CAPÍTULO 23
La silueta avanzaba por el callejón,
amparada en la noche mientras su alargada sombra se plasmaba en las
paredes y en el suelo empedrado.
Andrés escuchó los pasos antes de que
Gonzalo asomase en la plaza del pueblo. Eran las diez, tal y como habían acordado.
El capataz esperaba junto a la fuente, nervioso, preguntándose qué habría
pensado su amigo para solucionar el asunto de los forasteros.
Desde que horas antes le citara allí para
averiguar las razones por las que el restaurante de Celia había perdido clientes
de la noche a la mañana, Andrés no había dejado de darle vueltas al asunto; sin
embargo, no había ninguna razón para explicar lo ocurrido. Incluso había
hablado con algún aldeano de confianza por si sabían de rumores que corriesen
sobre Celia. Pero nadie había escuchado nada. Entonces… ¿qué estaba ocurriendo?
Gonzalo llegó junto a su capataz.
-Perdón por el retraso –se disculpó, aunque
apenas pasaban diez minutos de la hora acordada-. María no está acostumbrada a
que salga a estas horas y me ha costado un mundo tranquilizarla.
-¿Le has contando lo que vamos a hacer?
–inquirió su amigo, sin saber todavía de qué se trataba.
-No –negó Gonzalo; y una sombra de culpa
cruzó por sus ojos-. Y mira que no me gusta decirle mentiras, pero en esta
ocasión era lo mejor. Cuando regrese le diré la verdad, porque si se lo llego a
decir ahora, es capaz de acompañarnos.
-Bueno… ¿y me vas a decir de una vez adónde
vamos?
Gonzalo volvió la mirada hacia una de las
calles adyacentes que conducía a la parte baja del pueblo, donde vivían las
gentes más humildes y donde se encontraba alguna de las tabernas más antiguas y
poco recomendadas de Santa Marta.
-A la taberna de Benancio “el bigotes” –le
dijo al fin.
Andrés se envaró al escuchar aquel nombre.
-¿Te has vuelto loco? –fue lo primero que le
dijo-. ¿Sabes la mala fama que tiene ese lugar?
-Por eso precisamente debemos ir allí
–expuso el joven que había iniciado el camino en aquella dirección.
El capataz soltó un suspiro de resignación y
le siguió.
-No sabes dónde vamos a meternos, Gonzalo
–trató de hacerle entrar en razón-. En ese lugar se reúnen los contrabandistas,
rateros y matarifes y gente de la peor calaña. Es… es como ir a meterse en la
boca del lobo.
Gonzalo se detuvo y le lanzó una mirada
seria a su amigo.
-Lo sé. Y sé a lo que nos enfrentamos,
créeme. Pero si queremos descubrir de una vez por todas que se traen esos
forasteros entre manos, estoy seguro que allí encontraremos la respuesta.
Andrés no pudo sino soltar una carcajada
llena de ironía.
-Sí claro. ¿Acaso piensas que te lo van a
contar todo, así… por las buenas? –anunció el joven, sorprendido por la
inocencia de Gonzalo.
-No. No soy tan iluso –repuso manteniendo el
gesto serio-. Pero a ti te conocen. ¿No me dijiste una vez que Benancio le
debía una a tu difunto padre? Pues ha llegado el momento de que salde esa
deuda.
Gonzalo retomó el paso, adentrándose en una
estrecha calle que olía fuertemente a ron y a pescado.
El capataz frunció el ceño, recordando aquel
viejo incidente de la “deuda” y siguió sus pasos.
-Es cierto, sí –corroboró él, situándose a
su lado-. Pero no creo que vaya a contarnos qué negocios se trae entre manos
solo porque me debe una.
-Bueno… por intentarlo no perdemos nada
–insistió Gonzalo, que no iba a cambiar de opinión tan fácilmente.
-Está bien –Andrés le asió del brazo para
detenerle, a escasos metros de la taberna-. Está bien. Pero deja que hable yo.
¿De acuerdo?
El esposo de María levantó las manos en
señal de dejarle el camino libre.
El capataz tomó aire. En su mente tan solo
había un pensamiento: aquello no podía salir bien. Miró a su amigo y negó con
la cabeza.
-Al menos podrías habérmelo dicho antes de
venir, cuales eran tus intenciones –le echó en cara-; lo digo por las pintas
que traemos de señoritingos, ideales para pasar desapercibidos en este lugar
–ironizó antes de dar media vuelta y cruzar la puerta de la taberna.
Gonzalo alzó la mirada hacia el viejo y
descolorido cartel que rezaba: “Taberna El Bigotes”. Luego siguió a Andrés al
interior del lugar.
El sitio era pequeño y oscuro. Gonzalo
arrugó la nariz nada más entrar; el ambiente cargado y viciado, desprendía un
hedor fuerte, mezcla de ron, sudor y suciedad.
Enseguida notaron su presencia tal como
había indicado Andrés. Ya fueran sus ropas o porque nunca antes habían estado allí.
Para sorpresa de Gonzalo, reconoció entre los presentes a algunos de los
clientes del restaurante de Celia, aquellos que hasta hacía dos días acudían a
él con asiduidad.
Caminaron despacio hacia la barra, que se
hallaba al fondo del local, donde un hombre fornido y grueso secaba unos vasos
con un trapo ennegrecido.
Sus pequeños ojos se clavaron en los dos
recién llegados, sin ocultar su malestar.
-¿Qué queréis? –inquirió de mal talante,
dejando el trapo sobre la barra, en cuanto los dos jóvenes se situaron frente a
él.
-¿Esa es la manera de saludar a un viejo
amigo, Benancio? –le soltó Andrés, manteniendo la calma.
Gonzalo sintió la mirada de los presentes
puestas en ellos. Miradas de curiosidad, rapaces y llenas de desconfianza.
El dueño de la taberna enarcó una de sus
pobladas cejas, blanquecinas y entonces le reconoció.
-¿Eres Andrés, el hijo de Felipe? –le
preguntó, suavizando sus grotescos rasgos.
El capataz sonrió.
-Veo que al menos me reconoces.
-Eras un crío de medio metro la última vez
que te vi –le espetó el tabernero, relajando su cuerpo-. ¿Y qué te… -miró a
Gonzalo de reojo y una pizca de desconfianza pasó por su mirada-… qué os trae
por mi negocio? –se mesó su poblada barba blanquecina.
Andrés miró a su alrededor con cautela. No
quería que nadie les escuchara. Afortunadamente, en la barra solo se
encontraban ellos tres y la mesa más cercana estaba a unos tres metros.
-Verás… aquí mi amigo y yo estamos buscando
a “alguien” que pueda proporcionarnos cierta… materia –susurró, acercándose a
Benancio-. ¿No sé si me entiendes?
-¿Qué clase de materia? –le devolvió la
pregunta, varios segundos después, sin llegar a confiar en él.
-Ron –habló Gonzalo por primera vez, sin
poder mantenerse callado-. Sabemos que hay unos forasteros traficando con ron
por la zona y queremos hablar con ellos.
“El Bigotes” le lanzó una mirada extraña a
Gonzalo, mezcla de desconfianza e incredulidad.
-Mira… muchacho –le espetó, tratando de
mantener la calma-. No sé si eres un necio o un inepto o… simplemente un
estúpido. A otros por mucho menos les he sacado a patadas de mi negocio.
-Disculpa a mi amigo –intervino Andrés,
lanzándole una mirada de advertencia a Gonzalo para que le dejase hablar a él-.
No quería ofenderte. Ya sabemos que tú no tienes tratos con gente de esa clase.
Benancio se volvió hacia el capataz y sopesó
sus palabras, que parecieron calmarle.
-Lo que quería decir es que buscamos a unos
forasteros que nos han dicho que venden ron de buena calidad. Y pensábamos que
quizá tú supieras de alguien que les conociera.
-Por aquí pasa mucho forastero –dijo con
ambigüedad-. Algunos sí que ofrecen mercancía a buen precio, aunque lo que de
verdad me importa a mí es la calidad –de repente sacó una botella y dos vasos
en los que vertió su contenido-. Antes de ayer recibí este encargo. A mitad de
precio del normal. Probadlo.
Andrés y Gonzalo se miraron un instante
antes de saborear el trago de ron que les había puesto.
-¿Qué me decís, eh? –les exigió saber el
tabernero con una amplia sonrisa llena de orgullo-. Ron de alta calidad. De lo
mejorcito.
Andrés asintió, con un nudo en el estómago.
Algo en su mente se había despertado con temor.
-¿Y de dónde te lo traen? –inquirió el
capataz limpiándose los labios con el dorso de la mano.
Benancio no respondió.
-Te basta con saber lo que te he dicho.
Andrés iba a replicar cuando entraron en el
lugar una cuadrilla de cinco hombres que llamaron al tabernero para que les
atendiese.
-¡Bigotes, una ronda para estos, de ese ron
que te traje el otro día! –le gritó uno de ellos.
Gonzalo se volvió a mirarles con disimulo.
Se trataba de un hombre delgado y de complexión escuálida. Cojeaba ligeramente
aunque parecía ser el que mandaba del grupo. Vio como los cinco se reunían en
una mesa del rincón, lejos de miradas indiscretas.
-¿Quiénes son? –le preguntó al tabernero.
-Ginés –murmuró Benancio, llenando los vasos
de ron-. Aunque todos le conocemos como “el ciego”.
El tabernero llevó a la mesa la bandeja con
los vasos de ron.
-¿Le has oído? –le preguntó Gonzalo a
Andrés.
Andrés asintió levemente. Él también había
llegado a la misma conclusión: El tal Ginés era el proveedor de aquel
cargamento que Benancio había recibido de ron.
-Tenemos que hablar con él –declaró Gonzalo,
levantándose para acudir a la mesa de aquellos hombres.
-¡Un momento! –le detuvo el capataz, a
tiempo-. No podemos acercarnos así como así. Esperemos a ver qué hacen.
Momentos después, el Bigotes regresó a la
barra.
-¿Queréis algo más? –inquirió sin ocultar
que ya estaba harto de tenerles allí.
Andrés le pagó el ron con dos monedas,
cuando en el restaurante de Celia tendría que haber desembolsado cuatro.
Las risas secas de la mesa del Ciego llegó
hasta ellos y entonces vieron que habían comenzado una partida de dados.
Andrés vio en ello su oportunidad.
-Pon dos vasos más de ron –le pidió al
tabernero y miró a Gonzalo haciéndole una seña con la cabeza. Inmediatamente,
el joven comprendió.
Tras pagarle los dos vasos, Gonzalo y Andrés
se encaminaron hacia el rincón.
-¡Buenas noches, caballeros! –saludó Andrés,
plantándose frente a ellos.
Las risas cejaron de repente, y los cinco
pares de ojos se clavaron en ellos. Miradas desconfiadas que no presagiaban
nada bueno.
-¿Qué queréis? –inquirió Ginés con su voz
carcomida-. Nosotros no sabemos nada.
-¿Quién ha dicho que queremos saber algo? –le
devolvió la pregunta el capataz, que sabía cómo tratar con gente como “el
Ciego”-. Os hemos visto que estabais jugando una partida de dados –se volvió
hacia Gonzalo, esperando que le siguiera la corriente-, y aquí mi amigo nunca
ha visto ninguna. ¿Os importa…?
El Ciego les observó a ambos con gesto
crítico, sopesando si era buena idea dejarles quedar. Sus ropas delataban que
se trataba de hombres con cuartos, quizá…
-Solo si vais a jugar –declaró Ginés.
Andrés sonrió.
-Por descontado.
Tomaron asiento junto a los cinco.
-Tan solo que aquí mi amigo no ha traído
cuartos para ello… pero yo sí –apuntó el capataz-. No creo que os importe que
juegue yo en su lugar.
El Ciego se echó hacia atrás.
-Lo mismo me da –sentenció el hombre-. Aquí
lo que cuentan son los cuartos.
Gonzalo prefirió callar. Todavía no veía
adónde quería llegar Andrés con todo aquello.
Estaban a punto de comenzar cuando el
capataz bebió un trago de ron y exhaló.
-¡Hacía tiempo que no probaba un ron de tan
buena calidad! –comentó en voz alta.
El Ciego sonrió débilmente a la vez que
movía su cubículo con los dados para comenzar la primera ronda. Gonzalo tan
solo esperaba que Andrés supiese jugar porque si no… estaban perdidos.
-De lo mejorcito amigo –dijo el hombre, con
cierto orgullo.
-Ojalá pudiésemos conseguir ron así siempre
–siguió Andrés-. Pero es tan… caro.
-No te creas –tiró los dados y luego
continuó Andrés.
-¿Qué quieres decir? ¿Acaso hay una manera
de lograrlo a buen precio?
Ginés se volvió hacia él con gesto serio.
-Demasiado preguntas tú –le soltó de mal
talante.
Sus compañeros echaron sus dados. Poco a
poco cada uno de ellos fue subiendo la apuesta y retirándose del juego. Gonzalo
pretendía estar pendiente de cómo se efectuaba aquel juego, pero prefirió
escuchar las palabras del Ciego.
-No me lo tomes a mal –se defendió Andrés-.
Tan solo ha sido un comentario. La verdad es que si estuviese a mi alcance un
buen cargamento de ron de primera calidad, no dudaría ni un instante en pagar
por él.
Ginés se llevó la mano al mentón, pensativo.
Miró a sus compañeros que asintieron levemente.
Gonzalo percibió aquellos gestos con el
corazón en un puño.
-Hagamos una cosa –dijo el hombre de pronto,
mirando fijamente al capataz-. Si ganas esta ronda, en lugar de llevarte
nuestro dinero, te diré cómo puedes conseguir lo que quieres.
Andrés parpadeó, incrédulo.
-¿De verdad? –pidió saber, con inocencia-.
Me parece un trato justo.
El esposo de María tomó un nuevo trago de su
vaso. O aquello terminaba pronto o perdería los nervios.
Durante los siguientes diez minutos, el
grupo continuó la partida. Uno a uno, los compañeros del Ciego se fueron
retirando mientras Andrés continuaba en ella, elevando la apuesta cada vez más
alta.
Gonzalo se preguntaba si su amigo sabría a
qué se estaba enfrentando. Tan solo esperaba que no perdiesen unos buenos
cuartos para nada.
-La última –declaró Ginés, convirtiendo sus
ojos en dos finas líneas, cual ave rapaz a punto de echarse sobre su presa.
Andrés le aguantó aquella mirada sin mostrar ni una miaja de temor.
Volvieron a mover el cubilete con los dados
y los echaron los dos sobre la mesa, sin mostrarlos.
El primero en dejar al descubierto los dados
fue el Ciego: un cinco y un seis.
Su sonrisa se ensanchó de golpe, al igual
que la de sus compañeros.
-Aun estás a tiempo de echarte para atrás
–le espetó al capataz-. Sería benevolente contigo. La mitad de lo apostado.
¿Qué te parece?
Andrés sintió un frío sudor recorriéndole la
sien. Debía sacar dos seises para ganarle la apuesta, algo que resultaba casi
imposible. Miró a Gonzalo de soslayo. Su amigo confiaba en él. Y él también lo
hacía.
El capataz sonrió, burlonamente.
-Yo nunca me rindo –declaró justo cuando
levantó su cubilete.
Los ojos de los presentes se clavaron en el
par de seises que mostraban los dados.
Gonzalo sintió como su pulso se aceleraba de
golpe a la vez que la sonrisa de Ginés y del resto se borraban de sus rostros.
-La suerte del principiante –recogió su
dinero y miró al capataz que recogía sus monedas-. No todo el mundo la tiene.
Andrés se encogió de hombros.
-Yo lo llamo tener a Santa Caridad de mi
parte –anunció-. Y bien… vas a darme esa
información tan valiosa.
El Ciego le miró antes de responder.
-A pesar de todo, soy hombre de palabra. Si
quieres ese cargamento, busca al “Turco”, podrás encontrarle en la vieja tienda
de ultramarinos de la calle baja. Tienes que llamar cinco veces y decirles el
santo y seña: “la mercancía antes que la vida”.
Andrés asintió con gesto serio. Se levantó y
Gonzalo hizo lo mismo.
Ginés le cogió del brazo.
-Y no le digas que te mando yo –le exigió.
Sus ojos se ennegrecieron con una sombra de dureza-. Sino el “Griego”.
¿Estamos?
-Estamos –convino Andrés.
Gonzalo y él abandonaron la taberna y
regresaron a la plaza sin decir nada. Sus mentes bullían con la información
recibida. ¿Qué iban a hacer con lo que sabían?
Tan solo cuando se sintieron a salvo, se
detuvieron.
-Tal como imaginábamos –declaró Andrés,
soltando el aire contenido-. Tienen su cuartel en la vieja tienda de
ultramarinos. Ahora podemos ir allí y…
-¡No corras tanto! –le cortó Gonzalo,
abrumado por la información-. ¿Y si fuera una trampa? No podemos fiarnos así
como así de la palabra de ese tipo. Primero hay que cerciorarse de que lo que
nos ha contado sea cierto; y si es así, iremos a las autoridades para
denunciarles.
Andrés asintió en silencio.
-¿Te has dado cuenta, no? Esos forasteros
han introducido ron de buena calidad a mitad de precio, en la isla. Por eso
Celia se ha quedado sin su clientela, porque ahora acuden a otros lugares a
beber ron. ¡Malnacidos!
Gonzalo asintió con pesar. Aquel negocio
ilegal estaba afectando al de su amiga, quien podía perder todo lo que había
conseguido con tanto esfuerzo por aquel contrabando pues ahora la clientela acudía a otras
tabernas donde podían consumir el mismo ron a mitad de precio. No podían
permitirlo.
-No podemos perder más tiempo –insistió
Andrés, cuya sangre hervía de rabia al saber que los quebraderos de cabeza de
Celia se debían a aquellos hombres y a sus tejemanejes-. Vayamos ahora mismo a
la tienda, vemos lo que hay y si es cierto acudamos a las autoridades a
denunciarlos.
Gonzalo estaba de acuerdo en aquel proceder,
sin embargo, recordó un pequeño detalle y le detuvo.
-No podemos ir todavía –murmuró él, con
calma-. No solo se trata de Celia, sino también de… de Julio. No sabemos si
está metido en este negocio –Andrés le observó con incredulidad. ¿Gonzalo
teniendo miramientos con aquel pescador cuando había osado hablar mal de
María?-. No me mires así. No lo hago por él, sino por su esposa, Teresa. María
la aprecia y si algo malo le pasara por nuestra culpa, no me lo perdonaría
nunca.
-¿Y qué hay de Celia? –le espetó el joven-.
Ella también es vuestra amiga, y cuanto más tiempo pase, peor van a ir las
cosas.
Gonzalo
se mordió el labio inferior, envuelto en un mar de dudas. Andrés tenía razón.
Tampoco podía traicionar a Celia. Sin embargo…
-Dame un día –le pidió a su amigo-. Tan solo
un día, para que averigüemos hasta qué punto está metido Julio en todo este
embrollo. Y entonces actuaremos. ¿De acuerdo?
Andrés comenzó a calmarse.
-Un día –repitió el capataz-. Ni uno más.
Gonzalo asintió, agradecido.
Andrés dio media vuelta para seguir su
camino cuando Gonzalo le detuvo.
-Una cosa más –le sonrió burlonamente-.
¿Cómo es que estabas tan seguro de tener dos seises?
Los rasgos del capataz se suavizaron y sonrió con orgullo.
-¿Acaso no recuerdas de quien soy nieto? –le
espetó-. Mi abuelo me enseñó desde chiquito a jugar a los dados. No se trata de
suerte, sino de técnica y entrenamiento. Ese Ginés será muy bueno, pero no
tiene lo que hay que tener para ganar –se llevó un dedo a la sien-: cabeza.
Gonzalo se despidió de su capataz con una
sonrisa llena de orgullo, y regresó a su casa, donde María le estaría
esperando. Tendría que hablar con ella de lo ocurrido y contarle donde había estado
en verdad. Sabía que no le iba a hacer ni pizca de gracia, pero al menos ahora
estaban sobre una pista.
Lo peor era que tendría que ser la propia
María quien averiguase la verdad sobre Julio. Tan solo ella podía acercarse a
Teresa y descubrir que negocios se traía entre manos el pescador con los
forasteros.
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