miércoles, 18 de marzo de 2015

CAPÍTULO 61 
Al llegar al Jaral a la hora de la comida, Candela les contó a María y a Tristán que don Marcial acababa de llamar para decirles que el juicio a Gonzalo se había adelantado para el día siguiente y que había un pequeño cambio. Como el juez tenía en sus manos todas las declaraciones y las pruebas pertinentes, tan solo se limitaría a emitir su veredicto.
 Tío y sobrina se miraron un instante sopesando si la noticia era buena o no.
Por un lado deseaban que el juicio llegase cuanto antes para que todo se solucionara de una vez. Pero por otra parte, el miedo a que Gonzalo saliese declarado culpable, invadía sus corazones llenándoles de zozobra. ¿Qué pasaría si le mandaban a prisión? ¿Cuánto tiempo podía pedir la Montenegro para él? En menos de veinticuatro horas saldrían de dudas.
De manera que María tomó una decisión y se presentó esa tarde en el cuartelillo para ver a su esposo.
Nada más abrirse la puerta de la húmeda celda, el rostro de Gonzalo se iluminó al verla; solo ella lograba que no perdiese el ánimo y sin embargo, su alegría inicial se transformó en pena al ver que no venía sola. María traía con ella a Esperanza.
-Veinte minutos –le indicó el guardia a la joven, quien asintió levemente.
Gonzalo se aproximó a ellas y esperó a que la puerta se volviese a cerrar.
-Hola, mi amor –le saludó ella.
Su esposo las abrazó a las dos, con fuerza. Durante unos segundos, cerró los ojos y aspiró su aroma. Ese aroma dulce que sabía a calor de hogar.

-No deberías haberla traído –murmuró con un nudo en la garganta. Gonzalo tenía sentimientos encontrados. Echaba de menos a su hija y deseaba verla, pero no en la celda del cuartelillo. No era el mejor lugar para llevar a niña-. No quiero que recuerde a su padre metido aquí dentro.
-Y no lo hará, Gonzalo –le rebatió su esposa, cogiéndole del mentón y obligándole a mirarla. Sus ojos mostraban una determinación abrumadora-. Si la he traído es porque sé cuánto la necesitas en estos momentos.
María se acercó más a él y le besó en los labios, suavemente, sin prisas, queriendo recordar el sabor de su boca. Su corazón se aceleró. Solo entonces se daba cuenta de cuanto le echaba de menos y de que sería capaz de cualquier cosa por él. Al igual que él por ella.
-No tenemos mucho tiempo –le recordó María, separándose de él con esfuerzo. Le pasó a la niña para que pudiese besarla y mimarla-. Don Marcial nos ha informado que mañana mismo el juez dictará sentencia.
-Lo sé –le confirmó su esposo mientras se sentaban en un banco. Esperanza jugaba con los dedos de su padre que era incapaz de quitar la mirada de su hija-. Pasó antes a decírmelo.
-Gonzalo, tienes que escucharme bien –le dijo María con seriedad y bajando la voz. Él frunció el ceño-. Estoy haciendo todo lo posible para hablar con Bosco; sabemos que solo él puede quitar la denuncia en tu contra.
Gonzalo negó con la cabeza.
-No lo hará, María –le rebatió él, sabiendo que seguir insistiendo en aquella dirección era inútil-. Jamás accederá a ello. Me odia y cumple órdenes de la señora.
María apretó los puños. Ojalá pudiese decirle que existía una posibilidad… pero antes debía cerciorarse de que estaba en lo cierto. No podía darle aquel rayo de luz sin tener la certeza absoluta.
-Aun así no voy a rendirme –insistió ella-. No ahora que ha quedado claro que no eres ese bandido. Todo el mundo lo vio en la puerta de la iglesia, cómo le exigió a la Montenegro que retirase la demanda contra ti si no quería que alguien cercano pagase las consecuencias.

-¿Eso dijo? –pareció extrañarse Gonzalo-. Don Marcial me contó lo ocurrido pero no sabía que le exigió mi liberación –soltó un suspiró y la miró a los ojos-. María yo… quería pedirte perdón. He puesto nuestra felicidad en peligro y eso nunca me lo perdonaré. Lo siento.
La joven le tomó de la mano con ternura.
-No tienes que pedirme perdón por nada –le cortó ella, sabiendo lo que le rondaba por la mente-. Sé por qué lo hiciste. Comprendo que ver, que tenías la oportunidad de ayudar a esa gente, al alcance de tu mano te hizo actuar sin pensar en las consecuencias que te acarrearía.
-Aun así no…
Su esposa le puso un dedo sobre los labios, haciéndole callar.
-Aun así nada –la voluntad de María era férrea. Tenerle frente a ella le daba las fuerzas que necesitaba para saber qué pasos dar-. Te prometo que no vas a ir a prisión. Lograré convencer a Bosco; ya lo verás.
Sin embargo, Gonzalo no tenía tanta fe en el protegido de doña Francisca como su esposa.
-¿Qué te hace pensar que cambiará de opinión? –insistió. Miró a Esperanza y le acarició la cabecita.
-He descubierto algo –dijo al fin-. Algo de su pasado que quizá pueda ayudarte –el joven frunció el ceño. ¿Qué podía ser aquello?-. ¿Sabes que Bosco conoció a doña Tula; que fue ella quien le crió cuando murió su madre?
-Creía que se había criado en el bosque… medio salvaje.
-Creció junto a su tío Silverio de quien no guarda muy buenos recuerdos, por lo que he podido averiguar; sin embargo, doña Tula se portó bien con él y le enseñó todo lo bueno que sabía.

Gonzalo no entendía cómo esa información podía ayudarle a él.
-¿Y en qué puede beneficiarme a mí saber esto?
María posó su mano sobre el brazo de su esposo.
-En que doña Tula nos conoce y si logro dar con ella y explicarle lo que sucede, estoy segura que accederá a hablar con Bosco para hacerle entrar en razón y que quite la demanda.
Gonzalo se levantó del banco y se cambió a Esperanza de brazo.
-María, hace más de un año que no sabemos nada de doña Tula, ¿cómo piensas encontrarla ahora?
Su esposa se levantó y acudió a su lado.
-Volveré a intentarlo –declaró sin perder el ánimo-. Algo me dice que estoy en el camino correcto –le acarició el brazo-. Confía en mí, Gonzalo. La encontraré.
Él no respondió y su esposa tomó su silencio como una muestra de apoyo. Le acarició una mejilla antes de volver a besarle.
María sabía que no les quedaba mucho tiempo y tan solo pensar que tenía que volver a separarse de él le rompía el corazón en mil pedazos.
La puerta se abrió de nuevo y el guardia entró.
-Se le agotó el tiempo, señora –le informó de mal talante.
Gonzalo le dio un beso a su hija y volvió a aspirar su aroma. Quería que éste permaneciese a fuego en su memoria para que en los malos momentos pudiera sacarlo a la luz y así aferrarse a él con fuerza. Luego se la devolvió a María y las abrazó.

-Te quiero mi vida –musitó en su oído para que solo ella pudiese escucharle-. No lo olvides nunca.
-Y yo a ti mi amor –le devolvió ella las mismas palabras de aliento-. Tenlo siempre presente.
Gonzalo las vio salir de la celda y sintió como parte de su corazón se iba con ellas.  Un corazón que tan solo latía por sus dos amores.
Momentos después, otro guardia le condujo a su celda de regreso. Al cerrarse la puerta tras él, se quedó unos segundos pensativo mirando a través de la reja oxidada.
-¿Ocurre algo, muchacho? –le preguntó Fidel, al verle tan serio-. ¿Malas noticias?
Gonzalo le observó en silencio. Su compañero seguía sentado en la misma bancada sucia que cuando se había ido, leyendo un libro que el propio Gonzalo le había prestado. Las horas allí pasaban tan lentas que cualquier entretenimiento valía.
Sin responderle, el esposo de María se acercó a él y se sentó a su lado.
-Nada –dijo al fin, entrelazando sus dedos y apoyando los codos en las piernas-. Era mi esposa. Ha venido con nuestra hija –sonrió levemente-. Me ha contado lo último que ha acontecido en el pueblo y… y que mañana el juez decide, por fin, si soy inocente o culpable.
Fidel levantó el mentón.
-Comprendo. Estás preocupado por ello.
-Cómo no estarlo –soltó con cierta desesperación-. No he querido preocuparla, pero… no creo que sea benevolente conmigo. Por mucho que me empeñe, la Montenegro me tiene en sus manos y en este momento debe de estar pidiéndole al juez mi cabeza.
-¿Y no hay ninguna manera de que esa señora cambie de opinión? –quiso saber Fidel quien no conocía a Francisca-. Quizá pidiéndole perdón…
-¿Crees que no lo he pensado? –Gonzalo mostró una media sonrisa, burlona-. Suplicarle clemencia. ¡Estaría encantada de verme en esa situación! No lo dudes. Pero de nada serviría. Lo sé. Mi querida abuelita me odia y su único propósito es verme hundido en una prisión y lejos de María.
-¿Y tu esposa que dice?
-Quiere convencer a Bosco para que retire la denuncia –chasqueó la lengua, malhumorado-. Otro que solo es un títere más en manos de esa harpía.
-¿Bosco? –repitió Fidel, dejando el libro sobre el banco.

-Sí –confirmó Gonzalo-. Su protegido y perro fiel. María dice que quizá logre ablandarle el corazón si habla con doña Tula. Al parecer fue ella quien le crió y el zagal guarda buenos recuerdos de ella.
-¿La vieja Tula? –volvió a repetir Fidel, sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
Gonzalo se percató del semblante pálido de su compañero.
-Sí –musitó, volviéndose hacia él-. ¿La conoces?
-¡Quien no conoce a la vieja Tula! –declaró con firmeza-. Todo el mundo ha acudido alguna vez a pedirle ayuda. Fue ella quien atendió a mi pobre Delia en sus últimas horas. El médico ya no podía hacer nada por ella y doña Tula fue la única capaz de aliviar el dolor que le provocaban esas terribles fiebres. Siempre le estaré agradecido por ayudar a mi esposa a morir en paz.
-Por un casual no sabrás qué ha sido de ella, ¿no? –Gonzalo le lanzó la pregunta sin mucho convencimiento-. Hace más de un año que no tenemos noticias suyas.
-Desafortunadamente no –declaró el hombre destruyendo las pocas opciones que le quedaban a Gonzalo de encontrar a la vieja curandera-. Después de aquello no volví a verla.
Gonzalo asintió, con pesar y bajó la cabeza.
-Sin embargo… -el esposo de María volvió a mirarle, esperando que continuase-. Has hablado de un tal Bosco. ¿Es el muchacho salvaje  del bosque?
-Supongo que sí –musitó el joven-. Tengo entendido que creció junto a un tío suyo que no le trataba muy bien.
Fidel torció el gesto de la boca al encajar las piezas.
-Silverio –escupió con rabia-. Así se llama el tío del muchacho.
-¿Le conoces? –se sorprendió Gonzalo.
-Por desgracia –su compañero trató de contener el odio que aquel hombre despertaba en él. El esposo de María se dio cuenta enseguida de que el recuerdo del tío de Bosco no era muy agradable-. ¿Recuerdas que te conté cómo había terminado aquí? –Gonzalo asintió-. Pues bien, lo que no te dije es que el hombre con el que tuve la trifulca en la taberna era Silverio. Muy pocos le conocían y quienes sabían de él le llamaban el tío del pequeño salvaje. Una vez me contaron su historia. Al parecer una sobrina suya, no muy avispada encontró un niño y se lo quedó para criarlo. El zagal creció bajo su cuidado pero medio asilvestrado; y al morir ella, Silverio lo convirtió en su esclavo. Decían las malas lenguas que incluso le tenía atado con cadenas de hierro para que no se le escapase; y que de la noche a la mañana el muchacho desapareció como si se le hubiese tragado la tierra.
-Un momento –le cortó Gonzalo, a quien tanta información de repente comenzaba a marearle-. Entonces el hombre que jugaba a las cartas contigo todas las noches era Silverio –su compañero asintió-. Y dices que su sobrino desapareció sin más.
-Así es –le confirmó Fidel-. Hará cosa de un año largo de eso. Justo cuando comenzó a aparecer su tío por la taberna con aquellas cantidades de dinero dispuesto a gastarlas como si le lloviesen del cielo.
Gonzalo se quedó pensativo.
De manera que Bosco desapareció un día del que había sido su hogar, sin dejar rastro; y al mismo tiempo su tío, aquel que le trataba como a un esclavo comenzó a gastar dinero a manos llenas. ¿De dónde sacaba los cuartos? ¿Y dónde encajaba doña Tula en toda aquella historia?

Había algo que no quedaba claro. Algo que a Gonzalo se le escapaba como el agua cuando corría entre los dedos. Pero no sabía qué era.
Un pequeño eslabón perdido.

Y por desgracia, su sexto sentido le decía que si lograba averiguarlo quizá fuese la pieza que necesitaba para quedar en libertad.
CONTINUARÁ...

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