lunes, 16 de marzo de 2015

CAPÍTULO 59 
El día amaneció algo nublado en Puente Viejo.
María debía acudir con urgencia a la casa de aguas a hacerse cargo de unos papeles y no tenía a nadie con quien dejar a Esperanza puesto que la abuela Rosario continuaba junto a Mariana, quien podía ponerse de parto en cualquier momento.
Tristán había partido hacia Otero para supervisar la llegada de un nuevo cargamento de semillas y Candela estaba en la Confitería desde antes de despuntar el sol; y es que las fiestas en honor a San Mamerto se celebraban esos días y el trabajo se le acumulaba por momentos.
Así que María no tuvo de otra que bajar al pueblo y dejar a Esperanza con su madre, a quien le encantaba pasar el rato con su nieta.
-No te preocupes, cariño –le dijo Emilia mientras Esperanza jugaba con el medallón de su abuela-; y si es necesario que te la cuide todo el día solo tienes que decírmelo. A tu padre y a mí nos encanta tenerla por aquí.

-Lo sé, madre –María agradecía el apoyo de sus padres. En el último año se habían convertido en un gran sustento para ella. Siempre les había necesitado, pero nunca supo cómo acercarse a ellos. Sin embargo ahora volvían a ser una familia unida-. Además, Esperanza aquí se lo pasa muy bien; en el Jaral si no la sacamos al jardín no puede correr; en cambio aquí tiene la plaza y los niños para jugar.
-Si es que lo que necesita mi nieta es eso, niños para jugar… un hermanito o hermanita.
María enrojeció levemente.
-Bueno, madre –dijo con un nudo en la garganta-. Todo se andará. Ahora mismo no estamos para pensar en ello.
-Eso es verdad, cariño –el gesto de su rostro se entristeció-. ¿Sabéis algo más?
-Anoche a última hora don Marcial vino de nuevo para contarnos que el juez había admitido su declaración y la de Hipólito, así como la de otros aldeanos que acudieron voluntariamente a declarar a su favor y nos informó de que Gonzalo queda libre de toda sospecha; sin embargo la señora se empeña en mantener la acusación contra él.
-Esperemos que todo se aclare pronto –trató de darle ánimos Emilia, acariciándole el brazo.
-Algo me dice que así será, madre –le sonrió María, convencida de sus palabras-. Y ahora marcho ya a la casa de aguas que el trabajo me espera –le dio un beso a su hija en la cabeza-. Y tú pórtate bien, mi niña. Que la abuela Emilia no tenga queja de ti.
-Claro que no, ¿verdad, Esperanza? –sonrió Emilia con orgullo.
-¿Y padre, dónde está? –María miró a su alrededor y vio que no estaba tras la barra de la casa de comidas.
-¿No te lo ha dicho mi hermano? –se extrañó Emilia. Su hija hizo un gesto negativo con la cabeza-. Se ha marchado esta mañana con Tristán a Otero para ver lo de las viñas. Al parecer tu tío iba a ver a un vendedor de semillas que puede conseguirles vides de muy buena calidad.
-Me alegro mucho –declaró su hija-. Lo cierto es que padre se había quedado un poco decepcionado tras lo ocurrido con el gobernador.
-Sí –confirmó la esposa de Alfonso-. Pero no hay mal que por bien no venga. Estoy segura que a la larga no nos arrepentiremos de no hacer negocios con ese hombre.
Su hija volvió a asentir en silencio. En ese su madre tenía razón. Visto lo visto, era mejor tener a la familia de Isabel Ramírez lejos de la suya.
-Hasta luego madre –se despidió María de ella dándole un beso.

Al salir a la plaza, los puestos habituales de verduras y frutas estaban repletos de aldeanos que realizaban las compras de la mañana.
María se dirigía hacia la calle que llevaba a la salida del pueblo cuando vio venir a Inés.
La doncella de la Casona la había visto salir de la casa de comidas y enseguida se encaminó hacia su encuentro.
-Buenos días Inés –la saludó María, viendo en la mirada de la sobrina de Candela cierta ansiedad.
-Buenos días señorita María –le devolvió el saludo, algo nerviosa-. Disculpe que me presente así…
María ladeó la cabeza y le hizo un gesto a Inés para que se retirasen un poco a una esquina para hablar con tranquilidad.
-¿Qué sucede? –quiso saber la esposa de Gonzalo, preocupada por el nerviosismo de la muchacha-. ¿Me traes noticias de la Casona?
Inés tragó el nudo que se le había formado en la garganta.
-Desde antes de ayer que tengo que hablar con usted pero la señora nos tiene tan vigilados que no podemos salir de la Casona sin levantar sospechas –hizo una pausa y miró a su alrededor antes de continuar-. Hablé con Bosco y… logré convencerle para que le escuche.
María soltó un suspiro de alivio y sonrió. Aún tenía una oportunidad de hacerle cambiar de opinión al protegido de la señora.

-Muchas gracias, Inés –le cogió las manos, agradecida por lo que había hecho. Sabía del gran esfuerzo que debía de suponer para ella el haberle pedido a Bosco algo-. No sé cómo agradecértelo.
-No hay nada que agradecer, señorita –negó la doncella, avergonzada-. En todo caso soy yo quien esta en deuda con usted; sabe lo que he hecho y aun así no me ha juzgado e incluso me ha ofrecido su casa.
-Eres la sobrina de Candela y yo soy la menos indicada para juzgar a nadie.
Inés se lo agradeció con una sonrisa.
-Puede venir cuando quiera, ya…
Un grito de dolor recorrió la plaza del pueblo.
Los aldeanos se miraron, extrañados y confusos ante aquel sonido tan desgarrador. Enseguida se dieron cuenta que el origen se encontraba en el colmado. A los pocos segundos, Quintina salió corriendo hacia la fuente de la plaza. Tenía el rostro contraído del dolor y se sujetaba las manos con fuerza.
María e Inés se acercaron corriendo hacia la muchacha, al igual que otros vecinos.
-¿Qué sucede Quintina? –le preguntó María, haciéndose un hueco entre el gentío.
La esposa de Hipólito había puesto las manos bajo el chorro del agua de la fuente y dejaba que el frío líquido templase el dolor que le recorría el cuerpo. Llevaba las manos sonrosadas y casi en carne viva.
-Que soy una torpe, María –se quejó con lágrimas en los ojos. Lágrimas por el dolor que sentía-. Se me ha caído un caldero de agua hirviendo en las manos.
La esposa de Gonzalo se acercó a ella y cogió una de las manos con mucho cuidado. La piel blanca de la joven lucía brillante y enrojecida.
-Menudo estropicio –declaró Inés.
-Ojalá Gonzalo estuviese aquí –dijo María, con pesar-. Él sabría cómo curar estas heridas. A mi tía Mariana le preparó un emplasto de hierbas para su alergia al hollín, hace unos años.
-Tampoco tenemos a Aurora –añadió Quintina-. Ella también sabría qué hacer.
-Yo conozco a alguien que puede ayudarte –intervino Inés. Se volvieron hacia ella esperando que continuase-. El señorito Bosco conoce de plantas y remedios caseros. Más de una vez le he visto preparar emplastes para los animales.
Quintina y María se miraron, sorprendidas y preguntándose si era buena idea acudir al protegido de doña Francisca, pues igual el joven las echaba de un puntapié. Nunca se sabía a qué atenerse con él.
-No sé Inés… -comenzó a decir Quintina, cuyo dolor aumentaba por momentos-. Lo mejor que puedo hacer es ir a buscar al doctor Zabaleta.
Inés frunció el ceño.
-Esas quemaduras parecen graves, Quintina; y el doctor Zabaleta está en su consulta de la Puebla. Mientras que llegas allí, Bosco… el señorito Bosco ya te habrá hecho una primera cura –al ver que sus explicaciones no eran suficientes, Inés comenzó a impacientarse-. ¿Acaso quieres que se te infecten de aquí a la Puebla?

-No es eso, Inés –le cortó María, entendiendo las reticencias de Quintina-. ¿Estás segura que Bosco querrá ayudarla?
-Por supuesto que sí –pareció enfadarse la sobrina de Candela-. Cuando se trata de una urgencia se puede contar con él. Os doy mi palabra.
María volvió a mirar a Quintina quien comprendió que no iba a soportar el viaje a la Puebla con tanto dolor y accedió con un gesto de asentimiento.
-Está bien –le concedió la esposa de Gonzalo, ayudando a la joven a levantarse de la fuente. La sobrina de Candela se acercó a ayudarlas-. ¿Hay alguien en el colmado, Quintina?
La joven negó con la cabeza.
-Estaba yo sola. Mi suegra está con Pedrín en casa e Hipólito y su padre en el ayuntamiento. Hay que cerrar la puerta.
-No te preocupes, Quintina –declaró una de las aldeanas-. Yo me encargo de ello.
-Gracias, Carmela.
Mientras salían de la plaza, a María le sobrevino una duda.
-Por cierto, Inés. ¿Cómo es que Bosco sabe de hierbas y remedios curativos?
-Por la vieja Tula –respondió la doncella, cogiendo a Quintina de un brazo-. Ella se lo enseñó todo.
María la miró, sin poder ocultar su sorpresa. ¿Bosco conocía a doña Tula? ¿Desde cuándo? Una idea comenzó a rondarle por la mente: ¿Y si el protegido de doña Francisca sabía algo de la vieja curandera de quién llevaban casi un año sin tener noticias? Tan solo había una manera de saberlo.
-Vamos a buscar a Bosco –declaró María, tomando la salida del pueblo que llevaba a la Casona.
Al llegar a la cocina, Fe estaba pelando patatas para el hervido. Al ver a Inés llegando con las dos mujeres, abrió los ojos como platos.
-Pro… -musitó dejando el cuchillo sobre la mesa y se fijó en que llevaban a Quintina con cuidado de no tocarle las manos-. Pro… ¿qué ha pasao? ¡Ay diosito, chiquilla! –se santiguó la doncella al ver las ampollas que comenzaban a llenar las manos enrojecidas-. Pro, ¿qué has hecho? ¿Ande has metio las manos, virgen de la paloma? Pro si pareicen dos pollos escaldaos.
-Fe –le cortó Inés mientras María ayudaba a Quintina a sentarse-. ¿Dónde está la señora?
-¿La seña Paca? –preguntó, sin poder quitarle el ojo a la esposa de Hipólito-. Marchó a Munia y aún no ha retornao.

-¿Y Bosco? –insistió la sobrina de Candela.
-Pos arriba, en el despacho de la seña.
Sin esperar ni un segundo, Inés subió a buscarle.
-Fe, ¿puedes traernos paños limpios y agua fría? –le pidió María.
-Enseguidita señita.
Mientras la doncella traía las cosas para limpiarle las quemaduras a Quintina, el rostro de ésta comenzó a perder color. El dolor era tan intenso que la esposa de Hipólito estaba a punto de perder el conocimiento.
María enseguida se dio cuenta.
-¡Fe! –la llamó con urgencia-.¡Agua! ¡Un vaso de agua! ¡Quintina, venga, aguanta!
El rostro de Quintina estaba perlado de sudor.
Fe le alcanzó el vaso y la joven bebió mientras María le abanicaba con la mano.
Los minutos se hicieron eternos pero finalmente se escucharon unos pasos apresurados bajando a la cocina. Al momento, Bosco se detuvo al final de la escalera. Tras él apareció Inés.
-Quintina… María -balbuceó el muchacho, aturdido-. ¿Qué sucede?
-Es Quintina –le explicó Inés-. Se ha quemado las manos con agua hirviendo. Le he dicho que tú sabías cómo aliviarle el dolor. ¿Puedes ayudarla?
María se dio cuenta del trato que le dispensaba Inés al señorito de la casa. No se habían dado cuenta pero se estaban tuteando.
Bosco se acercó a ver las manos de Quintina. La piel había desaparecido y las ampollas comenzaban a llenarle las palmas que comenzaban a sangrar.
-Fe ve al jardín de atrás y tráeme unas hojas de aloe –le ordenó a la doncella sin apartar la mirada de las quemaduras.
-Enseguidita.
-Inés, sube a mi cuarto y encima de la cómoda tengo un pequeño tarro con unas flores de caléndula. Tráelas –mientras la doncella obedecía de inmediato, Bosco siguió inspeccionando las manos-. Has tenido suerte, Quintina, la semana pasada recogí unas flores por si acaso y mira… eso te aliviará.
La esposa de Quintina asintió en silencio. Cualquier cosa que pudiese quitarle el dolor que le recorría el cuerpo era bienvenido. Aguijonazos que se le clavaban en la piel y que le provocaban unos espasmos terribles.
Inés bajó con un tarro, con unas florecitas en su interior. Bosco se levantó y tomó el tarro.
Al instante llegó Fe con las hojas de aloe.
-Aquí tiene –se las tendió a Bosco que enseguida cogió un cuchillo y las abrió por la mitad.
-Esto te va a dolor al principio, Quintina –le informó a la joven-. Pero enseguida comenzarás a notar alivio. ¿De acuerdo?
La esposa de Hipólito tragó saliva y asintió. Si no le quedaba más remedio, soportaría lo que fuese.
Tras limpiarle la zona con extrema delicadeza, Bosco fue esparciendo la película gelatinosa del contenido del aloe sobre las quemaduras. Con tan solo rozarlas, Quintina hizo un gesto de dolor. Sin embargo sabía que debía ser fuerte y aguantó mientras sus manos quedaban totalmente impregnadas de aquel líquido viscoso.

María, sentada a su lado, asistía al proceso y trataba de darle ánimos mientras la arropaba con sus brazos y observaba a Bosco trabajar en silencio. Se preguntó si aquel muchacho que tenía enfrente, curando a Quintina con tanto mimo y paciencia era el mismo que todos conocían, aquel tan arrogante e inhumano que todo el mundo temía. ¿Cuál de los dos era el verdadero Bosco?
Una vez tuvo toda la superficie quemada envuelta con la esencia del aloe, Bosco tomó algunos paños limpios y envolvió las manos en ellos.
Quintina sentía las manos tan doloridas que no se dio cuenta de que el dolor comenzaba a remitir, poco a poco.
-Ya está –declaró el joven-. Tendrás que llevarlas unos días así, más que nada por protección.
-Pero… pero no puedo –replicó Quintina-. Necesito las manos para trabajar.
-¿Acaso crees que puedes trabajar en este estado? –inquirió Bosco-. Esas quemaduras tardarán días en sanar.
-Hazle caso, Quintina –intervino María, que sabía bien que ese tipo de heridas no se curaban en dos días.
-Y tómate una infusión de caléndula para el dolor –le tendió el tarro con las flores-. Su efecto analgésico es lo mejor que hay en estos casos.
Quintina se mordió el labio inferior, con mal humor, y trató de coger el tarro que Bosco le tendía pero no pudo. Solo entonces se dio cuenta de que tenía razón, en aquellas condiciones no podía hacer nada. Era una completa inútil.

-Vamos, Quintina –Inés la cogió del brazo para ayudarla a levantarse y Fe tomó el tarro-. Te acompañaremos hasta casa.
-Eso –se apresuró a decir Fe-. Ahora ti acompañamos pa que el señor alcaide no crea que le estás contando tontunas. Aquí servidora y la Inés se encargarán de to.
Gracias –le dijo a Bosco, quien asintió.
María aprovechó para quedarse sola con el muchacho.
-No conocía esta faceta tuya –declaró la esposa de Gonzalo-. ¿Cómo es que sabes tanto de remedios naturales y de plantas?
-¿Tengo que recordarte que crecí rodeado de naturaleza? –le devolvió la pregunta de mal talante. Al momento se arrepintió de haber sido tan brusco con ella y trató de suavizar su respuesta-. Cuando uno crece en el bosque termina conociendo cada planta que le rodea. Aunque conté con la ayuda de la vieja Tula.; ella sí conocía todos los secretos que atesora la naturaleza –una débil sonrisa apareció en los labios de Bosco al recordar a la mujer.
-¿Te refieres a doña Tula? –insistió María, con cuidado-. ¿A la curandera del bosque? –Bosco asintió, lo que dio pie a María para continuar-. Ella curó a mi hija cuando nació. Si no fuese por sus conocimientos, Esperanza ahora no estaría junto a nosotros; ni yo tampoco.
-¿Y eso? –le preguntó el muchacho, intrigado.
-Porque enfermé de pulmonía y ninguno de los medicamentos del médico surtían efecto en mí. Tan solo doña Tula supo dar con el remedio adecuado.
-Ese es su don –declaró él. Sus ojos se iluminaron al hablar de la vieja Tula. María supo al instante que Bosco guardaba buenos recuerdos de ella y que quizá esa fuese la llave para acceder a él.
-¿Sabes qué fue de ella? –inquirió la esposa de Gonzalo-. Después de aquello no volvimos a tener noticias suyas; y eso que fuimos a su casa unas cuantas veces pero la encontramos como abandonada… y nadie ha sabido darnos razón de su paradero.

-Desde que me trasladé a vivir aquí no he vuelto a tener contacto ni con la vieja Tula ni con… -el mal recuerdo de su captor le producía un dolor que no quería volver a sentir.
-¿Con quién?
Bosco le lanzó una mirada dura. María supo que había ido demasiado lejos y trató de recular en sus indagaciones.
-Tranquilo, entiendo que no quieras hablar de aquella época –dijo con calma-. No debe de resultar fácil. Lo siento.
Su disculpa pareció surtir efecto en él.
-No pasa nada –la disculpó-. Se trata del pasado y aunque sea doloroso forma parte de uno.
-Sin embargo, doña Tula no parece formar parte de ese pasado que deseas olvidar. A ella la recuerdas con cariño, ¿no es cierto?
-¿Y cómo no hacerlo? –sus ojos brillaron de emoción-. Después de Clarita, la vieja Tula fue quien más cariño me dio. Me acogió después de la muerte de mi madre y me enseñó todo lo que sabía del bosque; sus peligros, sus virtudes y sobre todo a respetar la naturaleza. Si no hubiese sido por ella no sé qué habría sido de mí; dejado de la mano de Dios bajo el yugo de… -otra vez aquel mal recuerdo. Esta vez sacó el valor para nombrarle-. … de Silverio.
María asintió lentamente. Ahora comprendía porque no quería mencionarle. Nadie sabía nada sobre el tío de Bosco ni de cómo había sido su vida hasta que se encontró con la Montenegro. Un velo de misterio parecía rondar a aquel pasado del muchacho.
-Lo siento, Bosco… no era mi intención hacerte recordar esos malos momentos.
-No importa –le disculpó él; un gesto que sorprendió a María-. Como ya he dicho antes, mi tío forma parte de mi pasado, al igual que Tula –una débil sonrisa se dibujó en sus labios al volver a recordarla-. Pese a todas las penurias que pasé con Silverio, Tula siempre me decía que el destino me tenía reservado algo mejor –María sonrió-; pero yo no le creía. ¿Cómo podía saberlo?, le preguntaba –soltó una carcajada-. Y me respondía que por mis tres lunares. Que no todo el mundo nacía con ellos y que eran señal de que estaba destinado a hacer grandes cosas.
El rostro de María palideció al escuchar aquellas últimas palabras. Sintió la boca seca y se levantó a por un vaso de agua.
-¿De… de qué tres lunares hablas, Bosco? –logró preguntarle la esposa de Gonzalo, viendo cómo su mundo comenzaba a tambalearse.
-De los que tengo en la espalda –le explicó el muchacho-. Son una marca de nacimiento.
Al ver la reacción de María, Bosco frunció el ceño y toda la amabilidad que estaba mostrando se esfumó de golpe.
-Creo que es hora de que te marches –le soltó él levantándose de la mesa-. La señora no tardará en regresar y no creo que le haga mucha gracia verte aquí.
-Espera un momento –le detuvo María, tratando de reponerse de lo que acababa de descubrir-. Necesito hablar contigo de… Gonzalo.
Bosco se volvió hacia ella. Su mirada había vuelto a perder ese tinte de humanidad.
-Ahora no puede ser –le respondió él.
-¿Y cuándo? –insistió la joven con impaciencia. El tiempo de Gonzalo se agotaba y sus posibilidades de librarse de prisión pasaban por Bosco.
-Ni siquiera sé si debería de escucharte después de lo ocurrido ayer en la puerta de la iglesia.
María se envaró y apretó los labios. Estaba segura que la señora ya había puesto a Bosco en su contra. Pero no era el momento de reclamos; debía pensar con frialdad qué paso dar para que Bosco no la rechazase por completo.

-Comprendo que la señora esté molesta con nosotros –comenzó a decir-, y tan solo te pido que me escuches. Tan solo eso. A Tula le gustaría que lo hicieses. ¿Acaso no te enseñó que en la vida hay que saber dar segundas oportunidades?
La súplica de María pareció llegar al duro corazón del muchacho. Al mencionar a doña Tula, la coraza se había resquebrajado débilmente y por ese hueco había entrado la súplica de la joven.
-Está bien –le concedió finalmente-. Escucharé lo que tengas que decirme. Pero no ahora. Ya te diré cuándo y dónde podemos vernos.
María asintió, complacida.
Salió de la Casona con la esperanza de que algo iba a cambiar.
Y muy pronto.

CONTINUARÁ...







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