CAPÍTULO 58
Pocas horas después, la noticia del regreso
del Anarquista corría como la pólvora por todos los pueblos de la comarca. Los
aldeanos de Puente Viejo se habían reunido en la casa de comidas, nada más
regresar de la iglesia. Allí llegaban comerciantes de otras tierras que al
escuchar lo sucedido, partieron hacia sus lugares de origen y contaron lo
ocurrido a la salida de la iglesia.
Mientras tanto en prisión, Gonzalo había
recibido la visita de don Marcial. El abogado había regresado después de hablar
con los Castro en el Jaral porque el juez le hizo llegar una nota con la
noticia de que tenía que comunicarle algo de suma importancia: Gonzalo quedaba
libre de la acusación de ser el famoso bandido; sin embargo, la otra demanda,
la de allanamiento e intento de robo en la Casona, seguía su curso y en breve
se celebraría el juicio por expreso deseo de doña Francisca, quien quería
finiquitar el asunto cuanto antes.
Don Marcial puso al tanto a Gonzalo de todo
lo acaecido ese día. El joven se alegró de las buenas nuevas; ahora todo el
mundo sabía que él no era el Anarquista. En cuanto al segundo punto, sabía que
aquella era una batalla difícil de ganar, por no decir imposible.
-¿Qué te pasa, muchacho? –le preguntó su
compañero de celda, al verle con el semblante pensativo-. ¿Acaso tu abogado no
te ha dado buenas noticias?
Gonzalo levantó la cabeza y miró a Fidel.
Gracias a aquel hombre, su estancia en el cuartelillo no se le estaba haciendo
tan pesada.
-A medias, Fidel –le explicó él soltando un
suspiro-. Han retirado una de las acusaciones que pesaban sobre mí; sin
embargo… mantienen la otra.
-Vaya… lo siento –se solidarizó el buen
hombre.
Fidel se levantó de su catre y se acercó al
banco en el que estaba Gonzalo.
-Pero siempre puede ocurrir algo que cambie
los acontecimientos –trató de subirle el ánimo su compañero.
Gonzalo sonrió, levemente.
-En este caso lo dudo mucho –declaró poco
convencido-. Sé que cometí un error y me arrepiento de ello –volvió a bajar la
mirada-. La oportunidad de pararle los pies a la Montenegro era tan tentadora
que… me cegó. Ver que las pruebas contra ella estaban al alcance de mis manos…
-No te tortures más –le cortó Fidel-. Sé por
propia experiencia que no vale la pena. A lo hecho pecho, muchacho. Viste que
tenías la oportunidad de hacer algo por la gente inocente y no te lo pensaste
dos veces.
-Debí de ser más egoísta –le rebatió
Gonzalo-, y pensar más en mi esposa y mi hija. Ahora están solas y todo por mi
culpa. María jamás me lo perdonará, lo sé.
-Si tu esposa te quiere de verdad, comprenderá
tus motivos y no te juzgará.
Gonzalo agradeció sus palabras de aliento.
-Siempre hay una solución, Gonzalo –le dijo
con seriedad-. Tan solo es cuestión de hallarla.
El hijo de Tristán volvió a mirarle. ¿Qué
delito habría cometido aquel hombre para estar allí? No parecía el típico
ladrón, ni asesino.
-Fidel, ¿puedo hacerle una pregunta?
El hombre frunció el ceño.
-Por poder, puedes, pero… en primer lugar
tendrás que dejar de hablarme de usted. Aquí dentro somos todos iguales.
Gonzalo asintió.
-¿Por qué está aquí? ¿Qué fue lo que hizo?
Fidel le miró fijamente unos segundos y
luego se levantó.
-Me dejé llevar por mi carácter –comenzó a
contarle. Se volvió hacia él-. Soy un hombre como cualquier otro. Trabajo las
tierras de un ricachón del norte que solo viene de vez en cuando para ver que
todo está en orden.
-¿Tienes familia? –le interrumpió Gonzalo.
-No –volvió a sentarse junto a él-. Mis
padres murieron hace ya más de diez años y… mi mujer… poco después de casarnos.
No volví a casarme. ¿Sabes? Mi Delia era oro molido, de esas mujeres que con
una sonrisa iluminaban todo y siempre tenía una palabra amable para todo el
mundo –Gonzalo sabía lo que quería decir, a él le pasaba lo mismo con María. La
sola presencia de ella le llenaba de luz-. Un día enfermó de unas fiebres raras
y… el médico no pudo hacer nada por ella.
-Lo siento mucho, Fidel –repuso Gonzalo-.
Entiendo lo que debió de suponer para mí.
-Por eso no volví a casarme –continuó el
hombre-. Su recuerdo era demasiado vívido y siempre la tengo muy presente.
Gonzalo tragó saliva, pensando en el dolor
que supondría perder a la persona que amabas.
-Quizá por eso me refugié, para que su
recuerdo no me doliese tanto, en la taberna. Las tardes entre partidas de cartas
se hacían menos largas y el vino lograba que al llegar a casa, ésta no se me
viniese encima. Hace menos de un año, un vecino comenzó a venir a la taberna
con asiduidad. En verdad, muy pocos le conocían porque siempre ha vivido lejos
del pueblo y quienes se relacionaban con él decían que era de carácter
endemoniado –tomó aire, al recordar a aquel hombre-. El caso es que se unió a
las partidas. Al tener cuartos con los que jugar nadie puso impedimentos.
Enseguida supimos que era un principiante y que nunca había jugado antes a las
cartas. La gente se aprovechaba de su ignorancia para sacarle las perras y
muchas noches se marchaba a casa desplumado. El caso es que estos últimos meses
la cosa había cambiado y de la noche a la mañana comenzó a ganarnos a todos.
Aquello me escamó en gordo. ¿Cómo alguien que no sabía jugar, de repente tenía
la suerte de su lado? Yo nunca he creído en la suerte, ¿sabes? Un buen jugador
tiene sus estrategias y ganas gracias a ellas, simplemente. Pero él… bueno,
como te decía, comenzó a ganar las partidas y ahora éramos nosotros quienes
volvíamos a casa sin nuestro dinero. Hasta que averigüé la razón –soltó un
soplido-. Una tarde llegué antes de hora a la taberna y le vi junto al
tabernero en la parte trasera del local. No soy hombre de cotilleos pero cuando
la nariz me pica es porque algo no anda bien; así que me aproximé a
escucharles… y descubrí que el tabernero estaba compinchado con aquel hombre
para decirle qué cartas llevábamos los otros jugadores mediante señas. Entonces
recordé que el tabernero siempre estaba rondando por las mesas, sirviendo el
vino y pensé que sería en ese momento cuando le pasaría la información.
Gonzalo asentía a cada razonamiento de
Fidel.
-¿Y les enfrentaste entonces?
-No –continuó el hombre-. Y mira que lo
pensé. Pero tenía que pillarles con las manos en la masa. Así que durante la
partida me fijé bien en lo que hacían ambos y efectivamente, el tabernero
paseaba alrededor nuestro con la jarra de vino y de vez en cuando cruzaba
alguna mirada con aquel hombre. Fue entonces que no lo aguanté más y hablé a
las claras, acusándoles frente a todos de lo que estaban haciendo.
-¿Y qué ocurrió? ¿Confesaron?
Fidel soltó una pequeña carcajada cargada de
disgusto.
-Nada más lejos de la realidad. Ambos se
hicieron los ofendidos; cosa que me enojó más aún si cabe y perdí los nervios y
le pegué a aquel hombre. Si algo detesto en esta vida es a los ladrones y a los
que se burlan de la buena voluntad de la gente. El caso es que el tabernero me
denunció a los civiles por alboroto público y por eso estoy aquí.
-Lo siento mucho, amigo –declaró Gonzalo con
pesar-. Ya veo que no soy el único que está aquí injustamente.
-Supongo que dentro de unos días el juez
decidirá si mandarme a prisión o me devolverá a casa.
-Si pudiese hacer algo por ti…
-No te preocupes Gonzalo –le cortó su
compañero, agradecido por sus palabras-. Estar aquí encerrado me ha dado tiempo
para pensar y darme cuenta de algo que antes nunca me había planteado.
-¿Del qué?
-Pues que algo gordo debía de llevarse entre
manos ese simple campesino porque quienes le conocían contaban que nunca había
tenido cuartos y que en cierta manera malvivía en el monte.
-¿Y qué crees que podría ser? –Gonzalo
frunció el ceño, interesado en aquella historia.
-La verdad es que no tengo ni idea –le
confesó Fidel, suavizando el gesto duro de su rostro. El contarle a Gonzalo los
motivos por los que había sido apresado había sido una gran liberación para
él-. Pero nadie gana grandes cantidades de dinero todos los meses, de la noche
a la mañana, ¿no crees?
Gonzalo asintió.
De repente, el sonido de la puerta de la
celda llamó la atención de ambos. El guardia abrió la puerta y al instante dejó
dos cuencos sobre la mesa.
-¡Hora de la cena! –gritó malhumorado.
Sin esperar, volvió a cerrar la puerta.
Fidel se encogió de hombros y le dio una
palmada a Gonzalo en el hombro.
-Vamos a llenar el buche, muchacho.
Gonzalo asintió y ambos comenzaron a comer
aquella especie de puré de patatas rancias.
El hijo de Tristán había comido cosas peores
en su vida, sin embargo echaba de menos los guisos de Rosario y los postres de
Candela. Tan solo esperaba que aquella pesadilla terminase pronto para volver a
disfrutar de aquellos manjares en su casa, junto a los suyos.
CONTINUARÁ...
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