CAPÍTULO 21
Los rayos dorados del sol se filtraban a
través de las cortinas del cuarto iluminando la estancia a primera hora de la
mañana, creando una luz mágica a su alrededor.
María dormía plácidamente cuando el canto de
un pájaro situado en uno de los árboles del jardín, la despertó. Pese a ello,
seguía en un estado de duermevela que la arrastraba de nuevo al sueño. Sentía
su cuerpo relajado, cubierto por la fina sábana de lino hasta la cintura. Se
llevó la mano al estómago y sintió la suavidad de su camisón pegado a su piel.
Por aquellas latitudes, el calor era
compañero de diario y rara vez el frío le ganaba la partida.
Haciendo un gran esfuerzo, María abrió los
ojos y parpadeó varias veces tratando de adecuarse a la luz. El fino tul del
dosel dejaba ver al otro lado de la cama el resto de la alcoba como si
estuviese envuelta en una especie de neblina.
En un principio, cuando llegó a Santa Marta,
le resultó extraño tener que dormir rodeada por aquellas finas cortinas, pero
con el paso del tiempo lo había agradecido, ya fuese porque evitaba la picazón
de los insectos o porque convertía el lecho en un lugar íntimo y cálido,
aislado del resto de la alcoba.
Se volvió para despertar a Gonzalo cuando
encontró su lado de la cama vacío; pasó la mano y percibió cierta tibieza en
las sábanas. No haría mucho que se habría levantado, pensó la joven. Se
incorporó, algo más despejada, y en ese instante escuchó la puerta del cuarto
abriéndose.
Gonzalo entró en la alcoba portando una
bandeja con el desayuno, que dejó sobre una de las mesas, cerca de la pequeña
antesala que había en la alcoba. Se despojó de la bata, quedándose tan solo con
el pantalón del pijama, cogió algo de la bandeja y se acercó de nuevo a la
cama.
-¿Ya me echabas de menos? –se arrodilló
sobre la cama, tras apartar un poco la fina cortinilla y ver que ya estaba
despierta.
María le sonrió, antes de recibirle con un
dulce beso en los labios.
-Buenos días –le saludó después, mientras le
acariciaba el rostro-. ¿Dónde estabas?
Gonzalo se sentó a su lado, manteniendo oculta
la mano derecha. Su esposa suspiró, ajena a lo que le llevaba.
-En la cocina. Preparándote el desayuno
–enarcó una ceja-. Aunque antes me he encargado de despertar a Esperanza y a
Martín para que no tengas que preocuparte por ellos.
-Sí ya sabes que no es molestia –María le
cogió la mano libre y entrelazó sus dedos con los suyos-. Son mis hijos y me
encargo de ellos con gusto. Me gusta estar al pendiente de sus cosas.
-Lo sé, lo sé –afirmó él, orgulloso de lo
buena madre que era María-. Pero por un día que delegues en otros no va a pasar
nada.
Acercó sus labios a los de ella y la besó.
-¿Y no te han preguntado por mí? –se extrañó
ella.
-Claro –asintió Gonzalo, jugando con sus
dedos-. Y querían venir a despertarte, pero les he dicho que andabas algo “enferma”
y que era mejor que te dejasen descansar; que luego ya bajarías a verles.
-Gonzalo Valbuena –le riñó su esposa,
mostrándose indignada-. Mintiéndoles a tus hijos. Tamaño ejemplo les estás
dando –le miró unos instantes, pensativa-. ¿Y con quién les has dejado? Mira
que conociéndoles son capaces de saltarse tus órdenes y venir.
-Los he dejado con Adelita, la hija del
herrero –le explicó él-. La he mandado llamar para que se ocupe de ellos
mientras nosotros desayunamos tranquilamente.
-¿Adelita? –se envaró María, soltando su
mano; un escalofrío recorrió su espalda al escuchar aquel nombre-. La de la
medalla aquella.
Gonzalo soltó una carcajada, recordando el
incidente de la medallita, acaecido tiempo atrás.
-No me digas que aún sigues celosa de ella
–le picó Gonzalo.
-No –se apresuró a negarlo ella, sin
mirarle-. Además, sabes que no eran celos; tan solo es que… solo de mentarla me
acuerdo del mal momento que pasé.
Gonzalo acercó sus labios al cuello de su
esposa y lo besó con suavidad, queriendo borrar de su mente aquel mal recuerdo.
-¿Y por qué no los has dejado con Margarita?
–insistió ella, sin dejarse vencer por sus dulces caricias.
-Pues porque Margarita ya tiene bastante
trabajo con preparar la comida y limpiar la casa –le explicó su esposo con
calma.
María tuvo que aceptar que Gonzalo tenía
razón. Sin embargo…
-Pero…
Su esposo no le dejó continuar, cogió su
rostro con la mano y la calló con un beso, suave e intenso, que le hizo olvidar
a la hija del herrero de un plumazo.
María quiso rodearle con sus brazos y
perpetuar el beso; pero entonces se topó con aquello que Gonzalo llevaba rato
ocultándole y que tan solo ahora se daba cuenta.
-Gonzalo, ¿qué escondes ahí? –preguntó ella,
intrigada.
Su esposo sonrió con picardía, antes de
enseñárselo. Se trataba de una flor blanca, que ella reconoció al instante.
-¡Azucenas! –murmuró María, perpleja-. Pero,
¿cómo…?
Se la llevó a la nariz para aspirar su
sedoso aroma. Hacía tanto tiempo que no tenía una de aquellas flores entre sus
manos que le costó reconocer su fragancia. Se trataban de sus flores favoritas.
Sin embargo en Cuba no habían ejemplares.
-Le pedí a uno de los proveedores de la
hacienda, que me comentó que iba a viajar a España, que me consiguiese semillas
para plantarlas. Y aquí tienes la primera de ellas –sus ojos pardos brillaron
de dicha por haber logrado traerle a su esposa aquella flor. Una simple flor
que sabía le haría ilusión a la joven. Y no se engañó, pues sus ojos se
humedecieron, emanando la emoción que sentía.
-Gracias –le besó, embargada por la
emoción-. Gracias, mi amor.
Gonzalo la estrechó entre sus brazos,
aspirando el suave aroma de sus cabellos, embriagándose de ella.
-No tienes por qué dármelas, mi vida –le
pidió él, acariciándole el mentón mientras sus ojos se perdían en los de María-.
Sabes que por ti haría cualquier cosa.
Su esposa asintió antes de volver a besarle.
No habían suficientes caricias para demostrarle cuánto le quería, ni palabras
que expresasen lo que Gonzalo era para ella.
Sin dejar de besarse, se recostaron sobre la
cama, disfrutando de aquel momento. Los labios de Gonzalo se detuvieron en el
cuello de María, dibujando caricias que encendían su piel, volviéndola deseo.
Un deseo que recorría todo su cuerpo, anhelando una entrega completa.
-Gonzalo… –balbuceó, con los ojos cerrados,
incapaz de detener sus caricias-… ¿y… el desayuno?
El joven volvió a besarla en los labios, un
simple roce que despertaba las ansias de más besos.
-¿Qué desayuno? –le devolvió él la pregunta,
emborrachado por la pasión.
María sonrió. El desayuno tendría que
esperar, pensó de repente. Le acarició con la punta de los dedos la mejilla
antes de volver a entregarse a otro beso, sintiendo las manos de Gonzalo
recorriendo su espalda a través de la tela de su camisón. Unas manos cálidas
que le regalaban hermosas caricias.
Pero la burbuja en la que estaban los dos,
aislados, envueltos por el deseo, se rompió en cuanto la puerta del cuarto se
abrió de golpe.
Gonzalo se volvió justo a tiempo de ver a
dos personitas correr hacia ellos.
El corazón de María se detuvo, del susto.
Cuando quisieron darse cuenta, Esperanza se
había encaramado a la cama y les observaba con sus grandes e inocentes ojos
pardos.
-Buenos días, madre –la saludó la niña sin
saber que acababa de interrumpir a sus padres.
En ese momento llegó Martín, que por su
corta edad, todavía no podía subirse él solo y se quedó mirando a su padre,
suplicante.
Gonzalo le cogió para subirlo a la cama.
-¿Se puede saber qué hacéis aquí? –le
preguntó su progenitor, tratando de mostrarse serio-. No os dije que vuestra
madre necesitaba reposar.
Las mejillas de María ardieron, avergonzada.
A punto estuvo de taparse con la sábana. No podía creer que estuviesen
mintiéndoles así a sus hijos.
Esperanza bajó la cabeza, apesadumbrada. No
le gustaba desobedecer las órdenes de su padre.
-Lo siento, padre –se disculpó la niña-.
Pero… estaba preocupada por madre. Dijo que estaba malita y… solo quería
encontrar el remedio que la curara. No he dejado de pensar en qué planta podía
servirle, pero es que… como tampoco me dijo qué tenía… pues recordé lo que
siempre me dice la tita Celia: que el mejor remedio que lo cura todo es un beso
–se volvió a mirar a su hermano, quien no comprendía nada de lo que estaba
pasando-. Así que hemos venido a darle un beso a madre para que se cure.
María miró a Gonzalo de reojo. Por mucho que
quisieran enfadarse con ellos por haber desobedecido sus órdenes, no podían
hacerlo. La inocencia de los dos niños se lo impedía.
María alargó los brazos para que su hija se
acercara y le diese un beso en la mejilla.
Esperanza sonrió, de oreja a oreja, al ver
que su madre aceptaba la “medicina”. Acto seguido, fue el pequeño Martín quien
también quiso darle su parte y Gonzalo se lo pasó para que cumpliera con su
cometido.
-Bueno, pues ahora que ya le habéis dado el
remedio seguro que se curará enseguida –convino su padre-. ¿Dónde habéis dejado
a Adelita?
-En la cocina –confesó Esperanza, bajando la
mirada, culpable-. Nos hemos escapado para venir a darle a madre su medicina.
María contuvo una sonrisa.
-Muchas gracias mi bien –le dijo a su hija,
que le sonrió orgullosa por haber conseguido su cometido-. Seguro que en nada
ya me encuentro mucho mejor.
-Y ahora volved con Adelita –les dijo
Gonzalo cogiendo de nuevo a Martín para dejarle en el suelo.
Esperanza le miró, sin saber cómo continuar.
-¿Qué sucede? –le preguntó su padre,
desconcertado.
-Le falta su beso para que termine de
curarse pronto –declaró la niña, con inocencia-. La tita Celia dice que cuantos
más besos demos, más efecto harán. A Ramita le damos besos todos los días y por
eso se está curando.
-Ya verá la “tita Celia” cuando me la
encuentre –murmuró Gonzalo, aguantando la risa.
María le pidió calma a su esposo,
acariciándole el brazo.
-Está bien –convino él.
Se acercó a ella y le dio un beso en la
mejilla.
-Ya está –dijo Gonzalo, esperando que fuese
suficiente.
Pero Esperanza frunció el ceño.
-¿Y ahora que sucede? –volvió a preguntarle su
padre.
-¿Por qué no le da un beso en los labios,
como en los cuentos? Así despertaron Blancanieves y la Bella Durmiente; cuando
el príncipe las besó.
-Sí pero… madre está despierta –le hizo ver
Gonzalo ante la atenta mirada de su hija.
Esperanza lo pensó unos segundos. Su padre
tenía razón, sin embargo…
-Pero madre está malita; y ellas también lo
estaban. A Blancanieves le dolía la tripa por comerse la manzana y la Bella
Durmiente se pinchó el dedo y por eso enfermó.
Su mirada, llena de inocencia, se clavó en
su padre, esperando una respuesta. Gonzalo viéndose acorralado por el
razonamiento de su hija, no tuvo más remedio que acceder.
María sonrió antes de que la besase en los
labios; un beso lleno de amor.
-¿A que ya se encuentra mejor, madre?
–preguntó la niña ilusionada.
-Claro que sí, mi bien –convino María
alargando su mano para acariciarle su dulce carita.
Esperanza se volvió hacia su hermano dando
un salto de felicidad.
-Ves Martín, te lo dije, madre solo
necesitaba un beso para curarse.
Cogió a su hermano de la manita y salieron
corriendo del cuarto.
Gonzalo y María se miraron, incrédulos. Sus
hijos crecían demasiado rápido, y comprendían las cosas sin necesidad de
explicárselas. Para ellos, ver a sus padres dándose un beso era algo tan normal
porque un simple cuento de hadas les había enseñado la importancia de querer a
alguien y demostrarlo con un beso era la manera idónea para ello.
-¿Desayunamos? –le pidió María de pronto,
sintiendo el estómago rugir.
Gonzalo asintió, en silencio.
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