CAPÍTULO 62
Al volver al Jaral, María se quedó en el
salón, pensativa.
Esperanza quería bajar de los brazos de su
madre y corretear por toda la sala, así que la joven no tuvo más remedio que
dejarla ir.
Mientras observaba los pasos de su hija, su
mente no dejaba de darle vueltas a lo sucedido en las últimas horas. La
historia de Bosco la tenía desconcertada. Tanto que ni siquiera se había
atrevido aún a hacerse esa pregunta en voz alta; y que llevaba rondando por su
mente desde el mismo momento en que el protegido de doña Francisca nombró los
tres lunares: ¿Podía ser Bosco hijo de Pepa y Tristán?
Una simple pregunta que hacía temblar todos
los cimientos de la familia Castro. ¿Cabía esa posibilidad? El solo hecho de
pensar que fuesen ciertas sus sospechas, le producía escalofríos y otras
preguntas se agolpaban en su mente. Preguntas que no tenían respuesta.
-María, hija, no te he oído llegar –la
saludó la abuela Rosario, bajando del piso superior.
-Abuela –el rostro de la joven se iluminó al
ver a Rosario-. ¿Qué hace usted por aquí? –se levantó del sofá, asustada-. ¿Le
ha pasado algo a mi tía Mariana?
-No, no –se apresuró a tranquilizarla su
abuela. La joven suspiró aliviada-. Tan solo he venido un momento a recoger
unas mudas mientras Nicolás se quedaba con ella –hizo una pausa-. Tu tía sigue
igual. Estamos esperando que de un momento a otro se ponga de parto. No sabes
la pobre las ganas que tiene ya de dar a luz.
-Me lo imagino –cogió las manos envejecidas
de su abuela entre las suyas. Unas manos que atesoraban sabiduría, trabajo y
calidez; y que en esos instantes necesitaba para seguir adelante-. Cuando se
acerca el momento de dar a luz tan solo tienes ganas de verle la cara a tu
hijo. Es lo que más fuerzas te da para sacar el coraje de traerle al mundo.
Esperanza salió corriendo del despacho y el
rostro de Rosario se iluminó al ver a la niña, que enseguida se echó en brazos
de su bisabuela.
-Ya-ya –musitó la pequeña.
-Pero mira mi solete –le dio un fuerte
abrazo y sonoro beso en la mejilla-. Cómo ha crecido estos días –la mirada de
la abuela rejuveneció al contemplar a la niña-. Ni tu padre te reconocerá
cuando te vea.
Después de decirlo, la abuela se dio cuenta
de su error.
-Lo siento, hija, no quería…
-No se preocupe, abuela –la disculpó María,
acariciándole el brazo. Rosario se sentó en el sofá con la niña en brazos, que
para su sorpresa se quedó quieta, entretenida jugando con un broche de la
abuela. María se sentó frente a ellas-. Precisamente venimos de verle.
-¿Le has llevado a Esperanza? –preguntó con
cierto tono de reproche en su voz-. Mira que la celda fría del cuartelillo no
es lugar para una criatura.
-Lo sé abuela –convino su nieta, juntando
las manos-. Pero comprenderá que Gonzalo necesitaba ver a su hija.
Los labios finos de Rosario se curvaron
ligeramente, entendiendo sus razones.
-Al fin y al cabo los hijos son quienes
mayor fuerza nos dan –declaró la buena mujer, recordando a todos los suyos.
-Por eso mismo se la he llevado –ladeó la
cabeza-. No sé si lo sabe, pero mañana el juez dictará sentencia.
-Algo me ha comentado Nicolás –le informó
Rosario-. Fue a verle el otro día y dice que le vio bien de ánimos.
-Ya le conoce, abuela. Aunque lo esté
pasando mal no nos lo dirá. Le conozco perfectamente y se está haciendo el
fuerte por nosotras.
-Mi pobre Martín –suspiró la buena mujer,
con pesar-. Con el buen corazón que tiene y verse envuelto en este asunto.
-No se preocupe –trató de infundirle ánimos
María-. Algo me dice que saldremos de esta. Aunque le parezca extraño, estoy
tratando de convencer a Bosco para que retire la denuncia.
-¡Ay hija! –Rosario negó con la cabeza-.
Déjame decirte que estás perdiendo el tiempo. Ese muchacho jamás accederá a tal
cosa. Tiene mal corazón, como su señora –arrugó la nariz al recordar a la
Montenegro-. Debe de sentirse muy orgullosa de su “obra de arte”; hecho a su
imagen y semejanza. Al fin tiene a un digno heredero de ella, como siempre ha
deseado.
Las palabras de Rosario, cargadas de rabia y
frustración hicieron que María se cuestionase algo importante.
Su abuela tenía razón; al fin la Montenegro
tenía al heredero que siempre había deseado. Y posiblemente, un heredero por
cuyas venas corriese su misma sangre. ¿Lo sabría la señora? ¿O era un simple
capricho del destino que hubiese acogido bajo su protección a su propio nieto?
María la conocía muy bien, pues al fin y al
cabo había crecido bajo su protección. La señora nunca habría dado a un
desconocido todo lo que le había entregado a Bosco, por muy agradecida que
estuviese con el muchacho. Le había abierto las puertas de su casa y convertido
en su heredero. No podía tratarse de simple cariño o agradecimiento. María lo
sabía. La señora siempre escondía una doble intención en sus actos y si tenía a
Bosco como su protegido era porque sabía algo.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. María
ya no tenía ninguna duda de quién era Bosco; y la Montenegro tampoco.
-María, hija, ¿te encuentras bien? –se
preocupó su abuela al verla tan pálida-. ¿Acaso he dicho algo que…?
-No, no se preocupe, abuela –trató de
tranquilizarla mientras pensaba lo que iba a hacer-. Tan solo pensaba que tiene
toda la razón. Bosco se ha convertido en un digno heredero de la señora. Estará
muy orgullosa de él.
Su abuela asintió.
-Es algo que nunca llegaré a entender; rechazó
el cariño que le brindaban sus hijos, Soledad y Tristán, y sus nietos… y en
cambio, con un completo extraño que conoció en el bosque se desvive como si
fuese de su propia familia. ¿Nunca te ha parecido extraño?
-Resulta… desconcertante –convino ella-.
Siempre he pensado que su cariño hacia él se debía a la gratitud por haberla
salvado de aquel grupo de anarquistas; pero ahora que conozco su verdadero
rostro, estoy convencida que es incapaz de sentir cualquier otro sentimiento
que no sea odio y rencor.
-¿Entonces?
-No lo sé –María no podía contarle a su
abuela lo que acababa de descubrir. No sin tener pruebas de ello-. Y puede que
nunca lleguemos a saber el motivo.
Rosario miró el reloj.
-Tengo que regresar a la granja –se levantó
y le tendió la niña a su nieta; no sin antes darle un beso de despedida-.
Espero que cuando volvamos a vernos ya no seas mi única nieta.
María le sonrió.
-Y que sea pronto, pues –le dio un beso de
despedida-. Dígale a mi tita que estoy deseando verle la cara a su hijo y que
en cuanto pueda pasaré a verla.
Tras recoger sus cosas, Rosario salió del
Jaral camino de la granja.
Por su parte, María tenía en mente ir a la
casa de aguas pero tras darse cuenta de la verdad sobre Bosco, decidió cambiar
sus planes y dejó a Esperanza al cuidado de una de las criadas para ir a la
casa de comidas de sus padres en busca de alguien que pudiera darle la
información que necesitaba.
A última hora del día, cuando apenas se
vislumbraban los últimos rayos de sol tras las colinas más altas, los aldeanos
y trabajadores solían reunirse en la casa de comidas a tomarse el último chato
de vino antes de regresar a sus casas.
Cuando María entró, fue recibida por el
ambiente cargado de diversos olores: tierra, sudor y humedad; así como por el
murmullo de las voces que se alzaban, comentando cómo había sido la jornada de
ese día. La joven paseó su mirada por todo el local. Encontró a su padre
sirviendo vino y tapas tras la barra mientras Rufina se encargaba de servir las
mesas.
-Buenas tardes padre –se acercó a la barra y
tras darle un beso a Alfonso, echó un vistazo a los aldeanos pero no encontró a
quién buscaba.
-María, hija, ¿cómo tú por aquí, y a estas
horas? –frunció el ceño el esposo de Emilia-. ¿Ha ocurrido algo?
-No, no –le tranquilizó con premura-. Pasaba
tan solo a saludarles.
Su padre aceptó la excusa y asintió,
retomando su trabajo.
-¿Sabes? Esta tarde tu madre y yo nos hemos
pasado por el cuartelillo para visitar a Gonzalo y darle ánimos para mañana.
-Seguro que se lo ha agradecido –volvió a
girarse al escuchar la puerta abrirse de nuevo y entonces lo vio-. Padre, puede
prepararme dos vasos de vino.
-¿Dos? –se extrañó Alfonso.
-Sí, y déjeme también la jarra.
Su padre así lo hizo, preguntándose para qué
iba a necesitarla. Enseguida lo supo cuando la vio acercarse a la mesa donde
Mauricio acababa de sentarse. Si alguien conocía a la Montenegro ese era su
fiel capataz. Él era el único que podía resolver las dudas de la hija de
Alfonso.
-Buenas tardes, Mauricio –le saludó la joven
y dejó los dos vasos y la jarra sobre la mesa-. ¿Puedo?
El capataz de doña Francisca se sorprendió
por la petición de María. Era la primera vez que la joven hacía algo igual. El
hombre asintió.
-Supongo que te resultará extraño verme aquí
–comenzó a decirle ella mientras servía el vino-. Pero necesito urgentemente
hablar contigo.
-Señorita María, si es sobre la señora…
-No exactamente –le cortó ella bebiendo un
sorbo del vaso. Necesitaba reunir el valor para hablar con él, y que mejor
manera que un buen vino-. No voy a ponerte en ningún aprieto si es eso lo que
piensas. Tan solo quiero que me respondas a unas preguntas.
Mauricio tras pensarlo unos segundos accedió
a ello. Había visto crecer a María y la recordaba con cariño, sobre todo cuando
apenas levantaba unos palmos del suelo y se colaba en las caballerizas de la
Casona para montar a caballo.
-Está bien –declaró con su gruesa voz y tras
saborear el primer trago de vino-. Usted dirá.
La joven tomó aire.
-Qué puedes contarme del origen de Bosco.
Mauricio se mordió el labio pensativo,
mientras tras la barra Alfonso observaba el encuentro preguntándose de qué
estarían hablando.
-La verdad es que no mucho –declaró el
capataz finalmente-. Por no decirte que nada. Sé lo que todo el mundo, que se
crió en el bosque casi como un animal junto a su tío Silverio después de que su
madre muriese cuando él apenas era un niño.
-¿Nunca le has preguntado nada más?
–insistió la joven.
-Al señorito Bosco no le gusta hablar del
tema. No debe de guardar muy buenos recuerdos.
María asintió en silencio. Ella misma había
comprobado que aquellos viejos recuerdos no eran muy agradables para el
muchacho.
-Entonces… digamos que fue una suerte para
él encontrarse con la señora aquella tarde que fue atacada por los anarquistas.
Si no hubiese sido por aquel encuentro, fortuito, Bosco seguiría siendo el muchacho
asilvestrado que conocimos.
Mauricio iba a responderle cuando vio a Fe
entrando por la puerta de la casa de comidas. Su prometida se dirigió a su
encuentro con brío.
-¡Ande ibas a estar si no! –rezongó de mal
humor la doncella, plantándose con los brazos en jarra-. ¿Sabes que llevo
meidia hora en la casa de los curas esperándote para el curso de los
matrimoniales? Don Anselmo ya mi ha preparao dos tilas.
Mauricio tragó saliva y desvió la mirada.
-Ahora no me escondas la cabeiza bajo el ala
como un pollo –continuó ella sin importarle que los aldeanos de las mesas
vecinas les estaban mirando de reojo-. Te lo dije esta mañana que el señor cura
nos espeiraba esta tarde pa darnos la primera clase.
-Y yo ya te dije que no iba a ir –le recordó
él, tratando de mantener la calma. María les miraba a ambos sorprendida-. Y don
Anselmo lo sabe.
Fe suspiró, contrariada y tomó asiento.
-Mauricio, dímelo a las claras ya, ¿te
quieres casar con servidora, sí o no? Porque si…
-Claro que me quiero casar contigo, mujer -y enrojeció al decirlo-. Pero sabes
que no soy de curas y misales.
Fe se volvió hacia María.
-¿A usted que le paice? –le preguntó la
doncella. María se mordió el labio sin saber qué decir-. ¿Es cabezón o no?
–volvió a dirigirse a su prometido-. ¿Qué más ti da vinir conmigo al curso de
los matrimoniales? asientes a to lo que el señor cura diga y ya está. ¿Tanto
pidir es?
-Pues sí, Fe –declaró él sin poder
aguantarse, pero al ver la mirada decepcionada de su prometida, se dio por
vencido-. ¿Tan importante es para ti que vaya?
Fe ladeó la cabeza.
-Ya saibes que servidora es mu católica y
apostólica –añadió ella con calma-, y que quiero hacer las cosas como Diosito
manda.
Mauricio asintió, derrotado.
-Está bien –le concedió finalmente-. Dile a
don Anselmo que mañana mismo iremos a esos cursos.
Una gran sonrisa iluminó el rostro de la
doncella, feliz por haberlo logrado. Se levantó y le dio un beso en la mejilla
mientras le cogía el rostro con ambas manos.
-Si ya lo sabía una –el capataz enrojeció al
ver que su afamada reputación de hombre duro y que tanto le había costado
ganarse, se venía debajo de golpe-. Si eres más bueno que el pan –y volvió a
besarle.
Mauricio trató de serenarla mientras María
aguantaba la risa como bien podía.
-¡Ay, disculpe usted, señita! –se volvió Fe
hacia ella-. Que ni la he saludao con to.
-No pasa nada, Fe –le sonrió la joven.
-¿Y se pueide saber de qué hablaban? –volvió
a sentarse junto a ella.
-La señorita María estaba preguntándome por
el señorito Bosco.
-Sí –confirmó la esposa de Gonzalo,
recobrando la seriedad-. Le estaba diciendo a Mauricio que fue una suerte para
él encontrarse con la Montenegro aquel día en que le salvó la vida al
rescatarla de los anarquistas.
-¡Y tanto! –añadió Fe-. Pa él y pa el resto
de nosotros. Porque la seña andaba de unos humos aquellos días que ni le
cuento. Servidora ya no sabía ni qué prepararle pa comer. To le disgustaba; el
pescao, la carne… ni siquiera comía ya en el salón. Y los últimos días tenía
que dejarle la bandeja de la comia en el suelo de la puerta porque ni abrirla
queiría.
-¿Tan mal estaba? –se extrañó María.
-¡Uf! Como le digo, pareicia un fantasma sin
sábana. No hablaba con naide… bueno… -pareció acordarse de algo-… ahora que
recuerde, solo abrió la puerta de su despacho cuando le pasé la notita de aquel
menesteroso.
María frunció el ceño.
-¿Qué nota?
-¿De qué menesteroso hablas? –intervino
Mauricio que no sabía nada de aquello.
-¡Ah! ¿no te lo conté? –se extrañó Fe-. Pos
veréis, la misma tarde que desapareició de casa, vino un menesteroso deiciendo
que quería hablar con la seña. Servidora evidentemente le dio con la puerta en
las naices, pero él que no, que teinia que hablar con ella y que le diese una
notita. Accedí solo pa que se fuese pero dijo que esperaba respuesta.
-¿Y llegó, la respuesta? –inquirió María,
sorprendida por la historia.
-¡Y tanto! –los ojos de Fe se agrandaron de
golpe-. Ni dos segundos estuvo la puerta cerrá. Enseguidita, la seña Paca le
dijo a aquel hombre que pasase al suyo despacho como si se tratase del mismito marqués.
María y Mauricio se miraron, extrañados.
Ambos conocían a la perfección a la Montenegro y sabían que no se rebajaba a
recibir a un don nadie así como así. Algo importante debía de poner en la nota
para que ella le recibiese.
-¿Y qué pasó después? –siguió con el
interrogatorio el capataz.
-Pos… -Fe trataba de hacer memoria mientras
tomaba el vaso de María y se lo llenaba de vino-. Disculpe señita pero tengo el
gaznate reseco –María le quitó importancia y dejó que continuase contándoles-.
Pos… debieron estar una hora larga hablando. ¿Qué se dijeron? Ellos sabrán
–tomó un sorbo del vaso de vino-. Pro aquel hombre salió con una gran sonrisa y
poco después la seña desapareició echándose al monte.
-¿Por qué nunca me lo has dicho, Fe? –se
molestó el capataz.
-Porque… porque no pensé que fuese
importante –trató de defenderse ella, sabiendo que había cometido un error.
Una idea había comenzado a fraguarse en la
mente de María. Otra pieza que estaba a punto de encajar. Las casualidades con
la Montenegro no existían; y demasiada casualidad era que justo antes de
echarse al monte y conocer a Bosco, un “menesteroso” la visitase de repente.
Alguien con quien había estado hablando más de una hora. Demasiado tiempo para
ser un simple mendigo.
-Fe –dijo de pronto María-. ¿Reconocerías a
ese menesteroso si volvieses a verle?
La doncella la miró con los ojos bien
abiertos y sonrió.
-Eso ni lo dude –respondió finalmente-.
Reconoceiría a eise enseguía –María frunció el ceño y Fe le explicó-. A servidora
no se le olvida esa mirá maliciosa que teinia en los ojos. Pareicia uno de esos
perros rabiosos que como se descuide una le arranca hasta los pelos del cogote.
Pro… ¿por qué lo pregunta, señita?
María miró a Mauricio antes de hablar.
-Porque quiero que me acompañes a un lugar,
Fe.
CONTINUARÁ...
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