CAPÍTULO 56
La mañana amaneció soleada en Puente Viejo.
Era domingo y don Anselmo había preparado un
sermón especial para los aldeanos. Quería hacerles ver que no había que juzgar
a las personas tan a la ligera como muchos hacían. Lo ocurrido con Gonzalo se
había convertido en la comidilla de todo el pueblo, y a los puenteviejinos les
gustaba un cotilleo más que una buena comida. Por ello el buen hombre no dudó
en hablarles a sus fieles de la parábola de San Juan, que todo el mundo
reconocía por su célebre frase: Quien
esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Sabía que no debía usar
su posición desde el púlpito para defender a alguien, sin embargo su cariño
hacia Gonzalo le había hecho olvidar cualquier precaución; sin importarle las
posibles represalias del obispado en caso de que su actuación llegase a sus
oídos.
Y llegaría.
El sacerdote era consciente, y mucho más si
Francisca Montenegro estaba presente en la homilía. La señora no permitiría que
su párroco se saliese de la senda que debía seguir, y mucho menos si era para
defender a su enemigo.
María había acudido a la parroquia como cada
domingo; en esta ocasión la acompañaron Tristán y Candela. Ambos no eran muy
devotos pero su tío pensó que en ausencia de Gonzalo, debían acudir juntos y
demostrarles a sus vecinos que no tenían nada de qué avergonzarse; Gonzalo
estaba preso, injustamente y ellos no iban a esconderse. Ese día les acompañaba
don Marcial, ya que quiso hacerle una visita a su hermano y se encontró con
ellos a la entrada de la ermita.
Por su parte, Francisca también asistió,
aunque sola. En el último momento, Bosco había tenido que marcharse con
Mauricio a las caballerizas debido a un pequeño contratiempo con uno de los
potrillos que acababan de nacer e Isabel se había disculpado con la señora pues
tampoco iría con ella. Al parecer, la muchacha se había levantado con un fuerte
dolor de cabeza y ni siquiera se había levantado de la cama. Don Federico había
marchado de nuevo a la capital y regresaba esa tarde, así que tampoco acudió a
la misa del domingo.
Quienes no habían acudido a la misa eran
Nicolás, Mariana y Rosario. El estado de la tía de María les impedía moverse de
casa y ni Nicolás ni Rosario querían dejarla asolas, a pesar de la insistencia
de Mariana a que no le pasaría nada por quedarse sola un rato.
Emilia y Alfonso tampoco solían ir. Ambos no
eran muy devotos y excusaban su ausencia alegando que había que mantener la
casa de comidas abierta y atender la posada.
Durante la misa, la Montenegro aguantó con
gesto serio y contrariado el sermón de don Anselmo. Se dijo, para sí misma, que
ya le dejaría claro al sacerdote que aquella apasionada defensa del que había
sido su pupilo tiempo atrás, resultaba fuera de lugar y que su misión como
sacerdote era leer las sagradas escrituras y dejarse de dar lecciones de moral.
Al terminar la misa, los aldeanos salieron
fuera. El sol apretaba con fuerza ese día y la mayoría de la gente buscaba las
sombras de los árboles.
María estaba preguntándole a don Marcial si
sabía algo de la decisión del juez cuando Tristán y Candela se unieron a ellos.
-Espero que mañana nos diga algo –le informó
el hermano de don Anselmo-. No puede tardar mucho más en tomar una decisión.
La joven asintió.
Dolores Mirañar y su familia al completo
pasaron a su lado.
-Dolores, quieres dejar de estirar –le pidió
don Pedro ante las prisas de su esposa por salir de la iglesia-. Ahí dentro se
estaba mejor que aquí; que hace mucho calor.
Hipólito iba tras ellos, escuchando en
silencio. Su esposa Quintina se había quedado en casa cuidando del pequeño
Pedrín que había amanecido con unas décimas de fiebre.
-¡Ssshhhh! –le exigió su mujer, parándose
junto a Candela. De inmediato les dedicó una sonrisa de oreja a oreja-. Buenos
días. No esperaba verles hoy en misa pero me alegro.
-Buenos días, Dolores –le devolvió el saludo
Tristán, quien la conocía muy bien y comenzaba a temer por donde iba el
asunto-. De vez en cuando hay que acudir a la iglesia, usted ya sabe. Hay que
estar en paz con Dios.
-¡Ah! –la esposa de don Pedro ladeó la
cabeza y sus ojos parecieron iluminarse-. Esa es una buena razón, sí señor. Y…
dígame, don Tristán. ¿Qué se sabe de Gonzalo? ¿Cuándo le trasladan a prisión?
-Dolores –intervino Candela, molesta por las
preguntas-. Gonzalo no ha sido acusado todavía de nada. No pueden llevarle a
prisión. Además, existen pruebas que demuestran su inocencia y muy pronto
saldrá en libertad –se volvió hacia el abogado buscando su apoyo-. ¿No es así,
don Marcial?
El hermano de don Anselmo asintió.
-Eso mismo les estaba contando –le dijo a
Dolores-, que el juez está tomando una decisión, pero que con las pruebas
presentadas no hay duda alguna de que Gonzalo no es ese al que llaman el
Anarquista.
-Tonterías –se escuchó la voz de la
Montenegro.
Los presentes se volvieron y se toparon con
ella. La señora se abanicaba mientras les lanzaba una mirada de desprecio.
Candela sintió como su esposo tensaba el
cuerpo al ver a su madre. María frunció el ceño, contrariada y los Mirañar
asistían como meros espectadores al encuentro.
-Pedro, Pedro –murmuró Dolores, viendo que
se avecinaba un encontronazo entre los presentes-. No pierdas puntada que esto
se pone interesante.
-No me miréis así –continuó Francisca, dando
un paso hacia ellos-. Hay que tener poca vergüenza para presentaros en la
iglesia como si nada cuando uno de los miembros de vuestra familia es un vulgar
delincuente que ha intentado matarme.
Tristán sintió un sabor amargo en la boca al
escuchar las infamias de su madre. ¿Cómo se podía calumniar con tanta facilidad
a una persona inocente? Sus latidos se descontrolaron. Candela supo lo que
estaba sintiendo y le cogió del brazo para detenerle, sin embargo era demasiado
tarde.
-Antes de hablar de mi hijo o de cualquier
miembro de mi familia, debería mirarse al espejo. Veo que de nada sirve que
acuda cada domingo a misa si los sermones de don Anselmo no hacen mella en
usted -hizo una leve pausa y recitó-: Quien esté libre de pecado que tire la
primera piedra. ¿Acaso usted lo está, madre? ¿O es que ha perdido ya la
cuenta de todos sus pecados y por eso no los recuerda?
Los aldeanos asistían a aquel enfrentamiento
verbal entre madre e hijo, con el corazón encogido.
Francisca apretó los labios con fuerza. No
iba a permitir que su propio hijo la humillase frente a todo el pueblo.
Pero Tristán parecía no haber terminado de
increparla. Llevaba muchos años callado y ya era hora de que todo el mundo
supiese la verdad. La verdad sobre quien era realmente Francisca Montenegro.
-¿No recuerda que la primera delincuente de
este pueblo es usted misma? Todos sabemos que tras la muerte de Pepa se
encuentra su mano. Unas manos manchadas de sangre –le soltó su hijo. Su mirada
destilaba todo el rencor acumulado durante tantos años. Tiempo atrás había
querido a su madre, habría dado la vida por ella, pero el amor enfermizo de
Francisca por su hijo les había alejado hasta el punto de convertirles en dos
extraños.
-¡¿Cómo te atreves?! –murmuró la señora,
perdiendo el semblante altivo-. ¡Calumnias! ¡Todo calumnias! Y contra tu propia
madre. Debería de denunciarte por ello.
-No se haga ahora la mártir –siguió Tristán
quien no sentía ni una miaja de pena por ella-. Todos sabemos lo que odiaba a
mi esposa y que hizo lo indecible por separarnos… hasta que lo logró,
causándole la muerte –miró de reojo a Candela quien le tenía cogido de la
mano-. Y si quiere puede denunciarme; el que sea su hijo nunca ha sido un
impedimento para amargarnos la existencia.
Francisca negaba con la cabeza mientras los
aldeanos comenzaron a murmurar por lo bajo. Sabían de las desavenencias entre
los Castro y los Montenegro. Sin embargo siempre se habían mantenido alejados
en público, lavando los trapos sucios en la intimidad.
María no soportó por más tiempo lo que
estaba pasando e intervino.
-Tío, déjelo –le pidió. Tristán vio en su
mirada la súplica y se calmó-. No vale la pena.
Tristán asintió. Soltar aquello que durante
tantos años había guardado en su interior, le había liberado de repente. Se
había quitado un gran peso de encima. Había sido cruel, sí. Pero no sentía
lástima. Ya no.
Entonces fue la Montenegro quien se dirigió
a la esposa de Gonzalo.
-Y tú –la increpó la señora. María se volvió
hacia ella-. ¿También vas a ponerte de su parte? ¡Eres una desagradecida! –alzó
más la voz para que todo el mundo se enterase-. Yo que me desviví por ti, que
te di todo el amor de una madre porque la tuya no dudó ni un instante en
dejarte bajo mi tutela… y me lo pagas así, uniéndote a estos desagradecidos que
solo saben lanzar mentiras contra mi persona.
María negó con la cabeza, hastiada.
-Aquí la única “mentira” es usted, Francisca
–repuso la joven sin amilanarse-. Hace tiempo que sus palabras envenenadas ya
no surten efecto en mí. Sus opiniones dejaron de importarme hace mucho.
Francisca tragó saliva ante aquella
humillación a la que la estaban sometiendo. Se juró que pagarían por ello.
Nadie que osase hablarle de aquel modo salía indemne.
Iba a responderle a la que fuera su ahijada
cuando un fuerte sonido rompió el silencio.
Los presentes se volvieron en todas las
direcciones, buscando el origen de aquel ruido. Sabían que se trataba de un
tiro. Un tiro realizado cerca, muy cerca. Se miraron los unos a los otros,
atemorizados. Y lo primero que se preguntaron fue que si alguien había
resultado herido. En un primer momento parecían estar todos bien.
Se replegaron un poco bajo el porche de la
iglesia, tratando de ponerse a buen resguardo. No querían más sobresaltos.
Entonces alguien señaló hacia el horizonte,
a no más de veinte metros. La mirada de la gente se volvió en aquella
dirección. Algunos se llevaron una mano a la boca, sorprendidos. Otros se
colocaron frente a sus seres queridos para protegerles.
María frunció el ceño para vislumbrar mejor
lo que habían visto aquellas personas.
Sobre la loma más cercana a la ermita se
alzaba el encapuchado. Ataviado con sus vestimentas de siempre que le ocultaban
el rostro y portando en su mano una escopeta con la que apuntaba hacia ellos.
-El Anarquista, Pedro –musitó Dolores,
situada junto a María-. El Anarquista.
-Francisca Montenegro, por mucho que se
empeñe en darme caza, nunca lo conseguirá –declaró con su voz gruesa y firme,
dirigiéndose directamente hacia la señora de la Casona-. Han apresado a quien
no debían y si no quiere que alguien de su entorno pague las consecuencias,
será mejor que retire la demanda contra el señor Castro. Solo se lo advertiré
una vez. A la segunda, actuaré sin que me tiemble la mano, téngalo por seguro.
No sabe con quién se las está viendo. No amenazo en vano. No me gustan los
caciques y la gente como usted debe de ser erradicada de raíz. Retire la demanda
contra ese inocente o pronto tendrá noticias mías, de nuevo.
El Anarquista volvió a dar un tiro al aire.
La gente se asustó. Algunos giraron los rostros, otros se ocultaron y quienes
mantuvieron la mirada puesta en el enmascarado pudieron verle desaparecer por
detrás de la loma.
María sintió su corazón acelerado. Solo
entonces se dio cuenta de que Tristán y Candela estaban junto a ella,
protegiéndose mutuamente.
Su tío se volvió hacia ella.
-¿Estás bien? –se preocupó Tristán.
María asintió. Tenía la boca seca y se
sentía incapaz de pronunciar palabra alguna.
Se volvió hacia Francisca, esperando ver la
reacción de la señora. Su semblante se había vuelto pálido, sin embargo no
dejaba traslucir lo que realmente estaba pensando. El Anarquista acababa de amenazarla
públicamente. ¿Cedería la Montenegro? ¿Retiraría la denuncia contra Gonzalo tal
como acababa de exigirle el Anarquista? ¿Y si se negaba a hacerlo? ¿Qué habría
querido decir con que alguien de su entorno pagaría las consecuencias?
-¿Qué piensa hacer? –logró articular
finalmente María, dirigiéndose a Francisca-. Creo que con esto queda demostrada
la inocencia de Gonzalo. Todos hemos podido ver que ese individuo sigue suelto.
Francisca se volvió clavando una enigmática
mirada en María.
La joven hubiese deseado saber qué estaba
pasando en ese instante por la cabeza de la señora.
-Nadie… nadie, amenaza a la Montenegro
–declaró con firmeza y rabia-. Nadie me dice lo que tengo que hacer; y mucho
menos un delincuente del tres al cuarto.
La respuesta de la señora no sorprendió a
María. La conocía perfectamente. Una simple amenaza no haría mella en su
voluntad de hierro.
Una vez recuperados del susto, los aldeanos
volvieron al pueblo. La noticia de lo ocurrido no tardaría en circular por toda
la comarca, y más si Dolores Mirañar había estado presente.
Don Marcial se despidió de María, Tristán y
Candela. Después de lo ocurrido debía acudir inmediatamente al cuartelillo y
explicar lo que había pasado. Hipólito, como alcalde de Puente Viejo se ofreció
a acompañarle. La declaración de ambos serviría para demostrar que el famoso
Anarquista seguía en libertad.
-Volvamos al Jaral –les indicó Tristán a su
mujer y su sobrina-. Estaremos mejor en casa.
Las dos mujeres asintieron y juntos
regresaron a casa.
Habían pasado un mal momento, sin embargo
sentían un gran alivio al quedar demostrado, frente al pueblo, que Gonzalo no
era aquel bandido y que estaba encarcelado injustamente.
CONTINUARÁ...
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