CAPÍTULO 51
Era media mañana y Gonzalo apenas había
pegado ojo en toda la noche. El viejo jergón en el que dormía, estaba tan
desgastado que apenas impedía que notase la dura madera que le sostenía.
Aunque lo que de verdad le quitaba el sueño
era aquella interminable y agónica espera sin noticias de su caso. Don Marcial
le había dicho que no desesperase pues si el juez no había tomado aún una
decisión eso era buena señal porque significaba que las pruebas y el testimonio
de Gervasio, el hijo del herrero, habían sido tomadas en cuenta y que el hombre
se lo estaba pensando.
El optimismo de su abogado quedaba olvidado
cuando pensaba que la Montenegro ya se estaría encargando de que el juez no
admitiera las pruebas que le exculpaban. Mientras sus alargados tentáculos
estuvieran por el medio, Gonzalo sabía que no había nada a hacer.
El joven levantó la cabeza al escuchar el
doble clic de la puerta de la celda. ¿Tendría visita a esas horas? ¿Sería don
Marcial con noticias o María? Lo peor de estar encerrado era no poder estar junto
a su esposa y su hija, sus dos preciosas niñas, como él las llamaba. Su
ausencia le desgarraba por dentro.
-¡Entrad! –tronó la voz de uno de los
guardias mientras dos hombres entraron en la celda.
Uno de ellos era un hombre de mediana edad,
alto y de rasgos curtidos. Sin mediar palabra se sentó en el otro jergón vacío.
Sus viejas ropas dejaban claro que aquel preso debía de ser un pobre campesino.
Su pelo oscuro se teñía de canas en algunas zonas y su mirada se posó en
Gonzalo unos instantes; una mirada de indiferencia pero carente de toda maldad.
Todo lo contrario que el otro preso.
Nada más verle, al esposo de María se le
revolvieron las tripas. El cruel destino se empeñaba en traer el pasado de
vuelta. Un pasado que quería olvidar; sin embargo resultaba imposible si a
quien tenía frente a él era su peor enemigo.
La mirada demente de Fernando Mesía se clavó
en Gonzalo. ¿Qué hacía allí? ¿Acaso no estaba en una prisión de alta seguridad?
El hijo de Olmo apenas había cambiado desde la última vez que se habían visto.
Continuaba llevando aquella espesa barba rubia y el pelo largo le caía sobre la
frente.
-Vaya… vaya –rezongó el preso, dando unos
pasos hacia el esposo de María, quien le sostuvo la mirada, apretando los puños
y conteniendo la rabia-. Veo que los rumores eran ciertos… Gonzalo… el “curita”
está preso. ¿Qué has hecho esta vez… ¡Ah, sí! Dicen que has entrado en la
Casona como un vulgar ladrón y que has sido tan estúpido que te han pillado a
la primera.
El esposo de María tragó saliva. No iba a entrar
en el juego de su enemigo que lo único que pretendía era sacarle de sus
casillas. No le daría el gusto.
Gonzalo volvió hacia su jergón, ignorando al
de Mesía. Sin embargo, este no parecía dispuesto a desperdiciar la oportunidad
que el destino le acababa de dar.
-Y… ¿cómo están mi querida María y nuestra
hija…Esperanza? –inquirió soltando todo su veneno.
Gonzalo levantó la mirada hacia él,
sintiendo cómo la sangre le hervía. La sola mención de su esposa y de su hija
había sido suficiente para olvidar toda precaución y se abalanzó sobre
Fernando, agarrándole por el cuello de la camisa.
-¡Ni se te ocurra volver a mencionarlas!
¡¿Me oyes?! –le gritó con furia. Sus ojos destilaron odio. Gonzalo no era
hombre de rencores pero no podía evitar sentir un odio irracional hacia
Fernando; aquel ser tan despreciable que tanto daño les había hecho a María y a
él-. Para ti, ni mi esposa ni mi hija existen.
-¿Y quién va a impedírmelo, tú? –le retó el
hijo de Olmo, sin amilanarse. Soltó una carcajada histérica que llenó la
celda-. No me hagas reír.
Gonzalo apretó más fuerte y le llevó junto a
la pared. No le importaba lo que pudiese pasarle a él, pero aquel ser
despreciable no volvería a burlarse de María.
Estaba dispuesto a hacerle tragar sus
palabras cuando el otro preso se situó a su lado para impedirlo.
-¡Déjale, muchacho! –le ordenó con calma,
posando una mano sobre su brazo-. No vale la pena. ¿Acaso no ves que es justo
lo que pretende? –habló con cordura. Gonzalo se volvió hacia él frunciendo el
ceño. ¿Quién era aquel hombre para meterse entre ellos?-. ¿No sabes que aquí
las peleas se pagan con las celdas de castigo? ¿Es eso lo que quieres?
Sin saber cómo, las palabras de aquel preso,
lograron tranquilizar al hijo de Tristán. Tenía razón. No valía la pena
ensuciarse las manos con aquella escoria del de Mesía.
Gonzalo le soltó de malos modos y Fernando
rió de nuevo. Una risa burlona que a punto estuvo de volver a alterar al esposo
de María, quien buscó la fuerza en su interior para contener la rabia y no
partirle la cara a su enemigo, tal como deseaba hacer.
-Siempre has sido un cobarde, Gonzalo –le
espetó Fernando, caminando hacia la otra punta de la celda donde se sentó en el
banco-. La verdad es que no entiendo lo estúpida que es la justicia para pensar
que eres ese famoso bandido. Nunca has tenido las agallas suficientes para ser
un héroe.
Gonzalo soltó el aire que había contenido y
regresó a su jergón. El otro preso, sin que nadie le dijese nada se sentó a su
lado.
-Si quieres sobrevivir aquí dentro,
muchacho, es mejor que no te dejes llevar por tus impulsos –le aconsejó aquel
hombre con sabiduría-. Te lo digo por experiencia. Aunque en tu caso… lo veo
difícil.
En ese instante la puerta de la celda volvió
a abrirse y uno de los guardias entró. Tras echar una ojeada a los tres presos,
su mirada se detuvo en Fernando.
-¡Tú! –le gritó de malos modos-. ¡Andando!
¡Es hora de volver a prisión!
El de Mesía se levantó, sin ganas.
-Qué lástima –se burló el hijo de Olmo,
encaminándose hacia la puerta-. Con lo bien que nos lo estábamos pasando aquí,
rememorando viejos tiempos –se detuvo un instante, clavando su mirada llena de
odio en Gonzalo-. Espero que volvamos a encontrarnos pronto. Te haré un hueco
en la mesa del comedor. Ya verás lo bien que nos lo pasaremos juntos.
Gonzalo estuvo tentado de responderle pero
logró contenerse. No valía la pena enzarzarse en una pelea con él. Era la rabia
la que hablaba por Fernando y él no iba a dejarse llevar por la misma.
El hijo de Tristán apartó la mirada de
Fernando en cuanto la puerta se cerró tras él y se volvió hacia aquel individuo
que tenía como compañero. Apartando de su mente a su viejo enemigo recordó las
últimas palabras de aquel hombre que tenía junto a él. ¿Por qué le había dicho
aquello? ¿Podía fiarse de él u ocultaba avisas intenciones?
-A qué se refería con que tengo las cosas
difíciles –inquirió sin comprender.
-¿No eres ese famoso bandido al que llaman
el Anarquista? –le preguntó a bocajarro.
La pregunta sorprendió a Gonzalo. ¿Cómo
sabía aquello?
-No me mires así –añadió su compañero-. Aquí
las noticias corren y todo el mundo sabe quién eres. Incluso ese que acaba de
irse.
-¿Sabe por qué estaba aquí? –quiso saber
Gonzalo, preocupado por si volvía a encontrarse con Fernando allí dentro.
El hombre se encogió de hombros.
-Nos hemos cruzado en la entrada –comentó
con desgana-. Creo que le han dicho algo de solucionar unos papeles… pero no he
prestado mucha atención.
-Y justo ha venido a parar a la misma celda
que yo –repuso el hijo de Tristán, maldiciendo su suerte.
-No te hagas mala sangre –le recomendó su
nuevo compañero-. No vale la pena. Ha vuelto a prisión y tú y yo permaneceremos
aquí hasta que el juez decida qué hacer con nosotros.
Gonzalo asintió, mordiéndose el labio
interior.
-Pero no has contestado a mí pregunta –insistió
el preso-. ¿Eres o no ese bandido?
Gonzalo le miró unos instantes antes de
responder. ¿A qué venía la insistencia? ¿Podía fiarse de él?
-–No. No lo soy -se defendió Gonzalo, con
cautela-. Eso ha sido una trampa. Yo no soy ese enmascarado.
-Pues sea como fuere –insistió el hombre-, aquí
se te conoce cómo ese forajido y yo de ti me andaría con ojo. Hay quienes
pueden pensar que tengas intención de quitarles el poder aquí dentro y solo por
el hecho de considerarte una amenaza tu vida correría peligro.
Gonzalo frunció el ceño, pensativo. Aquella
idea se le había pasado por la cabeza, pero escuchársela decir a otro la volvía
más probable, más real.
-¿Puedo saber su nombre? –le preguntó el
joven.
-Me llamo Fidel –contestó, tendiéndole una
mano. Gonzalo se la estrechó-. Pero todo el mundo me conoce como el hijo del
Garbanzo.
-Yo soy Martín Castro –se presentó el esposo
de María-. Pero todos me llaman Gonzalo. –hizo una pausa-. ¿Y… por qué me dice
todo esto? –inquirió Gonzalo sin andarse por las ramas.
El hombre soltó una sonora carcajada.
-Porque a la legua se ve que eres una buena
persona –declaró con una mirada sincera, sin ambages-. Desgraciadamente, no
todos los que caemos en este lugar somos culpables.
Gonzalo abrió la boca para preguntarle qué
delito había cometido él, pero se contuvo. Si Fidel se quedaba allí, ya tendría
tiempo de sobra para saberlo.
CONTINUARÁ...
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