CAPÍTULO 35
Tras haber declarado en el cuartelillo y su
posterior conversación con Gonzalo, Julio bajó hasta el puerto, donde estaba
anclado su nuevo barco. Un barco que le había traído demasiados problemas.
El pescador subió a él y se quedó mirando el
ancho océano, con aire pensativo. Las palabras de Gonzalo retumbaban en su
mente, una y otra vez, cobrando un sentido que no había comprendido hasta
entonces. Se había negado a aceptar que Teresa acudiera a las clases para
adultos autoconvenciéndose de que era una pérdida de tiempo: ¿para qué le iba a
servir aprender a juntar letras y a sumar números? Él mismo no sabía hacerlo y
sin embargo había sabido salir adelante con el duro trabajo diario. Sin
embargo, su orgullo y sobre todo, su vanidad, le habían costado muy caro: había
caído en la trampa de aquellos contrabandistas que lo único que habían
pretendido desde un principio era estafarle y sacarle información para su
propio beneficio. Ahora lo veía claro. Había sido un iluso y se habían
aprovechado de su buena fe. ¿Cuántas veces le había dicho Celia que no se fiase
de aquellos hombres? Pero él no le había hecho caso y a punto había estado de
pagar las consecuencias. Y todo porque Celia era mujer y para Julio su palabra
no tenía la misma fuerza que la de un hombre. ¿Qué iba a saber ella lo que era
lidiar, día tras día, con forasteros y negociantes?
Ahora sabía que su arrogancia solo le había
traído problemas. Incluso el día anterior, cuando Teresa y María le informaron
de que los términos del contrato no eran tal y cómo él creía, Julio se había
negado a confiar en ellas. ¿Qué iban a saber dos mujeres sobre negocios y
compra ventas? Nada. Tan solo cuando Gonzalo intervino y confirmó las palabras
de ambas, el pescador fue capaz de ver esa realidad. Una realidad que le abofeteó
de frente, con fuerza y crueldad: ellas estaban en lo cierto, aquellos
forasteros tan solo se habían aprovechado de él, abusando de su ignorancia.
Abrir los ojos a la verdad había sido duro,
pero más aún era darse cuenta de que todo se lo debía a su esposa. Si Teresa no
hubiese sabido leer, jamás habrían descubierto los términos exactos de aquel
contrato. Quizá no habría pasado nada puesto que el papel que obraba en poder
de los contrabandistas se había perdido en el mar, pero… ¿y si no hubiese sido
esa su suerte? ¿Y si los civiles lo hubiesen recuperado? Seguramente se habría
enterado de lo que había hecho cuando ya fuese demasiado tarde, cuando habría
perdido su casa, el barco y todo lo que con tanto esfuerzo había logrado.
Caminó por cubierta, sin rumbo, con los
pensamientos revueltos en su mente.
Aceptar lo equivocado que había estado no le
resultaba sencillo. Julio había crecido, como la mayoría de los aldeanos, bajo
una pobre educación, sin los medios necesarios para acudir a la escuela, porque
sus padres necesitan de su ayuda para salir adelante; y no solo le habían
enseñado a valerse por sí mismo, sino a pensar que el hombre era quien debía
llevar la casa, mientras que el lugar de la mujer era la cocina y el cuidado de
los hijos.
Ahora veía que aquello tampoco debía de ser
así. No podía imponerle su voluntad a su esposa, porque tarde o temprano
terminaría revelándose.
Las palabras de Gonzalo le hicieron
comprender que si la había tratado así, era por miedo. Miedo a perderla sí
Teresa descubría un mundo mejor al que él le ofrecía. Y Julio podía ser un
bruto ignorante pero si de algo estaba seguro era de que tan solo quería lo
mejor para su esposa.
Así que no tenía más opción que hablar con
ella y aclarar las cosas.
El pescador suspiró, con cierto alivio.
Sabía que no le sería fácil abrirle su corazón, hablarle con él en la mano,
pues hacerlo le parecía de poco hombre. Aunque a esas alturas, su hombría ya
estaba por los suelos y no le importaba lo más mínimo.
Con gesto derrotado, regresó a casa. La noche
había comenzado a caer y las casas adjuntas a la suya bullían de actividad.
Unos hogares llenos de vida.
Al entrar en el pequeño salón se encontró
que Teresa ya había puesto la mesa y el olor a pescado frito inundaba toda la
estancia.
-Buenas noches –saludó, acercándose hasta la
cocina.
Su esposa se volvió.
-Buenas noches –tenía las manos ocupadas,
removiendo el puchero-. La cena ya casi está lista –le comunicó la joven-. ¿Vas
a cambiarte?
-No –le dijo él, con voz cansada-. No es
necesario. Podemos cenar cuando quieras.
Regresó al salón, bajo la mirada inquisitiva
de su esposa, quien se quedó extrañada con aquella respuesta. ¿Qué le habría
sucedido? ¿Traería malas noticias?
Teresa le siguió con el plato de pescado y
ambos se sentaron a cenar, en silencio. Un silencio pesado que impedía hasta
respirar. La joven llenó el plato de su esposo con la comida, pero éste apenas
era capaz de probar bocado, y se limitó a remover el puré de patata que había
cocido, con desgana.
Su esposa le observó en silencio, queriendo
preguntarle a qué se debía aquel estado tan apático. Sin embargo, conociéndole,
igual se lo tomaba a mal y prefirió esperar a que él reaccionase.
-¿No están de tu agrado las patatas? –le
preguntó, tratando de entablar una conversación-. Si quieres te preparo otra
cosa, aunque…
-No, no te preocupes –le cortó él, dejando
el tenedor sobre el plato. Soltó un suspiro que parecía contener todo el peso
del mundo y la miró con fijeza-. Teresa, ¿tan mal esposo soy?
La pregunta la tomó por sorpresa. ¿A qué venía
aquello? ¿Tenía doble intención?
-Por… ¿por qué lo preguntas? –titubeó la
joven, perdiendo el escaso apetito que tenía-. Para mí eres un buen marido, te
preocupas por nosotros, porque tengamos cada día comida sobre la mesa y un
techo bajo el que cobijarnos. No sé qué…
-No me refiero a eso –le cortó él.
Preguntarle aquello le estaba suponiendo mucho más difícil de lo que había
pensado-. Quiero decir que… se supone que en un matrimonio debe de haber
confianza y respeto. Y… creo que nosotros carecemos de ello.
Teresa abrió los ojos asustada.
-Julio yo…
-No me refiero a ti –siguió el pescador. O
lo soltaba todo de golpe o no tendría el valor para ello-. Si no a…a mí. He
querido imponerte mi voluntad sin pensar en el daño que te estaba haciendo.
Supongo que si no confías en mí, es porque yo mismo me lo he buscado con mis
actos e imposiciones.
La joven escuchaba a su esposo sin saber
exactamente adónde quería llegar. En su mente tan solo tenía un pensamiento que
le aprisionaba el pecho: Julio sabía que había continuado con las clases a
pesar de habérselo prohibido, y por ello estaba enfadado. Aunque hubiese
preferido que le gritara a que le hablara de aquella forma tan enigmática que
la ponía más nerviosa aún.
-Sé que has estado acudiendo a las clases
para adultos… a mis espaldas –le confesó al fin. Su voz neutra, sin entusiasmo,
era peor mucho peor que cuando estaba irritado, ya que entonces Teresa sabría a
qué atenerse, ahora tan solo la desconcertaba-. Supongo que me lo merezco. No
te he puesto las cosas fáciles y… y ahora estoy pagando las consecuencias. Lo
siento.
La joven parpadeó varias veces, con
incredulidad. ¿Julio le estaba pidiendo perdón? Habría esperado una escena
llena de reproches, pero no aquello. ¿Qué le habría hecho cambiar de opinión?
-Creí que aprender a leer y a escribir era
tan solo un capricho que con el tiempo se te pasaría –le confesó él-. Ahora veo
que no era así. Que para ti eran importantes esas clases. Supongo que tenía
miedo de que descuidases la casa y tus obligaciones, y… y por eso me opuse a
que continuases yendo.
-Julio… -balbuceó ella, sin saber qué
decirle-. ¿Cómo… cómo te has enterado?
-Por el señor Castro, bueno… por Gonzalo –le
contó su esposo con calma-. He estado hablando con él esta tarde y… y me ha
abierto los ojos. Me ha hecho comprender lo importante que es para ti asistir a
las clases. Y supongo que yo mismo me he buscado que me lo ocultaras. Así que
no tengo ningún derecho a enfadarme contigo. En todo caso, el enfado es conmigo
mismo, por haber sido un necio ignorante del que se han burlado un par de
delincuentes de tres al cuarto, estafándome como a un chiquillo.
Teresa alargó la mano hasta la de su esposo.
Verle en aquel estado, tan hundido y derrotado, no era normal en él. Además, no
le gustaba ver cómo se estaba fustigando por lo sucedido.
-Yo no quise ocultártelo –le confesó ella.
-Sí lo comprendo –sus ojos se llenaron de
lágrimas, sorprendiendo aún más a su esposa. Era la primera vez que le veía llorar.
Julio le estaba abriendo su corazón y Teresa le agradeció el esfuerzo que
estaba haciendo por mostrarse tal y como realmente era-. He sido un… patán sin
sentimientos que no se ha parado a pensar en lo que quería su esposa –parpadeó
varias veces para apartar aquellas lágrimas que querían huir de sus ojos-. Pero
eso va a cambiar de ahora en adelante.
-¿Qué quieres decir? –se asustó ella.
-Pues que, si es tu deseo continuar con esas
clases… por mí no hay ningún problema –declaró con gran esfuerzo; y Teresa supo
lo que le estaba costando ceder; algo que le agradeció, enormemente.
-¿Estás seguro?
Su esposo asintió. Darle aquella libertad le
suponía un alivio. El pescador había supuesto que ceder en ello le resultaría
más complicado, sin embargo aceptar la voluntad de Teresa le produjo una
sensación de bienestar que no conocía; una sensación que le agradaba y quedó
sorprendido por ello.
-Tengo que reconocer que si no fuese por tus
lecciones, ahora mismo estaríamos metidos en un grave problema –le confesó el
joven.
-¿Y… no lo estamos? –preguntó Teresa, quien
no sabía todavía las últimas novedades.
-No –le confirmó él, sonriendo por primera
vez esa noche-. Nos hemos librado por… por los pelos. Los civiles no han
encontrado ningún documento que certifique el contrato, así que a ojos de la
justicia no ha habido ninguna compra venta.
-¿Y el papel que tienes tú? –insistió ella,
sin poder creer la suerte que habían tenido.
-Con que lo quememos es suficiente –declaró
Julio con picardía-. Gonzalo ha estado más avispado que yo para decirle a los
civiles que se había malogrado –soltó un bufido-. Aunque creo que en realidad
el guardia ha hecho la vista gorda para que no nos metiéramos en líos. El caso
es que no hay nada a lo que agarrarse.
-¿Y qué pasa con el barco nuevo? –quiso
saber la joven-. Porque será de alguien, ¿no?
Con la alegría de saberse libre de aquel
problema, Julio no se había detenido a pensar en ello. Teresa tenía razón. De
algún lado habría salido aquel barco; quizá fuese robado y su dueño lo estaría
buscando. Lo único que el pescador podía hacer era ponerlo a disposición de las
autoridades antes de que le buscase algún problema.
-Mañana mismo iré al cuartelillo para
informarles –declaró con serenidad.
Teresa se sintió orgullosa por su honradez.
Aquel hombre que tenía frente a ella era el Julio que la había enamorado, el
del buen corazón, el leal con los suyos. El que sabía reconocer sus errores. Y
por ello, había algo más que tenían que hacer.
-Sé que lo que voy a pedirte no va a hacerte
ninguna gracia –comenzó a decirle su esposa-. Pero creo que es necesario.
Julio frunció el ceño, sin comprender adónde
quería llegar.
-¿Qué es lo que vas a pedirme? –por su tono,
el joven ya intuía por donde iba la cosa.
-Se trata de María… de la señora Castañeda
–apuntó Teresa-. Creo que le debes una disculpa por cómo la has tratado. Si no
fuese por ella…
Julio apretó los labios. Sabía que lo que
Teresa le pedía era lo justo, y que tenía razón. No se había comportado bien
con la esposa de Gonzalo, sin embargo para él iba a ser duro hacerlo.
-Entiendo que para ti sea… humillante pero…
-No se trata de eso –le cortó el pescador-. O
sí. No sé –negó con la cabeza, desconcertado-. La he tratado muy mal y… y no
creo que vaya a aceptar las disculpas de un pobre pescador, con tanta
facilidad.
Teresa volvió a cogerle de la mano, para que
supiese que ella estaba allí, apoyándole.
-María no es cómo tú crees –le explicó con
calma-. A ella no le importan las clases sociales. Me lo ha demostrado con
creces. Tiene un corazón enorme que la lleva a querer ayudar a los demás sin
importarle si es rico o pobre.
A Julio le costaba aceptar aquella versión,
ya que se había hecho su propia idea, pensando que la esposa de Gonzalo sería
como la mayoría de las señoritingas con cuartos, llegando incluso a pensar que
aquello de la escuela era tan solo un capricho para entretener sus horas
muertas.
Ahora se daba cuenta de su equivocación. La
había prejuzgado sin conocerla. A ella y a Gonzalo. Sin embargo, ambos habían
demostrado ser de otra pasta diferente a los caciques que conocía: los
Castro-Castañeda eran capaces de ayudar al próximo sin esperar nada a cambio.
-Supongo que tienes razón –le concedió al
fin-. Es lo justo.
Teresa sonrió, agradecida y orgullosa porque
sabía lo que le costaba a Julio reconocer su error.
-Mañana mismo iremos –siguió él, con
determinación-. Le pediré disculpas y aprovecharemos para decirle que vas a
volver a sus clases.
-Me parece justo –convino su esposa-. Y…
comamos, que la cena debe de haberse enfriado.
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