, recordaba la historia.
-Es cierto –le explicó finalmente María, con
calma-. Verás… hay historias como la de la sirena blanca, que son leyendas. Y
las leyendas son contadas durante muchos, muchos años. Y muchas de ellas
cambian dependiendo de quien las cuente porque la gente no recuerda bien cómo
era la historia. Por eso existen tantos finales. Pero lo importante de la
historia es su significado, ¿entiendes?
Esperanza trató de analizar las palabras de
su madre. Para ella era complicado entender ciertas cosas, sin embargo era una
niña muy lista y entendió lo que María le había dicho.
Después de asistir a aquella representación,
los cuatro marcharon a casa.
El día había sido agotador para los niños y
ambos estaban cansados.
Nada más llegar, Esperanza se fue directa a
su cuarto y cayó dormida enseguida. Por su parte, el pequeño Martín ni siquiera
se despertó de camino a casa y tan solo tuvieron que acostarle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario