jueves, 12 de marzo de 2015

CAPÍTULO 56 
La mañana amaneció soleada en Puente Viejo.
Era domingo y don Anselmo había preparado un sermón especial para los aldeanos. Quería hacerles ver que no había que juzgar a las personas tan a la ligera como muchos hacían. Lo ocurrido con Gonzalo se había convertido en la comidilla de todo el pueblo, y a los puenteviejinos les gustaba un cotilleo más que una buena comida. Por ello el buen hombre no dudó en hablarles a sus fieles de la parábola de San Juan, que todo el mundo reconocía por su célebre frase: Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Sabía que no debía usar su posición desde el púlpito para defender a alguien, sin embargo su cariño hacia Gonzalo le había hecho olvidar cualquier precaución; sin importarle las posibles represalias del obispado en caso de que su actuación llegase a sus oídos.
Y llegaría.

El sacerdote era consciente, y mucho más si Francisca Montenegro estaba presente en la homilía. La señora no permitiría que su párroco se saliese de la senda que debía seguir, y mucho menos si era para defender a su enemigo.
María había acudido a la parroquia como cada domingo; en esta ocasión la acompañaron Tristán y Candela. Ambos no eran muy devotos pero su tío pensó que en ausencia de Gonzalo, debían acudir juntos y demostrarles a sus vecinos que no tenían nada de qué avergonzarse; Gonzalo estaba preso, injustamente y ellos no iban a esconderse. Ese día les acompañaba don Marcial, ya que quiso hacerle una visita a su hermano y se encontró con ellos a la entrada de la ermita.
Por su parte, Francisca también asistió, aunque sola. En el último momento, Bosco había tenido que marcharse con Mauricio a las caballerizas debido a un pequeño contratiempo con uno de los potrillos que acababan de nacer e Isabel se había disculpado con la señora pues tampoco iría con ella. Al parecer, la muchacha se había levantado con un fuerte dolor de cabeza y ni siquiera se había levantado de la cama. Don Federico había marchado de nuevo a la capital y regresaba esa tarde, así que tampoco acudió a la misa del domingo.
Quienes no habían acudido a la misa eran Nicolás, Mariana y Rosario. El estado de la tía de María les impedía moverse de casa y ni Nicolás ni Rosario querían dejarla asolas, a pesar de la insistencia de Mariana a que no le pasaría nada por quedarse sola un rato.
Emilia y Alfonso tampoco solían ir. Ambos no eran muy devotos y excusaban su ausencia alegando que había que mantener la casa de comidas abierta y atender la posada.
Durante la misa, la Montenegro aguantó con gesto serio y contrariado el sermón de don Anselmo. Se dijo, para sí misma, que ya le dejaría claro al sacerdote que aquella apasionada defensa del que había sido su pupilo tiempo atrás, resultaba fuera de lugar y que su misión como sacerdote era leer las sagradas escrituras y dejarse de dar lecciones de moral.
Al terminar la misa, los aldeanos salieron fuera. El sol apretaba con fuerza ese día y la mayoría de la gente buscaba las sombras de los árboles.
María estaba preguntándole a don Marcial si sabía algo de la decisión del juez cuando Tristán y Candela se unieron a ellos.
-Espero que mañana nos diga algo –le informó el hermano de don Anselmo-. No puede tardar mucho más en tomar una decisión.
La joven asintió.

Dolores Mirañar y su familia al completo pasaron a su lado.
-Dolores, quieres dejar de estirar –le pidió don Pedro ante las prisas de su esposa por salir de la iglesia-. Ahí dentro se estaba mejor que aquí; que hace mucho calor.
Hipólito iba tras ellos, escuchando en silencio. Su esposa Quintina se había quedado en casa cuidando del pequeño Pedrín que había amanecido con unas décimas de fiebre.
-¡Ssshhhh! –le exigió su mujer, parándose junto a Candela. De inmediato les dedicó una sonrisa de oreja a oreja-. Buenos días. No esperaba verles hoy en misa pero me alegro.
-Buenos días, Dolores –le devolvió el saludo Tristán, quien la conocía muy bien y comenzaba a temer por donde iba el asunto-. De vez en cuando hay que acudir a la iglesia, usted ya sabe. Hay que estar en paz con Dios.
-¡Ah! –la esposa de don Pedro ladeó la cabeza y sus ojos parecieron iluminarse-. Esa es una buena razón, sí señor. Y… dígame, don Tristán. ¿Qué se sabe de Gonzalo? ¿Cuándo le trasladan a prisión?
-Dolores –intervino Candela, molesta por las preguntas-. Gonzalo no ha sido acusado todavía de nada. No pueden llevarle a prisión. Además, existen pruebas que demuestran su inocencia y muy pronto saldrá en libertad –se volvió hacia el abogado buscando su apoyo-. ¿No es así, don Marcial?
El hermano de don Anselmo asintió.
-Eso mismo les estaba contando –le dijo a Dolores-, que el juez está tomando una decisión, pero que con las pruebas presentadas no hay duda alguna de que Gonzalo no es ese al que llaman el Anarquista.
-Tonterías –se escuchó la voz de la Montenegro.
Los presentes se volvieron y se toparon con ella. La señora se abanicaba mientras les lanzaba una mirada de desprecio.
Candela sintió como su esposo tensaba el cuerpo al ver a su madre. María frunció el ceño, contrariada y los Mirañar asistían como meros espectadores al encuentro.
-Pedro, Pedro –murmuró Dolores, viendo que se avecinaba un encontronazo entre los presentes-. No pierdas puntada que esto se pone interesante.
-No me miréis así –continuó Francisca, dando un paso hacia ellos-. Hay que tener poca vergüenza para presentaros en la iglesia como si nada cuando uno de los miembros de vuestra familia es un vulgar delincuente que ha intentado matarme.
Tristán sintió un sabor amargo en la boca al escuchar las infamias de su madre. ¿Cómo se podía calumniar con tanta facilidad a una persona inocente? Sus latidos se descontrolaron. Candela supo lo que estaba sintiendo y le cogió del brazo para detenerle, sin embargo era demasiado tarde.
-Antes de hablar de mi hijo o de cualquier miembro de mi familia, debería mirarse al espejo. Veo que de nada sirve que acuda cada domingo a misa si los sermones de don Anselmo no hacen mella en usted  -hizo una leve pausa y recitó-: Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. ¿Acaso usted lo está, madre? ¿O es que ha perdido ya la cuenta de todos sus pecados y por eso no los recuerda?
Los aldeanos asistían a aquel enfrentamiento verbal entre madre e hijo, con el corazón encogido.

Francisca apretó los labios con fuerza. No iba a permitir que su propio hijo la humillase frente a todo el pueblo.
Pero Tristán parecía no haber terminado de increparla. Llevaba muchos años callado y ya era hora de que todo el mundo supiese la verdad. La verdad sobre quien era realmente Francisca Montenegro.
-¿No recuerda que la primera delincuente de este pueblo es usted misma? Todos sabemos que tras la muerte de Pepa se encuentra su mano. Unas manos manchadas de sangre –le soltó su hijo. Su mirada destilaba todo el rencor acumulado durante tantos años. Tiempo atrás había querido a su madre, habría dado la vida por ella, pero el amor enfermizo de Francisca por su hijo les había alejado hasta el punto de convertirles en dos extraños.
-¡¿Cómo te atreves?! –murmuró la señora, perdiendo el semblante altivo-. ¡Calumnias! ¡Todo calumnias! Y contra tu propia madre. Debería de denunciarte por ello.
-No se haga ahora la mártir –siguió Tristán quien no sentía ni una miaja de pena por ella-. Todos sabemos lo que odiaba a mi esposa y que hizo lo indecible por separarnos… hasta que lo logró, causándole la muerte –miró de reojo a Candela quien le tenía cogido de la mano-. Y si quiere puede denunciarme; el que sea su hijo nunca ha sido un impedimento para amargarnos la existencia.

Francisca negaba con la cabeza mientras los aldeanos comenzaron a murmurar por lo bajo. Sabían de las desavenencias entre los Castro y los Montenegro. Sin embargo siempre se habían mantenido alejados en público, lavando los trapos sucios en la intimidad.
María no soportó por más tiempo lo que estaba pasando e intervino.
-Tío, déjelo –le pidió. Tristán vio en su mirada la súplica y se calmó-. No vale la pena.
Tristán asintió. Soltar aquello que durante tantos años había guardado en su interior, le había liberado de repente. Se había quitado un gran peso de encima. Había sido cruel, sí. Pero no sentía lástima. Ya no.
Entonces fue la Montenegro quien se dirigió a la esposa de Gonzalo.
-Y tú –la increpó la señora. María se volvió hacia ella-. ¿También vas a ponerte de su parte? ¡Eres una desagradecida! –alzó más la voz para que todo el mundo se enterase-. Yo que me desviví por ti, que te di todo el amor de una madre porque la tuya no dudó ni un instante en dejarte bajo mi tutela… y me lo pagas así, uniéndote a estos desagradecidos que solo saben lanzar mentiras contra mi persona.
María negó con la cabeza, hastiada.
-Aquí la única “mentira” es usted, Francisca –repuso la joven sin amilanarse-. Hace tiempo que sus palabras envenenadas ya no surten efecto en mí. Sus opiniones dejaron de importarme hace mucho.
Francisca tragó saliva ante aquella humillación a la que la estaban sometiendo. Se juró que pagarían por ello. Nadie que osase hablarle de aquel modo salía indemne.
Iba a responderle a la que fuera su ahijada cuando un fuerte sonido rompió el silencio.
Los presentes se volvieron en todas las direcciones, buscando el origen de aquel ruido. Sabían que se trataba de un tiro. Un tiro realizado cerca, muy cerca. Se miraron los unos a los otros, atemorizados. Y lo primero que se preguntaron fue que si alguien había resultado herido. En un primer momento parecían estar todos bien.
Se replegaron un poco bajo el porche de la iglesia, tratando de ponerse a buen resguardo. No querían más sobresaltos.
Entonces alguien señaló hacia el horizonte, a no más de veinte metros. La mirada de la gente se volvió en aquella dirección. Algunos se llevaron una mano a la boca, sorprendidos. Otros se colocaron frente a sus seres queridos para protegerles.

María frunció el ceño para vislumbrar mejor lo que habían visto aquellas personas.
Sobre la loma más cercana a la ermita se alzaba el encapuchado. Ataviado con sus vestimentas de siempre que le ocultaban el rostro y portando en su mano una escopeta con la que apuntaba hacia ellos.
-El Anarquista, Pedro –musitó Dolores, situada junto a María-. El Anarquista.
-Francisca Montenegro, por mucho que se empeñe en darme caza, nunca lo conseguirá –declaró con su voz gruesa y firme, dirigiéndose directamente hacia la señora de la Casona-. Han apresado a quien no debían y si no quiere que alguien de su entorno pague las consecuencias, será mejor que retire la demanda contra el señor Castro. Solo se lo advertiré una vez. A la segunda, actuaré sin que me tiemble la mano, téngalo por seguro. No sabe con quién se las está viendo. No amenazo en vano. No me gustan los caciques y la gente como usted debe de ser erradicada de raíz. Retire la demanda contra ese inocente o pronto tendrá noticias mías, de nuevo.
El Anarquista volvió a dar un tiro al aire. La gente se asustó. Algunos giraron los rostros, otros se ocultaron y quienes mantuvieron la mirada puesta en el enmascarado pudieron verle desaparecer por detrás de la loma.
María sintió su corazón acelerado. Solo entonces se dio cuenta de que Tristán y Candela estaban junto a ella, protegiéndose mutuamente.
Su tío se volvió hacia ella.
-¿Estás bien? –se preocupó Tristán.
María asintió. Tenía la boca seca y se sentía incapaz de pronunciar palabra alguna.
Se volvió hacia Francisca, esperando ver la reacción de la señora. Su semblante se había vuelto pálido, sin embargo no dejaba traslucir lo que realmente estaba pensando. El Anarquista acababa de amenazarla públicamente. ¿Cedería la Montenegro? ¿Retiraría la denuncia contra Gonzalo tal como acababa de exigirle el Anarquista? ¿Y si se negaba a hacerlo? ¿Qué habría querido decir con que alguien de su entorno pagaría las consecuencias?
-¿Qué piensa hacer? –logró articular finalmente María, dirigiéndose a Francisca-. Creo que con esto queda demostrada la inocencia de Gonzalo. Todos hemos podido ver que ese individuo sigue suelto.
Francisca se volvió clavando una enigmática mirada en María.
La joven hubiese deseado saber qué estaba pasando en ese instante por la cabeza de la señora.
-Nadie… nadie, amenaza a la Montenegro –declaró con firmeza y rabia-. Nadie me dice lo que tengo que hacer; y mucho menos un delincuente del tres al cuarto.
La respuesta de la señora no sorprendió a María. La conocía perfectamente. Una simple amenaza no haría mella en su voluntad de hierro.
Una vez recuperados del susto, los aldeanos volvieron al pueblo. La noticia de lo ocurrido no tardaría en circular por toda la comarca, y más si Dolores Mirañar había estado presente.
Don Marcial se despidió de María, Tristán y Candela. Después de lo ocurrido debía acudir inmediatamente al cuartelillo y explicar lo que había pasado. Hipólito, como alcalde de Puente Viejo se ofreció a acompañarle. La declaración de ambos serviría para demostrar que el famoso Anarquista seguía en libertad.

-Volvamos al Jaral –les indicó Tristán a su mujer y su sobrina-. Estaremos mejor en casa.
Las dos mujeres asintieron y juntos regresaron a casa.
Habían pasado un mal momento, sin embargo sentían un gran alivio al quedar demostrado, frente al pueblo, que Gonzalo no era aquel bandido y que estaba encarcelado injustamente.

 CONTINUARÁ...

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