CAPÍTULO 54
Al día siguiente, poco después de que el sol
despuntase, María se encontraba en el cuartelillo.
La joven no había pasado muy buena noche y
tras darle el desayuno a su hija acudió a ver a Gonzalo. Llevaba tres días
encerrado en el cuartelillo de la guardia civil. Tres días que se le habían
hecho eternos a su esposa; aunque estaba segura que para él tampoco había sido
fácil y solo por ello debía mantenerse entera a sus ojos y darle las fuerzas
que necesitaba para seguir aguantando allí dentro.
Uno de los carceleros la condujo a través de
los fríos y oscuros pasillos donde estaban las celdas. El olor a humedad lo
envolvía todo y el ambiente era asfixiante allí abajo.
Al llegar al final del pasillo torcieron
hacia la izquierda y dos celdas más allá se detuvieron.
María tragó el nudo de emoción que le
aprisionaba el pecho. Tras aquellos fríos muros de piedra se hallaba retenida
la persona que más quería en el mundo; a parte de su hija.
La cerradura de hierro emitió un sonoro clac
al abrirse y el guardia le cedió el paso a la joven.
-Tiene diez minutos –le dijo de mal talante.
María no contestó. Ni aunque fuesen dos
horas sería suficiente para estar junto a Gonzalo.
Al entrar en la celda le vio enseguida.
Sentado en el viejo jergón y leyendo un libro que Nicolás le había llevado en
su última visita. Tenía el rostro algo demacrado por la falta de sol, sin
embargo su aspecto no era tan malo. Vestía un chaleco de color morado claro y
camisa blanca.
El guardia cerró la puerta y quedaron allí
juntos.
Al ver a María, la mirada de Gonzalo se
iluminó de repente y se levantó para acudir a su encuentro. Ambos se abrazaron
con fuerza, queriendo fundirse el uno con el otro. Sus labios se buscaron
anhelantes, deseosos de sentir la calidad que emanaban sus cuerpos.
-Mi vida, ¿qué haces aquí? –le preguntó él,
sintiendo el sabor de su boca aún. La joven sintió la calidez de sus palabras
susurradas en el oído. No quería soltarle. No podía.
-Necesitaba verte –le confesó ella,
acariciándole el pelo con ternura-. Me preocupaba saber cómo estabas. No debes
de estar pasándolo nada bien.
-Bueno –trató de tranquilizarla mientras se
separaban. Gonzalo la cogió de las manos. Necesitaba acariciarlas. Sentir su
calidez y su fuerza a través del contacto-. Ya ves que no estoy tan mal.
-No te hagas el fuerte, cariño –le rebatió
María, acariciándole el rostro-. Que no es nada agradable estar encerrado aquí.
Y ambos lo sabemos.
Gonzalo asintió levemente.
Desgraciadamente, no era una situación nueva
para ninguno de los dos. En el pasado, ambos habían estado encerrados
injustamente en un calabozo similar a aquel. En aquella ocasión lograron
demostrar su inocencia y recuperaron la libertad.
Gonzalo la condujo hasta un banco situado
junto a la pared y tomaron asiento.
-¿Cómo está Esperanza? –fue lo primero que
le preguntó él. Al mencionar el nombre de su hija sus ojos pardos brillaron
cargados de emoción-. ¿Echa de menos a su padre?
-Mucho –le confesó su esposa con una
sonrisa-. Tanto como yo.
Sin poder contenerse, María volvió a
abrazarle. Gonzalo le devolvió el abrazo con la misma intensidad.
-Esperemos que pronto pueda volver a estar
con vosotras en casa –trató de animarla.
-Seguro que sí.
Se acercó a él y le besó con suavidad.
-Estoy segura que Bosco nos ayudará –le
confesó, esperanzada.
Gonzalo frunció el ceño.
-¿Bosco? –se echó hacia atrás, sin
comprender-. ¿Qué tiene que ver él? Hasta donde tengo entendido ha sido él
quien ha puesto la denuncia contra mí; ¿Cómo va a ayudarme?
-Precisamente por eso, es el único que puede
quitarla –le explicó María-. Verás, anoche fui a hablar con Inés y le he pedido
que interceda para que pueda hablar con él. Estoy segura de que me escuchará.
Su esposo le lanzó una mirada escéptica.
Todo el mundo sabía que Bosco y él no se llevaban bien y que incluso habían
tenido algún que otro altercado. Gonzalo no compartía la ilusión con qué María
creía en un acercamiento con el protegido de la señora. Si su libertad dependía
de Bosco, estaba seguro que no la iba a conseguir. Pero no quería quitarle a su
esposa aquella pequeña esperanza. La necesitaba fuerte y entera para no venirse
él también abajo.
-¿Sabes? –continuó ella, ajena a los
pensamientos de Gonzalo-. Anoche me enteré de algo que… que me llamó la
atención. Al parecer a la semana que viene es el cumpleaños de Bosco y… no pasaría
de ser un mero cotilleo sino fuese porque los cumple el mismo día que tu
hermana; y además los mismos años –Gonzalo ladeó la cabeza sin entender dónde
quería llegar su esposa-. No sé… me ha parecido curioso, ¿a ti no?
En ese momento, Gonzalo no tenía cabeza para
pensar en ello y simplemente se encogió de hombros. María no quiso insistir. No
quería malgastar el poco tiempo que tenían, hablando de Bosco.
-Pero dime –cambió de tema la joven rápidamente-.
¿Cómo estás tú?
-Bien, no tienes que preocuparte por mí
–trató de tranquilizarla.
-¿Cómo no voy a preocuparme, Gonzalo?
–insistió-. Don Marcial nos contó que te habías encontrado con Fernando aquí
mismo. ¿Qué pasó?
Su esposo cerró los ojos. Lo último que
habría querido era que María se enterase de aquel encuentro. Había pasado y no
valía la pena remover el pasado.
-No pasó nada, mi amor –repuso,
acariciándole las manos-. Le trasladaron de prisión por un simple papeleo y le
metieron en la misma celda en que estaba yo –y añadió: Pero eso fue todo. No
tienes que pensar más en él. Fernando no merece ni uno solo de nuestros
pensamientos. ¿De acuerdo?
María asintió, a regañadientes.
Su esposo le cogió el mentón con dulzura y
la atrajo hacia sí para besarla de nuevo. Tan solo sus besos eran capaces de
detener el frío helador de los recuerdos que le provocaba pensar en el que fue
su peor pesadilla.
Al separarse de ella vio aún los restos de
la congoja en su mirada y decidió hablarle de otras cosas para que dejara de
pensar en el de Mesía.
-¿Sabes? He hecho amistad uno de los presos
–le confesó Gonzalo-. Llegó junto a Fernando e impidió que cometiese un error
–bajó la cabeza, avergonzado por haberse dejado llevar en aquel momento por la
rabia-. Si no fuese por Fidel no sé qué habría pasado.
María frunció el ceño.
-¿Qué llegó con Fernando? –repitió ella,
extrañada y poniéndose a la defensiva-. Gonzalo, no sé si deberías fiarte de
él. ¿Y si se trata de una trampa para que te confíes?
El joven se volvió hacia su esposa y le
dedicó una dulce sonrisa.
-No te preocupes, cariño. Recuerda que soy
el Anarquista –bromeó Gonzalo, entrecerrando los ojos con aire misterioso. Al
principio María palideció pero enseguida se dio cuenta que estaba de chanza y sonrió-,
no va a pasarme nada. Fidel es de fiar.
-¿Y de qué delito se le acusa? –inquirió
María, sin fiarse.
-Pues… aun no le he preguntado. Pero no creo
que sea algo grave. Se le ve en la mirada que es una buena persona.
La joven se mordió el labio inferior. Ojalá
su esposo no se equivocase al depositar su confianza en aquel desconocido.
La puerta de la celda emitió un sonoro
chasquido al abrirse y el guardia entró.
-Se le ha terminado el tiempo –vociferó de
mal talante-. Tiene que marcharse.
María se levantó y le sostuvo una dura
mirada.
-Deme un minuto –le pidió ella. El guardia
torció la boca, contrariado; finalmente asintió de mala gana.
-Está bien –le concedió-. Pero solo un
minuto.
Salió de la celda cerrando la puerta.
-Gonzalo –María se volvió hacia su esposo
con premura. Su semblante era más serio de lo normal-, tienes que prometerme
que te cuidarás y que no te meterás en problemas.
-María… ya te he dicho que no tienes de qué
preocuparte.
Su esposa se abrazó a él con fuerza. Quería
que el tiempo se detuviera para no separarse de Gonzalo. En cuanto saliese de
la celda, un pedazo de ella quedaría encarcelado junto a él.
-Te sacaré de aquí. Te lo prometo –declaró
la joven cogiéndole el rostro con ambas manos-. Hablaré con Bosco aunque sea lo
último que haga y…
-María… -le cortó Gonzalo clavando sus ojos
pardos en ella-. Ambos sabemos lo difícil, por no decir imposible, que será
hacerle cambiar de opinión. La Montenegro le maneja como a un títere y Bosco
acata sus mandatos.
-Aun así no me rendiré –insistió ella,
sabiendo la dificultad que tenía por delante-. De un modo u otro te sacaré de
aquí. El juez ya está valorando las pruebas. No puede acusarte de algo que no
has hecho.
Se acercó a él y depositó un suave beso en
sus labios. Gonzalo la atrajo con fuerza y María le respondió con la misma
entrega.
Sabían que debían separarse, pero sus
corazones se negaban a hacerlo.
En cuanto la puerta volvió a abrirse, ambos
supieron que había llegado el momento.
-Te quiero –le recordó María, con lágrimas
en los ojos-. No lo olvides. Pase lo que pase, te quiero.
-Y yo a ti mi vida –le dijo él, volviendo a
besarla-. Siempre. Dale un beso a Esperanza y dile que su padre se acuerda de
ella a cada momento.
María asintió, con un nudo en la garganta.
Sin querer separarse, sus manos se fueron
alejando poco a poco, con el desgarro que les producía el estar lejos el uno
del otro.
Al salir de nuevo al húmedo pasillo, la
joven espero unos segundos a que el guardia cerrase la puerta con el candado.
En ese instante, un par de guardias acompañaban a otro preso por el mismo
pasillo y se acercaron a ellos.
El rostro de María palideció al tener frente
a ella, de nuevo, a Fernando Mesía. El hombre mostró una desgastada sonrisa y
ella le sostuvo la mirada; una mirada cargada de indiferencia.
-Mira a quién tenemos aquí –le espetó-. ¡Qué
conmovedor! Visitando a tu amante en prisión. Y sin embargo a tu esposo ni una
simple visita en todo este tiempo.
Desde dentro de la celda, Gonzalo al
escuchar la voz de su peor enemigo se acercó a la puerta para observar la
escena entre los barrotes. Apretó los puños. ¿Qué hacía el de Mesía de nuevo
allí?
-¡Apártate de ella! –le gritó Gonzalo a
través de los barrotes.
-¡Tú, cállate! –le advirtió al esposo de
María el guardia que custodiaba a Fernando-, si no quieres que te metamos en
una celda de castigo –se volvió hacia el de Mesía-. ¡Vamos! –cogió a Fernando
por el brazo, de mal talante-. Está prohibido hablar con las visitas de otros
reclusos.
-¡Ni me hables! –le escupió María, perdiendo
las buenas formas. Fernando había sido su peor pesadilla; pero ya nunca más le
tendría miedo. Tomó aire para serenarse-. La última vez que nos vimos te lo
advertí; para mí no existes, eres escoria. Un mal recuerdo que no merece la
pena ni nombrar.
La joven se volvió hacia Gonzalo y bastó un
simple intercambio de miradas para saber que estaban unidos por un lazo
invisible y fuerte. Tan fuerte que nadie lograría romperlo nunca. Aquel momento
sirvió para que ambos se tranquilizasen.
Tras dedicarle una última sonrisa a Gonzalo,
María retomó el paso hacia la salida sin mirar siquiera a Fernando; ignorándole
por completo.
Los guardias que le llevaban, le condujeron
en la dirección contraria a la de ella.
-¡Qué patéticos resultáis! –les gritó el de
Mesía con rabia e impotencia, mientras sus custodios le arrastraron a una
celda.
Las palabras de Fernando ya no podían
hacerles daño. De aquel desafortunado encuentro, María se llevó dos cosas:
Fernando Mesía ya no tenía ningún efecto en ella. Sus insultos ya no le
afectaban. Y en segundo lugar: no pararía hasta sacar a Gonzalo de su encierro.
CONTINUARÁ...
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