domingo, 1 de marzo de 2015

CAPÍTULO 2
No muy lejos de las tierras del Jaral, se hallaba la Casona, una de las principales haciendas de la comarca. Su dueña, doña Francisca Montenegro, era respetada y temida a partes iguales. Todo el mundo conocía a la Montenegro, para bien o para mal. Con el paso de los años, la gente se había acostumbrado a vivir bajo su yugo y amenazas;  y quienes no lo hacían sufrían las consecuencias de su ira. Nadie se atrevía a retarla o a llevarle la contraria, puesto que sabían que llevaban las de perder. Nadie, excepto su hijo Tristán y sus nietos: Gonzalo y Aurora, quienes conocían la verdadera cara de su abuela. Despiadada con sus enemigos y manipuladora con los suyos. Pero ante todo, una mujer a la que no le temblaba la mano a la hora de mandar matar a alguien, como ocurrió con Pepa la partera, la madre de los dos jóvenes.
Durante los últimos meses, Francisca Montenegro se había dedicado a instruir a su último protegido, Bosco. El muchacho que le salvó la vida en el bosque, y a quién la señora no dudó en acoger bajo su protección, convirtiéndole en su títere y único heredero; borrando de él cualquier huella de bondad e inocencia, que en su día llegó a poseer.
Nadie que la conociese, entendía aquella obsesión por él. ¿Por qué tantos desvelos por un simple recogido? ¿Qué tenía Bosco que lo hacía especial a sus ojos? La única que conocía los verdaderos motivos de Francisca era su prima Bernarda. Solo a ella le había confesado la verdad: Bosco era su nieto perdido. Sangre de su sangre. Hijo de su hijo Tristán. Y con él no iba a cometer los mismos errores que con los demás.
Francisca había sabido como alejar al muchacho de sus hermanos, Gonzalo y Aurora. Y mucho menos, había permitido que se acercase a su padre, Tristán. Jamás tendrían conocimiento de los lazos sanguíneos que les unían. Esta vez no dejaría que nadie la separase de su nieto. Le había hecho a su imagen y semejanza, y Bosco sería su digno sucesor.
El orgullo de Francisca Montenegro parecía no tener límite, y más después de haber logrado sus objetivos: que Puente Viejo le debiera a ella la llegada del ferrocarril al pueblo. Aquellos destripaterrones que no sabían sumar dos más dos, verían llegar el progreso, y todo gracias a ella. Pero eso no era lo que realmente le importaba sino el hecho de haber dejado a Gonzalo de lado. Aquel hijo de la partera y su socio, el geólogo, la habían despreciado públicamente al no permitirle entrar en el negocio de la casa de aguas. Una pequeña derrota que pagarían con creces. Francisca ya se había encargado de ello.
 Los empleados de la Casona llevaban levantados desde antes de que el sol despuntara tras las montañas. Todo debía estar listo para las doce. La llegada del gobernador había alterado el día a día de la casa. Se trataba de un invitado ilustre y cualquier pequeño detalle importaba.

Afortunadamente, Fe estaba acostumbrada a aquel tipo de visitas, porque cuando trabajaba para doña Bernarda y su difunto esposo en la capital, cada mes tenían algún invitado de renombre. La joven doncella estaba al mando, y junto a Mauricio se encargaba de que todo estuviera en su lugar. Pese a tener experiencia en estos menesteres, andaba con los nervios de punta puesto que no todos los días se recibía al gobernador.
Y a ello tenía que añadir el problema de Inés. ¿Cómo había podido llegar a aquella situación? Fe no sabía cómo ayudar a su amiga, que cada día que pasaba se mostraba más alicaída y desganada.
A las doce en punto, todo el personal de servicio de la Casona se hallaba en la entrada, cada uno en su puesto, esperando la llegada inminente del gobernador Ramírez y su nieta. Las doncellas se habían colocado frente a la escalera, una al lado de la otra, con las manos en la espalda. Esperaban que de un momento a otro, Doña Francisca, Bosco y Bernarda saliesen del despacho, donde se hallaban reunidos.
De repente se escuchó el chirrido de la puerta corredera, y todo el mundo se puso en tensión. Segundos después los pasos de la señora se detuvieron en la entrada. Tras ella, Bosco y Bernarda, con el mismo gesto serio pintado en sus rostros. Francisca lanzó una fría y despectiva mirada a sus sirvientes antes de darles las últimas instrucciones.
 -El gobernador está a punto de llegar. Sabéis cada uno cuál es vuestro sitio y lo que espero de vosotros. Una mínima queja, por su parte, y podéis daros por despedidos. Es más, yo misma me encargaría de que nadie más en la comarca os diera trabajo, ni a vosotros, ni a nadie de vuestra familia. No pienso consentir ni un error, ¿estamos?
-Sí, señora –respondieron los empleados, con un nudo en la garganta. Trabajar en la Casona no era agradable. Las continuas humillaciones y quejas por parte de la señora, mermaban los ánimos de cualquiera, pero era un buen trabajo, y en Puente Viejo no había mucho donde poder elegir.
Francisca entrecerró los ojos, buscando en sus empleados algún detalle que no le agradase para poder humillar al causante del error frente al resto. Esta vez no lo encontró. Al parecer, Fe había hecho bien su trabajo, por una vez.
En ese instante, Mauricio, el capataz, entró por la puerta.
-Señora, el gobernador Ramírez ya está aquí –informó el hombre, con voz agitada.
-Muy bien, Mauricio. Abre las puertas.
El capataz asintió levemente y acató la orden, abriendo la puerta principal. La luz de la mañana se filtró por el resquicio y en ese instante, un hombre de mediana edad, algo bajito y de pelo canoso entró en la Casona. Le seguía una muchacha joven, de apenas 18 años, de tez pálida y cabellos rubios. Lucía un vestido blanco y fino, que la hacía más delgada de lo que ya era.
El gobernador parpadeó varias veces deslumbrado por el sol y el gesto hosco de sus labios se convirtió en una sonrisa al ver a doña Francisca.
-Señor gobernador –la mujer se acercó a saludarle, devolviéndole la misma sonrisa-. Es un honor tenerle en la Casona. ¿Qué tal el viaje?
-Mi querida Francisca, estos viajes tan largos ya no son para mí. Uno ya tiene una edad…
-Son los caminos, señor gobernador, que deberían de arreglarse  –interrumpió Bernarda la conversación. Francisca le lanzó una mirada de advertencia a su prima. ¿Quién le mandaba abrir la boca? Bernarda captó el mensaje de inmediato y no volvió a hablar.
-Le comprendo perfectamente –continuó la Montenegro, como si nunca les hubiesen interrumpido-. Pero ya está aquí que es lo importante y ahora podrá descansar todo lo que quiera.
Los empleados asistían impertérritos al intercambio de saludos y agasajos por parte de ambos. Apenas se atrevían a respirar. Inés movió un poco la cabeza para mirar a Bosco de reojo. El protegido de la señora, tenía el rostro sereno y se mostraba atento a lo que allí acontecía. Inés deseó que aunque solo fuera un instante, le devolviese la mirada y que le dijera que todo iba a estar bien. La doncella sintió un leve codazo que la hizo volver a la realidad. Fe, que la tenía vigilada, le lanzó una de sus miradas de advertencia. La sobrina de Candela bajó la cabeza, avergonzada.
Ajena a todo esto, Francisca se dirigió hacia la muchacha que acompañaba al gobernador y que hasta entonces había permanecido en un segundo plano.
-Querida Isabel, que alegría volver a verte –se acercó a ella y le dio dos besos. La joven le sonrió levemente, con cierta vergüenza.
-Doña Francisca. Yo también me alegro mucho de estar aquí -parecía más encantada que la propia Montenegro del encuentro-. No veía el momento de devolverles la visita que nos hicieron en Navidad.
-Isabel no ha parado en todo el camino –se quejó el gobernador, meneando la cabeza a modo de reproche-. Como se nota que es joven.
-Bendita juventud, gobernador –repuso Francisca, quitándole importancia-. Pero pasemos a la sala y allí podremos continuar conversando mientras se toman el refrigerio que les hemos preparado.
Mientras los recién llegados y los anfitriones pasaban a la sala grande, Mauricio ordenó a los sirvientes que regresaran a sus puestos. Estos obedecieron al instante. Fe e Inés bajaron a la cocina en busca de la limonada que habían preparado.
Momentos después, ambas doncellas estaban de regreso a la sala, donde la señora  y sus invitados se habían acomodado todos alrededor de los sillones. Francisca y el gobernador ocupaban los individuales, mientras que Bosco e Isabel se habían sentado en el grande. Bernarda se había disculpado con los invitados pues sus continuas jaquecas habían vuelto y no se encontraba bien.
-¿Y cómo siguen los Gutiérrez? –preguntó Francisca al gobernador-. Hablé con Asunción hace dos semanas y me dijo que pensaban tomarse unos días de descanso en Santander.
-Las aguas del Cantábrico dicen que obran milagros –declaró el gobernador, secándose el sudor de la frente con un pañuelo-. Y para los problemas reumáticos de Adolfo son mano de santo.
-Las vistas desde el Gran Hotel son magníficas –intervino Isabel, con voz cantarina-. El año pasado estuvimos un par de semanas durante el verano y fue un viaje maravilloso –la muchacha calló de golpe, avergonzada-. Lo siento, doña Francisca. No era mi intención ofenderla. Supongo que las aguas curativas de Puente Viejo tienen que obrar los mismos milagros que las de otros lugares.
-No me ofendes, querida Isabel –se apresuró a decir la Montenegro, cuidando mucho sus palabras-. He de reconocer, que la casa de aguas es una gran idea y un buen negocio; sin embargo… mi relación con los dueños no es tan buena como me hubiese gustado.
-¿Y eso? – insistió Isabel, dejándose llevar por el entusiasmo propio de una joven de su edad. No pensó que su interés podía molestar a la señora.
-¡Isabel, querida! –la reprendió su abuelo, con cariño-. ¿Qué te tengo dicho? –se volvió hacia su anfitriona-. Lo siento mucho, doña Francisca. Ya sabe cómo es la juventud de impetuosa, no piensa las cosas antes de decirlas.
Francisca sonrió con condescendencia a la nieta del gobernador. Federico Ramírez era un hombre viudo que había tenido que hacerse cargo de su única nieta, Isabel, con apenas 10 años; cuando su hijo, la esposa de éste y su propia mujer, Carmen, murieron en un accidente. De la noche a la mañana, sus vidas se vieron truncadas. Había perdido a gran parte de su familia, arrancada de su lado por ese destino cruel que no sabe de rangos ni de clases. Desde ese instante, Federico se volcó en el cuidado de Isabel, convirtiéndose en su mayor tesoro y su única debilidad, tal como bien sabía Francisca. 
Mientras estos conversaban, Inés les puso la limonada fresca que Fe había preparado. La sobrina de Candela, se quedó unos segundos de pie, esperando nuevas órdenes. Nadie pareció notar su presencia, ni siquiera el mismo Bosco que escuchaba a la recién llegada con atención.
-Lo entiendo perfectamente, gobernador –continuó la Montenegro, sin perder los nervios-. Isabel es una muchacha despierta y curiosa. Dos cualidades que en su justa medida son bien consideradas en una señorita –se volvió hacia la joven-. Y en cuanto a tu pregunta te diré, que mis problemas con los dueños de la casa de aguas son… desavenencias familiares  e irreconciliables.
Isabel se dio cuenta de que no iba a sacarle mucha más información a la señora y no quiso insistir. Aunque pareciera una muchacha impetuosa, sabía muy bien cuando debía callar. Y ese era el momento. Le intrigaba saber las razones por las que la Montenegro y los dueños de uno de los negocios más prósperos de la comarca no se llevaban bien, pero sabría esperar. Si algo tenía Isabel era paciencia. 
-¿Y qué tal tus clases de piano, querida? –continúo la Montenegro cambiando de tema, con su tono adulador y ajena a las cavilaciones de la nieta del gobernador-. ¿Sigues con aquel profesor tan pintoresco… cómo se llamaba?
-El profesor Ferrer –confirmó Isabel, después de dar un largo trago a la limonada-. Sí, continúo con ellas. Una dama de la sociedad debe saber tocar al menos un instrumento. El piano es uno de los más difíciles.
-Recuerdo que quedé impresionada al verte –confesó Francisca. Aunque Isabel no supo si sus palabras eran sinceras, o simple cortesía.
-Ojalá puedas deleitarnos de nuevo con alguna de las piezas que nos enseñaste en Madrid –añadió Bosco, hablando por primera vez-. La señora tiene un piano que desafortunadamente nadie toca. Siempre le digo que es una lástima que algo de tanto valor no tenga a nadie que sepa sacarle provecho.
Inés tragó saliva al escuchar al señorito. Las palabras aduladoras que acababa de dedicarle a aquella señoritinga de ciudad, se le clavaron como puñales en el pecho. A la doncella, no se le escapó la familiaridad con la que ambos intercambiaron una mirada. Entonces supo que sus temores eran ciertos; habían compartido momentos juntos durante las pasadas Navidades. Los celos comenzaron a roerle el corazón porque a pesar de todo lo vivido con Bosco, Inés sabía que con alguien de la alcurnia de Isabel no podía competir. 
-Bosco, querido –dijo doña Francisca-. ¿Por qué no le enseñas a Isabel los jardines tan preciosos que tenemos? Estoy segura que le encantaran.
Su protegido accedió inmediatamente. Isabel parecía totalmente restablecida del viaje, mientras que su abuelo, aún seguía respirando con cierta dificultad.
Ambos jóvenes se disculparon con ellos y salieron al jardín, bajo la atenta mirada de Inés, quien solo tenía ganas de salir corriendo de allí y echarse a llorar de la rabia y la impotencia. La realidad la había golpeado de lleno, así, sin avisar. Una realidad cruel que se cebaba con ella una vez más.
-Gobernador –dijo de pronto doña Francisca-. Ahora que estamos solos, me gustaría comentarle algo –el hombre volvió a tomar otro sorbo de limonada-. ¿Ha pensado en la propuesta que le hice en mi última carta?
-¿Se refiere a lo de pasar una temporada aquí en Puente Viejo?
La Montenegro asintió, levemente.
-Estoy segura de que a Isabel le haría mucha ilusión –añadió, siendo consciente de que era a ella a quién debía de recurrir para convencer a don Federico-. Ya ha visto lo bien que se lleva con mi protegido. Estoy segura de que a su nieta le parecería una buena idea pasar un tiempo en este lugar.

El hombre no respondió de inmediato.
-Tengo que pensarlo, doña Francisca –dijo con aire meditabundo-. Al fin y al cabo, mi cargo como gobernador no me deja mucho tiempo libre para dedicárselo a mi nieta; y soy consciente de que Isabel pasa demasiado tiempo sola en Madrid. Necesita relacionarse con gente. No le vendría mal la compañía de ustedes, la verdad –murmuró en voz alta-. Se lo comentaré, a ver qué le parece la idea.
La Montenegro se llevó el vaso de limonada a los labios, comprobando que su contenido ya estaba caliente. Hizo un gesto contrariado, pero no dijo nada. En otras circunstancias se habría quejado a Inés, como era su costumbre. Pero su estado de ánimo en ese instante, la hizo callar. Las palabras de don Federico la habían puesto de buen humor.
La Montenegro era mujer, y sabía muy bien como pensaba una joven cuando un hombre le prestaba la atención. No se le había pasado por alto el interés que Bosco despertaba en la nieta del gobernador. Y ella, Francisca, iba a aprovecharlo. Teniendo a Isabel de su lado, la partida estaba ganada.
CONTINUARÁ…

3 comentarios:

  1. Me gustaría aclarar el tema de las fotos. Como cuando comencé con la idea de este relato ni Amalia ni su padre habían aparecido todavía en escena, me he tomado la licencia de hacerles aparecer como el gobernador y su nieta.
    Espero que sigáis disfrutando del relato.
    Muchas gracias a todos.

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