domingo, 22 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 35 
Tras haber declarado en el cuartelillo y su posterior conversación con Gonzalo, Julio bajó hasta el puerto, donde estaba anclado su nuevo barco. Un barco que le había traído demasiados problemas.
El pescador subió a él y se quedó mirando el ancho océano, con aire pensativo. Las palabras de Gonzalo retumbaban en su mente, una y otra vez, cobrando un sentido que no había comprendido hasta entonces. Se había negado a aceptar que Teresa acudiera a las clases para adultos autoconvenciéndose de que era una pérdida de tiempo: ¿para qué le iba a servir aprender a juntar letras y a sumar números? Él mismo no sabía hacerlo y sin embargo había sabido salir adelante con el duro trabajo diario. Sin embargo, su orgullo y sobre todo, su vanidad, le habían costado muy caro: había caído en la trampa de aquellos contrabandistas que lo único que habían pretendido desde un principio era estafarle y sacarle información para su propio beneficio. Ahora lo veía claro. Había sido un iluso y se habían aprovechado de su buena fe. ¿Cuántas veces le había dicho Celia que no se fiase de aquellos hombres? Pero él no le había hecho caso y a punto había estado de pagar las consecuencias. Y todo porque Celia era mujer y para Julio su palabra no tenía la misma fuerza que la de un hombre. ¿Qué iba a saber ella lo que era lidiar, día tras día, con forasteros y negociantes?
Ahora sabía que su arrogancia solo le había traído problemas. Incluso el día anterior, cuando Teresa y María le informaron de que los términos del contrato no eran tal y cómo él creía, Julio se había negado a confiar en ellas. ¿Qué iban a saber dos mujeres sobre negocios y compra ventas? Nada. Tan solo cuando Gonzalo intervino y confirmó las palabras de ambas, el pescador fue capaz de ver esa realidad. Una realidad que le abofeteó de frente, con fuerza y crueldad: ellas estaban en lo cierto, aquellos forasteros tan solo se habían aprovechado de él, abusando de su ignorancia.
Abrir los ojos a la verdad había sido duro, pero más aún era darse cuenta de que todo se lo debía a su esposa. Si Teresa no hubiese sabido leer, jamás habrían descubierto los términos exactos de aquel contrato. Quizá no habría pasado nada puesto que el papel que obraba en poder de los contrabandistas se había perdido en el mar, pero… ¿y si no hubiese sido esa su suerte? ¿Y si los civiles lo hubiesen recuperado? Seguramente se habría enterado de lo que había hecho cuando ya fuese demasiado tarde, cuando habría perdido su casa, el barco y todo lo que con tanto esfuerzo había logrado.
Caminó por cubierta, sin rumbo, con los pensamientos revueltos en su mente.
Aceptar lo equivocado que había estado no le resultaba sencillo. Julio había crecido, como la mayoría de los aldeanos, bajo una pobre educación, sin los medios necesarios para acudir a la escuela, porque sus padres necesitan de su ayuda para salir adelante; y no solo le habían enseñado a valerse por sí mismo, sino a pensar que el hombre era quien debía llevar la casa, mientras que el lugar de la mujer era la cocina y el cuidado de los hijos.
Ahora veía que aquello tampoco debía de ser así. No podía imponerle su voluntad a su esposa, porque tarde o temprano terminaría revelándose.
Las palabras de Gonzalo le hicieron comprender que si la había tratado así, era por miedo. Miedo a perderla sí Teresa descubría un mundo mejor al que él le ofrecía. Y Julio podía ser un bruto ignorante pero si de algo estaba seguro era de que tan solo quería lo mejor para su esposa.
Así que no tenía más opción que hablar con ella y aclarar las cosas.
El pescador suspiró, con cierto alivio. Sabía que no le sería fácil abrirle su corazón, hablarle con él en la mano, pues hacerlo le parecía de poco hombre. Aunque a esas alturas, su hombría ya estaba por los suelos y no le importaba lo más mínimo.
Con gesto derrotado, regresó a casa. La noche había comenzado a caer y las casas adjuntas a la suya bullían de actividad. Unos hogares llenos de vida.
Al entrar en el pequeño salón se encontró que Teresa ya había puesto la mesa y el olor a pescado frito inundaba toda la estancia.
-Buenas noches –saludó, acercándose hasta la cocina.
Su esposa se volvió.
-Buenas noches –tenía las manos ocupadas, removiendo el puchero-. La cena ya casi está lista –le comunicó la joven-. ¿Vas a cambiarte?
-No –le dijo él, con voz cansada-. No es necesario. Podemos cenar cuando quieras.
Regresó al salón, bajo la mirada inquisitiva de su esposa, quien se quedó extrañada con aquella respuesta. ¿Qué le habría sucedido? ¿Traería malas noticias?
Teresa le siguió con el plato de pescado y ambos se sentaron a cenar, en silencio. Un silencio pesado que impedía hasta respirar. La joven llenó el plato de su esposo con la comida, pero éste apenas era capaz de probar bocado, y se limitó a remover el puré de patata que había cocido, con desgana.
Su esposa le observó en silencio, queriendo preguntarle a qué se debía aquel estado tan apático. Sin embargo, conociéndole, igual se lo tomaba a mal y prefirió esperar a que él reaccionase.
-¿No están de tu agrado las patatas? –le preguntó, tratando de entablar una conversación-. Si quieres te preparo otra cosa, aunque…
-No, no te preocupes –le cortó él, dejando el tenedor sobre el plato. Soltó un suspiro que parecía contener todo el peso del mundo y la miró con fijeza-. Teresa, ¿tan mal esposo soy?
La pregunta la tomó por sorpresa. ¿A qué venía aquello? ¿Tenía doble intención?
-Por… ¿por qué lo preguntas? –titubeó la joven, perdiendo el escaso apetito que tenía-. Para mí eres un buen marido, te preocupas por nosotros, porque tengamos cada día comida sobre la mesa y un techo bajo el que cobijarnos. No sé qué…
-No me refiero a eso –le cortó él. Preguntarle aquello le estaba suponiendo mucho más difícil de lo que había pensado-. Quiero decir que… se supone que en un matrimonio debe de haber confianza y respeto. Y… creo que nosotros carecemos de ello.
Teresa abrió los ojos asustada.
-Julio yo…
-No me refiero a ti –siguió el pescador. O lo soltaba todo de golpe o no tendría el valor para ello-. Si no a…a mí. He querido imponerte mi voluntad sin pensar en el daño que te estaba haciendo. Supongo que si no confías en mí, es porque yo mismo me lo he buscado con mis actos e imposiciones.
La joven escuchaba a su esposo sin saber exactamente adónde quería llegar. En su mente tan solo tenía un pensamiento que le aprisionaba el pecho: Julio sabía que había continuado con las clases a pesar de habérselo prohibido, y por ello estaba enfadado. Aunque hubiese preferido que le gritara a que le hablara de aquella forma tan enigmática que la ponía más nerviosa aún.
-Sé que has estado acudiendo a las clases para adultos… a mis espaldas –le confesó al fin. Su voz neutra, sin entusiasmo, era peor mucho peor que cuando estaba irritado, ya que entonces Teresa sabría a qué atenerse, ahora tan solo la desconcertaba-. Supongo que me lo merezco. No te he puesto las cosas fáciles y… y ahora estoy pagando las consecuencias. Lo siento.
La joven parpadeó varias veces, con incredulidad. ¿Julio le estaba pidiendo perdón? Habría esperado una escena llena de reproches, pero no aquello. ¿Qué le habría hecho cambiar de opinión?
-Creí que aprender a leer y a escribir era tan solo un capricho que con el tiempo se te pasaría –le confesó él-. Ahora veo que no era así. Que para ti eran importantes esas clases. Supongo que tenía miedo de que descuidases la casa y tus obligaciones, y… y por eso me opuse a que continuases yendo.
-Julio… -balbuceó ella, sin saber qué decirle-. ¿Cómo… cómo te has enterado?
-Por el señor Castro, bueno… por Gonzalo –le contó su esposo con calma-. He estado hablando con él esta tarde y… y me ha abierto los ojos. Me ha hecho comprender lo importante que es para ti asistir a las clases. Y supongo que yo mismo me he buscado que me lo ocultaras. Así que no tengo ningún derecho a enfadarme contigo. En todo caso, el enfado es conmigo mismo, por haber sido un necio ignorante del que se han burlado un par de delincuentes de tres al cuarto, estafándome como a un chiquillo.
Teresa alargó la mano hasta la de su esposo. Verle en aquel estado, tan hundido y derrotado, no era normal en él. Además, no le gustaba ver cómo se estaba fustigando por lo sucedido.
-Yo no quise ocultártelo –le confesó ella.
-Sí lo comprendo –sus ojos se llenaron de lágrimas, sorprendiendo aún más a su esposa. Era la primera vez que le veía llorar. Julio le estaba abriendo su corazón y Teresa le agradeció el esfuerzo que estaba haciendo por mostrarse tal y como realmente era-. He sido un… patán sin sentimientos que no se ha parado a pensar en lo que quería su esposa –parpadeó varias veces para apartar aquellas lágrimas que querían huir de sus ojos-. Pero eso va a cambiar de ahora en adelante.
-¿Qué quieres decir? –se asustó ella.
-Pues que, si es tu deseo continuar con esas clases… por mí no hay ningún problema –declaró con gran esfuerzo; y Teresa supo lo que le estaba costando ceder; algo que le agradeció, enormemente.
-¿Estás seguro?
Su esposo asintió. Darle aquella libertad le suponía un alivio. El pescador había supuesto que ceder en ello le resultaría más complicado, sin embargo aceptar la voluntad de Teresa le produjo una sensación de bienestar que no conocía; una sensación que le agradaba y quedó sorprendido por ello.
-Tengo que reconocer que si no fuese por tus lecciones, ahora mismo estaríamos metidos en un grave problema –le confesó el joven.
-¿Y… no lo estamos? –preguntó Teresa, quien no sabía todavía las últimas novedades.
-No –le confirmó él, sonriendo por primera vez esa noche-. Nos hemos librado por… por los pelos. Los civiles no han encontrado ningún documento que certifique el contrato, así que a ojos de la justicia no ha habido ninguna compra venta.
-¿Y el papel que tienes tú? –insistió ella, sin poder creer la suerte que habían tenido.
-Con que lo quememos es suficiente –declaró Julio con picardía-. Gonzalo ha estado más avispado que yo para decirle a los civiles que se había malogrado –soltó un bufido-. Aunque creo que en realidad el guardia ha hecho la vista gorda para que no nos metiéramos en líos. El caso es que no hay nada a lo que agarrarse.
-¿Y qué pasa con el barco nuevo? –quiso saber la joven-. Porque será de alguien, ¿no?
Con la alegría de saberse libre de aquel problema, Julio no se había detenido a pensar en ello. Teresa tenía razón. De algún lado habría salido aquel barco; quizá fuese robado y su dueño lo estaría buscando. Lo único que el pescador podía hacer era ponerlo a disposición de las autoridades antes de que le buscase algún problema.
-Mañana mismo iré al cuartelillo para informarles –declaró con serenidad.
Teresa se sintió orgullosa por su honradez. Aquel hombre que tenía frente a ella era el Julio que la había enamorado, el del buen corazón, el leal con los suyos. El que sabía reconocer sus errores. Y por ello, había algo más que tenían que hacer.
-Sé que lo que voy a pedirte no va a hacerte ninguna gracia –comenzó a decirle su esposa-. Pero creo que es necesario.
Julio frunció el ceño, sin comprender adónde quería llegar.
-¿Qué es lo que vas a pedirme? –por su tono, el joven ya intuía por donde iba la cosa.
-Se trata de María… de la señora Castañeda –apuntó Teresa-. Creo que le debes una disculpa por cómo la has tratado. Si no fuese por ella…
Julio apretó los labios. Sabía que lo que Teresa le pedía era lo justo, y que tenía razón. No se había comportado bien con la esposa de Gonzalo, sin embargo para él iba a ser duro hacerlo.
-Entiendo que para ti sea… humillante pero…
-No se trata de eso –le cortó el pescador-. O sí. No sé –negó con la cabeza, desconcertado-. La he tratado muy mal y… y no creo que vaya a aceptar las disculpas de un pobre pescador, con tanta facilidad.
Teresa volvió a cogerle de la mano, para que supiese que ella estaba allí, apoyándole.
-María no es cómo tú crees –le explicó con calma-. A ella no le importan las clases sociales. Me lo ha demostrado con creces. Tiene un corazón enorme que la lleva a querer ayudar a los demás sin importarle si es rico o pobre.
A Julio le costaba aceptar aquella versión, ya que se había hecho su propia idea, pensando que la esposa de Gonzalo sería como la mayoría de las señoritingas con cuartos, llegando incluso a pensar que aquello de la escuela era tan solo un capricho para entretener sus horas muertas.
Ahora se daba cuenta de su equivocación. La había prejuzgado sin conocerla. A ella y a Gonzalo. Sin embargo, ambos habían demostrado ser de otra pasta diferente a los caciques que conocía: los Castro-Castañeda eran capaces de ayudar al próximo sin esperar nada a cambio.
-Supongo que tienes razón –le concedió al fin-. Es lo justo.
Teresa sonrió, agradecida y orgullosa porque sabía lo que le costaba a Julio reconocer su error.
-Mañana mismo iremos –siguió él, con determinación-. Le pediré disculpas y aprovecharemos para decirle que vas a volver a sus clases.
-Me parece justo –convino su esposa-. Y… comamos, que la cena debe de haberse enfriado.

Julio aceptó. Después de haber aclarado las cosas con su esposa, su estómago había comenzado a rugir con fuerza; y aquello no admitía demora.

CONTINUARÁ...

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