CAPÍTULO 18
Había llegado la hora de dormir a Esperanza,
pero la niña parecía percibir que al día siguiente iba a suceder algo y se
mostraba agitada, negándose a ello.
Su madre la acunó con calma y paciencia pero
no había manera. Finalmente, fue Gonzalo quien le pidió que se la pasara para
intentarlo él. En un principio, Esperanza creyó que se habían dado por vencidos
y aunque su padre comenzó a acunarla con suavidad, la niña, sin darse cuenta,
fue calmándose a través de la mirada serena de su progenitor. Cada vez los
parpados le pesaban más y por mucho esfuerzo que hizo por mantenerlos abiertos,
sucumbió al sueño guiada por el dulce cantar.
Pajarito que cantas
en el almendro,
No despiertes al
niño que está durmiendo.
Pajarito que cantas
en la laguna,
No despiertes al
niño que está en la cuna.
La pequeña mano de la niña cayó lentamente
sobre su cuerpito.
-Al fin se ha dormido –susurró Gonzalo con
una sonrisa en los labios, tras entonar la última nota de la nana.
Dejó a Esperanza sobre el jergón y la arropó
con cuidado. Luego le dio un suave beso sobre la frente a modo de bendición.
-Ojalá duerma el resto de la noche tranquila
porque mañana nos espera un día largo –suspiró María, que había estado
colocando el lecho al lado de la chimenea para los dos.
Gonzalo se acercó a ella por detrás y la
rodeó con sus brazos. La joven cerró los ojos y sonrió mientras sus latidos se
aceleraron de golpe.
-María… si no estás segura aún podemos…
Se volvió hacia él.
-No Gonzalo –le cortó con un brillo de determinación
en los ojos-. Estoy totalmente segura de lo que voy a hacer. Es la única salida
para marcharnos libres.
Él apretó los labios y asintió en silencio.
Ella depositó un furtivo beso en sus labios para decirle que todo estaba bien
antes de volverse y colocarse el camisón.
Poco después, se recostó sobre el hombro
desnudo de Gonzalo que ya se había recostado y observaba, pensativo, el fuego
de la chimenea, que ardía con vivacidad, lamiendo la madera sin piedad.
-¿En qué piensas, mi amor? –inquirió ella alargando
la mano hacia su barbilla para que la mirase.
Gonzalo soltó un débil suspiro.
-Estaba pensando en todas las veces que
quisimos huir y que por una razón u otra no lo hicimos –confesó, volviéndose
hacia ella-. Y que después de todo lo que luchamos, ahora lo conseguiremos.
-Quizá… -habló en voz alta María, poniendo
voz a sus pensamientos-, quizá si lo hubiésemos hemos la primera vez, las cosas
entre nosotros no serían como ahora.
Gonzalo frunció el ceño, sin comprender.
-Que nuestro amor ha superado grandes retos
y se ha sobrepuesto a todas las pruebas que nos hemos encontrado por el camino.
Pruebas muy duras para demostrar lo fuerte que es –sus pupilas se dilataron
casi imperceptiblemente-. Igual si no hubiésemos pasado por todas ellas,
nuestro amor no hubiese crecido de esta forma.
Su esposo asintió. La joven tenía razón.
Posiblemente aquel era el secreto de su amor: la unión de su fuerza, el haber
superado cientos de obstáculos y seguir tan vivo y puro como el primer día.
-Tienes razón, mi vida –convino él,
sorprendido por las sabias palabras de su esposa-. Si nuestro camino hubiese
sido más fácil igual nuestro amor no sería tan fuerte. Han sido nuestras
decisiones quienes lo han fortalecido hasta este punto –hizo una pausa, recordando
algo-. Imagina por un instante que no hubieses simulado los síntomas de la
gripe española… no habrías llegado al Jaral y posiblemente no habría conocido a
la auténtica María, la que es capaz de luchar con uñas y dientes por lo que
cree.
-Bueno… -enrojeció débilmente, y bajó la
barbilla avergonzada-. He de reconocer que en cierta manera me comporté como
una chiquilla aquella vez. Es cierto que quería ayudaros y no me dejabais y en
parte simulé la enfermedad por ello, pero… también quería estar a tu lado,
Gonzalo, ayudarte en lo que necesitaras y trabajar codo con codo contigo.
Su esposo sonrió y le acarició la mejilla
sintiendo la calidez de su piel.
-Algo ya me imaginaba –confesó, con
emoción-. Aunque… yo también quería tenerte allí conmigo.
-Si no hubiese ocurrido todo aquello,
posiblemente nunca nos hubiésemos dado aquel primer beso –recordó ella-, y
nuestros caminos no se hubieran cruzado como lo hicieron.
-Tarde o temprano hubiese ocurrido –declaró
Gonzalo, con convencimiento-. Estoy seguro de ello. Porque por mucho que me
empeñé en controlar mis sentimientos y en alejarme de ti… éstos crecían día a
día y… habría llegado el momento en que no habría podido pararlos… tal como
sucedió al final.
-Hay personas que están predestinadas a
estar juntas, a pesar de las adversidades. Y nosotros somos unas de ellas
–añadió la joven volviendo su mirada hacia las llamas rojizas que ascendía con
fuerza por la chimenea-. Deseaba tanto aquella primera vez… aunque sabía que
era una locura, pues tú estabas a punto de ser sacerdote y… era un imposible.
Gonzalo la obligó a mirarle. La intensidad
de su mirada le cortó la respiración.
-Ambos lo deseábamos con todas nuestras
fuerzas, amor mío –susurró él, justo antes de besarla con tiento, deteniéndose
un instante para alargar aquel momento en que sus latidos se acompasaban al
mismo ritmo-. Esa noche fue maravillosa, más de lo que nunca pensé. Desde muy
joven tuve clara mi vocación –chasqueó la lengua con cierta rabia-, ya se
encargó don Celso de que así fuese; creía que mi amor por Dios era grande y que
nada me haría flaquear; sin embargo… -su gesto se suavizó al mirarla-, bastó
una mirada tuya para que nublases mi mente y echases a bajo todos los muros que
había levantado para no caer en la tentación de amar a una mujer.
-No, si al final aun seré ese demonio del
que la biblia habla –bromeó la joven-. El mismo que tentó a Jesucristo en el
desierto.
-Eso jamás, María –le cortó él,
acariciándole la espalda. La suave piel de la joven ardía con aquel simple
contacto-. Tú eres mi ángel. Quien me salvó de una vida a la que no estaba
destinado –volvió a besarla, con más ansias. El corazón de su esposa explotó de
júbilo al escuchar aquella hermosa declaración-. Jamás podré agradecerte que
hayas llenado mi vida de luz y dicha.
-Gonzalo –el rostro de ella se tiñó
levemente, ruborizada; mientras sus ojos se llenaban de deseo, alimentado por
su amor-, quiero que… esta noche sea como aquella primera vez. Quiero que… que
no pensemos en el mañana, sino solo en este instante; que como aquella vez,
jamás olvidemos esta noche.
Su esposo dibujó con la yema de su dedo un
círculo sobre la barbilla de María, manteniendo sus ojos en los de ella,
bebiendo de la pasión y el deseo que le transmitían.
Gonzalo acercó su frente a la de ella, con
la respiración entrecortada, sintiendo los latidos de María crecer con su
cercanía; antes de unir sus labios en una caricia suave. Porque eran aquellos
besos; los dulces, los que no tenían prisa por darse, los que saboreaban cada
segundo alargando el deseo… los que quedaban grabados a fuego en sus labios.
No hicieron falta las palabras ni las
promesas. Sus cuerpos hablaron por ellos. Siempre recordarían su última noche
en Puente Viejo como aquella en que fueron un único ser hecho de caricias,
miradas y besos. Pero sobre todo de amor. De un amor puro, sincero y único,
capaz de sobrevivir a cualquier adversidad que se le pusiera por delante. Un
amor que perduraría más allá de la muerte.
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