CAPÍTULO 26
Cuando Teresa llegó a la trastienda, se
encontró con que María aún no había llegado. La joven miró a ambos lados, por
inercia, aunque su mirada inquieta, pudo comprobar enseguida que tan solo Celia
estaba allí, atareada con la elaboración de una salsa que ella misma había
inventado y que hacía las delicias de sus clientes.
La dueña del restaurante se volvió.
-¡Ah! Eres tú –le dijo, secándose las manos
con un trapo que llevaba atado a la cintura-. Creía que sería María. Aunque
creo que… que hoy no vendrá.
Teresa avanzó hasta la mesa donde dejó su
pequeño y raído bolso de tela.
-¿No… no va a venir? –preguntó, con un deje
de preocupación en la voz, puesto que se había decidido a hablar con ella sobre
el contrato que Julio acababa de firmar.
-Pues, no creo, la verdad –certificó Celia-.
Anoche el niño se puso enfermo y ha estado toda la noche velándolo.
-¿Pero… algo grave? –se asustó la esposa de
Julio-. ¿Se encuentra mejor?
-Sí, sí –suspiró la joven, quien apenas
había logrado pegar ojo aquella noche preocupada por su ahijado-.
Afortunadamente ya no tiene fiebre –recordó los consejos de Andrés para
bajársela y sintió un leve pinchazo de orgullo en el pecho-. Pero supongo que
no querrá separarse de Martín hasta que esté totalmente recuperado. Esta mañana
ni siquiera ha ido a la escuela para dar las clases, así que me temo que hoy
tampoco vendrá –se quedó un instante pensativa-. Lo que me extraña es que no
haya mandado a ningún mozo para avisar.
-Quizá lo haga luego –opinó Teresa,
sentándose-. Todavía queda un poco para la hora.
Celia miró el reloj que tenía sobre la
repisa de una estantería y se dio cuenta de que la joven tenía razón.
-Has venido más temprano de lo habitual –se
dio cuenta entonces.
Teresa la miró un instante en silencio. Su
intención inicial era hablar con María y pedirle a ella consejo, pero Celia
también podría serle de gran utilidad, porque hasta donde ella sabía, la dueña
del restaurante sabía de letras.
-Verás… quería hablar con María de un
asunto… -comenzó a decir entre titubeos.
Celia, quien ya la iba conociendo, sabía que
algo le preocupaba en gordo pues se le formaba una arruga sobre la nariz que la
delataba.
-¿Qué sucede? –le preguntó a bocajarro
tomando asiento junto a la joven-. ¿Se trata de Julio? ¿Ha descubierto lo que
hacemos?
-No, no –la sacó de su error Teresa. Suspiró
y sacó de su bolsillo el papel que había cogido de la mesilla de su esposo-. ¿Sabes
que Julio ha comprado un barco nuevo? –le preguntó-. Pues este es el contrato
que ha firmado.
Le tendió el papel para que lo leyese. Celia
lo desdobló, y sus ojos comenzaron a recorrer las líneas que habían escritas.
-Supongo que vosotras entenderéis mejor que
yo esos términos tan raros –declaró la esposa del pescador-. Ojalá supiera
comprender mejor lo que dice –se quejó con amargura.
-Aquí dice que Julio ha adquirido un barco
por la cantidad estipulada, y habla de las condiciones para la compra venta
–Celia levantó la mirada-. ¿Qué es lo que quieres saber en realidad, Teresa?
La joven se mordió el interior del labio.
Iba a decírselo cuando María entró en la
trastienda.
-Buenas tardes –las saludó a ambas cuando se
volvieron.
Celia dejó el papel sobre la mesa y miró a
su amiga, sorprendida de verla allí.
-¿Qué haces aquí? –le soltó, levantándose de
un brinco-. Creía que te quedarías en casa al cuidado de Martín.
-Esa era mi intención –confesó María,
sentándose frente a Teresa. Celia volvió a tomar asiento-. Pero… necesitaba
hablar con Teresa, y como Martín ya se encuentra mejor, lo he dejado con
Gonzalo.
-¿Querías hablar conmigo? –se extrañó su
amiga-. ¿Sobre qué?
-No te asustes –alargó la mano para tomar
las suyas y tranquilizarla-. Aunque el asunto tiene miga –miró a ambas antes de
continuar, pues sabía que sus palabras podrían causarles conmoción, sobre todo
a Teresa-. Verás… se trata de… Julio.
-¿Le ha pasado algo? –le cortó la joven, con
los nervios a flor de piel.
-No, no –la tranquilizó María-. No es eso…
sino de… de esos amigos con los que le hemos visto las últimas semanas.
-Los forasteros –soltó Celia, casi
escupiendo las palabras-. ¡Qué mala espina me dan! –la mirada de María se
volvió hacia ella un segundo-. ¿Qué han hecho? Nada bueno… como si lo viese.
Teresa asistía a la conversación con el
corazón encogido. Después de ver el contrato que Julio había firmado, tan solo
le faltaba las palabras de María para saber que sus malos presagios no iban mal
encaminados.
-Gonzalo y Andrés han estado
investigándoles, porque al igual que Celia, por lo que veo, no confiaban en las
intenciones de esos hombres –expuso María-. Y… antes de acudir a los civiles,
Gonzalo me ha pedido que te preguntase qué relación tiene Julio con ellos.
-¡Civiles! –la esposa del pescador se echó
hacia atrás, asustada. ¿Qué tan grave era la cosa para meter a los civiles?
-Tranquilízate, Teresa –le pidió Celia,
alargando su mano. Y se volvió hacia María con gesto severo-. ¿Qué es lo que
han averiguado?
María sintió una presión en el pecho. Sabía
que lo que iba a contarles resultaría duro para Teresa, sin embargo estaba en
su derecho a conocer la verdad.
-Al parecer esos hombres son contrabandistas
de ron –los ojos de su amiga se agrandaron, sorprendidos-. No lo saben con
certeza, pero les han dicho que pueden encontrarles en la vieja tienda de
ultramarinos; y Gonzalo y Andrés piensan que allí deben de tener la mercancía.
-¡Claro! –soltó Celia recordando la noche de
la verbena-. ¡La tienda! Andrés y yo les vimos entrar allí a altas horas de la
madrugada. Tendría sentido que se escondiesen en aquel lugar abandonado. Nadie
se daría cuenta.
María asintió ante su razonamiento.
-¡Y pensar que he estado sirviéndoles todo
este tiempo, a esos…! –Celia apretó los dientes-. Y se lo dije a Gonzalo, que
no me daban buena espina…
-Ni a él cuando fueron a pedirle trabajo
cuando llegaron a Santa Marta –apuntó María con calma.
-Pues hay que denunciarles a las autoridades
inmediatamente, para que se hagan cargo de lo que ocurre –declaró Celia con
vehemencia.
Su amiga le lanzó una mirada de advertencia.
Había que pensar en Teresa primero.
-Teresa, tenemos que saber qué se trae entre
manos Julio con ellos –le explicó María, con calma, viendo la conmoción en los
ojos de su amiga.
-Julio no se mezclaría jamás con alguien de
esa índole –le defendió ella con determinación-. Mi esposo será un hombre rudo
y de carácter fuerte pero no es ningún contrabandista. De eso estoy segura.
María creyó en sus palabras. Teresa era
quién mejor le conocía y en su mirada pudo ver que le decía la verdad. Ella
misma creía en la inocencia de su esposo.
-Entonces… ¿Qué relación tiene con ellos?
–le pidió saber.
La joven le tendió el papel del contrato que
se había quedado sobre la mesa.
-Ha hecho negocios con ellos… pero para
comprar un barco nuevo.
María leyó el papel con gesto serio. Tras
unos instantes de silencio, levantó la mirada hacia su amiga.
-¿Tu esposo sabe lo que ha convenido en este
contrato? –le preguntó, preocupada.
-Según él me ha dicho, es una buena compra.
Un barco nuevo por un precio económico.
-¿Económico? –repitió María, volviendo a
leer la parte de abajo del contrato-. Teresa, ha puesto vuestra casa como aval
hipotecario para pagar el barco en un mes.
-¿QUÉ? –murmuró la joven, sintiendo un leve
mareo.
-¿Estás segura, María? –insistió Celia,
preocupada por lo que acababa de decir.
-No entiendo mucho de contratos –confesó la
esposa de Gonzalo-; pero ahí lo dice claramente: Julio debe pagar la cantidad
estipulada en un mes si no quiere que se queden con su casa… y con el barco,
claro está.
-¡Julio jamás hipotecaría nuestra casa!
¡JAMÁS! –las manos de Teresa comenzaron a temblar; mezcla de rabia y preocupación.
Celia se apresuró a tranquilizar a la joven,
tendiéndole un vaso con agua.
-Esto hay que aclararlo –dijo de pronto
María, comprendiendo que el pescador había sido estafado por aquellos hombres.
Lo que no comprendía era cómo había caído en la trampa.
Miró
de nuevo la hoja y sus ojos se detuvieron en un pequeño detalle que se le había
pasado por alto: la firma de Julio era una simple X. Entonces supo lo que
sucedía.
-Julio no sabe leer ni escribir, ¿no es
cierto? –le preguntó a Teresa, conociendo la verdad.
La joven levantó la mirada, desconcertada
por la noticia de la hipoteca… y asintió.
-¡Dios santo! –se quejó María, comprendiendo
lo sucedido.
El joven se había fiado de unos forasteros,
había puesto su futuro en sus manos y ahora… podía perderlo todo: su casa, su
barco…
-Hay que hablar con él –María se levantó,
con la determinación de ir a buscar a Julio.
-¿Qué? –reaccionó su esposa-. ¿Y qué le
vamos a decir?
-La verdad, Teresa –María le tendió el papel
para que fuese ella misma quien lo guardase-. Hay que explicarle lo que ha
hecho. Y saber si está al tanto o no de lo que ha firmado en ese contrato.
-Pero… -su amiga se levantó y parpadeó
varias veces asimilando lo que pretendía hacer la joven-, pero si nos ve a las
dos… sabrá… -sus ojos pasaron de Celia a
María, temerosos-, no quiero ponerte en un aprieto, María. Bastante has hecho
ya por mí.
-No te preocupes por mí –rebatió la esposa
de Gonzalo-. No le tengo miedo a tu esposo, y esto es mucho más importante que
sus salidas de tono. Si sabe lo que le conviene, nos escuchará. ¿Sabes dónde
podemos encontrarle?
-Dijo que estaría en el nuevo barco,
arreglando unas redes y que luego pasaría por aquí.
-Pues vayamos a buscarle. Cuanto antes
solucionemos esto, mejor –María sabía a lo que iba a enfrentarse, sin embargo,
sus ansias por querer ayudar a Teresa, le impulsaban a seguir adelante, con
coraje.
A Celia le hubiese gustado acompañarlas pero
tenía que quedarse al frente del restaurante, así que no tuvo más opción que
desearles suerte y se quedó en la puerta de su negocio, viendo a sus dos amigas
partir hacia la playa.
Tan solo esperaba que no tuvieran problemas
y que lo que había hecho Julio tuviese solución… por el bien de todos.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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