CAPÍTULO 15
Tan entregados estaban a ese momento de
intimidad, que ni siquiera se dieron cuenta cuando la puerta de la cabaña se
abrió y Rosario, Candela y Mariana entraron.
Las tres mujeres se quedaron unos segundos
mirándoles sin saber si dejarles o romper ese instante.
Finalmente fue la abuela Rosario quien
carraspeó para llamar su atención.
Gonzalo y María se separaron de golpe.
-Que digo yo que tendréis tiempo de sobra para
haceros carantoñas –declaró la abuela, tratando de hacerse la ofendida.
Candela y Mariana contenían una sonrisa y la
pareja enrojeció al verse descubiertos mientras se prodigaban aquellos gestos
de cariño.
-Buenos días –María ayudó a su abuela con la
bolsa que traía.
Candela dejó un par de botellas de vino
sobre la mesa.
-Os las manda Alfonso –les informó,
acercándose a Gonzalo; y cogió a Esperanza en brazos para que él ayudara a
Mariana que traía la parte de más peso.
-Son unas mantas –dijo la tía de María-.
Esta noche pasada ha hecho más frío y en esta cabaña debéis notarlo bastante
aunque tengáis el fuego –levantó la cabeza tras dejar uno de los fardos sobre
la cama-. Y… sobre todo por Esperanza.
-Gracias Mariana –le agradeció Gonzalo-. ¿Y
qué nuevas tenéis hoy?
Antes de comenzar con las noticias, se
sentaron alrededor de la mesa.
-Ya está todo listo para que Francisca caiga
en la trampa –habló Candela, con seriedad-. Todos saben cuál es el papel que
tienen que interpretar para que la Montenegro solo tenga que sumar dos más dos
y crea que os tiene cogidos. Incluso Raimundo ha puesto su granito de arena en
esto –María frunció el ceño sin entender, temiendo lo que podía haber hecho su
abuelo-; fingió una conversación con un conocido de Fuerteventura, hablando
como si alguien fuese a viajar allí en breve. Conociendo a Dolores Mirañar se
lo habrá contado a don Pedro que es quien le pasará el parte a la Montenegro.
Gonzalo asintió, satisfecho. Cuantas más
pistas falsas llegasen a oídos de la señora, mejor.
-Nicolás y Conrado han ido a inspeccionar la
cueva de la Garganta del Diablo –dijo Mariana con el gesto torcido-. No quieren
dejar nada al azar ni que haya problemas de última hora.
María asintió, conforme.
-Estoy segura de que nada saldrá mal
–declaró con entusiasmo.
Gonzalo chasqueó la lengua, molesto.
El joven se levantó de la silla. Su espíritu
ansioso se revelaba constantemente.
-Sucede que debería de ser yo mismo quien
estuviera allí con Nicolás y Conrado, inspeccionando la zona –le confesó con un
brillo febril en los ojos-. Debería haber ido con ellos para cerciorarme de que
todo está bien y que no hay peligro ninguno. Soy tu esposo y mi deber es cuidar
de ti y de nuestra hija; y fíjate… -abrió los brazos señalando a su alrededor-,
¿dónde estoy? Aquí; de brazos cruzados, dejando que otros hagan lo que a mí me
corresponde.
-Tu obligación, como bien has dicho, es
cuidar de María y de vuestra hija –intervino Rosario con sabiduría; su nieta la
miró de reojo, dejándola hablar pues sabía que Gonzalo la escucharía-. Y ellas
están aquí ahora, contigo. De manera que tu lugar es estar junto a ellas y no
exponiéndote por esos montes para que te vean. Eso sí sería una falta de
sensatez por tu parte –la buena mujer hizo una pausa y suavizó el tono duro que
había empleado-; Los hombres pecáis de individualismo, creyendo que nadie hará
las cosas mejor que uno mismo. Sin embargo, hay que saber dejarse ayudar cuando
es necesario.
Las palabras de la abuela calaron en Gonzalo
que sintió como las ansias se aplacaban lentamente. Rosario tenía razón, debía
dejar que la familia y amigos les ayudasen en aquella situación. Debía pensar
con la cabeza y no dejarse llevar por sus instintos.
Volvió a sentarse junto a ellas, ya calmado.
-Como siempre, tiene razón, Rosario –convino
él, y le cogió la mano, sintiendo en ellas la aspereza de su piel, pero también
su cariño-. ¿Qué haríamos sin sus sabios consejos?
-Meter la pata, sin duda –se burló ella, con
un nudo en la garganta-. Que los Castro sois muy cabezotas como lo fue vuestra
madre que en gloria esté –su mirada se tiñó de nostalgia-. Aún recuerdo a
Tristán como le costaba lidiar con ella. Pepa siempre tuvo un carácter muy
fuerte –se volvió hacia Gonzalo-. El mismo que habéis heredado tu hermana y tú
–la abuela se quedó mirándole unos segundos sin poder ocultar el cariño que
sentía por Martín, su pequeño Martín. Quería al joven como si se tratase de su
propio nieto, sangre de su sangre. Le había visto crecer durante los primeros
seis años de su vida y sentía por él un gran aprecio.
Gonzalo le sonrió, agradecido por todo lo
que Rosario le había dado en ese tiempo: cariño, amor y sabiduría. No podía
haber sido mejor abuela para él.
Entonces se dio cuenta de que quizá ese
momento fuese el último en el que estaría con ella, en mucho tiempo, y sintió
una punzada de tristeza en el corazón.
Miró a las tres mujeres, a cada cual más
importante. Cada una de ellas había jugado un papel importante en su vida y
jamás las olvidaría.
-Gonzalo… ¿sucede algo? –le preguntó María a
quien no podía ocultarle nada-. Te has quedado blanco como la cera.
-Estaba pensando que… -comenzó y se le
quebró la voz. Decirlo en voz alta significaba hacerlo realidad y no quería;
algo en su interior se negaba a ello. Se volvió hacia María y sacó fuerzas de
ella. Por ella y Esperanza debía seguir adelante. Tomó aire y continuó-;…
estaba pensando que quizá esta sea la última vez que nos veamos en mucho
tiempo.
Tal como había temido, sus palabras cayeron
como un jarro de agua fría sobre ellas. Incluso su esposa palideció. Ni
siquiera ella había pensado en aquella despedida. Hasta el momento se había
limitado a planear su huida pero no se había detenido a pensar en todo lo que
dejaba atrás: sus familiares más cercanos, aquellos que siempre habían estado
apoyándola; aquellos que la habían visto crecer y con quién dejaba parte de su
corazón.
Había llegado el momento de la despedida y
las emociones se agolpaban en ellos.
-Siempre es duro tener que decir adiós –dijo
Candela de pronto-, pero… pero hay que pensar en positivo y esto no es una
despedida para siempre sino un hasta pronto.
-Tiene razón, Candela –convino Gonzalo,
sacando fuerzas para hablar-. Siempre ha tenido las palabras exactas para
reconfortarnos. Siempre ha estado ahí como… como una madre; la madre que no
llegué a conocer –el joven recordó como tiempo atrás, Candela se había
convertido en su confidente; cuando él y María no podían estar juntos y Gonzalo
no tenía en quien confiar sus sentimientos y sus miedos; tan solo Candela le
brindó su apoyo incondicional, sin cuestionarle por su condición de sacerdote
enamorado-. Jamás olvidaremos todo lo que hizo por nosotros.
La viuda de Tristán no pudo contener las
lágrimas al escuchar su agradecimiento. Para ella, los hijos de su adorado
Tristán, se habían convertido en su familia; porque no era la sangre la que
daba ese rango sino el amor, el cariño y la comprensión; cualidades que Candela
atesoraba en su persona.
-Candela –Gonzalo le cogió una mano con
cariño-. ¿Cuidará de Aurora en mi ausencia, por favor? No la deje sola. Aunque
ella se muestre siempre tan autosuficiente, usted la conoce bien y sabe que la
necesita.
La mujer asintió con lágrimas en los ojos.
No era necesario que le pidiese tal cosa. Ella siempre estaría allí para ellos.
-Por supuesto –convino a medida voz-. Eso no
tienes ni que pedírmelo, Martín. Vosotros habéis sido mi mayor apoyo cuando me
faltó vuestro padre. Sin tu hermana, sin ti y Rosario, no habría logrado
superarlo. Sois lo que más quiero en este mundo –miró a Esperanza, a quien
había dejado en brazos de Mariana-. E incluso me habéis dado una preciosa
nieta. ¿Qué más puedo pedir?
El joven la abrazó cariñosamente ante la
mirada de Rosario, Mariana y María, que a duras penas lograban contener las
lágrimas de la emoción.
Al separarse de él, Candela sonrió,
avergonzada.
-Menudo espectáculo estamos dando –declaró
entre risas.
-Ningún espectáculo, Candela –María se
acercó a ella-. Es el cariño que nos tenemos lo que nos hace ser sinceros –la
cogió de las manos con ternura-; por eso quería decirle que le estaré
eternamente agradecida por lo que hizo por nosotros y por Esperanza; le salvó
la vida a mi hija, y eso es algo que jamás olvidaré. Si ahora estamos los tres
juntos, en parte se lo debemos a usted –la joven se mordió el labio inferior-;
usted sí que ha sido para mí una segunda madre, de verdad.
-¡Ay, criatura! –se volvió a emocionar
Candela y la abrazó-. Tú también has sido para mí como una hija –se separó de
ella y miró a Gonzalo-. Y os deseo la mejor de las suertes. Estoy segura que
allá donde vayáis seréis felices.
Ambos asintieron en silencio, agradeciendo
todo lo que les había dado. Siempre llevarían a Candela en su corazón.
En ese instante, la mirada empañada de
lágrimas de María se detuvo en Mariana, que estaba sentada junto a su madre.
La joven supo que había llegado la hora de
despedirse de su querida tita, de la persona que la había visto crecer lejos de
los suyos.
Mariana sintió la mirada de su sobrina en
ella y supo que era su momento. Se levantó con el corazón encogido y le pasó la
niña a Candela para ir al encuentro de María. ¿Cómo decirle adiós a quien
consideraba como a una hija? La hermana de Alfonso no se veía con fuerzas para
hacerlo.
-Tita, yo… -la voz de María se quebró.
-No digas nada, cariño –la abrazó ella-.
Porque no quiero despedirme de ti, de mi niña.
Su sobrina se abrazó con fuerza a ella, como
cuando era pequeña y encontraba en su tía el refugio y el calor humano que
necesitaba. Su corazón tembló de emoción, recordando las tardes en la cocina de
la Casona, escuchando las historias de Mariana, sus regaños cuando eran
necesarios; pero sobretodo, su paciencia y cariño.
-Tengo tanto que agradecerte tita –comenzó
María, sin dejar de llorar-. Has hecho tanto por mí… siempre sacrificándote por
mi bienestar, estando a mi lado cuando más te necesitaba, dándome consejos y
manteniéndome con los pies sobre la tierra cuando el subconsciente me
traicionaba –tomó aire para continuar-; sin ti a mi lado no sería la persona que
soy ahora. Francisca me habría convertido en alguien a su imagen y semejanza si
tú no hubieses sabido como contenerme.
-Eso no es verdad, María –la regañó Mariana
con cariño-. La Montenegro jamás habría logrado envenenar tu corazón porque
tienes un alma demasiado pura –le acarició el rostro con cariño-. Yo solo puse
algo de sensatez para que no te descarriases demasiado; pero fuiste tú sola
quien supo encontrar el camino correcto.
-No te quites méritos, tita –insistió ella-.
Que más de una regañina me llevé por cabezota.
Mariana ladeó la cabeza, recordando algún
momento en concreto, y sonrió.
-Sería porque te lo tenías merecido,
entonces –convino.
Ambas volvieron a abrazarse.
-De alguna manera, siempre he encontrado
gente en la Casona dispuesta a echarme una mano –dijo María-; primero tú y
Mauricio; y en los últimos tiempos Fe.
Mariana alzó ambas cejas.
-¡Fe! –movió la cabeza al nombrar a la
doncella-. ¡Menuda es Fe! No podías haber encontrado mejor aliada que ella, eso
tenlo por seguro. Fe es oro molido.
-Lo sé, lo sé –repitió su sobrina,
separándose de ella-. Si no fuese por su ayuda no lo hubiese logrado. No habría
descubierto la verdad sobre Gonzalo –se volvió hacia él y le tomó de la mano-.
Por eso… por eso me gustaría que cuando pase un tiempo, le cuentes toda la
verdad. Sé que estará preocupada por mí. Me gustaría que algún día supiese que
estoy viva, y feliz junto a Gonzalo y Esperanza.
Su tía asintió.
-Por supuesto, cariño –le prometió-. Se lo
diré.
La tía de su esposa le acarició el rostro
con nostalgia.
-Quien me iba a decir a mí, cuando regañaba
a aquel mocoso que me ensuciaba el piso de la cocina en la Casona, que algún
día se convertiría en todo un hombre, capaz de volver de la muerte, dos veces…
-Tres –le corrigió Gonzalo, sonriendo. El
resto rió por lo bajo, ante la interrupción.
-Tres –repitió Mariana con una gran sonrisa
y asintiendo-… tres veces, para cumplir la promesa que le hiciste a mi sobrina,
de regresar por ella. Aunque no llevemos la misma sangre, sabes que te quiero
como a un sobrino y… y me alegro mucho de que seas precisamente tú, el hijo de
Pepa, el esposo de mi única sobrina –Mariana suspiró con fuerza, embargada por
la emoción-. ¡Si ella os viese!
-Estoy seguro que desde algún sitio lo hace,
Mariana –declaró él, convencido de ello-. Recuerdo que mi madre os quería
mucho. Los Castañeda os convertisteis en su familia y como a tal, os quiero yo.
Siempre habéis estado ahí para nosotros, incondicionalmente. Y eso es algo que
nunca olvidaré. Eso y… tus madalenas.
El llanto de Mariana se mezcló con la risa
que le provocó su comentario. Ambos se abrazaron con fuerza.
-Hazme un favor, Martín –le pidió Mariana al
separarse, y miró a su sobrina-. Cuídalas, cuídalas mucho. Son el mayor tesoro
que tienes.
-Por supuesto que lo haré –le prometió el
joven-. No lo dudes Mariana. Nunca les faltará de nada a mi lado.
El corazón de María tembló al escuchar
aquella promesa. La misma promesa que Gonzalo le hizo a Emilia en su día y que
había cumplido, sin duda alguna, pues junto a él había sido completamente
feliz; y estaba segura de que lo serían en aquella nueva vida que iban a
comenzar lejos de Puente Viejo.
Mariana volvió a acariciarle el rostro a
Martín una última vez antes de hacerse a un lado para que el joven se
despidiese de Rosario, quien había asistido a ambas despedidas con emoción. La
buena mujer había vivido lo suficiente en su larga vida pero una despedida
siempre era difícil y su gran corazón nunca llegaría a acostumbrarse a ellas.
-Ya sabéis que a mí no me gustan las
despedidas –les recordó con los ojos enrojecidos-. Así que…
María no le dio tiempo a que continuase y la
abrazó. Rosario le devolvió el abrazo y lloró sobre su hombro.
-¡Ay, abuela! –logró decirle la joven-. ¿Qué
habría hecho yo sin usted durante todo este tiempo? Siempre tendiéndome la mano
cuando más la necesitaba. Me ha enseñado todo lo que soy: a levantarme ante las
adversidades y luchar contra ellas, como cuando creí haber perdido a Gonzalo.
Usted me mostró que debía seguir luchando por Esperanza, porque mi hija me
necesitaba. Me abrió los ojos en ese momento y no dejó que me derrumbase.
Gracias por ser mi pilar en aquel momento tan duro –le tembló el labio
ligeramente, sin poder contener la emoción; sin embargo, se repuso y continuó-.
Me ha enseñado a saber perdonar, a vivir de verdad. Pero sobretodo me ha
enseñado a… a querer a los míos y ver que son lo más importante que tengo. ¿Qué voy a hacer sin usted ahora?
-¡Anda, anda! –trató de quitarle importancia
ella-. Que tú eres muy lista, María; y te has convertido en una mujer con
arrojo y valor –ladeó la cabeza y sus labios se convirtieron en una fina línea,
tratando de contener la emoción y es que las palabras que le había dedicado su
nieta le habían llegado a lo más profundo de su alma-. Estoy muy orgullosa de
la mujer en la que te has convertido, y feliz de verte junto a mi Martín –le
lanzó una mirada al joven que supo que había llegado su turno.
Gonzalo dio dos pasos hacia Rosario. Se había
prometido a sí mismo no llorar ante las despedidas pero allí estaba,
mostrándose como el hombre sensible y agradecido que era.
-¿Qué le puedo decir a usted, Rosario?
–comenzó él, sin encontrar las palabras que expresaran sus emociones-. Desde
que tengo uso de razón ha estado ahí, siendo esa abuela que nunca tuve. Me dio
el cariño y la comprensión cuando fui un
niño y… cuando regresé volvió a acogerme como a un nieto, sin saber quién era.
-Desde el primer momento me recordaste a
aquel pequeño que se escondía en la cocina de la Casona para que doña Francisca
no le obligase a rezar el rosario –recordó la abuela de María con cariño. Le
miró a los ojos-. Esa bondad que atesoras en tu corazón, Martín, te delata.
Siempre serás para mí… mi pequeño Martín, a quien daba de merendar, a quien le
secaba los mocos. Fue una bendición poder recuperarte después de tantos años y…
y siempre te estaré agradecida porque gracias a tu vuelta, tu padre logró salir
de su depresión. Le devolviste la vida.
La buena mujer le dio dos sonoros besos que
él le devolvió.
-Echaré mucho de menos su chocolate con
picatostes –la mujer se agarró fuerte a su mano al escucharle decir aquello-,
pero sobretodo, echaré de menos sus sabios consejos, esos que me han ayudado en
los momentos más difíciles –se volvió a mirar a su esposa-, sin ellos, María y
yo habríamos cometido quizá la mayor equivocación de nuestras vidas cuando
creímos perder a Esperanza y no sabíamos cómo encontrar consuelo –María se
acercó a ellos.
-Es cierto, abuela –confirmó las palabras de
él-. Gracias a usted y al abuelo Raimundo, que nos abrieron los ojos, es que
encontramos el camino para salir adelante, apoyándonos mutuamente. Sin sus
sabios consejos no lo habríamos logrado.
-No os quitéis mérito –declaró la mujer,
orgullosa de verles juntos-. Sé que tarde o temprano el destino os habría
guiado correctamente –ladeó la cabeza un poco a ambos lados-, digamos que
nosotros solo os dimos un pequeño empujoncito para que fuese más pronto que
tarde.
-Sea como fuere –insistió Gonzalo-, la
echaremos mucho de menos. Y Esperanza también –apuntó él.
Rosario se volvió a mirar a la niña que
estaba en brazos de Mariana.
En ese instante se dio cuenta de cuanto iba
a echarla de menos.
-No os olvidéis de hablarle de esta vieja
que tanto la quiere –les pidió-. Este tesoro nos ha devuelto la vida a muchas
desde que nació. Recordad que le gusta que le canten una nana antes de irse a
dormir –sus padres asintieron-, y que su muñeca preferida es Catalina, la que
te trajo Mauricio y que era tuya –le indicó a María-; si le cuesta conciliar el
sueño dádsela y veréis cómo enseguidita cae rendida.
-Lo tendremos en cuenta, Rosario –convino
Gonzalo.
-Cuidalas, Martín –insistió ella, con
lágrimas en los ojos-. A ambas. Porque son tu mayor tesoro.
-Así lo haré. No le quepa la menor duda.
María le apretó el brazo en un gesto de
complicidad. Al ver el vínculo tan grande que les unía y que iba más allá de la
comprensión humana, Rosario suspiró, hastiada.
-¡Maldita la Montenegro! –masculló de pronto
Rosario, sin poder aguantarse-. Siempre destrozando nuestras vidas. ¡Ojalá no
tuvieseis que marcharos!
-Abuela... –murmuró María, comprendiendo su
desazón.
-Rosario –intervino Gonzalo con gesto
serio-, le prometo que tarde o temprano volveremos. Cuando Francisca ya no
pueda hacernos nada, regresaremos a Puente Viejo y entonces será para siempre.
-No se preocupe, abuela –le apoyó María-. Sabe
que Gonzalo siempre cumple sus promesas.
El joven se volvió hacia ella y le sonrió
agradecido.
Candela miró al exterior y comprendió que
era hora de marcharse.
-Ya se nos ha hecho tarde –les informó,
levantándose-. Debemos regresar al pueblo o sospecharán de nuestras idas y
venidas.
Había llegado el momento de la despedida de
verdad, la de decir adiós sin saber cuándo volverían a verse. La más dura de
todas.
Una a una, volvieron a desearles la mayor de
las suertes antes de volver al pueblo.
Gonzalo, María y Esperanza salieron fuera de
la cabaña para verlas marchar hacia el pueblo. María sostenía a su hija en
brazos y apoyó la cabeza en el hombro de su esposo, tratando de contener las
lágrimas.
-Espero que algún día volvamos a verlas
–murmuró la joven con tristeza.
-Estoy seguro de que así será, mi vida –la
tranquilizó Gonzalo, besándole la frente con dulzura.
Luego regresaron al interior de la cabaña.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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