CAPÍTULO 24
Cuando Gonzalo regresó esa noche a casa
encontró a María durmiendo, de manera que no tuvo ocasión de hablar con ella
hasta la mañana siguiente, cuando bajaron a desayunar.
La joven se levantó un poco antes que él
para ocuparse de Esperanza y Martín, quienes se sentaron con ellos en la mesa.
Los niños seguían preocupados por su mascota, y es que a pesar de que su ala
iba mejorando día a día, Ramita no había recuperado el habla aún.
-¿Llegaste muy tarde anoche? –le preguntó
María a su esposo cuando éste bajó y la
saludó con un beso como cada mañana-. Me quedé dormida y ni me enteré cuando
llegaste.
-Lo siento, cariño –se disculpó él,
sentándose junto a Esperanza, que mojaba unas rosquillas recién hechas en su
vaso de leche. Le dio un beso a su hija en la frente antes de ponerse el café-.
Se me complicó un poco el asunto.
María que estaba ocupándose de que Martín se
tomase toda la papilla se volvió hacia Gonzalo con gesto serio.
-¿Vas a contarme ahora la verdad? –le exigió
con calma-. ¿O voy a tener que esperar?
Gonzalo se dio cuenta de que por mucho que
había tratado de ocultarle dónde había ido, María le conocía tan bien que sabía
que le había mentido.
-Había quedado con Andrés para ir a la
taberna de Benancio –le informó, untándose una tostada con mantequilla.
Su esposa frunció el ceño. Había oído hablar
de aquel lugar, y no precisamente en buenos términos.
-¿El… Bigotes? –inquirió ella, con el
corazón acelerado-. ¿Para qué teníais que ir allí?
Su esposo tragó saliva y se lo contó todo.
Le habló de los forasteros que habían acudido a pedirle trabajo, semanas atrás;
y que desde entonces acudían todos los días con Julio al restaurante de Celia.
Le contó sus sospechas sobre sus negocios ilegales y que gracias a las
pesquisas de Andrés habían descubierto que posiblemente estaban traficando con
cargamentos de ron.
María escuchó atentamente las palabras de
Gonzalo, preocupada por todo lo que había averiguado su esposo, sobre todo
cuando le habló de cómo el negocio de Celia se había visto afectado los dos
últimos días por la llegada de la mercancía, y de la posible relación entre
Julio y esos negocios ilegales; aunque tampoco podía dejar de pensar hasta qué
punto se había adentrado Gonzalo en aquel peligroso mundo.
-Así que ahora sabemos a ciencia cierta, si
“el Ciego” no nos ha engañado, que en la vieja tienda de ultramarinos es donde
se reúnen estos contrabandistas –concluyó Gonzalo, y le dio un nuevo mordisco a
su tostada.
-Y dices que tanto Celia como Teresa se
pueden ver afectadas por ello –declaró María, a quien se le había marchado el
apetito, preocupada por sus dos amigas.
Gonzalo acercó su mano para tomar la de
María y tranquilizarla.
-Por eso me gustaría que hablases con Teresa
–le pidió él-. A ver si ella sabe algo al respecto. Andrés quiere actuar ya, y
le comprendo. Cuanto antes detengamos a estos delincuentes, mejor. Pero antes
necesitábamos saber hasta qué punto Julio se puede ver afectado.
María frunció el ceño, bastante preocupada
por ella.
-Que yo recuerde… hace unos días Teresa vino
muy preocupada –recordó-, porque Julio iba a comprar un barco nuevo.
-Algo recuerdo de eso –convino Gonzalo.
-¿Y si sus negocios con esos tipos tan solo
se limitan a comprarles el barco? Quizá no tenga nada que ver con el tema del
contrabando.
-Ojalá sea así –su esposo deseaba que María
estuviese en lo cierto y que Julio tan solo hubiese acordado la compra de un
barco con aquellos hombres; y nada más-. Por eso quería pedirte que…
-¿Qué? –le cortó ella-. ¿Qué le pregunte a
Teresa a ver qué sabe al respecto?
Gonzalo asintió levemente.
-Es mejor que sepamos a qué atenernos antes
de meterles en líos, ¿no crees?
Su esposa estuvo de acuerdo.
-No me gustaría que Teresa se viese
involucrada en estos temas por culpa de… de Julio –declaró ella, pensando en su
amiga-. Hablaré con ella.
-Gracias, cariño –Gonzalo le dio un beso en
la mano, con dulzura.
-Pero que sea la última vez que te marchas a
un lugar así sin decirme nada –le echó en cara ella, sin olvidar lo que había
hecho-. Sé que lo haces para no preocuparme; pero es peor sentirme engañada.
¿De acuerdo?
Gonzalo asintió. Su esposa tenía razón. No
le gustaba tener que decirle mentiras, aunque fuesen por no preocuparla.
-Te lo prometo –convino él, acercándose a
ella y sellando aquella promesa con un dulce beso en los labios. Un beso que
calmó su desazón.
Terminaron de desayunar con tranquilidad y
luego cada uno acudió a sus quehaceres.
Pasaron el día fuera de casa y apenas se
vieron pues María había quedado para comer con Celia y así animar a su amiga
por el asunto del restaurante; y Gonzalo aprovechó para quedarse en la finca y
ultimar los detalles para la llegada del científico, que en unos días estaría
en el pueblo.
Al llegar la noche, Gonzalo regresó a casa
acompañado por Andrés a quién debía de entregarle unas cartas para que las mandase
al día siguiente sin demora; pues él no podía acudir a correos ya que tenía que
recibir a unos posibles compradores.
Al entrar en el salón, ya le extrañó no
encontrarse a María pero pensó que estaría arriba, dándose un baño. Así que
entro en el despacho y cogió las cartas para dárselas a Andrés.
-¿Quieres tomar una copa antes de irte?
–invitó al capataz, dirigiéndose hacia el carrito.
-Otro día Gonzalo que…
María entró en el salón con paso rápido.
Tenía el rostro desencajado y al ver a Gonzalo soltó un suspiro.
-Menos mal que llegas, Gonzalo –declaró
ella, sin poder ocultar sus nervios-. Estaba a punto de mandarte a llamar con
el mozo.
Celia apareció tras ella, tan seria como su
esposa, y con Esperanza en brazos. Andrés levantó la cabeza pero no se atrevió
a preguntar nada.
-¿Qué sucede, María? –inquirió Gonzalo,
preocupado, y cogiéndole las manos, que se le antojaron demasiado frías.
-Es… es Martín –logró decirle a pensar del
nudo que se le había formado en la garganta y que apenas la dejaba respirar-.
Tiene mucha fiebre y no sabía qué hacer. El doctor Sánchez está con él en estos
momentos. ¡No sé lo que tiene mi niño!
Las lágrimas inundaron sus ojos, temerosa de
que algo malo le sucediese a su hijo. Los fantasmas del pasado volvieron a
ella. Gonzalo la estrechó entre sus brazos, tratando de mantener la calma por
su esposa, aunque su corazón también había comenzado a sufrir al pensar en su pequeño.
-Confiemos en que no sea nada –dijo él, con
voz temblorosa, y mirando con cariño a María, quien asintió, aferrándose a
aquellas palabras-. Seguro que el doctor sabrá que hacer.
-Quería quedarme con él mientras le
examinaba, pero no me ha dejado –le comunicó la joven, dejándose caer en el
sofá. Su esposo se sentó a su lado, cogiéndole las manos-. Si algo le pasa yo…
-No te preocupes María –intervino Andrés,
dejando las cartas sobre la mesa-. Martín es un niño fuerte, ya verás que no es
nada. Por estas latitudes es normal que los niños cojan estas fiebres tan
altas. Yo mismo las padecí también de pequeño y aquí me tienes –le sonrió
débilmente.
La joven pareció calmarse con sus palabras y
Gonzalo se lo agradeció con la mirada.
Celia se acercó a ellos, aun con Esperanza
en brazos.
-Mientras esperamos al doctor, voy a la
cocina a pedir que nos preparen unas tilas –les informó-; y me llevo a la niña
que es mejor que no os vea así.
-Gracias Celia –le dijo Gonzalo, acariciando
el cabello de María, que seguía cabizbaja, con la mente revuelta y sus negros
presagios envolviéndola.
Apenas se marchó Celia a la cocina, el doctor
Sánchez bajó del cuarto del niño.
María se levantó de golpe. Tenía el rostro
enrojecido de las lágrimas pero no le importaba. Tan solo quería saber cómo
estaba Martín.
-Doctor, ¿cómo está mi hijo? –le preguntó
ella, nerviosa-. ¿Qué es lo que tiene?
El hombre, de mediana edad y cuyos ojos
rebosaban una gran calma, le sonrió débilmente.
-No se preocupe, señora Castro –la
tranquilizó-. Su hijo tan solo tiene inflamadas las anginas. La fiebre alta se
debe a esa infección. Pero no es nada grave.
-¿Está seguro, doctor? –insistió Gonzalo,
cogiendo a María para que pudiera apoyarse en él-. ¿Tan solo se trata de eso?
¿No tiene nada más?
El médico, con paciencia, pues sabía de la
preocupación de cualquier padre por su hijo al verle en aquel estado febril,
trató de calmarles.
-Son solo anginas, señor Castro –le repitió,
cambiando su pequeño maletín de mano-. Tienen que evitar que la fiebre suba y
mantenerle bien hidratado. Le he suministrado un antiséptico y una pequeña
dosis de calmante para que no se inquiete esta noche. Tan solo tienen que
mantener esa fiebre baja y ya verán que mañana estará mucho mejor.
-Gracias doctor –le agradeció Gonzalo,
suspirando aliviado.
-Yo pasaré mañana temprano para ver cómo ha
pasado la noche el pequeño. Estas cosas es lo que tienen, necesitan su tiempo,
pero no se alarmen. El niño no corre peligro.
-Le acompaño hasta la puerta –se ofreció
Andrés. El doctor se lo agradeció.
María y Gonzalo subieron al cuarto de
Martín, donde lo encontraron en su cama, dormido, con un agitado sueño, y con
el rostro perlado de fiebre.
-Mi pobre niño –la joven le acarició el
rostro y cogió una compresa empapada en agua fresca para mojarle la frente-.
Tan pequeñito y sufriendo.
Gonzalo se quedó tras ella, observando a su
hijo. Si pudiese, en ese mismo instante se hubiera cambiado por él. Verle en
aquel estado de inquietud le partía el alma. Quería volver a verle corretear
por el jardín, reír, y jugar con su hermana como hacía siempre.
Celia llegó entonces, con Esperanza de la
mano y portando una bandeja. Tras ellas entró Andrés.
Para ambos también era difícil ver al
pequeño tendido en la cama. Tanto a Esperanza como a Martín les tenían un gran
cariño, pero a ambos les unía un vínculo especial con el pequeño, al tratarse
de su ahijado.
Esperanza se soltó de la mano de Celia y
corrió a ver a su hermano. La niña le cogió su pequeña manita y le miró muy
seria.
-Martín –le llamó, sin éxito, pues sus
pequeños ojos continuaron cerrados-. Martín –insistió antes de volverse hacia
María-. Madre, tiene la mano muy caliente, quema.
María apretó los labios, tratando de
mostrarle una sonrisa, para que su hija no se preocupase.
-No pasa nada, mi bien –le dijo con un nudo
en la garganta, que le impedía hablar-, tu hermano está dormidito porque…
-… porque está malito –concluyó Gonzalo,
viendo que María era incapaz de continuar. Se acercó a la niña y la cogió para
apartarla de la cama-. Y necesita descansar para que mañana podáis volver a
jugar juntos. ¿De acuerdo?
Esperanza asintió.
-¿Por qué no vas al salón y juegas un rato con
tus muñecas, mi niña? –le pidió su padre.
Su hija volvió a asentir, sin embargo, antes
de abandonar el cuarto, regresó junto a su hermano y le dio un beso en la
mejilla.
-Para que te cures pronto –dijo antes de
salir de la habitación.
María continuó con los paños de agua fría
mientras Andrés se acercó a ellos.
-Antes con el doctor no he querido decir
nada pues para los científicos estas cosas son supercherías de brujas y muchos
no creen en ellas –les contó el capataz-. Pero mi abuela sabía de muchos remedios
caseros para bajar las fiebres altas. Las compresas frías están muy bien, pero
si son con arcilla, le irán mucho mejor.
Gonzalo se volvió hacia su amigo. Para él,
que había vivido gran parte de su infancia y juventud en la selva amazónica, el
uso de remedios naturales era algo totalmente conocido; además, no había que
olvidar de quien era hijo y todo lo que había aprendido de Pepa el poco tiempo
que pasó junto a ella. Su madre fue una gran conocedora de todos los remedios
naturales y habría apoyado las palabras de Andrés. Además, años atrás la propia
Esperanza se había curado gracias a los remedios caseros de la vieja Tula; de
manera que confiaban en la medicina tradicional tanto como en la científica.
-Iré a buscar la arcilla –convino Gonzalo.
María estuvo de acuerdo.
-No tardes, Gonzalo –le pidió.
-Volveré enseguida –le prometió, dándole un
beso en la frente.
-Te acompaño –declaró el capataz, que
conocía mejor la zona y sabía dónde hallar la arcilla.
Ambos salieron de la casa en busca del
remedio.
Celia acompañó a su amiga y entre las dos se
turnaron para mantener el pequeño cuerpo del niño sin que le subiese la fiebre.
-Hay que tener cura de que tampoco le baje
de golpe –le explicó Celia, que también sabía algo de plantas-. Tan mala es una
subida como una bajada brusca.
María había oído aquel consejo tiempo atrás.
Pero no recordaba quién se lo había dado.
Al rato, regresaron Andrés y Gonzalo con la
arcilla. El capataz, que había visto a su abuela fabricar aquellas cataplasmas
se puso manos a la obra con ayuda de Celia. Poco después, colocaron las
compresas de arcilla en la frente del niño.
-Vais intercambiándolas –les explicó a sus
padres-. Hay que ponerlas en la frente, la nuca y el vientre para que surja
efecto.
-Así lo haremos –convino Gonzalo, dándole
una palmada en el hombro, agradecido por todo lo que estaba haciendo.
El capataz vio que ya se le había hecho
demasiado tarde y tenía que regresar a su casa. Celia también se despidió de
ambos, dejándoles dicho que cualquier novedad, no dudasen en mandarla llamar.
Andrés se ofreció a acompañarla a casa y
ella acepto, encantada. Después de lo que había visto aquella tarde, si Celia
tenía alguna duda sobre él, quedó totalmente disipada. Poco a poco, detalle a
detalle, Andrés había sabido ganarse su corazón y ahora la dueña del
restaurante estaba segura de que si había alguien que podía hacerla feliz, ese
era el capataz.
En cuanto se quedaron solos, Gonzalo se
acercó a María y la abrazó, para que supiera que ambos estaban juntos en aquel
momento.
-¿Quieres que te traiga algo de cena,
cariño? –le ofreció él, viendo las ojeras que comenzaba a presentar-. Te vendrá
bien comer algo.
-No me apetece nada, Gonzalo –le confesó sin
apartar la mirada de Martín, que seguía con los ojos cerrados-. Tengo el
estómago cerrado.
-Lo sé, pero deberías comer algo para coger
fuerzas. Ya verás cuando Martín se despierte con qué energías lo hará. Y
nosotros tenemos que estar en las mismas para que no nos ganen la partida.
María trató de sonreír pero le era
imposible. Tenía cogida la pequeña manita de su hijo entre las suyas. Le veía
tan desmadejado que su corazón no dejaba de llorar.
-Me parece volver a estar viviendo la misma
pesadilla que con Esperanza –le confesó la joven con amargura-. ¿Por qué nos
tiene que pasar esto, Gonzalo? –se volvió hacia él, y sus ojos se tiñeron de
rabia-. ¿Por qué…?
-Te diría que el señor nos pone estas
pruebas en el camino –le cortó su esposo-. Pero Dios ya se ha cebado bastante
con nosotros, así que mejor no mentarlo. El destino a veces es cruel, cariño.
Pero pensemos en positivo. El doctor ha dicho que son solo anginas y que pronto
se repondrá. Tendrías que haberme visto a mí de pequeño, era tan enfermizo… y
en cierta manera es bueno que pasen por estas cosas para que su organismo se
fortalezca. Confía en mí.
Y María lo hizo. Se recostó sobre su hombro
y suspiró, sin apartar la mirada de su hijo.
Rato después, apareció Esperanza de nuevo,
con la intención de quedarse a cuidar de su hermano, pero ambos se opusieron.
Sin embargo, la niña, que a cabezota había salido a sus padres, se negó a salir
de su cuarto.
Finalmente, accedieron a que se quedase,
pues sabían que tarde o temprano caería dormida y mejor hacerlo allí que en el
salón.
La niña se sentó junto a la cama de su
hermano y no dejó de observarle en todo momento, buscando cualquier cambio en
él. Y afortunadamente, la fiebre no fue a más. Las primeras horas fueron las
peores pues tampoco lograban bajársela, sin embargo, gracias a las compresas de
arcilla, colocadas dónde Andrés les había indicado, la fiebre comenzó a remitir
a medida que avanzaba la noche.
Esperanza, sin darse cuenta, apoyó la cabeza
sobre el colchón y calló dormida antes de medianoche. Su padre la pasó a su
cama, para que descansara mejor.
-Deberías ir a dormir un poco –le recomendó
Gonzalo a su esposa, viendo lo cansada que estaba.
-No –negó ella con vehemencia-. No podría
pegar ojo sabiéndole así.
-Pero yo me encargo de Martín y de cambiarle
los paños –se ofreció el joven, aun sabiendo que sería en vano tratar de
convencerla.
María volvió a negarse.
-Bueno, pues al menos sí tomarás un poco del
caldo que ha preparado Margarita –le dijo él; en este caso no iba a darse por
vencido.
Aunque María se negó en un principio,
sintiéndose incapaz de tomar bocado, terminó accediendo, más por no desfallecer
que por hambre.
La noche se les antojó eterna, pero ambos
permanecieron despiertos, atentos a cualquier mejoría, cambiando las compresas
a cada dos por tres y velando el sueño intranquilo del pequeño Martín, quien
tan solo consiguió serenarse con la llegada de un nuevo día.
María se había acomodado en su cabecera y le
acariciaba la frente con la compresa fría, secando las gotas de sudor de su
frente. Unas gotas que ahora ya solo eran del agua del paño.
Gonzalo suspiró de pronto, aliviado, tras
retirar, por enésima vez esa noche, el termómetro de su pequeño cuerpecito.
-Treinta y seis –declaró con una media
sonrisa.
-¡Al fin! –soltó María, sonriendo
débilmente. Bajó sus labios y besó la frente tibia del pequeño, antes de volver
a acariciarle-. Lo logramos.
Su esposo se acercó a ellos, acuclillándose
junto a su cabecera.
-Se pondrá bien, ya lo verás.
María le acarició el rostro, agradecida por
sus palabras, por sus desvelos y sobre todo por estar allí con ellos y darles
todo el amor que necesitaban, por ser el pilar fundamental de su familia.
-¿Martín? –escucharon la vocecita de
Esperanza, todavía soñolienta junto a ellos; que miraba a su hermano-. ¡Martín!
Has despertado.
Sus padres, se volvieron hacia el niño y
vieron como abría sus pequeños ojitos, con debilidad.
El pequeño trató de toser pero no pudo
debido a la inflamación que aun persistía.
-¡Mi niño! –murmuró María, conteniendo las
lágrimas al verle despertar.
Gonzalo se acercó a buscarle un vaso con
agua y el niño, a duras penas logró tragar algo del líquido.
Luego cerró de nuevo los ojos y permaneció
quieto.
Gonzalo cogió a Esperanza en sus brazos y se
sentaron frente a María que tenía apoyada la cabecita de Martín cerca de ella.
Gonzalo y María se miraron un instante y
sonrieron. Sabían que todavía era pronto para decir que Martín estaba
recuperado, pero lo peor ya había pasado; de eso estaban seguros. El niño era
fuerte y en unos días estaría repuesto del todo para volver a cometer sus
travesuras junto a su hermana.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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