martes, 10 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 23 
La silueta avanzaba por el callejón, amparada en la noche mientras su alargada sombra se plasmaba en las paredes  y en el suelo empedrado.
Andrés escuchó los pasos antes de que Gonzalo asomase en la plaza del pueblo. Eran las diez, tal y como habían acordado. El capataz esperaba junto a la fuente, nervioso, preguntándose qué habría pensado su amigo para solucionar el asunto de los forasteros.
Desde que horas antes le citara allí para averiguar las razones por las que el restaurante de Celia había perdido clientes de la noche a la mañana, Andrés no había dejado de darle vueltas al asunto; sin embargo, no había ninguna razón para explicar lo ocurrido. Incluso había hablado con algún aldeano de confianza por si sabían de rumores que corriesen sobre Celia. Pero nadie había escuchado nada. Entonces… ¿qué estaba ocurriendo?
Gonzalo llegó junto a su capataz.
-Perdón por el retraso –se disculpó, aunque apenas pasaban diez minutos de la hora acordada-. María no está acostumbrada a que salga a estas horas y me ha costado un mundo tranquilizarla.
-¿Le has contando lo que vamos a hacer? –inquirió su amigo, sin saber todavía de qué se trataba.
-No –negó Gonzalo; y una sombra de culpa cruzó por sus ojos-. Y mira que no me gusta decirle mentiras, pero en esta ocasión era lo mejor. Cuando regrese le diré la verdad, porque si se lo llego a decir ahora, es capaz de acompañarnos.
-Bueno… ¿y me vas a decir de una vez adónde vamos?
Gonzalo volvió la mirada hacia una de las calles adyacentes que conducía a la parte baja del pueblo, donde vivían las gentes más humildes y donde se encontraba alguna de las tabernas más antiguas y poco recomendadas de Santa Marta.
-A la taberna de Benancio “el bigotes” –le dijo al fin.
Andrés se envaró al escuchar aquel nombre.
-¿Te has vuelto loco? –fue lo primero que le dijo-. ¿Sabes la mala fama que tiene ese lugar?
-Por eso precisamente debemos ir allí –expuso el joven que había iniciado el camino en aquella dirección.
El capataz soltó un suspiro de resignación y le siguió.
-No sabes dónde vamos a meternos, Gonzalo –trató de hacerle entrar en razón-. En ese lugar se reúnen los contrabandistas, rateros y matarifes y gente de la peor calaña. Es… es como ir a meterse en la boca del lobo.
Gonzalo se detuvo y le lanzó una mirada seria a su amigo.
-Lo sé. Y sé a lo que nos enfrentamos, créeme. Pero si queremos descubrir de una vez por todas que se traen esos forasteros entre manos, estoy seguro que allí encontraremos la respuesta.
Andrés no pudo sino soltar una carcajada llena de ironía.
-Sí claro. ¿Acaso piensas que te lo van a contar todo, así… por las buenas? –anunció el joven, sorprendido por la inocencia de Gonzalo.
-No. No soy tan iluso –repuso manteniendo el gesto serio-. Pero a ti te conocen. ¿No me dijiste una vez que Benancio le debía una a tu difunto padre? Pues ha llegado el momento de que salde esa deuda.
Gonzalo retomó el paso, adentrándose en una estrecha calle que olía fuertemente a ron y a pescado.
El capataz frunció el ceño, recordando aquel viejo incidente de la “deuda” y siguió sus pasos.
-Es cierto, sí –corroboró él, situándose a su lado-. Pero no creo que vaya a contarnos qué negocios se trae entre manos solo porque me debe una.
-Bueno… por intentarlo no perdemos nada –insistió Gonzalo, que no iba a cambiar de opinión tan fácilmente.
-Está bien –Andrés le asió del brazo para detenerle, a escasos metros de la taberna-. Está bien. Pero deja que hable yo. ¿De acuerdo?
El esposo de María levantó las manos en señal de dejarle el camino libre.
El capataz tomó aire. En su mente tan solo había un pensamiento: aquello no podía salir bien. Miró a su amigo y negó con la cabeza.
-Al menos podrías habérmelo dicho antes de venir, cuales eran tus intenciones –le echó en cara-; lo digo por las pintas que traemos de señoritingos, ideales para pasar desapercibidos en este lugar –ironizó antes de dar media vuelta y cruzar la puerta de la taberna.
Gonzalo alzó la mirada hacia el viejo y descolorido cartel que rezaba: “Taberna El Bigotes”. Luego siguió a Andrés al interior del lugar.
El sitio era pequeño y oscuro. Gonzalo arrugó la nariz nada más entrar; el ambiente cargado y viciado, desprendía un hedor fuerte, mezcla de ron, sudor y suciedad.
Enseguida notaron su presencia tal como había indicado Andrés. Ya fueran sus ropas o porque nunca antes habían estado allí. Para sorpresa de Gonzalo, reconoció entre los presentes a algunos de los clientes del restaurante de Celia, aquellos que hasta hacía dos días acudían a él con asiduidad.
Caminaron despacio hacia la barra, que se hallaba al fondo del local, donde un hombre fornido y grueso secaba unos vasos con un trapo ennegrecido.
Sus pequeños ojos se clavaron en los dos recién llegados, sin ocultar su malestar.
-¿Qué queréis? –inquirió de mal talante, dejando el trapo sobre la barra, en cuanto los dos jóvenes se situaron frente a él.
-¿Esa es la manera de saludar a un viejo amigo, Benancio? –le soltó Andrés, manteniendo la calma.
Gonzalo sintió la mirada de los presentes puestas en ellos. Miradas de curiosidad, rapaces y llenas de desconfianza.
El dueño de la taberna enarcó una de sus pobladas cejas, blanquecinas y entonces le reconoció.
-¿Eres Andrés, el hijo de Felipe? –le preguntó, suavizando sus grotescos rasgos.
El capataz sonrió.
-Veo que al menos me reconoces.
-Eras un crío de medio metro la última vez que te vi –le espetó el tabernero, relajando su cuerpo-. ¿Y qué te… -miró a Gonzalo de reojo y una pizca de desconfianza pasó por su mirada-… qué os trae por mi negocio? –se mesó su poblada barba blanquecina.
Andrés miró a su alrededor con cautela. No quería que nadie les escuchara. Afortunadamente, en la barra solo se encontraban ellos tres y la mesa más cercana estaba a unos tres metros.
-Verás… aquí mi amigo y yo estamos buscando a “alguien” que pueda proporcionarnos cierta… materia –susurró, acercándose a Benancio-. ¿No sé si me entiendes?
-¿Qué clase de materia? –le devolvió la pregunta, varios segundos después, sin llegar a confiar en él.
-Ron –habló Gonzalo por primera vez, sin poder mantenerse callado-. Sabemos que hay unos forasteros traficando con ron por la zona y queremos hablar con ellos.
“El Bigotes” le lanzó una mirada extraña a Gonzalo, mezcla de desconfianza e incredulidad.
-Mira… muchacho –le espetó, tratando de mantener la calma-. No sé si eres un necio o un inepto o… simplemente un estúpido. A otros por mucho menos les he sacado a patadas de mi negocio.
-Disculpa a mi amigo –intervino Andrés, lanzándole una mirada de advertencia a Gonzalo para que le dejase hablar a él-. No quería ofenderte. Ya sabemos que tú no tienes tratos con gente de esa clase.
Benancio se volvió hacia el capataz y sopesó sus palabras, que parecieron calmarle.
-Lo que quería decir es que buscamos a unos forasteros que nos han dicho que venden ron de buena calidad. Y pensábamos que quizá tú supieras de alguien que les conociera.
-Por aquí pasa mucho forastero –dijo con ambigüedad-. Algunos sí que ofrecen mercancía a buen precio, aunque lo que de verdad me importa a mí es la calidad –de repente sacó una botella y dos vasos en los que vertió su contenido-. Antes de ayer recibí este encargo. A mitad de precio del normal. Probadlo.
Andrés y Gonzalo se miraron un instante antes de saborear el trago de ron que les había puesto.
-¿Qué me decís, eh? –les exigió saber el tabernero con una amplia sonrisa llena de orgullo-. Ron de alta calidad. De lo mejorcito.
Andrés asintió, con un nudo en el estómago. Algo en su mente se había despertado con temor.
-¿Y de dónde te lo traen? –inquirió el capataz limpiándose los labios con el dorso de la mano.
Benancio no respondió.
-Te basta con saber lo que te he dicho.
Andrés iba a replicar cuando entraron en el lugar una cuadrilla de cinco hombres que llamaron al tabernero para que les atendiese.
-¡Bigotes, una ronda para estos, de ese ron que te traje el otro día! –le gritó uno de ellos.
Gonzalo se volvió a mirarles con disimulo. Se trataba de un hombre delgado y de complexión escuálida. Cojeaba ligeramente aunque parecía ser el que mandaba del grupo. Vio como los cinco se reunían en una mesa del rincón, lejos de miradas indiscretas.
-¿Quiénes son? –le preguntó al tabernero.
-Ginés –murmuró Benancio, llenando los vasos de ron-. Aunque todos le conocemos como “el ciego”.
El tabernero llevó a la mesa la bandeja con los vasos de ron.
-¿Le has oído? –le preguntó Gonzalo a Andrés.
Andrés asintió levemente. Él también había llegado a la misma conclusión: El tal Ginés era el proveedor de aquel cargamento que Benancio había recibido de ron.
-Tenemos que hablar con él –declaró Gonzalo, levantándose para acudir a la mesa de aquellos hombres.
-¡Un momento! –le detuvo el capataz, a tiempo-. No podemos acercarnos así como así. Esperemos a ver qué hacen.
Momentos después, el Bigotes regresó a la barra.
-¿Queréis algo más? –inquirió sin ocultar que ya estaba harto de tenerles allí.
Andrés le pagó el ron con dos monedas, cuando en el restaurante de Celia tendría que haber desembolsado cuatro.
Las risas secas de la mesa del Ciego llegó hasta ellos y entonces vieron que habían comenzado una partida de dados.
Andrés vio en ello su oportunidad.
-Pon dos vasos más de ron –le pidió al tabernero y miró a Gonzalo haciéndole una seña con la cabeza. Inmediatamente, el joven comprendió.
Tras pagarle los dos vasos, Gonzalo y Andrés se encaminaron hacia el rincón.
-¡Buenas noches, caballeros! –saludó Andrés, plantándose frente a ellos.
Las risas cejaron de repente, y los cinco pares de ojos se clavaron en ellos. Miradas desconfiadas que no presagiaban nada bueno.
-¿Qué queréis? –inquirió Ginés con su voz carcomida-. Nosotros no sabemos nada.
-¿Quién ha dicho que queremos saber algo? –le devolvió la pregunta el capataz, que sabía cómo tratar con gente como “el Ciego”-. Os hemos visto que estabais jugando una partida de dados –se volvió hacia Gonzalo, esperando que le siguiera la corriente-, y aquí mi amigo nunca ha visto ninguna. ¿Os importa…?
El Ciego les observó a ambos con gesto crítico, sopesando si era buena idea dejarles quedar. Sus ropas delataban que se trataba de hombres con cuartos, quizá…
-Solo si vais a jugar –declaró Ginés.
Andrés sonrió.
-Por descontado.
Tomaron asiento junto a los cinco.
-Tan solo que aquí mi amigo no ha traído cuartos para ello… pero yo sí –apuntó el capataz-. No creo que os importe que juegue yo en su lugar.
El Ciego se echó hacia atrás.
-Lo mismo me da –sentenció el hombre-. Aquí lo que cuentan son los cuartos.
Gonzalo prefirió callar. Todavía no veía adónde quería llegar Andrés con todo aquello.
Estaban a punto de comenzar cuando el capataz bebió un trago de ron y exhaló.
-¡Hacía tiempo que no probaba un ron de tan buena calidad! –comentó en voz alta.
El Ciego sonrió débilmente a la vez que movía su cubículo con los dados para comenzar la primera ronda. Gonzalo tan solo esperaba que Andrés supiese jugar porque si no… estaban perdidos.
-De lo mejorcito amigo –dijo el hombre, con cierto orgullo.
-Ojalá pudiésemos conseguir ron así siempre –siguió Andrés-. Pero es tan… caro.
-No te creas –tiró los dados y luego continuó Andrés.
-¿Qué quieres decir? ¿Acaso hay una manera de lograrlo a buen precio?
Ginés se volvió hacia él con gesto serio.
-Demasiado preguntas tú –le soltó de mal talante.
Sus compañeros echaron sus dados. Poco a poco cada uno de ellos fue subiendo la apuesta y retirándose del juego. Gonzalo pretendía estar pendiente de cómo se efectuaba aquel juego, pero prefirió escuchar las palabras del Ciego.
-No me lo tomes a mal –se defendió Andrés-. Tan solo ha sido un comentario. La verdad es que si estuviese a mi alcance un buen cargamento de ron de primera calidad, no dudaría ni un instante en pagar por él.
Ginés se llevó la mano al mentón, pensativo. Miró a sus compañeros que asintieron levemente.
Gonzalo percibió aquellos gestos con el corazón en un puño.
-Hagamos una cosa –dijo el hombre de pronto, mirando fijamente al capataz-. Si ganas esta ronda, en lugar de llevarte nuestro dinero, te diré cómo puedes conseguir lo que quieres.
Andrés parpadeó, incrédulo.
-¿De verdad? –pidió saber, con inocencia-. Me parece un trato justo.
El esposo de María tomó un nuevo trago de su vaso. O aquello terminaba pronto o perdería los nervios.
Durante los siguientes diez minutos, el grupo continuó la partida. Uno a uno, los compañeros del Ciego se fueron retirando mientras Andrés continuaba en ella, elevando la apuesta cada vez más alta.
Gonzalo se preguntaba si su amigo sabría a qué se estaba enfrentando. Tan solo esperaba que no perdiesen unos buenos cuartos para nada.
-La última –declaró Ginés, convirtiendo sus ojos en dos finas líneas, cual ave rapaz a punto de echarse sobre su presa. Andrés le aguantó aquella mirada sin mostrar ni una miaja de temor.
Volvieron a mover el cubilete con los dados y los echaron los dos sobre la mesa, sin mostrarlos.
El primero en dejar al descubierto los dados fue el Ciego: un cinco y un seis.
Su sonrisa se ensanchó de golpe, al igual que la de sus compañeros.
-Aun estás a tiempo de echarte para atrás –le espetó al capataz-. Sería benevolente contigo. La mitad de lo apostado. ¿Qué te parece?
Andrés sintió un frío sudor recorriéndole la sien. Debía sacar dos seises para ganarle la apuesta, algo que resultaba casi imposible. Miró a Gonzalo de soslayo. Su amigo confiaba en él. Y él también lo hacía.
El capataz sonrió, burlonamente.
-Yo nunca me rindo –declaró justo cuando levantó su cubilete.
Los ojos de los presentes se clavaron en el par de seises que mostraban los dados.
Gonzalo sintió como su pulso se aceleraba de golpe a la vez que la sonrisa de Ginés y del resto se borraban de sus rostros.
-La suerte del principiante –recogió su dinero y miró al capataz que recogía sus monedas-. No todo el mundo la tiene.
Andrés se encogió de hombros.
-Yo lo llamo tener a Santa Caridad de mi parte –anunció-. Y bien…  vas a darme esa información tan valiosa.
El Ciego le miró antes de responder.
-A pesar de todo, soy hombre de palabra. Si quieres ese cargamento, busca al “Turco”, podrás encontrarle en la vieja tienda de ultramarinos de la calle baja. Tienes que llamar cinco veces y decirles el santo y seña: “la mercancía antes que la vida”.
Andrés asintió con gesto serio. Se levantó y Gonzalo hizo lo mismo.
Ginés le cogió del brazo.
-Y no le digas que te mando yo –le exigió. Sus ojos se ennegrecieron con una sombra de dureza-. Sino el “Griego”. ¿Estamos?
-Estamos –convino Andrés.
Gonzalo y él abandonaron la taberna y regresaron a la plaza sin decir nada. Sus mentes bullían con la información recibida. ¿Qué iban a hacer con lo que sabían?
Tan solo cuando se sintieron a salvo, se detuvieron.
-Tal como imaginábamos –declaró Andrés, soltando el aire contenido-. Tienen su cuartel en la vieja tienda de ultramarinos. Ahora podemos ir allí y…
-¡No corras tanto! –le cortó Gonzalo, abrumado por la información-. ¿Y si fuera una trampa? No podemos fiarnos así como así de la palabra de ese tipo. Primero hay que cerciorarse de que lo que nos ha contado sea cierto; y si es así, iremos a las autoridades para denunciarles.
Andrés asintió en silencio.
-¿Te has dado cuenta, no? Esos forasteros han introducido ron de buena calidad a mitad de precio, en la isla. Por eso Celia se ha quedado sin su clientela, porque ahora acuden a otros lugares a beber ron. ¡Malnacidos!
Gonzalo asintió con pesar. Aquel negocio ilegal estaba afectando al de su amiga, quien podía perder todo lo que había conseguido con tanto esfuerzo por aquel contrabando  pues ahora la clientela acudía a otras tabernas donde podían consumir el mismo ron a mitad de precio. No podían permitirlo.
-No podemos perder más tiempo –insistió Andrés, cuya sangre hervía de rabia al saber que los quebraderos de cabeza de Celia se debían a aquellos hombres y a sus tejemanejes-. Vayamos ahora mismo a la tienda, vemos lo que hay y si es cierto acudamos a las autoridades a denunciarlos.
Gonzalo estaba de acuerdo en aquel proceder, sin embargo, recordó un pequeño detalle y le detuvo.
-No podemos ir todavía –murmuró él, con calma-. No solo se trata de Celia, sino también de… de Julio. No sabemos si está metido en este negocio –Andrés le observó con incredulidad. ¿Gonzalo teniendo miramientos con aquel pescador cuando había osado hablar mal de María?-. No me mires así. No lo hago por él, sino por su esposa, Teresa. María la aprecia y si algo malo le pasara por nuestra culpa, no me lo perdonaría nunca.
-¿Y qué hay de Celia? –le espetó el joven-. Ella también es vuestra amiga, y cuanto más tiempo pase, peor van a ir las cosas.
 Gonzalo se mordió el labio inferior, envuelto en un mar de dudas. Andrés tenía razón. Tampoco podía traicionar a Celia. Sin embargo…
-Dame un día –le pidió a su amigo-. Tan solo un día, para que averigüemos hasta qué punto está metido Julio en todo este embrollo. Y entonces actuaremos. ¿De acuerdo?
Andrés comenzó a calmarse.
-Un día –repitió el capataz-. Ni uno más.
Gonzalo asintió, agradecido.
Andrés dio media vuelta para seguir su camino cuando Gonzalo le detuvo.
-Una cosa más –le sonrió burlonamente-. ¿Cómo es que estabas tan seguro de tener dos seises?
Los rasgos del capataz  se suavizaron y sonrió con orgullo.
-¿Acaso no recuerdas de quien soy nieto? –le espetó-. Mi abuelo me enseñó desde chiquito a jugar a los dados. No se trata de suerte, sino de técnica y entrenamiento. Ese Ginés será muy bueno, pero no tiene lo que hay que tener para ganar –se llevó un dedo a la sien-: cabeza.
Gonzalo se despidió de su capataz con una sonrisa llena de orgullo, y regresó a su casa, donde María le estaría esperando. Tendría que hablar con ella de lo ocurrido y contarle donde había estado en verdad. Sabía que no le iba a hacer ni pizca de gracia, pero al menos ahora estaban sobre una pista.
Lo peor era que tendría que ser la propia María quien averiguase la verdad sobre Julio. Tan solo ella podía acercarse a Teresa y descubrir que negocios se traía entre manos el pescador con los forasteros.

Gonzalo rezó en ese momento para que no tuviese que ver con el contrabando de ron, porque si así fuera… María tendría que elegir, si salvar a Celia o a Teresa.


CONTINUARÁ...

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