lunes, 27 de abril de 2015

CAPÍTULO 14
A la mañana siguiente, el cielo amaneció algo nublado. Gonzalo fue al río a por agua para prepararle un baño a Esperanza, que se había despertado llorando y tan solo logró calmarse cuando su madre la acunó entre sus brazos, cantándole la misma nana que Emilia le cantaba a ella de pequeña.
El joven colocó el agua en el fuego para calentarla.
-Gonzalo, ¿hace mucho frío? –le preguntó su esposa-. Esas nubes no me dan buena espina.
Él no respondió. Estaba tan absorto en sus pensamientos, a la vez que colocaba el puchero al fuego, que ni cuenta se dio de que María le estaba hablando.
-Gonzalo –insistió ella-. ¿Sucede algo?
Entonces volvió a la realidad; parpadeó varias veces y se volvió hacia ella.
-Estaba pensando en Aurora –le confesó con pesar, sentándose junto al fuego y mirándose las manos, conteniendo la rabia que le embargaba no poder verla-. Me gustaría despedirme de mi hermana, María.
La joven se acercó a él y le acarició el hombro, comprendiendo su pena.
-A mí también –convino ella-, pero ambos sabemos que no es buena idea. Aurora todavía no está recuperada y revelarle la verdad podría suponerle un retroceso.
-Lo sé –murmuró con rabia-. Pero es mi hermana. No se merece que la mantengamos en la ignorancia, sufriendo por nuestra supuesta muerte.
-No será siempre así, mi amor –trató de hacerle entrar en razón ella-. Mis padres le contarán la verdad cuando lo crean conveniente. Y siempre podrá venir a vernos allá donde estemos.
Sus palabras lograron apaciguar a Gonzalo. No era un adiós para siempre. Aurora podría ir a visitarles cuando quisiera; y conociéndola, seguro que lo haría.
-Sin embargo… -continuó María; ahora era ella quien se había puesto triste-, hay una persona que jamás sabrá la verdad –Gonzalo frunció el ceño sin entender de quién hablaba-. Estoy hablando de Fe. No sabes lo que esa muchacha ha hecho por mí todo este tiempo, Gonzalo. Si no fuese por su ayuda jamás habría descubierto la verdad. Se arriesgó mucho. Y… la pobre estará sufriendo por nosotras. Ojalá pudiese decirle que todo ha salido bien… pero sé lo peligroso que sería.
Se le quebró la voz al pensar en la doncella de la Casona, en su natural alegría y sonrisas que inundaban cada rincón alejando la tristeza de su alrededor. Fe se había convertido en una gran amiga para María y jamás la olvidaría. Parte de su felicidad se la debía a ella y el no poder hacerla partícipe de ello la entristecía.
Gonzalo se levantó, comprendiendo que ambos sentían la misma pena.
-¿Por qué no me ayudas a bañar a la niña? –le propuso su esposa con la intención de alejar aquellas malas sensaciones de su mente.
Él sonrió y se volvió a ver que el agua ya comenzaba a calentarse. María preparó a Esperanza y cuando la tinaja estuvo llena de agua tibia, metieron a la niña a quien parecía encantarle que la bañasen, pues comenzó a chapotear para ver como las gotas de agua salían disparadas en todas direcciones mojando a sus padres. La pequeña sonreía alegre, soltando pequeños gritos de júbilo mientras Gonzalo trataba sin éxito de sujetarle los brazos para que María pudiese lavarla bien.
-Mírala, será tunanta –sonrió su madre, contenta de ver el rostro sonriente de su hija-. A este paso tendremos más jabón nosotros que ella.
Gonzalo le pidió a María que le pasara el trapo mojado pues iba a intentarlo él. Sin embargo, a los dos segundos, Esperanza dio un fuerte chapoteo que empapó la camisa de su padre por delante. El joven se miró, sin saber cómo reaccionar.
María no pudo aguantar la risa y soltó una sonora carcajada que fue tomada por la niña como que había hecho algo divertido y volvió a la carga, lanzando el agua por todos lados.
Ni Gonzalo ni María sabían cómo detenerla, aunque tampoco les importaba ya que ver la felicidad en el rostro de su hija les llenaba de dicha. ¿Qué importaba el estropicio que estaba formando si lo más importante era verla contenta? El desorden se podía arreglar luego, mientras que los momentos de felicidad había que disfrutarlos y atesorarlos en el mismo instante en que sucedían.
Cuando finalmente lograron bañarla y la sacaron de la tinaja, apenas quedaba agua ya dentro. María la sostuvo envuelta en una toquilla seca mientras Gonzalo se cambiaba la camisa que llevaba empapada por otra seca.
-Ya me ocupo yo de vestir a esta pequeña renacuaja –le pidió él, una vez listo, cogiendo a la niña en brazos que seguía dando palmas al ver que las gotitas que se le habían adherido a la piel le salpicaban al rostro-. Encárgate tú de prepararle el biberón.
María no se opuso.
Poco después, Esperanza ya estaba cambiada y su padre le dio la leche que María había preparado. Mientras, la joven aprovechó para limpiar todo el estropicio.
Se acercó a la ventana para dejar uno de los paños húmedos cuando su mirada se detuvo en un pequeño pajarillo que estaba en el alfeizar. El animalillo permaneció allí unos segundos más antes de alzar el vuelo y perderse entre los frondosos árboles.
María sonrió tímidamente. A su mente llegó el viejo recuerdo de otro pajarillo similar, al que en un principio había confundido con un gran ave rapaz.
La joven se volvió a mirar a Gonzalo que al verla sonreír de aquella manera no pudo sino preguntarle el motivo.
-¿Qué sucede, María? –dejó el biberón que Esperanza ya se había terminado sobre el mesa y se acercó con la niña en brazos-. ¿A qué viene esa sonrisa?
-Acabo de ver un pajarillo en la ventana –le confesó-. Y… y me he acordado de aquel otro que vimos la vez que me secuestraste. ¿Lo recuerdas?
Gonzalo enarcó las cejas, conteniendo una sonrisa.
-¿Aquel tan feroz que iba a comernos? –no pudo contenerse.
-No te burles –y le dio cariñosamente en el brazo-. Bastante mal me lo hiciste pasar.
La sonrisa se borró del rostro de Gonzalo.
-Sabes que esa no era mi intención –declaró con seriedad-. Tan solo quería saber el motivo que te había impedido huir conmigo. Un motivo que nunca me has contado.
María lo sabía. Jamás le hubiese hecho daño alguno. Sin embargo, en aquel momento no pudo decirle las verdaderas razones; calló para protegerle.
-Fue Fernando –confesó al fin sin atreverse a mirarle a los ojos-. Me amenazó con matarte si huía contigo –su esposo frunció el ceño, aunque en realidad algo de eso sospechaba y las palabras de María solo hacían que confirmárselo-. Ambos sabemos que no habríamos llegado muy lejos juntos y que habría cumplido su amenaza, Gonzalo –levantó la mirada hacia él-. El accidente que tuviste días antes, cuando la cruz de la ermita se te cayó encima… no fue un accidente; fue el mismo Fernando quien lo provocó para hacerme saber que sus amenazas iban en serio.
-¿Y por qué no me lo dijiste?
-Para protegerte –se defendió ella-. ¿Qué otra opción nos quedaba? Tú eras un hombre de Dios y yo su esposa. Llevábamos las de perder.
Gonzalo sabía que María tenía razón. En su desesperación por arrancarla de aquel infierno de matrimonio con el de Mesía no pensaron las consecuencias que podría acarrearles a ambos. Mientras que él había sufrido un intento de asesinato cuando le enterró vivo, María había sido acusada de adulterio y encerrada primero en prisión y luego en un convento donde creyó que iba a pasar cinco años.
El camino hacia su felicidad no había sido nada fácil.
Gonzalo le acarició el rostro, con amor, agradecido por todo lo que había hecho por él, por su continuo sacrificio.
-Si hubiese sabido antes la verdad… -susurró él.
-No podrías haber hecho nada –cogió su mano entre las suyas-. Gonzalo, solo me importaba que estuvieses bien. Con eso me valía. Aunque fuese lejos de mí.
El joven acercó sus labios a los de ella y los besó. No encontraba otra manera de demostrarle cuánto la quería y admiraba por su valentía. ¿Cómo no iba a amarla si María era su vida entera?
-Lo cierto es que yo tampoco fui sincero contigo –confesó entonces-; cuando te dije que dejaba el sacerdocio porque no quería pertenecer a un estamento que daba cabida a hombres como don Celso. Eso no fue el motivo, tan solo aceleró mi decisión pues estaba tomada desde antes. Desde esos días que pasamos juntos en aquella cabaña –el corazón de María se encogió de pronto, lleno de emoción-. Cuando ideamos aquella huida me di cuenta de que si nos marchábamos de Puente Viejo, tarde o temprano terminaríamos juntos. Mi fe en Dios no era tan fuerte como lo que sentía por ti… por eso decidí volver al Amazonas, para poner tierra de por medio, porque seguía amándote y estando cerca de ti jamás lograría olvidarte –los ojos de su esposa se empañaron de lágrimas al entender aquel sacrificio-. Sin embargo, cada paso que daba y me alejaba de Puente Viejo, y de ti, sentía que mi corazón iba apagándose, perdiendo la vida, poco a poco; y ni siquiera el volcarme en ayudar a los demás iba a llenar un poco ese vacío. Por eso regresé y dejé el sacerdocio.
María se abrazó a él con fuerza.
Aquella elección había marcado sus destinos. Si Gonzalo no hubiese colgado los hábitos, ella seguiría casada con el monstruo de Fernando Mesía; jamás habrían comenzado una relación clandestina, ni habría nacido Esperanza, su mayor tesoro y fruto de su amor. Su historia habría tenido un final distinto.
Pero afortunadamente ese no había sido el caso. Gonzalo tomó la decisión correcta y decidió dejar de ser un títere en manos de otros que solo buscaban alcanzar el poder a través de él. Don Celso ya pagaba por sus crímenes desde hacía tiempo, como Fernando Mesía. Ambos habían salido de sus vidas para siempre; y su recuerdo se evaporaba cada día como el humo se perdía en el horizonte.

María se separó para mirarle a los ojos y… Gonzalo la besó de nuevo. Con intensidad. La joven cerró los ojos y se dejó llevar por ese sentimiento que les unía en un solo ser. 

CONTINUARÁ...

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