sábado, 14 de marzo de 2015

CAPÍTULO 57 
Fe subía de la cocina para dirigirse hacia el salón a atender a Bosco y su prometida cuando escuchó el ruido del motor del coche. Se acercó a una de las ventanas y vio a la señora bajarse del automóvil.
Enseguida supo que algo no iba bien.
La Montenegro caminaba con rapidez hacia la casa y con el gesto torcido; así como la cólera que emanaba de sus ojos, no presagiaban nada bueno.
Fe tragó saliva y se apresuró a abrirle la puerta. Algo le decía que era mejor hacerlo cuanto antes, porque sino el rapapolvo que le caería sería de órdago.
La señora cruzó la puerta hecha una furia, y le entregó el bolso y el abrigo a la criada de malos modos.
-¡MAURICIO! –gritó sin miramientos-. ¡MAURICIO!
El capataz llegó enseguida de las cuadras. Había visto parar el coche desde allí y enseguida se dirigió a la Casona.
-Señora –dijo el capataz, tragando saliva. Por sus gritos sabía que algo gordo había sucedido.
La Montenegro pasó al salón y Mauricio le hizo un gesto a Fe con la cabeza para que regresara a la cocina, pues ya se encargaría él de aguantar el mal humor de la señora.

La doncella no le replicó y desapareció escaleras abajo.
Al entrar en el salón, doña Francisca se encontró con Bosco e Isabel que estaban leyendo en silencio. La pareja hacía días que apenas cruzaba palabra. Ambos sabían que tarde o temprano tendrían que fijar una fecha para su boda, pero ninguno de ellos estaba por la labor de dar el primer paso; de manera que habían optado por el silencio. Era la mejor manera de comunicarse entre ellos.
Al ver el semblante de la señora, Bosco dejó el libro sobre la mesa y se levantó.
-¿Qué ha ocurrido, señora? –preguntó, preocupado.
Isabel cerró su libro y levantó la cabeza hacia la Montenegro, que seguía alterada y miraba a todos lados sin saber qué hacer. Finalmente se decidió por servirse una copa de coñac para ver si lograba calmarse.
-¿Que qué ha pasado? –repitió ella alzando la voz mientras tomaba un gran sorbo del licor-. Que ese bandido de tres al cuarto se ha presentado en la iglesia y ha tenido la desvergüenza de amenazarme en público.
-¿Cómo? –se sorprendió Bosco, quien miró de reojo a Mauricio. El capataz tampoco daba crédito a lo que estaba escuchando-. Pero eso no puede ser… pero si el Anarquista está en prisión.
-¿Está segura, señora? –insistió Mauricio-. Igual…
La Montenegro se volvió hacia su capataz y le lanzó una mirada cargada de furia.
-¿Acaso insinúas que me lo estoy inventando, Mauricio? –murmuró controlando su mal humor sin éxito.
-No señora –se apresuró a decir el capataz, avergonzado-. Es solo que…
-Lo que Mauricio trata de decirle es que es extraño que ese bandido se presente cuando todo el mundo sabe que está en prisión.
-Pues todo el mundo ha podido verle –recalcó la señora, volviendo a tomar otro trago. Por mucho que bebiese, el disgusto que llevaba no se lo quitaba nadie-. Todo el pueblo estaba allí y ha podido comprobar con sus propios ojos que ese Anarquista sigue suelto; y que encima ha osado amenazarme para que quite la denuncia contra Gonzalo.
Isabel tragó saliva, asustada. Había escuchado a la señora en silencio. Sus peores presagios se estaban convirtiendo en realidad. María Castañeda la había avisado y ella no había querido escucharla: el bandido seguía libre y eso podía significar que…

-Isabel, ¿te encuentras bien? –le preguntó de repente Bosco. La joven había palidecido y sin darse cuenta el libro que sostenía en sus manos había caído al suelo.
-Yo… -se levantó con la idea de excusarse y subir a su cuarto cuando sintió que todo a su alrededor se nublaba y que un sudor frío le recorría el cuerpo de arriba abajo.
Bosco, viéndolo venir, reaccionó a tiempo y la cogió en brazos.
-¡Isabel, Isabel! –trató de reanimarla.
La muchacha abrió los ojos lentamente, desorientada. Apenas había sido un vahído de unos segundos. Sentía la boca seca.
-Agua… -murmuró.
Sin que nadie se lo ordenase, Mauricio se apresuró a llenarle un vaso y pasárselo a la prometida de Bosco. Por su parte, Francisca asistía a la escena con cansancio. Lo último que necesitaba en ese instante era el numerito que estaba montando Isabel. Bastantes problemas tenía ya como para preocuparse por un simple desmayo.
-Mauricio, te espero en el despacho –le dijo a su capataz dirigiéndose hacia allí.
Tras echarle un último vistazo a la pareja, Mauricio siguió a la señora. Mientras, Bosco convenció a Isabel para que subiese a su cuarto a descansar. Sin que ella se lo dijese, el muchacho sabía que la noticia de que Gonzalo no era el Anarquista le había afectado más de lo que quería aparentar. Intuía que su prometida tenía miedo de que el verdadero bandido quisiera pedirle explicaciones por traicionarle. Según les había contado ella, se había ganado la confianza del bandido, prometiéndole la clave para abrir la caja fuerte del despacho de la señora. Lo que nadie sabía era qué ganaba ella. ¿Qué le habría pedido al Anarquista a cambio de su ayuda?
Mauricio cerró la puerta tras entrar en el despacho y se volvió hacia la señora quien estaba marcando para hablar con teléfono. El capataz esperó, pacientemente.
-Chelo, ponme con el abogado Jiménez –le exigió Francisca que no estaba para escuchar los cotilleos de la mujer que llevaba la centralita.
Segundos después el abogado ya estaba al otro lado de la línea. La Montenegro le puso al tanto de lo ocurrido en la iglesia y le pidió que se informase al instante de que Gonzalo continuaba en prisión y que no había sido él quien la había amenazado frente a todo el mundo.
Después de colgar, la señora soltó un suspiro.
-Señora –Mauricio se atrevió finalmente a hablar; Francisca le lanzó una mirada severa, de las que congelaban, sin embargo, el capataz continuó-: cree que su nieto se haya podido escapar de prisión.

La Montenegro arrugó la nariz y tomó asiento.
-No lo creo –declaró finalmente-. Pero, de todos modos, no está de más asegurarnos –negó con la cabeza. Por culta de todo lo sucedido comenzaba a tener un terrible dolor de cabeza-. ¡Maldita sea! Todo estaba saliendo a la perfección. ¿Por qué ha tenido que aparecer ese maldito Anarquista? Tenía a Martincito en mis manos y ahora… pero que no crea ni por un momento que voy a quitar la denuncia contra él, por mucho que ese enmascarado haya osado amenazarme.
Mauricio la escuchaba en silencio. La verdad era que desde que habían cogido a Gonzalo intentando robar en la Casona, se había preguntado si de verdad el hijo de Tristán era aquel famoso bandido. Ahora se daba cuenta de que sus sospechas eran ciertas y que Gonzalo era inocente de lo que se le acusaba. Alguien le había tendido una trampa y él había caído, cegado por sus ansias de destruir a la Montenegro.
Alguien llamó a la puerta y enseguida se abrió, sin esperar respuesta. Se trataba de Bosco. El joven entró en el despacho.
-He dejado a Isabel descansando –le explicó a la señora-. Todo este asunto del Anarquista la tiene alterada. Le he pedido a Fe que le suba una tila.
La Montenegro asintió.
-Siéntate, hijo –le pidió ella, más calmada. Tan solo la presencia de su nieto lograba apaciguarla en algunas ocasiones-. No sabes lo mal que lo he pasado –teatralizó como era su costumbre. Sabía que con él, la lástima surtía efecto-. Antes no he querido decir nada frente a tu prometida pero… antes de que ese Anarquista apareciese en la iglesia he tenido un desagradable encuentro con mi hijo y María –su rostro se contrajo en un gesto de disgusto-. Tenías que haberles visto… nunca antes me había sentido tan humillada, acusándome de tantas barbaridades frente a todo el pueblo… yo que siempre me he desvivido por ellos y me lo pagan lanzando improperios contra mi persona.
Mauricio asistía en silencio a aquella actuación. Llevaba demasiados años bajo el mandato de la señora como para saber que si su hijo Tristán y María le habían dicho algo sería porque ella les habría provocado de antemano.

-Si yo hubiese estado allí… -se quejó Bosco, comenzando a alterarse-. No habrían tenido valor para atacarla. Lo siento mucho señora, por lo que voy a decirle, pero ambos son un par de desagradecidos.
-Lo sé, querido –le disculpó ella-; sé que no debería de dolerme su odio hacia mí, pero que voy a hacerle... soy una vieja sentimental.
-Y yo que iba a decirle que si Gonzalo era inocente debíamos quitar la demanda contra él, ya que pese a ser culpable de entrar aquí, podíamos haberle dejado marchar sin mayores consecuencias; sin embargo, después de este agravio hacia su persona, no merecen que les tendamos la mano –declaró su protegido, avergonzado por haber pensado en aquella posibilidad.
La señora entrecerró los ojos. Lo último que pensaba en ese momento era dejar que Gonzalo saliese de prisión. Le tenía en sus manos y tan solo ella podía darle la libertad; una libertad que jamás obtendría mientras ella siguiese con vida.
-Le he pedido a Jiménez que averigüe en el cuartelillo si todo sigue igual y que se cerciore de que Gonzalo no se haya escapado –le comunico Francisca. Bosco asintió en silencio-. Me harías el favor, querido, de acudir allí y ver que cumple con su tarea.
Su protegido no lo dudó ni un instante.
-Por supuesto, ahora mismo iré al cuartelillo. No se preocupe, señora.
El muchacho se despidió de la Montenegro y salió hacia el cuartelillo.
Nada más quedarse asolas de nuevo, Francisca se dirigió hacia Mauricio quien había vuelto a cerrar la puerta.
-Quiero que organices una cuadrilla, con tus mejores hombres, que revisen cada rincón de la comarca, si es necesario; pero quiero que encuentren a ese bandido y me traigan su cabeza.
-Como usted ordene, señora –obedeció el capataz, deseando salir de allí cuanto antes-. Ahora mismo me pongo con ello.
-Antes, una cosa más –le detuvo la Montenegro. Mauricio se volvió hacia ella quien le dedicó una dura mirada-. No creas que no me he dado cuenta de cómo me has mirado cuando le he contado a Bosco lo que me han hecho Tristán y María.
-Señora yo…
-Solo espero que no se te ocurra llenarle a Bosco la cabeza con “tonterías” –terminó diciéndole.

-No se preocupe, doña Francisca –respondió el capataz, solícito-. No es mi costumbre meterme en asuntos familiares.
-Eso espero, Mauricio porque sería una lástima que después de tantos años tuviese que prescindir de tus servicios por una “tontería”.
El capataz tragó saliva. Las amenazas de la señora había que tenerlas en cuenta. Si quería mantener su puesto en la Casona lo mejor era dejar los asuntos de los señores para ellos.
Tras hacerle un gesto con la cabeza, Mauricio partió hacia las caballerizas para organizar la cuadrilla que le había ordenado la señora.
No a muchas leguas de allí, los habitantes del Jaral llegaron a casa con la esperanza de que muy pronto se produciría un cambio en la situación de Gonzalo.
Lo ocurrido a la salida de la iglesia con la aparición del Anarquista les había devuelto la esperanza. Había quedado demostrado delante de todo el pueblo que las acusaciones contra Gonzalo eran falsas; él no era el famoso bandido. Fuese quien fuese el enmascarado, seguía en libertad dispuesto a todo por lograr sus objetivos.
-Debemos de ser cautos –declaró Tristán, tratando de mantener la calma-. Es cierto que lo que ha pasado ayudará a la defensa de Martín; sin embargo… sigue siendo culpable de allanamiento. Y esa acusación sigue dependiendo desgraciadamente de mi madre.
María asintió lentamente. Ella también había sentido un gran alivio al ver al Anarquista en la iglesia. En aquel momento su primer pensamiento fue para Gonzalo: muy pronto estaría de vuelta en casa, pensó. Sin embargo, el júbilo inicial se fue apagando al recordar que pese a todo estaba la Montenegro por el medio y no dejaría que su nieto saliera en libertad tan fácilmente.

-Esperemos a ver qué noticias nos trae don Marcial –declaró la muchacha.
El abogado había marchado al cuartelillo junto a Hipólito para contar lo ocurrido. Con sus declaraciones y las pruebas presentadas anteriormente, el juez no tendría más remedio que declarar a Gonzalo inocente de la acusación de ser el Anarquista.
-Ahora tan solo hay que esperar que la Montenegro retire la otra demanda –habló Candela, quien sabía lo difícil que sería ver cumplido su deseo.
-Algo me dice que muy pronto Gonzalo estará junto a nosotros –dijo María, quien también sabía que Francisca no retiraría la denuncia así como así.
Tristán frunció el ceño, preguntándose cómo podía estar tan segura su sobrina de ello.
-Sobrina, ya has escuchado a mi madre. Nadie le va a hacer cambiar de opinión. Ese bandido puede amenazarla todo lo que quiera, que antes morirá que dar su brazo a torcer.
María se mordió el labio inferior, pensativa. Su tío tenía razón. Francisca moriría antes que dejar en libertad a su nieto.
El llanto de Esperanza se escuchó de repente. María alzó la mirada hacia el piso superior.
-Se habrá despertado y tendrá hambre –dijo la joven-. Voy a verla.
-Esperemos que Gonzalo pueda estar pronto entre nosotros –dijo Candela en voz alta cuando se quedó asolas con su esposo.
Tristán tenía el semblante serio y preocupado.
-¿Qué pasa, cariño? ¿Acaso no lo crees?
-No es eso, Candela –declaró Tristán, sentándose en el sillón. Su esposa le siguió hasta el sofá y esperó que continuase-. Lo que me preocupa es lo que haga mi madre ahora. Ese bandido la ha amenazado con hacerle daño a alguien que ella aprecie. ¿Crees que claudicará? –Tristán negó con la cabeza-. Jamás lo hará.
-Pero el Anarquista ha amenazado con hacerle algo a alguien de su alrededor.
-Simples amenazas –le quitó importancia su esposo-. Unas palabras que se las llevará el viento y mi madre lo sabe. La conozco, mi amor, y hará todo lo posible por mantener a mi hijo encerrado. Tenemos que estar preparados ante la que se nos viene encima.

Candela posó una mano sobre la de Tristán, mostrándole su afecto.
María regresó en ese momento, llevando a Esperanza en brazos. Los ojitos de la niña estaban algo enrojecidos, señal de que terminaba de despertarse llorando.
-¿Qué le pasa a mi pequeña? –preguntó Tristán pidiéndole a María que se la pasase. La niña casi se lanzó en brazos de su abuelo.
-¿Qué le va a pasar, tío? –le devolvió la pregunta su sobrina dejando el biberón encima de la mesa-. Que echa de menos a su padre.
Candela, cerca de Esperanza, le acarició el bracito.
-Pobre criatura. Tan pequeñita que ni puede decirlo pero es quién más siente su ausencia.
María iba a decirle que era cierto cuando se escuchó la campanilla de la puerta. Una de las criadas pasó a abrir y segundos después, don Marcial entró en el salón.
El rostro serio del abogado parecía decirlo todo.
-Don Marcial… ¿Qué ha pasado? –le preguntó María sin apenas saludarle-.¿Acaso el juez no ha querido escucharles?
-No, no es eso –le dijo con rapidez-. Es juez ha admitido la declaración del señor alcalde y la mía propia. Supongo que con ellas y las pruebas que ya habíamos presentado con anterioridad, Gonzalo queda libre de la acusación que pesaba sobre él –hizo una leve pausa. Todos sabían que ahora venía la parte negativa, la que no querían escuchar-. Pero mientras estábamos allí, han llegado Jiménez y Bosco para dejar claro que la denuncia por allanamiento no iban a quitarla.
Las escasas esperanzas que tenían de ver a Gonzalo pronto en casa se esfumaron de golpe. Sabían que la Montenegro no daría su brazo a torcer con tanta facilidad.
María sintió el frío recorriéndole el cuerpo y apoderándose de ella. Cuando quiso darse cuenta, todo a su alrededor se difuminó en miles de colores; estaba a punto de perder el equilibrio cuando Candela la sujetó por el brazo.
-¡Chiquilla! –dijo alertada por el vahído que acababa de sufrir.
El rostro de María se volvió pálido como la cera y la esposa de Tristán la ayudó a sentarse. Inmediatamente, Tristán dejó a Esperanza en el sofá y acudió a ayudar a Candela.
-Don Marcial por favor llame a la doncella para que traiga un vaso de agua –le pidió el padre de Gonzalo.
El abogado asintió.

-Como no, voy enseguida –el buen hombre salió hacia las cocinas y poco después regresaba con Matilde, una de las criadas.
Mientras, Candela y su esposo habían estado abanicando a María, quien poco a poco parecía recobrar el color sonrosado de sus mejillas.
Matilde le tendió un vaso con agua a Tristán, que inmediatamente le dio de beber a su sobrina.
-¿Te encuentras mejor, María? –le preguntó su suegro, preocupado por su desmayo.
La esposa de Gonzalo tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar. Habían sido demasiadas emociones ese día. Primero el desafortunado encuentro con doña Francisca, seguidamente la aparición del Anarquista amenazando a la señora. Y ahora que parecía ver la luz al final de aquel túnel, se daba cuenta de lo ilusos que habían sido.
-Ya me encuentro mucho mejor –declaró María, tratando de tranquilizarle-. Ha debido de ser una bajada de tensión. Demasiadas emociones hemos tenido.
-Deberíamos llamar al doctor Zabaleta –insistió su tío-. Ya van dos desmayos en poco tiempo. No estaría de más que te hiciera un reconocimiento para desechar que tengas algo preocupante.
Su sobrina se levantó del sofá, con cierta dificultad.
-Mañana mismo iré a su consulta, tío. No se preocupe. Aunque estoy segura que se trata de un simple desvanecimiento. Debo de admitir que estos días no estoy comiendo bien. Lo de Gonzalo me tiene con el estómago cerrado; tanto que incluso he perdido el apetito.
-Pues mayor razón para que vayas a ver al médico –intervino Candela mientras la joven cogía a su hija en brazos, puesto que era lo único que le devolvía algo de paz-. Igual el doctor puede darte algunas gotas para que todo vuelva a la normalidad.

La esposa de Gonzalo forzó una débil sonrisa antes de volverse hacia don Marcial, de quien parecía que se habían olvidado.
-Don Marcial, ¿qué podemos hacer por Gonzalo? –le preguntó al abogado.
El hermano de don Anselmo apretó los labios en un gesto de disgusto.
-Ojalá pudiera darte buenas noticias, María; pero… si la Montenegro no retira su denuncia, eso solo significará una cosa: que vamos a juicio y entonces será el juez el que decida el futuro de Gonzalo. Y tal como están las cosas… no pinta nada bien.
-¿No hay ninguna manera de hacerle ver al juez que si Gonzalo hizo lo que hizo fue porque estaba desesperado por ayudar a los trabajadores del ferrocarril? –quiso saber Candela-. Quizá así decida ser más benevolente con él.
Tristán se acercó a su esposa.
-El problema es que en estos lares, el juez dicta la sentencia que la Montenegro elije.
Don Marcial asintió débilmente.
Todo el mundo sabía que llegar a juicio con Francisca era sinónimo de ir a prisión. Ella era el juez en aquellas tierras y de ella dependía que Gonzalo fuese declarado inocente en el juicio.

María no dijo nada. Sus pensamientos volaron a otro lado mientras acariciaba la cabecita de su hija con sus labios.
Sabía que la libertad de Gonzalo pasaba por otra salida. Y solo ella tenía la llave para conseguirla.

CONTINUARÁ...



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