viernes, 13 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 26 
Cuando Teresa llegó a la trastienda, se encontró con que María aún no había llegado. La joven miró a ambos lados, por inercia, aunque su mirada inquieta, pudo comprobar enseguida que tan solo Celia estaba allí, atareada con la elaboración de una salsa que ella misma había inventado y que hacía las delicias de sus clientes.
La dueña del restaurante se volvió.
-¡Ah! Eres tú –le dijo, secándose las manos con un trapo que llevaba atado a la cintura-. Creía que sería María. Aunque creo que… que hoy no vendrá.
Teresa avanzó hasta la mesa donde dejó su pequeño y raído bolso de tela.
-¿No… no va a venir? –preguntó, con un deje de preocupación en la voz, puesto que se había decidido a hablar con ella sobre el contrato que Julio acababa de firmar.
-Pues, no creo, la verdad –certificó Celia-. Anoche el niño se puso enfermo y ha estado toda la noche velándolo.
-¿Pero… algo grave? –se asustó la esposa de Julio-. ¿Se encuentra mejor?
-Sí, sí –suspiró la joven, quien apenas había logrado pegar ojo aquella noche preocupada por su ahijado-. Afortunadamente ya no tiene fiebre –recordó los consejos de Andrés para bajársela y sintió un leve pinchazo de orgullo en el pecho-. Pero supongo que no querrá separarse de Martín hasta que esté totalmente recuperado. Esta mañana ni siquiera ha ido a la escuela para dar las clases, así que me temo que hoy tampoco vendrá –se quedó un instante pensativa-. Lo que me extraña es que no haya mandado a ningún mozo para avisar.
-Quizá lo haga luego –opinó Teresa, sentándose-. Todavía queda un poco para la hora.
Celia miró el reloj que tenía sobre la repisa de una estantería y se dio cuenta de que la joven tenía razón.
-Has venido más temprano de lo habitual –se dio cuenta entonces.
Teresa la miró un instante en silencio. Su intención inicial era hablar con María y pedirle a ella consejo, pero Celia también podría serle de gran utilidad, porque hasta donde ella sabía, la dueña del restaurante sabía de letras.
-Verás… quería hablar con María de un asunto… -comenzó a decir entre titubeos.
Celia, quien ya la iba conociendo, sabía que algo le preocupaba en gordo pues se le formaba una arruga sobre la nariz que la delataba.
-¿Qué sucede? –le preguntó a bocajarro tomando asiento junto a la joven-. ¿Se trata de Julio? ¿Ha descubierto lo que hacemos?
-No, no –la sacó de su error Teresa. Suspiró y sacó de su bolsillo el papel que había cogido de la mesilla de su esposo-. ¿Sabes que Julio ha comprado un barco nuevo? –le preguntó-. Pues este es el contrato que ha firmado.
Le tendió el papel para que lo leyese. Celia lo desdobló, y sus ojos comenzaron a recorrer las líneas que habían escritas.
-Supongo que vosotras entenderéis mejor que yo esos términos tan raros –declaró la esposa del pescador-. Ojalá supiera comprender mejor lo que dice –se quejó con amargura.
-Aquí dice que Julio ha adquirido un barco por la cantidad estipulada, y habla de las condiciones para la compra venta –Celia levantó la mirada-. ¿Qué es lo que quieres saber en realidad, Teresa?
La joven se mordió el interior del labio.
Iba a decírselo cuando María entró en la trastienda.
-Buenas tardes –las saludó a ambas cuando se volvieron.
Celia dejó el papel sobre la mesa y miró a su amiga, sorprendida de verla allí.
-¿Qué haces aquí? –le soltó, levantándose de un brinco-. Creía que te quedarías en casa al cuidado de Martín.
-Esa era mi intención –confesó María, sentándose frente a Teresa. Celia volvió a tomar asiento-. Pero… necesitaba hablar con Teresa, y como Martín ya se encuentra mejor, lo he dejado con Gonzalo.
-¿Querías hablar conmigo? –se extrañó su amiga-. ¿Sobre qué?
-No te asustes –alargó la mano para tomar las suyas y tranquilizarla-. Aunque el asunto tiene miga –miró a ambas antes de continuar, pues sabía que sus palabras podrían causarles conmoción, sobre todo a Teresa-. Verás… se trata de… Julio.
-¿Le ha pasado algo? –le cortó la joven, con los nervios a flor de piel.
-No, no –la tranquilizó María-. No es eso… sino de… de esos amigos con los que le hemos visto las últimas semanas.
-Los forasteros –soltó Celia, casi escupiendo las palabras-. ¡Qué mala espina me dan! –la mirada de María se volvió hacia ella un segundo-. ¿Qué han hecho? Nada bueno… como si lo viese.
Teresa asistía a la conversación con el corazón encogido. Después de ver el contrato que Julio había firmado, tan solo le faltaba las palabras de María para saber que sus malos presagios no iban mal encaminados.
-Gonzalo y Andrés han estado investigándoles, porque al igual que Celia, por lo que veo, no confiaban en las intenciones de esos hombres –expuso María-. Y… antes de acudir a los civiles, Gonzalo me ha pedido que te preguntase qué relación tiene Julio con ellos.
-¡Civiles! –la esposa del pescador se echó hacia atrás, asustada. ¿Qué tan grave era la cosa para meter a los civiles?
-Tranquilízate, Teresa –le pidió Celia, alargando su mano. Y se volvió hacia María con gesto severo-. ¿Qué es lo que han averiguado?
María sintió una presión en el pecho. Sabía que lo que iba a contarles resultaría duro para Teresa, sin embargo estaba en su derecho a conocer la verdad.
-Al parecer esos hombres son contrabandistas de ron –los ojos de su amiga se agrandaron, sorprendidos-. No lo saben con certeza, pero les han dicho que pueden encontrarles en la vieja tienda de ultramarinos; y Gonzalo y Andrés piensan que allí deben de tener la mercancía.
-¡Claro! –soltó Celia recordando la noche de la verbena-. ¡La tienda! Andrés y yo les vimos entrar allí a altas horas de la madrugada. Tendría sentido que se escondiesen en aquel lugar abandonado. Nadie se daría cuenta.
María asintió ante su razonamiento.
-¡Y pensar que he estado sirviéndoles todo este tiempo, a esos…! –Celia apretó los dientes-. Y se lo dije a Gonzalo, que no me daban buena espina…
-Ni a él cuando fueron a pedirle trabajo cuando llegaron a Santa Marta –apuntó María con calma.
-Pues hay que denunciarles a las autoridades inmediatamente, para que se hagan cargo de lo que ocurre –declaró Celia con vehemencia.
Su amiga le lanzó una mirada de advertencia. Había que pensar en Teresa primero.
-Teresa, tenemos que saber qué se trae entre manos Julio con ellos –le explicó María, con calma, viendo la conmoción en los ojos de su amiga.
-Julio no se mezclaría jamás con alguien de esa índole –le defendió ella con determinación-. Mi esposo será un hombre rudo y de carácter fuerte pero no es ningún contrabandista. De eso estoy segura.
María creyó en sus palabras. Teresa era quién mejor le conocía y en su mirada pudo ver que le decía la verdad. Ella misma creía en la inocencia de su esposo.
-Entonces… ¿Qué relación tiene con ellos? –le pidió saber.
La joven le tendió el papel del contrato que se había quedado sobre la mesa.
-Ha hecho negocios con ellos… pero para comprar un barco nuevo.
María leyó el papel con gesto serio. Tras unos instantes de silencio, levantó la mirada hacia su amiga.
-¿Tu esposo sabe lo que ha convenido en este contrato? –le preguntó, preocupada.
-Según él me ha dicho, es una buena compra. Un barco nuevo por un precio económico.
-¿Económico? –repitió María, volviendo a leer la parte de abajo del contrato-. Teresa, ha puesto vuestra casa como aval hipotecario para pagar el barco en un mes.
-¿QUÉ? –murmuró la joven, sintiendo un leve mareo.
-¿Estás segura, María? –insistió Celia, preocupada por lo que acababa de decir.
-No entiendo mucho de contratos –confesó la esposa de Gonzalo-; pero ahí lo dice claramente: Julio debe pagar la cantidad estipulada en un mes si no quiere que se queden con su casa… y con el barco, claro está.
-¡Julio jamás hipotecaría nuestra casa! ¡JAMÁS! –las manos de Teresa comenzaron a temblar; mezcla de rabia y preocupación.
Celia se apresuró a tranquilizar a la joven, tendiéndole un vaso con agua.
-Esto hay que aclararlo –dijo de pronto María, comprendiendo que el pescador había sido estafado por aquellos hombres. Lo que no comprendía era cómo había caído en la trampa.
 Miró de nuevo la hoja y sus ojos se detuvieron en un pequeño detalle que se le había pasado por alto: la firma de Julio era una simple X. Entonces supo lo que sucedía.
-Julio no sabe leer ni escribir, ¿no es cierto? –le preguntó a Teresa, conociendo la verdad.
La joven levantó la mirada, desconcertada por la noticia de la hipoteca… y asintió.
-¡Dios santo! –se quejó María, comprendiendo lo sucedido.
El joven se había fiado de unos forasteros, había puesto su futuro en sus manos y ahora… podía perderlo todo: su casa, su barco…
-Hay que hablar con él –María se levantó, con la determinación de ir a buscar a Julio.
-¿Qué? –reaccionó su esposa-. ¿Y qué le vamos a decir?
-La verdad, Teresa –María le tendió el papel para que fuese ella misma quien lo guardase-. Hay que explicarle lo que ha hecho. Y saber si está al tanto o no de lo que ha firmado en ese contrato.
-Pero… -su amiga se levantó y parpadeó varias veces asimilando lo que pretendía hacer la joven-, pero si nos ve a las dos… sabrá…  -sus ojos pasaron de Celia a María, temerosos-, no quiero ponerte en un aprieto, María. Bastante has hecho ya por mí.
-No te preocupes por mí –rebatió la esposa de Gonzalo-. No le tengo miedo a tu esposo, y esto es mucho más importante que sus salidas de tono. Si sabe lo que le conviene, nos escuchará. ¿Sabes dónde podemos encontrarle?
-Dijo que estaría en el nuevo barco, arreglando unas redes y que luego pasaría por aquí.
-Pues vayamos a buscarle. Cuanto antes solucionemos esto, mejor –María sabía a lo que iba a enfrentarse, sin embargo, sus ansias por querer ayudar a Teresa, le impulsaban a seguir adelante, con coraje.
A Celia le hubiese gustado acompañarlas pero tenía que quedarse al frente del restaurante, así que no tuvo más opción que desearles suerte y se quedó en la puerta de su negocio, viendo a sus dos amigas partir hacia la playa.
Tan solo esperaba que no tuvieran problemas y que lo que había hecho Julio tuviese solución… por el bien de todos.

CONTINUARÁ...







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