CAPÍTULO 57
Fe subía de la cocina para dirigirse hacia
el salón a atender a Bosco y su prometida cuando escuchó el ruido del motor del
coche. Se acercó a una de las ventanas y vio a la señora bajarse del automóvil.
Enseguida supo que algo no iba bien.
La Montenegro caminaba con rapidez hacia la
casa y con el gesto torcido; así como la cólera que emanaba de sus ojos, no
presagiaban nada bueno.
Fe tragó saliva y se apresuró a abrirle la
puerta. Algo le decía que era mejor hacerlo cuanto antes, porque sino el
rapapolvo que le caería sería de órdago.
La señora cruzó la puerta hecha una furia, y
le entregó el bolso y el abrigo a la criada de malos modos.
-¡MAURICIO! –gritó sin miramientos-.
¡MAURICIO!
El capataz llegó enseguida de las cuadras.
Había visto parar el coche desde allí y enseguida se dirigió a la Casona.
-Señora –dijo el capataz, tragando saliva.
Por sus gritos sabía que algo gordo había sucedido.
La Montenegro pasó al salón y Mauricio le
hizo un gesto a Fe con la cabeza para que regresara a la cocina, pues ya se
encargaría él de aguantar el mal humor de la señora.
La doncella no le replicó y desapareció
escaleras abajo.
Al entrar en el salón, doña Francisca se
encontró con Bosco e Isabel que estaban leyendo en silencio. La pareja hacía
días que apenas cruzaba palabra. Ambos sabían que tarde o temprano tendrían que
fijar una fecha para su boda, pero ninguno de ellos estaba por la labor de dar
el primer paso; de manera que habían optado por el silencio. Era la mejor
manera de comunicarse entre ellos.
Al ver el semblante de la señora, Bosco dejó
el libro sobre la mesa y se levantó.
-¿Qué ha ocurrido, señora? –preguntó,
preocupado.
Isabel cerró su libro y levantó la cabeza
hacia la Montenegro, que seguía alterada y miraba a todos lados sin saber qué
hacer. Finalmente se decidió por servirse una copa de coñac para ver si lograba
calmarse.
-¿Que qué ha pasado? –repitió ella alzando
la voz mientras tomaba un gran sorbo del licor-. Que ese bandido de tres al
cuarto se ha presentado en la iglesia y ha tenido la desvergüenza de amenazarme
en público.
-¿Cómo? –se sorprendió Bosco, quien miró de
reojo a Mauricio. El capataz tampoco daba crédito a lo que estaba escuchando-.
Pero eso no puede ser… pero si el Anarquista está en prisión.
-¿Está segura, señora? –insistió Mauricio-.
Igual…
La Montenegro se volvió hacia su capataz y
le lanzó una mirada cargada de furia.
-¿Acaso insinúas que me lo estoy inventando,
Mauricio? –murmuró controlando su mal humor sin éxito.
-No señora –se apresuró a decir el capataz,
avergonzado-. Es solo que…
-Lo que Mauricio trata de decirle es que es
extraño que ese bandido se presente cuando todo el mundo sabe que está en
prisión.
-Pues todo el mundo ha podido verle –recalcó
la señora, volviendo a tomar otro trago. Por mucho que bebiese, el disgusto que
llevaba no se lo quitaba nadie-. Todo el pueblo estaba allí y ha podido
comprobar con sus propios ojos que ese Anarquista sigue suelto; y que encima ha
osado amenazarme para que quite la denuncia contra Gonzalo.
Isabel tragó saliva, asustada. Había
escuchado a la señora en silencio. Sus peores presagios se estaban convirtiendo
en realidad. María Castañeda la había avisado y ella no había querido
escucharla: el bandido seguía libre y eso podía significar que…
-Isabel, ¿te encuentras bien? –le preguntó
de repente Bosco. La joven había palidecido y sin darse cuenta el libro que
sostenía en sus manos había caído al suelo.
-Yo… -se levantó con la idea de excusarse y
subir a su cuarto cuando sintió que todo a su alrededor se nublaba y que un
sudor frío le recorría el cuerpo de arriba abajo.
Bosco, viéndolo venir, reaccionó a tiempo y
la cogió en brazos.
-¡Isabel, Isabel! –trató de reanimarla.
La muchacha abrió los ojos lentamente,
desorientada. Apenas había sido un vahído de unos segundos. Sentía la boca
seca.
-Agua… -murmuró.
Sin que nadie se lo ordenase, Mauricio se
apresuró a llenarle un vaso y pasárselo a la prometida de Bosco. Por su parte,
Francisca asistía a la escena con cansancio. Lo último que necesitaba en ese
instante era el numerito que estaba montando Isabel. Bastantes problemas tenía
ya como para preocuparse por un simple desmayo.
-Mauricio, te espero en el despacho –le dijo
a su capataz dirigiéndose hacia allí.
Tras echarle un último vistazo a la pareja,
Mauricio siguió a la señora. Mientras, Bosco convenció a Isabel para que
subiese a su cuarto a descansar. Sin que ella se lo dijese, el muchacho sabía
que la noticia de que Gonzalo no era el Anarquista le había afectado más de lo
que quería aparentar. Intuía que su prometida tenía miedo de que el verdadero
bandido quisiera pedirle explicaciones por traicionarle. Según les había
contado ella, se había ganado la confianza del bandido, prometiéndole la clave
para abrir la caja fuerte del despacho de la señora. Lo que nadie sabía era qué
ganaba ella. ¿Qué le habría pedido al Anarquista a cambio de su ayuda?
Mauricio cerró la puerta tras entrar en el
despacho y se volvió hacia la señora quien estaba marcando para hablar con
teléfono. El capataz esperó, pacientemente.
-Chelo, ponme con el abogado Jiménez –le exigió
Francisca que no estaba para escuchar los cotilleos de la mujer que llevaba la
centralita.
Segundos después el abogado ya estaba al
otro lado de la línea. La Montenegro le puso al tanto de lo ocurrido en la
iglesia y le pidió que se informase al instante de que Gonzalo continuaba en
prisión y que no había sido él quien la había amenazado frente a todo el mundo.
Después de colgar, la señora soltó un
suspiro.
-Señora –Mauricio se atrevió finalmente a
hablar; Francisca le lanzó una mirada severa, de las que congelaban, sin
embargo, el capataz continuó-: cree que su nieto se haya podido escapar de
prisión.
La Montenegro arrugó la nariz y tomó
asiento.
-No lo creo –declaró finalmente-. Pero, de
todos modos, no está de más asegurarnos –negó con la cabeza. Por culta de todo
lo sucedido comenzaba a tener un terrible dolor de cabeza-. ¡Maldita sea! Todo
estaba saliendo a la perfección. ¿Por qué ha tenido que aparecer ese maldito
Anarquista? Tenía a Martincito en mis manos y ahora… pero que no crea ni por un
momento que voy a quitar la denuncia contra él, por mucho que ese enmascarado
haya osado amenazarme.
Mauricio la escuchaba en silencio. La verdad
era que desde que habían cogido a Gonzalo intentando robar en la Casona, se
había preguntado si de verdad el hijo de Tristán era aquel famoso bandido.
Ahora se daba cuenta de que sus sospechas eran ciertas y que Gonzalo era
inocente de lo que se le acusaba. Alguien le había tendido una trampa y él
había caído, cegado por sus ansias de destruir a la Montenegro.
Alguien llamó a la puerta y enseguida se
abrió, sin esperar respuesta. Se trataba de Bosco. El joven entró en el
despacho.
-He dejado a Isabel descansando –le explicó
a la señora-. Todo este asunto del Anarquista la tiene alterada. Le he pedido a
Fe que le suba una tila.
La Montenegro asintió.
-Siéntate, hijo –le pidió ella, más calmada.
Tan solo la presencia de su nieto lograba apaciguarla en algunas ocasiones-. No
sabes lo mal que lo he pasado –teatralizó como era su costumbre. Sabía que con
él, la lástima surtía efecto-. Antes no he querido decir nada frente a tu
prometida pero… antes de que ese Anarquista apareciese en la iglesia he tenido
un desagradable encuentro con mi hijo y María –su rostro se contrajo en un
gesto de disgusto-. Tenías que haberles visto… nunca antes me había sentido tan
humillada, acusándome de tantas barbaridades frente a todo el pueblo… yo que
siempre me he desvivido por ellos y me lo pagan lanzando improperios contra mi
persona.
Mauricio asistía en silencio a aquella
actuación. Llevaba demasiados años bajo el mandato de la señora como para saber
que si su hijo Tristán y María le habían dicho algo sería porque ella les
habría provocado de antemano.
-Si yo hubiese estado allí… -se quejó Bosco,
comenzando a alterarse-. No habrían tenido valor para atacarla. Lo siento mucho
señora, por lo que voy a decirle, pero ambos son un par de desagradecidos.
-Lo sé, querido –le disculpó ella-; sé que
no debería de dolerme su odio hacia mí, pero que voy a hacerle... soy una vieja
sentimental.
-Y yo que iba a decirle que si Gonzalo era
inocente debíamos quitar la demanda contra él, ya que pese a ser culpable de
entrar aquí, podíamos haberle dejado marchar sin mayores consecuencias; sin
embargo, después de este agravio hacia su persona, no merecen que les tendamos
la mano –declaró su protegido, avergonzado por haber pensado en aquella
posibilidad.
La señora entrecerró los ojos. Lo último que
pensaba en ese momento era dejar que Gonzalo saliese de prisión. Le tenía en
sus manos y tan solo ella podía darle la libertad; una libertad que jamás
obtendría mientras ella siguiese con vida.
-Le he pedido a Jiménez que averigüe en el
cuartelillo si todo sigue igual y que se cerciore de que Gonzalo no se haya
escapado –le comunico Francisca. Bosco asintió en silencio-. Me harías el
favor, querido, de acudir allí y ver que cumple con su tarea.
Su protegido no lo dudó ni un instante.
-Por supuesto, ahora mismo iré al
cuartelillo. No se preocupe, señora.
El muchacho se despidió de la Montenegro y
salió hacia el cuartelillo.
Nada más quedarse asolas de nuevo, Francisca
se dirigió hacia Mauricio quien había vuelto a cerrar la puerta.
-Quiero que organices una cuadrilla, con tus
mejores hombres, que revisen cada rincón de la comarca, si es necesario; pero
quiero que encuentren a ese bandido y me traigan su cabeza.
-Como usted ordene, señora –obedeció el
capataz, deseando salir de allí cuanto antes-. Ahora mismo me pongo con ello.
-Antes, una cosa más –le detuvo la
Montenegro. Mauricio se volvió hacia ella quien le dedicó una dura mirada-. No
creas que no me he dado cuenta de cómo me has mirado cuando le he contado a
Bosco lo que me han hecho Tristán y María.
-Señora yo…
-Solo espero que no se te ocurra llenarle a
Bosco la cabeza con “tonterías” –terminó diciéndole.
-No se preocupe, doña Francisca –respondió
el capataz, solícito-. No es mi costumbre meterme en asuntos familiares.
-Eso espero, Mauricio porque sería una
lástima que después de tantos años tuviese que prescindir de tus servicios por
una “tontería”.
El capataz tragó saliva. Las amenazas de la
señora había que tenerlas en cuenta. Si quería mantener su puesto en la Casona
lo mejor era dejar los asuntos de los señores para ellos.
Tras hacerle un gesto con la cabeza,
Mauricio partió hacia las caballerizas para organizar la cuadrilla que le había
ordenado la señora.
No a muchas leguas de allí, los habitantes
del Jaral llegaron a casa con la esperanza de que muy pronto se produciría un
cambio en la situación de Gonzalo.
Lo ocurrido a la salida de la iglesia con la
aparición del Anarquista les había devuelto la esperanza. Había quedado
demostrado delante de todo el pueblo que las acusaciones contra Gonzalo eran
falsas; él no era el famoso bandido. Fuese quien fuese el enmascarado, seguía
en libertad dispuesto a todo por lograr sus objetivos.
-Debemos de ser cautos –declaró Tristán,
tratando de mantener la calma-. Es cierto que lo que ha pasado ayudará a la
defensa de Martín; sin embargo… sigue siendo culpable de allanamiento. Y esa
acusación sigue dependiendo desgraciadamente de mi madre.
María asintió lentamente. Ella también había
sentido un gran alivio al ver al Anarquista en la iglesia. En aquel momento su
primer pensamiento fue para Gonzalo: muy pronto estaría de vuelta en casa,
pensó. Sin embargo, el júbilo inicial se fue apagando al recordar que pese a
todo estaba la Montenegro por el medio y no dejaría que su nieto saliera en
libertad tan fácilmente.
-Esperemos a ver qué noticias nos trae don
Marcial –declaró la muchacha.
El abogado había marchado al cuartelillo
junto a Hipólito para contar lo ocurrido. Con sus declaraciones y las pruebas
presentadas anteriormente, el juez no tendría más remedio que declarar a
Gonzalo inocente de la acusación de ser el Anarquista.
-Ahora tan solo hay que esperar que la
Montenegro retire la otra demanda –habló Candela, quien sabía lo difícil que
sería ver cumplido su deseo.
-Algo me dice que muy pronto Gonzalo estará
junto a nosotros –dijo María, quien también sabía que Francisca no retiraría la
denuncia así como así.
Tristán frunció el ceño, preguntándose cómo
podía estar tan segura su sobrina de ello.
-Sobrina, ya has escuchado a mi madre. Nadie
le va a hacer cambiar de opinión. Ese bandido puede amenazarla todo lo que
quiera, que antes morirá que dar su brazo a torcer.
María se mordió el labio inferior,
pensativa. Su tío tenía razón. Francisca moriría antes que dejar en libertad a
su nieto.
El llanto de Esperanza se escuchó de
repente. María alzó la mirada hacia el piso superior.
-Se habrá despertado y tendrá hambre –dijo
la joven-. Voy a verla.
-Esperemos que Gonzalo pueda estar pronto
entre nosotros –dijo Candela en voz alta cuando se quedó asolas con su esposo.
Tristán tenía el semblante serio y
preocupado.
-¿Qué pasa, cariño? ¿Acaso no lo crees?
-No es eso, Candela –declaró Tristán,
sentándose en el sillón. Su esposa le siguió hasta el sofá y esperó que
continuase-. Lo que me preocupa es lo que haga mi madre ahora. Ese bandido la
ha amenazado con hacerle daño a alguien que ella aprecie. ¿Crees que
claudicará? –Tristán negó con la cabeza-. Jamás lo hará.
-Pero el Anarquista ha amenazado con hacerle
algo a alguien de su alrededor.
-Simples amenazas –le quitó importancia su
esposo-. Unas palabras que se las llevará el viento y mi madre lo sabe. La
conozco, mi amor, y hará todo lo posible por mantener a mi hijo encerrado.
Tenemos que estar preparados ante la que se nos viene encima.
Candela posó una mano sobre la de Tristán,
mostrándole su afecto.
María regresó en ese momento, llevando a
Esperanza en brazos. Los ojitos de la niña estaban algo enrojecidos, señal de
que terminaba de despertarse llorando.
-¿Qué le pasa a mi pequeña? –preguntó
Tristán pidiéndole a María que se la pasase. La niña casi se lanzó en brazos de
su abuelo.
-¿Qué le va a pasar, tío? –le devolvió la
pregunta su sobrina dejando el biberón encima de la mesa-. Que echa de menos a
su padre.
Candela, cerca de Esperanza, le acarició el
bracito.
-Pobre criatura. Tan pequeñita que ni puede
decirlo pero es quién más siente su ausencia.
María iba a decirle que era cierto cuando se
escuchó la campanilla de la puerta. Una de las criadas pasó a abrir y segundos
después, don Marcial entró en el salón.
El rostro serio del abogado parecía decirlo
todo.
-Don Marcial… ¿Qué ha pasado? –le preguntó
María sin apenas saludarle-.¿Acaso el juez no ha querido escucharles?
-No, no es eso –le dijo con rapidez-. Es
juez ha admitido la declaración del señor alcalde y la mía propia. Supongo que
con ellas y las pruebas que ya habíamos presentado con anterioridad, Gonzalo
queda libre de la acusación que pesaba sobre él –hizo una leve pausa. Todos
sabían que ahora venía la parte negativa, la que no querían escuchar-. Pero
mientras estábamos allí, han llegado Jiménez y Bosco para dejar claro que la
denuncia por allanamiento no iban a quitarla.
Las escasas esperanzas que tenían de ver a
Gonzalo pronto en casa se esfumaron de golpe. Sabían que la Montenegro no daría
su brazo a torcer con tanta facilidad.
María sintió el frío recorriéndole el cuerpo
y apoderándose de ella. Cuando quiso darse cuenta, todo a su alrededor se
difuminó en miles de colores; estaba a punto de perder el equilibrio cuando
Candela la sujetó por el brazo.
-¡Chiquilla! –dijo alertada por el vahído
que acababa de sufrir.
El rostro de María se volvió pálido como la
cera y la esposa de Tristán la ayudó a sentarse. Inmediatamente, Tristán dejó a
Esperanza en el sofá y acudió a ayudar a Candela.
-Don Marcial por favor llame a la doncella
para que traiga un vaso de agua –le pidió el padre de Gonzalo.
El abogado asintió.
-Como no, voy enseguida –el buen hombre
salió hacia las cocinas y poco después regresaba con Matilde, una de las
criadas.
Mientras, Candela y su esposo habían estado
abanicando a María, quien poco a poco parecía recobrar el color sonrosado de
sus mejillas.
Matilde le tendió un vaso con agua a
Tristán, que inmediatamente le dio de beber a su sobrina.
-¿Te encuentras mejor, María? –le preguntó
su suegro, preocupado por su desmayo.
La esposa de Gonzalo tenía un nudo en la
garganta que le impedía hablar. Habían sido demasiadas emociones ese día.
Primero el desafortunado encuentro con doña Francisca, seguidamente la
aparición del Anarquista amenazando a la señora. Y ahora que parecía ver la luz
al final de aquel túnel, se daba cuenta de lo ilusos que habían sido.
-Ya me encuentro mucho mejor –declaró María,
tratando de tranquilizarle-. Ha debido de ser una bajada de tensión. Demasiadas
emociones hemos tenido.
-Deberíamos llamar al doctor Zabaleta
–insistió su tío-. Ya van dos desmayos en poco tiempo. No estaría de más que te
hiciera un reconocimiento para desechar que tengas algo preocupante.
Su sobrina se levantó del sofá, con cierta
dificultad.
-Mañana mismo iré a su consulta, tío. No se
preocupe. Aunque estoy segura que se trata de un simple desvanecimiento. Debo
de admitir que estos días no estoy comiendo bien. Lo de Gonzalo me tiene con el
estómago cerrado; tanto que incluso he perdido el apetito.
-Pues mayor razón para que vayas a ver al
médico –intervino Candela mientras la joven cogía a su hija en brazos, puesto
que era lo único que le devolvía algo de paz-. Igual el doctor puede darte
algunas gotas para que todo vuelva a la normalidad.
La esposa de Gonzalo forzó una débil sonrisa
antes de volverse hacia don Marcial, de quien parecía que se habían olvidado.
-Don Marcial, ¿qué podemos hacer por
Gonzalo? –le preguntó al abogado.
El hermano de don Anselmo apretó los labios
en un gesto de disgusto.
-Ojalá pudiera darte buenas noticias, María;
pero… si la Montenegro no retira su denuncia, eso solo significará una cosa:
que vamos a juicio y entonces será el juez el que decida el futuro de Gonzalo.
Y tal como están las cosas… no pinta nada bien.
-¿No hay ninguna manera de hacerle ver al
juez que si Gonzalo hizo lo que hizo fue porque estaba desesperado por ayudar a
los trabajadores del ferrocarril? –quiso saber Candela-. Quizá así decida ser
más benevolente con él.
Tristán se acercó a su esposa.
-El problema es que en estos lares, el juez
dicta la sentencia que la Montenegro elije.
Don Marcial asintió débilmente.
Todo el mundo sabía que llegar a juicio con Francisca
era sinónimo de ir a prisión. Ella era el juez en aquellas tierras y de ella
dependía que Gonzalo fuese declarado inocente en el juicio.
María no dijo nada. Sus pensamientos volaron
a otro lado mientras acariciaba la cabecita de su hija con sus labios.
Sabía que la libertad de Gonzalo pasaba por
otra salida. Y solo ella tenía la llave para conseguirla.
CONTINUARÁ...
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