domingo, 15 de marzo de 2015

CAPÍTULO 58 
Pocas horas después, la noticia del regreso del Anarquista corría como la pólvora por todos los pueblos de la comarca. Los aldeanos de Puente Viejo se habían reunido en la casa de comidas, nada más regresar de la iglesia. Allí llegaban comerciantes de otras tierras que al escuchar lo sucedido, partieron hacia sus lugares de origen y contaron lo ocurrido a la salida de la iglesia.
Mientras tanto en prisión, Gonzalo había recibido la visita de don Marcial. El abogado había regresado después de hablar con los Castro en el Jaral porque el juez le hizo llegar una nota con la noticia de que tenía que comunicarle algo de suma importancia: Gonzalo quedaba libre de la acusación de ser el famoso bandido; sin embargo, la otra demanda, la de allanamiento e intento de robo en la Casona, seguía su curso y en breve se celebraría el juicio por expreso deseo de doña Francisca, quien quería finiquitar el asunto cuanto antes.
Don Marcial puso al tanto a Gonzalo de todo lo acaecido ese día. El joven se alegró de las buenas nuevas; ahora todo el mundo sabía que él no era el Anarquista. En cuanto al segundo punto, sabía que aquella era una batalla difícil de ganar, por no decir imposible.
-¿Qué te pasa, muchacho? –le preguntó su compañero de celda, al verle con el semblante pensativo-. ¿Acaso tu abogado no te ha dado buenas noticias?
Gonzalo levantó la cabeza y miró a Fidel. Gracias a aquel hombre, su estancia en el cuartelillo no se le estaba haciendo tan pesada.
-A medias, Fidel –le explicó él soltando un suspiro-. Han retirado una de las acusaciones que pesaban sobre mí; sin embargo… mantienen la otra.
-Vaya… lo siento –se solidarizó el buen hombre.

Fidel se levantó de su catre y se acercó al banco en el que estaba Gonzalo.
-Pero siempre puede ocurrir algo que cambie los acontecimientos –trató de subirle el ánimo su compañero.
Gonzalo sonrió, levemente.
-En este caso lo dudo mucho –declaró poco convencido-. Sé que cometí un error y me arrepiento de ello –volvió a bajar la mirada-. La oportunidad de pararle los pies a la Montenegro era tan tentadora que… me cegó. Ver que las pruebas contra ella estaban al alcance de mis manos…
-No te tortures más –le cortó Fidel-. Sé por propia experiencia que no vale la pena. A lo hecho pecho, muchacho. Viste que tenías la oportunidad de hacer algo por la gente inocente y no te lo pensaste dos veces.
-Debí de ser más egoísta –le rebatió Gonzalo-, y pensar más en mi esposa y mi hija. Ahora están solas y todo por mi culpa. María jamás me lo perdonará, lo sé.
-Si tu esposa te quiere de verdad, comprenderá tus motivos y no te juzgará.
Gonzalo agradeció sus palabras de aliento.
-Siempre hay una solución, Gonzalo –le dijo con seriedad-. Tan solo es cuestión de hallarla.
El hijo de Tristán volvió a mirarle. ¿Qué delito habría cometido aquel hombre para estar allí? No parecía el típico ladrón, ni asesino.
-Fidel, ¿puedo hacerle una pregunta?
El hombre frunció el ceño.
-Por poder, puedes, pero… en primer lugar tendrás que dejar de hablarme de usted. Aquí dentro somos todos iguales.
Gonzalo asintió.
-¿Por qué está aquí? ¿Qué fue lo que hizo?
Fidel le miró fijamente unos segundos y luego se levantó.
-Me dejé llevar por mi carácter –comenzó a contarle. Se volvió hacia él-. Soy un hombre como cualquier otro. Trabajo las tierras de un ricachón del norte que solo viene de vez en cuando para ver que todo está en orden.
-¿Tienes familia? –le interrumpió Gonzalo.
-No –volvió a sentarse junto a él-. Mis padres murieron hace ya más de diez años y… mi mujer… poco después de casarnos. No volví a casarme. ¿Sabes? Mi Delia era oro molido, de esas mujeres que con una sonrisa iluminaban todo y siempre tenía una palabra amable para todo el mundo –Gonzalo sabía lo que quería decir, a él le pasaba lo mismo con María. La sola presencia de ella le llenaba de luz-. Un día enfermó de unas fiebres raras y… el médico no pudo hacer nada por ella.

-Lo siento mucho, Fidel –repuso Gonzalo-. Entiendo lo que debió de suponer para mí.
-Por eso no volví a casarme –continuó el hombre-. Su recuerdo era demasiado vívido y siempre la tengo muy presente.
Gonzalo tragó saliva, pensando en el dolor que supondría perder a la persona que amabas.
-Quizá por eso me refugié, para que su recuerdo no me doliese tanto, en la taberna. Las tardes entre partidas de cartas se hacían menos largas y el vino lograba que al llegar a casa, ésta no se me viniese encima. Hace menos de un año, un vecino comenzó a venir a la taberna con asiduidad. En verdad, muy pocos le conocían porque siempre ha vivido lejos del pueblo y quienes se relacionaban con él decían que era de carácter endemoniado –tomó aire, al recordar a aquel hombre-. El caso es que se unió a las partidas. Al tener cuartos con los que jugar nadie puso impedimentos. Enseguida supimos que era un principiante y que nunca había jugado antes a las cartas. La gente se aprovechaba de su ignorancia para sacarle las perras y muchas noches se marchaba a casa desplumado. El caso es que estos últimos meses la cosa había cambiado y de la noche a la mañana comenzó a ganarnos a todos. Aquello me escamó en gordo. ¿Cómo alguien que no sabía jugar, de repente tenía la suerte de su lado? Yo nunca he creído en la suerte, ¿sabes? Un buen jugador tiene sus estrategias y ganas gracias a ellas, simplemente. Pero él… bueno, como te decía, comenzó a ganar las partidas y ahora éramos nosotros quienes volvíamos a casa sin nuestro dinero. Hasta que averigüé la razón –soltó un soplido-. Una tarde llegué antes de hora a la taberna y le vi junto al tabernero en la parte trasera del local. No soy hombre de cotilleos pero cuando la nariz me pica es porque algo no anda bien; así que me aproximé a escucharles… y descubrí que el tabernero estaba compinchado con aquel hombre para decirle qué cartas llevábamos los otros jugadores mediante señas. Entonces recordé que el tabernero siempre estaba rondando por las mesas, sirviendo el vino y pensé que sería en ese momento cuando le pasaría la información.
Gonzalo asentía a cada razonamiento de Fidel.
-¿Y les enfrentaste entonces?
-No –continuó el hombre-. Y mira que lo pensé. Pero tenía que pillarles con las manos en la masa. Así que durante la partida me fijé bien en lo que hacían ambos y efectivamente, el tabernero paseaba alrededor nuestro con la jarra de vino y de vez en cuando cruzaba alguna mirada con aquel hombre. Fue entonces que no lo aguanté más y hablé a las claras, acusándoles frente a todos de lo que estaban haciendo.
-¿Y qué ocurrió? ¿Confesaron?
Fidel soltó una pequeña carcajada cargada de disgusto.
-Nada más lejos de la realidad. Ambos se hicieron los ofendidos; cosa que me enojó más aún si cabe y perdí los nervios y le pegué a aquel hombre. Si algo detesto en esta vida es a los ladrones y a los que se burlan de la buena voluntad de la gente. El caso es que el tabernero me denunció a los civiles por alboroto público y por eso estoy aquí.

-Lo siento mucho, amigo –declaró Gonzalo con pesar-. Ya veo que no soy el único que está aquí injustamente.
-Supongo que dentro de unos días el juez decidirá si mandarme a prisión o me devolverá a casa.
-Si pudiese hacer algo por ti…
-No te preocupes Gonzalo –le cortó su compañero, agradecido por sus palabras-. Estar aquí encerrado me ha dado tiempo para pensar y darme cuenta de algo que antes nunca me había planteado.
-¿Del qué?
-Pues que algo gordo debía de llevarse entre manos ese simple campesino porque quienes le conocían contaban que nunca había tenido cuartos y que en cierta manera malvivía en el monte.
-¿Y qué crees que podría ser? –Gonzalo frunció el ceño, interesado en aquella historia.
-La verdad es que no tengo ni idea –le confesó Fidel, suavizando el gesto duro de su rostro. El contarle a Gonzalo los motivos por los que había sido apresado había sido una gran liberación para él-. Pero nadie gana grandes cantidades de dinero todos los meses, de la noche a la mañana, ¿no crees?
Gonzalo asintió.
De repente, el sonido de la puerta de la celda llamó la atención de ambos. El guardia abrió la puerta y al instante dejó dos cuencos sobre la mesa.
-¡Hora de la cena! –gritó malhumorado.
Sin esperar, volvió a cerrar la puerta.
Fidel se encogió de hombros y le dio una palmada a Gonzalo en el hombro.
-Vamos a llenar el buche, muchacho.

Gonzalo asintió y ambos comenzaron a comer aquella especie de puré de patatas rancias.

El hijo de Tristán había comido cosas peores en su vida, sin embargo echaba de menos los guisos de Rosario y los postres de Candela. Tan solo esperaba que aquella pesadilla terminase pronto para volver a disfrutar de aquellos manjares en su casa, junto a los suyos.

CONTINUARÁ...

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