martes, 28 de abril de 2015

CAPÍTULO 15
Tan entregados estaban a ese momento de intimidad, que ni siquiera se dieron cuenta cuando la puerta de la cabaña se abrió y Rosario, Candela y Mariana entraron.
Las tres mujeres se quedaron unos segundos mirándoles sin saber si dejarles o romper ese instante.
Finalmente fue la abuela Rosario quien carraspeó para llamar su atención.
Gonzalo y María se separaron de golpe.
-Que digo yo que tendréis tiempo de sobra para haceros carantoñas –declaró la abuela, tratando de hacerse la ofendida.
Candela y Mariana contenían una sonrisa y la pareja enrojeció al verse descubiertos mientras se prodigaban aquellos gestos de cariño.
-Buenos días –María ayudó a su abuela con la bolsa que traía.
Candela dejó un par de botellas de vino sobre la mesa.
-Os las manda Alfonso –les informó, acercándose a Gonzalo; y cogió a Esperanza en brazos para que él ayudara a Mariana que traía la parte de más peso.
-Son unas mantas –dijo la tía de María-. Esta noche pasada ha hecho más frío y en esta cabaña debéis notarlo bastante aunque tengáis el fuego –levantó la cabeza tras dejar uno de los fardos sobre la cama-. Y… sobre todo por Esperanza.
-Gracias Mariana –le agradeció Gonzalo-. ¿Y qué nuevas tenéis hoy?
Antes de comenzar con las noticias, se sentaron alrededor de la mesa.
-Ya está todo listo para que Francisca caiga en la trampa –habló Candela, con seriedad-. Todos saben cuál es el papel que tienen que interpretar para que la Montenegro solo tenga que sumar dos más dos y crea que os tiene cogidos. Incluso Raimundo ha puesto su granito de arena en esto –María frunció el ceño sin entender, temiendo lo que podía haber hecho su abuelo-; fingió una conversación con un conocido de Fuerteventura, hablando como si alguien fuese a viajar allí en breve. Conociendo a Dolores Mirañar se lo habrá contado a don Pedro que es quien le pasará el parte a la Montenegro.
Gonzalo asintió, satisfecho. Cuantas más pistas falsas llegasen a oídos de la señora, mejor.
-Nicolás y Conrado han ido a inspeccionar la cueva de la Garganta del Diablo –dijo Mariana con el gesto torcido-. No quieren dejar nada al azar ni que haya problemas de última hora.
María asintió, conforme.
-Estoy segura de que nada saldrá mal –declaró con entusiasmo.
Gonzalo chasqueó la lengua, molesto.
-¿Qué sucede, Gonzalo? –le preguntó ella, pensando que ya se había echado atrás.
El joven se levantó de la silla. Su espíritu ansioso se revelaba constantemente.
-Sucede que debería de ser yo mismo quien estuviera allí con Nicolás y Conrado, inspeccionando la zona –le confesó con un brillo febril en los ojos-. Debería haber ido con ellos para cerciorarme de que todo está bien y que no hay peligro ninguno. Soy tu esposo y mi deber es cuidar de ti y de nuestra hija; y fíjate… -abrió los brazos señalando a su alrededor-, ¿dónde estoy? Aquí; de brazos cruzados, dejando que otros hagan lo que a mí me corresponde.
-Tu obligación, como bien has dicho, es cuidar de María y de vuestra hija –intervino Rosario con sabiduría; su nieta la miró de reojo, dejándola hablar pues sabía que Gonzalo la escucharía-. Y ellas están aquí ahora, contigo. De manera que tu lugar es estar junto a ellas y no exponiéndote por esos montes para que te vean. Eso sí sería una falta de sensatez por tu parte –la buena mujer hizo una pausa y suavizó el tono duro que había empleado-; Los hombres pecáis de individualismo, creyendo que nadie hará las cosas mejor que uno mismo. Sin embargo, hay que saber dejarse ayudar cuando es necesario.
Las palabras de la abuela calaron en Gonzalo que sintió como las ansias se aplacaban lentamente. Rosario tenía razón, debía dejar que la familia y amigos les ayudasen en aquella situación. Debía pensar con la cabeza y no dejarse llevar por sus instintos.
Volvió a sentarse junto a ellas, ya calmado.
-Como siempre, tiene razón, Rosario –convino él, y le cogió la mano, sintiendo en ellas la aspereza de su piel, pero también su cariño-. ¿Qué haríamos sin sus sabios consejos?
-Meter la pata, sin duda –se burló ella, con un nudo en la garganta-. Que los Castro sois muy cabezotas como lo fue vuestra madre que en gloria esté –su mirada se tiñó de nostalgia-. Aún recuerdo a Tristán como le costaba lidiar con ella. Pepa siempre tuvo un carácter muy fuerte –se volvió hacia Gonzalo-. El mismo que habéis heredado tu hermana y tú –la abuela se quedó mirándole unos segundos sin poder ocultar el cariño que sentía por Martín, su pequeño Martín. Quería al joven como si se tratase de su propio nieto, sangre de su sangre. Le había visto crecer durante los primeros seis años de su vida y sentía por él un gran aprecio.
Gonzalo le sonrió, agradecido por todo lo que Rosario le había dado en ese tiempo: cariño, amor y sabiduría. No podía haber sido mejor abuela para él.
Entonces se dio cuenta de que quizá ese momento fuese el último en el que estaría con ella, en mucho tiempo, y sintió una punzada de tristeza en el corazón.
Miró a las tres mujeres, a cada cual más importante. Cada una de ellas había jugado un papel importante en su vida y jamás las olvidaría.
-Gonzalo… ¿sucede algo? –le preguntó María a quien no podía ocultarle nada-. Te has quedado blanco como la cera.
-Estaba pensando que… -comenzó y se le quebró la voz. Decirlo en voz alta significaba hacerlo realidad y no quería; algo en su interior se negaba a ello. Se volvió hacia María y sacó fuerzas de ella. Por ella y Esperanza debía seguir adelante. Tomó aire y continuó-;… estaba pensando que quizá esta sea la última vez que nos veamos en mucho tiempo.
Tal como había temido, sus palabras cayeron como un jarro de agua fría sobre ellas. Incluso su esposa palideció. Ni siquiera ella había pensado en aquella despedida. Hasta el momento se había limitado a planear su huida pero no se había detenido a pensar en todo lo que dejaba atrás: sus familiares más cercanos, aquellos que siempre habían estado apoyándola; aquellos que la habían visto crecer y con quién dejaba parte de su corazón.
Había llegado el momento de la despedida y las emociones se agolpaban en ellos.
-Siempre es duro tener que decir adiós –dijo Candela de pronto-, pero… pero hay que pensar en positivo y esto no es una despedida para siempre sino un hasta pronto.
-Tiene razón, Candela –convino Gonzalo, sacando fuerzas para hablar-. Siempre ha tenido las palabras exactas para reconfortarnos. Siempre ha estado ahí como… como una madre; la madre que no llegué a conocer –el joven recordó como tiempo atrás, Candela se había convertido en su confidente; cuando él y María no podían estar juntos y Gonzalo no tenía en quien confiar sus sentimientos y sus miedos; tan solo Candela le brindó su apoyo incondicional, sin cuestionarle por su condición de sacerdote enamorado-. Jamás olvidaremos todo lo que hizo por nosotros.
La viuda de Tristán no pudo contener las lágrimas al escuchar su agradecimiento. Para ella, los hijos de su adorado Tristán, se habían convertido en su familia; porque no era la sangre la que daba ese rango sino el amor, el cariño y la comprensión; cualidades que Candela atesoraba en su persona.
-Candela –Gonzalo le cogió una mano con cariño-. ¿Cuidará de Aurora en mi ausencia, por favor? No la deje sola. Aunque ella se muestre siempre tan autosuficiente, usted la conoce bien y sabe que la necesita.
La mujer asintió con lágrimas en los ojos. No era necesario que le pidiese tal cosa. Ella siempre estaría allí para ellos.
-Por supuesto –convino a medida voz-. Eso no tienes ni que pedírmelo, Martín. Vosotros habéis sido mi mayor apoyo cuando me faltó vuestro padre. Sin tu hermana, sin ti y Rosario, no habría logrado superarlo. Sois lo que más quiero en este mundo –miró a Esperanza, a quien había dejado en brazos de Mariana-. E incluso me habéis dado una preciosa nieta. ¿Qué más puedo pedir?
El joven la abrazó cariñosamente ante la mirada de Rosario, Mariana y María, que a duras penas lograban contener las lágrimas de la emoción.
Al separarse de él, Candela sonrió, avergonzada.
-Menudo espectáculo estamos dando –declaró entre risas.
-Ningún espectáculo, Candela –María se acercó a ella-. Es el cariño que nos tenemos lo que nos hace ser sinceros –la cogió de las manos con ternura-; por eso quería decirle que le estaré eternamente agradecida por lo que hizo por nosotros y por Esperanza; le salvó la vida a mi hija, y eso es algo que jamás olvidaré. Si ahora estamos los tres juntos, en parte se lo debemos a usted –la joven se mordió el labio inferior-; usted sí que ha sido para mí una segunda madre, de verdad.
-¡Ay, criatura! –se volvió a emocionar Candela y la abrazó-. Tú también has sido para mí como una hija –se separó de ella y miró a Gonzalo-. Y os deseo la mejor de las suertes. Estoy segura que allá donde vayáis seréis felices.
Ambos asintieron en silencio, agradeciendo todo lo que les había dado. Siempre llevarían a Candela en su corazón.
En ese instante, la mirada empañada de lágrimas de María se detuvo en Mariana, que estaba sentada junto a su madre.
La joven supo que había llegado la hora de despedirse de su querida tita, de la persona que la había visto crecer lejos de los suyos.
Mariana sintió la mirada de su sobrina en ella y supo que era su momento. Se levantó con el corazón encogido y le pasó la niña a Candela para ir al encuentro de María. ¿Cómo decirle adiós a quien consideraba como a una hija? La hermana de Alfonso no se veía con fuerzas para hacerlo.
-Tita, yo… -la voz de María se quebró.
-No digas nada, cariño –la abrazó ella-. Porque no quiero despedirme de ti, de mi niña.
Su sobrina se abrazó con fuerza a ella, como cuando era pequeña y encontraba en su tía el refugio y el calor humano que necesitaba. Su corazón tembló de emoción, recordando las tardes en la cocina de la Casona, escuchando las historias de Mariana, sus regaños cuando eran necesarios; pero sobretodo, su paciencia y cariño.
-Tengo tanto que agradecerte tita –comenzó María, sin dejar de llorar-. Has hecho tanto por mí… siempre sacrificándote por mi bienestar, estando a mi lado cuando más te necesitaba, dándome consejos y manteniéndome con los pies sobre la tierra cuando el subconsciente me traicionaba –tomó aire para continuar-; sin ti a mi lado no sería la persona que soy ahora. Francisca me habría convertido en alguien a su imagen y semejanza si tú no hubieses sabido como contenerme.
-Eso no es verdad, María –la regañó Mariana con cariño-. La Montenegro jamás habría logrado envenenar tu corazón porque tienes un alma demasiado pura –le acarició el rostro con cariño-. Yo solo puse algo de sensatez para que no te descarriases demasiado; pero fuiste tú sola quien supo encontrar el camino correcto.
-No te quites méritos, tita –insistió ella-. Que más de una regañina me llevé por cabezota.
Mariana ladeó la cabeza, recordando algún momento en concreto, y sonrió.
-Sería porque te lo tenías merecido, entonces –convino.
Ambas volvieron a abrazarse.
-De alguna manera, siempre he encontrado gente en la Casona dispuesta a echarme una mano –dijo María-; primero tú y Mauricio; y en los últimos tiempos Fe.
Mariana alzó ambas cejas.
-¡Fe! –movió la cabeza al nombrar a la doncella-. ¡Menuda es Fe! No podías haber encontrado mejor aliada que ella, eso tenlo por seguro. Fe es oro molido.
-Lo sé, lo sé –repitió su sobrina, separándose de ella-. Si no fuese por su ayuda no lo hubiese logrado. No habría descubierto la verdad sobre Gonzalo –se volvió hacia él y le tomó de la mano-. Por eso… por eso me gustaría que cuando pase un tiempo, le cuentes toda la verdad. Sé que estará preocupada por mí. Me gustaría que algún día supiese que estoy viva, y feliz junto a Gonzalo y Esperanza.
Su tía asintió.
-Por supuesto, cariño –le prometió-. Se lo diré.
Con un nudo en el estómago, María dejó que Gonzalo se despidiera de Mariana.
La tía de su esposa le acarició el rostro con nostalgia.
-Quien me iba a decir a mí, cuando regañaba a aquel mocoso que me ensuciaba el piso de la cocina en la Casona, que algún día se convertiría en todo un hombre, capaz de volver de la muerte, dos veces…
-Tres –le corrigió Gonzalo, sonriendo. El resto rió por lo bajo, ante la interrupción.
-Tres –repitió Mariana con una gran sonrisa y asintiendo-… tres veces, para cumplir la promesa que le hiciste a mi sobrina, de regresar por ella. Aunque no llevemos la misma sangre, sabes que te quiero como a un sobrino y… y me alegro mucho de que seas precisamente tú, el hijo de Pepa, el esposo de mi única sobrina –Mariana suspiró con fuerza, embargada por la emoción-. ¡Si ella os viese!
-Estoy seguro que desde algún sitio lo hace, Mariana –declaró él, convencido de ello-. Recuerdo que mi madre os quería mucho. Los Castañeda os convertisteis en su familia y como a tal, os quiero yo. Siempre habéis estado ahí para nosotros, incondicionalmente. Y eso es algo que nunca olvidaré. Eso y… tus madalenas.
El llanto de Mariana se mezcló con la risa que le provocó su comentario. Ambos se abrazaron con fuerza.
-Hazme un favor, Martín –le pidió Mariana al separarse, y miró a su sobrina-. Cuídalas, cuídalas mucho. Son el mayor tesoro que tienes.
-Por supuesto que lo haré –le prometió el joven-. No lo dudes Mariana. Nunca les faltará de nada a mi lado.
El corazón de María tembló al escuchar aquella promesa. La misma promesa que Gonzalo le hizo a Emilia en su día y que había cumplido, sin duda alguna, pues junto a él había sido completamente feliz; y estaba segura de que lo serían en aquella nueva vida que iban a comenzar lejos de Puente Viejo.
Mariana volvió a acariciarle el rostro a Martín una última vez antes de hacerse a un lado para que el joven se despidiese de Rosario, quien había asistido a ambas despedidas con emoción. La buena mujer había vivido lo suficiente en su larga vida pero una despedida siempre era difícil y su gran corazón nunca llegaría a acostumbrarse a ellas.
-Ya sabéis que a mí no me gustan las despedidas –les recordó con los ojos enrojecidos-. Así que…
María no le dio tiempo a que continuase y la abrazó. Rosario le devolvió el abrazo y lloró sobre su hombro.
-¡Ay, abuela! –logró decirle la joven-. ¿Qué habría hecho yo sin usted durante todo este tiempo? Siempre tendiéndome la mano cuando más la necesitaba. Me ha enseñado todo lo que soy: a levantarme ante las adversidades y luchar contra ellas, como cuando creí haber perdido a Gonzalo. Usted me mostró que debía seguir luchando por Esperanza, porque mi hija me necesitaba. Me abrió los ojos en ese momento y no dejó que me derrumbase. Gracias por ser mi pilar en aquel momento tan duro –le tembló el labio ligeramente, sin poder contener la emoción; sin embargo, se repuso y continuó-. Me ha enseñado a saber perdonar, a vivir de verdad. Pero sobretodo me ha enseñado a… a querer a los míos y ver que son lo más importante que tengo.  ¿Qué voy a hacer sin usted ahora?
-¡Anda, anda! –trató de quitarle importancia ella-. Que tú eres muy lista, María; y te has convertido en una mujer con arrojo y valor –ladeó la cabeza y sus labios se convirtieron en una fina línea, tratando de contener la emoción y es que las palabras que le había dedicado su nieta le habían llegado a lo más profundo de su alma-. Estoy muy orgullosa de la mujer en la que te has convertido, y feliz de verte junto a mi Martín –le lanzó una mirada al joven que supo que había llegado su turno.
Gonzalo dio dos pasos hacia Rosario. Se había prometido a sí mismo no llorar ante las despedidas pero allí estaba, mostrándose como el hombre sensible y agradecido que era.
-¿Qué le puedo decir a usted, Rosario? –comenzó él, sin encontrar las palabras que expresaran sus emociones-. Desde que tengo uso de razón ha estado ahí, siendo esa abuela que nunca tuve. Me dio el cariño  y la comprensión cuando fui un niño y… cuando regresé volvió a acogerme como a un nieto, sin saber quién era.
-Desde el primer momento me recordaste a aquel pequeño que se escondía en la cocina de la Casona para que doña Francisca no le obligase a rezar el rosario –recordó la abuela de María con cariño. Le miró a los ojos-. Esa bondad que atesoras en tu corazón, Martín, te delata. Siempre serás para mí… mi pequeño Martín, a quien daba de merendar, a quien le secaba los mocos. Fue una bendición poder recuperarte después de tantos años y… y siempre te estaré agradecida porque gracias a tu vuelta, tu padre logró salir de su depresión. Le devolviste la vida.
La buena mujer le dio dos sonoros besos que él le devolvió.
-Echaré mucho de menos su chocolate con picatostes –la mujer se agarró fuerte a su mano al escucharle decir aquello-, pero sobretodo, echaré de menos sus sabios consejos, esos que me han ayudado en los momentos más difíciles –se volvió a mirar a su esposa-, sin ellos, María y yo habríamos cometido quizá la mayor equivocación de nuestras vidas cuando creímos perder a Esperanza y no sabíamos cómo encontrar consuelo –María se acercó a ellos.
-Es cierto, abuela –confirmó las palabras de él-. Gracias a usted y al abuelo Raimundo, que nos abrieron los ojos, es que encontramos el camino para salir adelante, apoyándonos mutuamente. Sin sus sabios consejos no lo habríamos logrado.
-No os quitéis mérito –declaró la mujer, orgullosa de verles juntos-. Sé que tarde o temprano el destino os habría guiado correctamente –ladeó la cabeza un poco a ambos lados-, digamos que nosotros solo os dimos un pequeño empujoncito para que fuese más pronto que tarde.
-Sea como fuere –insistió Gonzalo-, la echaremos mucho de menos. Y Esperanza también –apuntó él.
Rosario se volvió a mirar a la niña que estaba en brazos de Mariana.
En ese instante se dio cuenta de cuanto iba a echarla de menos.
-No os olvidéis de hablarle de esta vieja que tanto la quiere –les pidió-. Este tesoro nos ha devuelto la vida a muchas desde que nació. Recordad que le gusta que le canten una nana antes de irse a dormir –sus padres asintieron-, y que su muñeca preferida es Catalina, la que te trajo Mauricio y que era tuya –le indicó a María-; si le cuesta conciliar el sueño dádsela y veréis cómo enseguidita cae rendida.
-Lo tendremos en cuenta, Rosario –convino Gonzalo.
-Cuidalas, Martín –insistió ella, con lágrimas en los ojos-. A ambas. Porque son tu mayor tesoro.
-Así lo haré. No le quepa la menor duda.
María le apretó el brazo en un gesto de complicidad. Al ver el vínculo tan grande que les unía y que iba más allá de la comprensión humana, Rosario suspiró, hastiada.
-¡Maldita la Montenegro! –masculló de pronto Rosario, sin poder aguantarse-. Siempre destrozando nuestras vidas. ¡Ojalá no tuvieseis que marcharos!
-Abuela... –murmuró María, comprendiendo su desazón.
-Rosario –intervino Gonzalo con gesto serio-, le prometo que tarde o temprano volveremos. Cuando Francisca ya no pueda hacernos nada, regresaremos a Puente Viejo y entonces será para siempre.
-No se preocupe, abuela –le apoyó María-. Sabe que Gonzalo siempre cumple sus promesas.
El joven se volvió hacia ella y le sonrió agradecido.
Candela miró al exterior y comprendió que era hora de marcharse.
-Ya se nos ha hecho tarde –les informó, levantándose-. Debemos regresar al pueblo o sospecharán de nuestras idas y venidas. 
Había llegado el momento de la despedida de verdad, la de decir adiós sin saber cuándo volverían a verse. La más dura de todas.
Una a una, volvieron a desearles la mayor de las suertes antes de volver al pueblo.
Gonzalo, María y Esperanza salieron fuera de la cabaña para verlas marchar hacia el pueblo. María sostenía a su hija en brazos y apoyó la cabeza en el hombro de su esposo, tratando de contener las lágrimas.
-Espero que algún día volvamos a verlas –murmuró la joven con tristeza.
-Estoy seguro de que así será, mi vida –la tranquilizó Gonzalo, besándole la frente con dulzura.

Luego regresaron al interior de la cabaña.

CONTINUARÁ...

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