CAPÍTULO 14
A la mañana siguiente, el cielo amaneció algo
nublado. Gonzalo fue al río a por agua para prepararle un baño a Esperanza, que
se había despertado llorando y tan solo logró calmarse cuando su madre la acunó
entre sus brazos, cantándole la misma nana que Emilia le cantaba a ella de
pequeña.
El joven colocó el agua en el fuego para
calentarla.
-Gonzalo, ¿hace mucho frío? –le preguntó su
esposa-. Esas nubes no me dan buena espina.
Él no respondió. Estaba tan absorto en sus
pensamientos, a la vez que colocaba el puchero al fuego, que ni cuenta se dio
de que María le estaba hablando.
Entonces volvió a la realidad; parpadeó
varias veces y se volvió hacia ella.
-Estaba pensando en Aurora –le confesó con
pesar, sentándose junto al fuego y mirándose las manos, conteniendo la rabia
que le embargaba no poder verla-. Me gustaría despedirme de mi hermana, María.
La joven se acercó a él y le acarició el
hombro, comprendiendo su pena.
-A mí también –convino ella-, pero ambos
sabemos que no es buena idea. Aurora todavía no está recuperada y revelarle la
verdad podría suponerle un retroceso.
-Lo sé –murmuró con rabia-. Pero es mi
hermana. No se merece que la mantengamos en la ignorancia, sufriendo por
nuestra supuesta muerte.
-No será siempre así, mi amor –trató de
hacerle entrar en razón ella-. Mis padres le contarán la verdad cuando lo crean
conveniente. Y siempre podrá venir a vernos allá donde estemos.
Sus palabras lograron apaciguar a Gonzalo.
No era un adiós para siempre. Aurora podría ir a visitarles cuando quisiera; y
conociéndola, seguro que lo haría.
-Sin embargo… -continuó María; ahora era
ella quien se había puesto triste-, hay una persona que jamás sabrá la verdad
–Gonzalo frunció el ceño sin entender de quién hablaba-. Estoy hablando de Fe.
No sabes lo que esa muchacha ha hecho por mí todo este tiempo, Gonzalo. Si no
fuese por su ayuda jamás habría descubierto la verdad. Se arriesgó mucho. Y… la
pobre estará sufriendo por nosotras. Ojalá pudiese decirle que todo ha salido
bien… pero sé lo peligroso que sería.
Se le quebró la voz al pensar en la doncella
de la Casona, en su natural alegría y sonrisas que inundaban cada rincón
alejando la tristeza de su alrededor. Fe se había convertido en una gran amiga
para María y jamás la olvidaría. Parte de su felicidad se la debía a ella y el
no poder hacerla partícipe de ello la entristecía.
Gonzalo se levantó, comprendiendo que ambos
sentían la misma pena.
-¿Por qué no me ayudas a bañar a la niña?
–le propuso su esposa con la intención de alejar aquellas malas sensaciones de
su mente.
Él sonrió y se volvió a ver que el agua ya
comenzaba a calentarse. María preparó a Esperanza y cuando la tinaja estuvo
llena de agua tibia, metieron a la niña a quien parecía encantarle que la
bañasen, pues comenzó a chapotear para ver como las gotas de agua salían
disparadas en todas direcciones mojando a sus padres. La pequeña sonreía
alegre, soltando pequeños gritos de júbilo mientras Gonzalo trataba sin éxito
de sujetarle los brazos para que María pudiese lavarla bien.
-Mírala, será tunanta –sonrió su madre,
contenta de ver el rostro sonriente de su hija-. A este paso tendremos más
jabón nosotros que ella.
Gonzalo le pidió a María que le pasara el
trapo mojado pues iba a intentarlo él. Sin embargo, a los dos segundos,
Esperanza dio un fuerte chapoteo que empapó la camisa de su padre por delante.
El joven se miró, sin saber cómo reaccionar.
María no pudo aguantar la risa y soltó una
sonora carcajada que fue tomada por la niña como que había hecho algo divertido
y volvió a la carga, lanzando el agua por todos lados.
Ni Gonzalo ni María sabían cómo detenerla,
aunque tampoco les importaba ya que ver la felicidad en el rostro de su hija
les llenaba de dicha. ¿Qué importaba el estropicio que estaba formando si lo
más importante era verla contenta? El desorden se podía arreglar luego,
mientras que los momentos de felicidad había que disfrutarlos y atesorarlos en
el mismo instante en que sucedían.
Cuando finalmente lograron bañarla y la
sacaron de la tinaja, apenas quedaba agua ya dentro. María la sostuvo envuelta
en una toquilla seca mientras Gonzalo se cambiaba la camisa que llevaba
empapada por otra seca.
-Ya me ocupo yo de vestir a esta pequeña
renacuaja –le pidió él, una vez listo, cogiendo a la niña en brazos que seguía
dando palmas al ver que las gotitas que se le habían adherido a la piel le
salpicaban al rostro-. Encárgate tú de prepararle el biberón.
María no se opuso.
Poco después, Esperanza ya estaba cambiada y
su padre le dio la leche que María había preparado. Mientras, la joven
aprovechó para limpiar todo el estropicio.
Se acercó a la ventana para dejar uno de los
paños húmedos cuando su mirada se detuvo en un pequeño pajarillo que estaba en
el alfeizar. El animalillo permaneció allí unos segundos más antes de alzar el
vuelo y perderse entre los frondosos árboles.
María sonrió tímidamente. A su mente llegó
el viejo recuerdo de otro pajarillo similar, al que en un principio había
confundido con un gran ave rapaz.
La joven se volvió a mirar a Gonzalo que al
verla sonreír de aquella manera no pudo sino preguntarle el motivo.
-¿Qué sucede, María? –dejó el biberón que
Esperanza ya se había terminado sobre el mesa y se acercó con la niña en
brazos-. ¿A qué viene esa sonrisa?
-Acabo de ver un pajarillo en la ventana –le
confesó-. Y… y me he acordado de aquel otro que vimos la vez que me
secuestraste. ¿Lo recuerdas?
Gonzalo enarcó las cejas, conteniendo una
sonrisa.
-¿Aquel tan feroz que iba a comernos? –no pudo
contenerse.
-No te burles –y le dio cariñosamente en el
brazo-. Bastante mal me lo hiciste pasar.
La sonrisa se borró del rostro de Gonzalo.
-Sabes que esa no era mi intención –declaró
con seriedad-. Tan solo quería saber el motivo que te había impedido huir
conmigo. Un motivo que nunca me has contado.
María lo sabía. Jamás le hubiese hecho daño
alguno. Sin embargo, en aquel momento no pudo decirle las verdaderas razones;
calló para protegerle.
-Fue Fernando –confesó al fin sin atreverse
a mirarle a los ojos-. Me amenazó con matarte si huía contigo –su esposo
frunció el ceño, aunque en realidad algo de eso sospechaba y las palabras de
María solo hacían que confirmárselo-. Ambos sabemos que no habríamos llegado
muy lejos juntos y que habría cumplido su amenaza, Gonzalo –levantó la mirada
hacia él-. El accidente que tuviste días antes, cuando la cruz de la ermita se
te cayó encima… no fue un accidente; fue el mismo Fernando quien lo provocó
para hacerme saber que sus amenazas iban en serio.
-¿Y por qué no me lo dijiste?
-Para protegerte –se defendió ella-. ¿Qué
otra opción nos quedaba? Tú eras un hombre de Dios y yo su esposa. Llevábamos
las de perder.
Gonzalo sabía que María tenía razón. En su
desesperación por arrancarla de aquel infierno de matrimonio con el de Mesía no
pensaron las consecuencias que podría acarrearles a ambos. Mientras que él
había sufrido un intento de asesinato cuando le enterró vivo, María había sido
acusada de adulterio y encerrada primero en prisión y luego en un convento
donde creyó que iba a pasar cinco años.
El camino hacia su felicidad no había sido
nada fácil.
Gonzalo le acarició el rostro, con amor,
agradecido por todo lo que había hecho por él, por su continuo sacrificio.
-Si hubiese sabido antes la verdad… -susurró
él.
-No podrías haber hecho nada –cogió su mano
entre las suyas-. Gonzalo, solo me importaba que estuvieses bien. Con eso me
valía. Aunque fuese lejos de mí.
El joven acercó sus labios a los de ella y
los besó. No encontraba otra manera de demostrarle cuánto la quería y admiraba
por su valentía. ¿Cómo no iba a amarla si María era su vida entera?
-Lo cierto es que yo tampoco fui sincero
contigo –confesó entonces-; cuando te dije que dejaba el sacerdocio porque no
quería pertenecer a un estamento que daba cabida a hombres como don Celso. Eso
no fue el motivo, tan solo aceleró mi decisión pues estaba tomada desde antes.
Desde esos días que pasamos juntos en aquella cabaña –el corazón de María se
encogió de pronto, lleno de emoción-. Cuando ideamos aquella huida me di cuenta
de que si nos marchábamos de Puente Viejo, tarde o temprano terminaríamos juntos.
Mi fe en Dios no era tan fuerte como lo que sentía por ti… por eso decidí volver
al Amazonas, para poner tierra de por medio, porque seguía amándote y estando
cerca de ti jamás lograría olvidarte –los ojos de su esposa se empañaron de
lágrimas al entender aquel sacrificio-. Sin embargo, cada paso que daba y me
alejaba de Puente Viejo, y de ti, sentía que mi corazón iba apagándose,
perdiendo la vida, poco a poco; y ni siquiera el volcarme en ayudar a los demás
iba a llenar un poco ese vacío. Por eso regresé y dejé el sacerdocio.
Aquella elección había marcado sus destinos.
Si Gonzalo no hubiese colgado los hábitos, ella seguiría casada con el monstruo
de Fernando Mesía; jamás habrían comenzado una relación clandestina, ni habría
nacido Esperanza, su mayor tesoro y fruto de su amor. Su historia habría tenido
un final distinto.
Pero afortunadamente ese no había sido el
caso. Gonzalo tomó la decisión correcta y decidió dejar de ser un títere en
manos de otros que solo buscaban alcanzar el poder a través de él. Don Celso ya
pagaba por sus crímenes desde hacía tiempo, como Fernando Mesía. Ambos habían
salido de sus vidas para siempre; y su recuerdo se evaporaba cada día como el
humo se perdía en el horizonte.
María se separó para mirarle a los ojos y…
Gonzalo la besó de nuevo. Con intensidad. La joven cerró los ojos y se dejó
llevar por ese sentimiento que les unía en un solo ser.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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