jueves, 30 de abril de 2015

CAPÍTULO 17
Con la caída de la noche, la tormenta dio una tregua y Gonzalo se acercó al río a por agua. María aprovechó la soledad de ese instante para escribir unas líneas de despedida para Aurora. No podía marcharse de Puente Viejo sin contarle todo lo ocurrido a su prima, aunque fuese por carta. Jamás se lo perdonaría.
Cuando Gonzalo regresó, la joven ya había terminado de escribirla y estaba preparando la cena para Esperanza. La niña se tomó toda la papilla y luego se puso a jugar con su madre mientras esperaban, con ansias, la llegada de Alfonso y Emilia, quienes les habían prometido acudir esa noche a cenar con ellos.
La noche en el bosque se volvió oscura y el viento comenzó a silbar meciendo las copas de los árboles con fuerza. El llanto de los lobos se mezclaba con el ulular de los búhos llenando la noche de sonidos inquietantes que hacían estremecer las viejas paredes de la cabaña.
Emilia y Alfonso llegaron poco después, con la cena. Sabían que las comodidades en aquel lugar eran escasas y cualquier ayuda era bien recibida.
La tensión se instaló entre ellos y es que los cuatro eran conscientes de que esa iba a ser la última noche que pasarían en familia, en mucho tiempo, y no querían que la pena les amargase la reunión.
-¿Qué tal ha ido el día, suegro? –preguntó Gonzalo, convidándole a un vaso de vino.
-Complicado, muchacho –declaró Alfonso, sintiendo el calor que el licor le producía en el cuerpo.
Emilia y María se encargaron de colocar la mesa mientras les escuchaban hablar.
-Pero… -Gonzalo dejó la botella sobre la mesa, preocupado por sus palabras-, ¿han logrado que doña Francisca se entere de lo que pensamos hacer?
-Sí, eso sí –confirmó el padre de María, satisfecho-. Esa bruja ya está al tanto de todo. Don Pedro pasó justo antes de que viniésemos aquí para decirnos que la señora ha picado el anzuelo y ya está frotándose las manos pensando que muy pronto mi hija y mi nieta caerán en sus manos.
El marido de Emilia no pudo contener la rabia que le provocaba la maldad de la Montenegro. La gran mayoría de las desgracias que habían azotado a su familia se las debían a ella; de manera que no era precisamente afecto lo que le producía la señora.
-No te sulfures, cariño –trató de calmarle Emilia-. La tenemos donde queríamos. Ahora solo falta que mañana caiga en la trampa y se crea que María se lanzará al río con Esperanza –se volvió hacia su hija-. Le haremos llegar la noticia de que pensamos ir a la Puebla a ver al médico porque me he dañado un brazo y don Anselmo hará la compra en el colmado –el odio que la madre de María sentía por la Montenegro la llenó de golpe-. Espero que la Montenegro lleve toda su vida sobre su conciencia vuestra supuesta muerte. Sino… Ya me encargaré personalmente de recordárselo cada día.
Su hija le tocó el brazo con cariño, dándose cuenta de todo cuanto había sufrido Emilia por culpa de esa mujer.
-Lo que realmente importa es que nos den por muertas y no nos persiga –dijo la joven con serenidad mientras se sentaban en la mesa para comenzar a cenar-. El resto… me tiene sin cuidado. No creo que sea capaz de sentir el más mínimo atisbo de culpabilidad por ello.
-Estoy seguro de que aún nos echará a nosotros la culpa –escupió Alfonso con rabia, aceptando el plato que le tendía su esposa-. Dirá que tú intentaste matarla y ella solo se estaba defendiendo –negó con la cabeza, hastiado de tanta maldad.
-Bueno… -intervino Gonzalo, queriendo calmar los ánimos-. Lo importante es que consigamos nuestro objetivo que es marcharnos sin que nadie sospeche la verdad –se volvió a mirar a su esposa-. Esa será nuestra victoria sobre ella.
Los padres de María asintieron. No valía la pena malgastar aquellos instantes pensando en aquella mala mujer.
-Conrado ya lo tiene todo listo –les informó de pronto Emilia, comenzando a tomar el caldo caliente que había preparado. El resto siguió su ejemplo-. Os esperará en la estación de Munia con las maletas preparadas. Entre Rosario y Candela han recogido vuestras cosas y las de Esperanza.
-El dinero para el viaje y para que podáis instalaros sin problemas estará entre vuestras pertenencias –dijo Alfonso llenando los vasos vacíos-. No es mucho lo que hemos logrado pero servirá para que viváis una buena temporada sin preocupaciones.
-Alfonso, no tenían porque hacerlo –le recriminó Gonzalo, sin poder dejar de agradecerles tantos desvelos-. Cuando lleguemos a América ya buscaremos la forma de valernos por nosotros mismos.
-Es lo menos que podemos hacer por vosotros –le cortó su suegra apoyando la iniciativa de su marido-. Comenzar una nueva vida dejando todo atrás es difícil. Y si está en nuestras manos poder ayudaros, lo haremos como sea.
El joven no insistió. Ya llegaría el momento de pensar en su futuro en América cuando estuviesen allí.
Terminaron de cenar mientras Alfonso y Emilia les ponían al día sobre las cosas del pueblo, los últimos chismes sobre los Mirañar, y los problemas que les daba Matías, quien estaba jugando con dos jovencitas que bebían los vientos por el muchacho y Alfonso no sabía dónde iría a parar el asunto.  
Poco después, María se puso a preparar el café y Emilia se acercó a su hija, a quien veía pensativa.
-¿Qué sucede, cariño? –preguntó, preocupada.
Gonzalo y Alfonso estaban junto al fuego, jugando con Esperanza, quien disfrutaba siendo el centro de atención de su padre y su abuelo.
-Nada madre –le sonrió-. Solo que estaba pensando en mañana.
-María, ¿si crees que no puedes hacerlo…?
-No madre –la cortó con determinación-. Estoy dispuesta a ello. Estoy preparada para enfrentarme de nuevo, y por última vez a Francisca –se lo pensó un instante antes de continuar-: le he dado cientos de oportunidades para que cambiara. La he perdonado muchas veces… pero ya no. Ahora sé que jamás cambiará. Que tiene el corazón de piedra y no voy a permitir que arruine la vida de los míos.
Su madre sonrió, satisfecha y feliz de escucharla hablar así. Durante mucho tiempo su hija había confiado en un posible cambio en la Montenegro. Ahora sabía que la maldad estaba demasiado arraigada en el corazón de la mujer y que nunca cambiaría.
-Lo único que siento es no verle la cara a la Montenegro cuando vea que sus deseos se convierten en humo –dijo Gonzalo de repente. Había escuchado a María y apoyaba su determinación.
-No te preocupes, Gonzalo –declaró Alfonso con la manita de Esperanza entre las suyas-, ya lo haré yo por vosotros. Y descorcharé una botella del mejor champagne para brindar por su derrota y vuestra felicidad. Esa harpía no logrará sus propósitos. No conseguirá encerrar a mi hija en una prisión ni… -se detuvo un instante al sentir la mirada de todos puesta en él. Ninguno lo había dicho en voz alta pero sabían cuáles eran las verdaderas intenciones de la Montenegro al querer detener a María. No le importaba que la joven le hubiese disparado; no se trataba de eso. Su objetivo desde un principio había sido otro y ahora creía que tenía la posibilidad de conseguirlo-: … quedarse con Esperanza.
-Por supuesto que no, Alfonso –saltó Emilia, con el corazón encogido-. Jamás permitiremos que esa mujer le ponga una mano encima a nuestra nieta.
-Ni nosotros tampoco –habló Gonzalo con la mirada seria-. Antes la mato con mis propias manos que dejar que mi hija caiga en las suyas.
María se acercó a su esposo para tranquilizarle.
-Eso no ocurrirá, cariño. Porque nos marcharemos sin contratiempos y se quedará con las ganas.
Gonzalo tragó el nudo de dolor que se le había formado en la garganta.
-Hija –la joven se volvió hacia su madre-; cuando lleguéis a Cuba, escribid, por favor. Estaremos esperando noticias vuestras sin falta.
-Por supuesto, madre –la tranquilizó; el gesto de su rostro se serenó.
La esposa de Gonzalo colocó las tazas de café, para tomar, sobre la mesa.
-Ojalá las cosas hubiesen sido de otro modo –murmuró Alfonso-. Si no hubiésemos cometido tantos errores, ahora no nos encontraríamos en esta situación.
-Ustedes no tienen la culpa, padre –le rebatió María, sabiendo por dónde iban las palabras de Alfonso.
-Algo sí, hija –declaró Emilia-. Si hubiera sido más fuerte y no te hubiese dejado en manos de Francisca… no se habría encaprichado contigo y con la niña. No te habría abocado a aquel desafortunado matrimonio con el de Mesia ni a todo el infierno que viviste a su lado.
-No se culpen de ello –les pidió María, a quien le dolía verles en aquel estado-. Puede que no haya crecido a su lado, pero han sido los mejores padres que se pueden tener. Siempre han estado ahí, apoyándome en todo: cuando salvé a Gonzalo del garrote –el joven le cogió la mano, cariñosamente-, cuando la señora me echó de su lado porque “había manchado su apellido con mis actos”. Para mí sí han sido unos padres ejemplares; los mejores. Me han dado cariño y comprensión y eso es lo importante, lo que cuenta; y no los lujos y las apariencias. El supuesto cariño de la señora fue solo un espejismo; sin embargo, el suyo es de verdad, el que nace de lo profundo del ser y que perdona todo.
Emilia no pudo reprimir las lágrimas y abrazó a su hija, que le devolvió el gesto.
-Siempre serás nuestra pequeña –murmuró su madre, acariciándole el rostro-. Y estamos muy orgullosos de ti, cariño.
Al separarse, Emilia vio las lágrimas en los ojos de su hija y se las secó con la yema de los dedos, con cariño.
María se volvió un momento hacia su padre y al ver a Esperanza, sonrió débilmente.
-Ahora entiendo lo que significa ser padres –murmuró con emoción-. Y de lo que somos capaces de hacer por un hijo. La vida daría por ella.
-Así es –corroboró Alfonso-. Un hijo es el mayor tesoro que puedes tener. Y hay que cuidarlo –se volvió hacia su yerno-. Sé que no es necesario que te lo diga Gonzalo, pero… cuídalas, mímalas y sobretodo, ámalas, porque son lo mejor que te puede haber pasado en la vida –miró a Emilia con infinito amor, como si le hablase a ella directamente-; pues cada día que te levantas y la ves ahí, a tu vera, das gracias porque el destino la haya puesto en tu camino para que sea tu compañera en este tortuoso viaje que es la vida.
Su esposa ladeó la cabeza y le alargó la mano para agradecerle las palabras de cariño. Llevaban muchos años de matrimonio y a pesar de las trabas que les había puesto la vida, seguían queriéndose como el primer día, o incluso más. María les observó en silencio, orgullosa de ellos. Sus padres eran el mejor ejemplo a seguir, y así trataría de hacerlo, para que Gonzalo y ella fuesen felices tantos o más años como ellos.
-No le quepa la menor duda de que así lo haré, suegro –convino Gonzalo-. No habrá ni un solo día que no las llene de dicha. Dedicaré mi vida a hacerlas felices –su mirada se clavó en su esposa-; y sino cumplo mi promesa arderé en el infierno.
Alfonso asintió con un amago de sonrisa. Conocía a su yerno y estaba orgulloso de él. Siempre le estaría agradecido por haber defendido y apoyado a María cuando él no podía hacerlo. Sabía que su hija sería feliz a su lado y que nunca le faltaría de nada.
Poco después de terminarse el café, los padres de María tuvieron que despedirse de ellos, pues no querían levantar sospechas. El abuelo Raimundo se había quedado con Matías que era el único que no estaba al tanto de lo que ocurría, pero tampoco querían pasar mucho tiempo fuera y que el muchacho comenzase a hacer preguntas embarazosas. María, sin que ninguno se diese cuenta, le entregó a su padre una carta para Aurora, para que se la diese cuando estuvieran lejos y comprendiera lo ocurrido.
Emilia y Alfonso se despidieron de Gonzalo, deseándole lo mejor; besaron a su nieta, con lágrimas en los ojos, tristes porque sabían que no la verían crecer… pero a la vez contentos porque estaría junto a sus padres quienes la colmarían de felicidad.
-Mañana nos vemos, padres –les dijo María tras darles un fuerte abrazo.
-No te preocupes, cariño –corroboró Emilia, acariciándole la mejilla-. Allí estaremos para… para despedirte.
Los tres se abrazaron con fuerza mientras Gonzalo que sostenía a Esperanza en brazos, los observaba con cierta tristeza.
-Te queremos –le susurró Alfonso a su hija antes de separarse de ella-. Te queremos mucho, mi amor.
-Y yo a ustedes, padre –murmuró ella con un nudo de lágrimas en la garganta.
La despedida se hizo dolorosa. No era fácil dejarles marchar, pero sabían que era la única solución posible para que fuesen libres.
En cuanto Emilia y Alfonso salieron de la cabaña, Gonzalo abrazó a su esposa para tratar de animarla. La joven se dejó mecer y arropar por su abrazo. Cerró los ojos unos instantes, dejando que la pena por decirles adiós a sus padres, la embargase de lleno. Era mejor sentir aquel dolor por todo su ser, desgarrándole el alma que dejar que se enquistara y no la dejara continuar con su vida. Las despedidas siempre eran dolorosas pero formaban parte de vida y había que aceptarlas. Además, ésta no era un hasta siempre, y eso al menos la reconfortaba.
Gonzalo la acunó unos segundos, dejando que las lágrimas bañaran su rostro.
-Lo siento –se disculpó ella con los ojos enrojecidos-. No…
Su esposo le acarició la cabeza.
-Mi vida, no tienes que disculparte por nada. Es comprensible que te sientas así. No es fácil… y lo sé. Y aquí estoy yo para lo que necesites.
María asintió con más lágrimas en los ojos y escondió de nuevo el rostro entre los brazos de Gonzalo. Solo en él encontraría la paz que necesitaba y en su hija la fuerza para sacar adelante su plan. Observó a Esperanza que tenía su carita a unos centímetros de la suya y la contemplaba sin comprender lo que sucedía. No podía dejar que su hija la viese en ese estado. La joven se separó y controló el llanto, a la vez que alargaba los brazos para que la niña fuese con ella. Ese fue su mayor bálsamo. Sus ojos pasaron de Gonzalo a Esperanza y comprendió que no debía estar triste. Tenía a sus dos amores junto a ella, algo que días atrás le hubiese parecido impensable.

Decían que cuando una puerta se cierra, siempre hay una ventana que se abre; y allí estaba aquella ventana abierta, irradiando de luz su camino. Gonzalo y Esperanza; su esposo y su hija. Sus dos pilares principales. 

CONTINUARÁ...

No hay comentarios:

Publicar un comentario