domingo, 26 de abril de 2015

CAPÍTULO 13
Tras cerciorarse de que Esperanza dormía plácidamente, ambos se dispusieron a cenar uno de los guisos que Emilia les había llevado.
Aún no habían dado dos bocados cuando María levantó la cabeza y observó el gesto serio de Gonzalo. Algo le rondaba por la mente. Algo que le turbaba y le entristecía, a la vez.
-Gonzalo. ¿No me digas que sigues preocupado por el plan?
Su esposo volvió a la realidad.
-¿Qué? –el gesto de su rostro se serenó-. ¡Oh, no!
-Entonces, ¿qué sucede? –insistió ella, sin entender qué ocurría-. ¿Hay algo que te preocupa?
-No, no se trata de eso, María –la sacó rápidamente de su error; y sonrió-. Tan solo estaba pensando en… en todo lo que vamos a dejar atrás. Aquí nos conocimos, nos enamoramos, nació Esperanza… nos casamos. Son muchas las cosas que hemos vivido en Puente Viejo.
La joven alargó su mano para coger la de Gonzalo.
-Y las llevaremos en nuestro corazón siempre –declaró ella; sus ojos brillaron al recordar aquellos momentos. Cientos de encuentros, miradas, palabras… Puente Viejo había sido testigo de su historia pero ahora otro sería el lugar elegido para continuarla-. Jamás olvidaremos cuales son nuestros orígenes; pero hay que seguir adelante.
-Sabias palabras, mi vida –convino Gonzalo mirándola de aquella manera especial que hacía que el tiempo se detuviese a su alrededor-. Recuerdo aquella tarde que llegué a Puente Viejo después del periplo que habíamos tenido con la diligencia y tú fuiste la primera persona que vi en la plaza.
La joven sonrió, avergonzada. Los latidos de su corazón se aceleraron de golpe. Cómo olvidar aquel primer encuentro cuando no podía apartar la mirada de Gonzalo, un forastero que llegaba al pueblo convertido en un héroe por haber salvado a Adelaida de despeñarse por el acantilado.
-Fuiste un poco grosero conmigo, reconócelo –le pidió ella, divertida-. Aquella no era forma de tratar a una señorita como yo.
Gonzalo enarcó una ceja.
-¿Y se puede saber qué es lo que hice mal? –quiso saber él, siguiéndole el juego-. Porque que yo recuerde tan solo te dije que la vida de unas personas valían más que unos guantes.
-Me tuteaste –le recordó ella, haciéndose la ofendida-. Y no nos conocíamos de nada.
-Me llamaste muchacho –le echó en cara Gonzalo, devolviéndole el reproche con cariño.
Las mejillas de María enrojecieron de nuevo.
-No sabía que eras diácono –se defendió ella.
-Por eso me perseguiste por todo el pueblo –insistió él, turbándola aún más.
-¡Eh! ¡Oye! –replicó molesta-. Yo no te perseguí. Fue simple casualidad que nos encontráramos en el cementerio –le mintió descaradamente.
-Ya, claro –Gonzalo no se creía aquella escusa y continuó-, porque ibas todos los días al cementerio, ¿es eso?
María apretó los labios. Su esposo había descubierto su mentira, aunque no le importaba.
-Está bien, lo admito –y le miró con fijeza-. Me tenías intrigada y quería saber quién eras. Que no todos los días llegaban forasteros al pueblo.
Gonzalo sonrió levemente y acercó la mano de ella para besarla.
-¿No me digas que eso es lo que hacías antes de mi llegada a Puente Viejo? –inquirió su esposo con una mirada burlona-. Perseguir forasteros.
-Gonzalo Valbuena –frunció el ceño-, te la estás jugando. A ver si esta noche duermes fuera de la cabaña. A los lobos les encantará tener compañía.
El joven levantó los brazos en un gesto de rendición.
-Está bien, está bien –declaró temiendo que fuese capaz de echarle de allí-. Lo último que haría en este mundo es llevarle la contraria a la persona que me salvó la vida. Eso jamás.
La sonrisa de María se esfumó de golpe al recordar aquel momento tan duro de su pasado, cuando tuvo que sacar el coraje para contar la verdad frente a todos. Una verdad que la dejaba mal parada a ojos del mundo pero que sirvió para salvar a Gonzalo del garrote.
-Y lo volvería a hacer –convino ella con un nudo en la garganta-. Una y mil veces si fuese necesario.
-Lo sé, mi vida –le agradeció él-. Yo haría lo mismo por vosotras. Y solo por ti me quedé en Puente Viejo; para estar a tu lado, aunque fuese desde lejos. Sabía que ni la distancia lograría arrancar de mi corazón lo que sentía por ti.
El corazón de María se encogió al escuchar aquella declaración, pues ella misma había sentido lo mismo. Por muy lejos que se marchara Gonzalo, ella jamás dejaría de amarlo porque le llevaba grabado a fuego. Y ningún otro hombre borraría su recuerdo.
-Mi matrimonio con Fernando fue una huida hacia delante –confesó ella, con pesar-. Creía que… que podría ser feliz junto a él; aunque fuese una felicidad a medias. Tenía que conformarme y no me quedaba de otra que respetar tu decisión de ser sacerdote. Y… el rechazo de Francisca me abocó a ese matrimonio sin amor.
-Lo siento mucho, María –Gonzalo sintió una punzada en el pecho al escucharla hablar así; se sentía culpable de ello. Si desde un principio hubiese sido valiente, nada de aquello habría ocurrido y María no habría caído en las redes del de Mesía-. Es algo que jamás me perdonaré.
Su esposa le acarició la mano.
-Ahora nada de eso importa ya –declaró forzando una sonrisa para olvidar aquellos recuerdos dolorosos-. Logramos superar las adversidades, como ha ocurrido ahora; porque nuestro amor es fuerte y sincero.
Se miraron unos instantes, en silencio, comprendiendo que así había sido. Solo la fuerza de su amor les había salvado. Gonzalo acercó su rostro y la besó con suavidad, deleitándose con la dulzura que desprendían sus labios.
Sus corazones se desbocaron, llenos de dicha.
-Y dejémonos de tanta cháchara que el guiso de mi madre se enfría –convino María soltándole la mano y cogiendo la cuchara.
Gonzalo la observó unos segundos más antes de retomar la cena.
En cuanto terminaron, recogieron los platos y tuvieron todo limpio, se sentaron junto a la chimenea. Gonzalo colocó un nuevo madero que comenzó a arder con fuerza.
María le pasó una taza de café recién hecho.
-La de noches que pasé en Cuba, mientras me recuperaba de los disparos, mirando un fuego similar a éste –dijo de pronto Gonzalo-, pensando en ti y en Esperanza; en el infierno que estaríais pasando creyéndome muerto.
María se asió con fuerza a su brazo y apoyó la cabeza en su hombro, sin decir nada.
-Aunque los días se me hacían interminables, tan solo el pensamiento de volveros a ver me daba fuerzas para seguir con mi recuperación –siguió el joven-. No iba a renunciar a vosotras tan fácilmente -María le acarició el brazo-. No lo hice en el pasado cuando apenas tenía la esperanza de que volviésemos a estar juntos, cuando tú eras una mujer casada y yo me debía a Dios; así que mucho menos ahora que eres mi esposa.
-Siempre te llevaba en el pensamiento, cariño –habló ella-. Siempre lo he hecho. Desde el mismo instante en que nos conocimos.
Gonzalo bajó la cabeza para mirarla y vio en sus ojos todo el amor que sentía por él. Se acercó y la besó con calma, acariciando sus labios con los suyos. María le rozó la mejilla con la punta de los dedos sintiendo el latido de su corazón desbocado.
-Te quiero tanto, Gonzalo –confesó a media voz mientras su esposo apoyaba su frente en la de ella.
-Y yo a ti, mi vida –besó su frente-. Desde aquella primera vez que mis ojos se cruzaron con los tuyos. Nunca he dejado de amarte. Incluso cuando te creía en brazos de Fernando… quise dejar de hacerlo, para no sufrir el tormento de los celos… pero no podía. No quería. Dejar de quererte era como dejar de vivir.
Sus palabras emocionaron a María que sin darse cuenta, había comenzado a llorar, liberando con cada lágrima la tensión vivida en los últimos meses.
La joven no pudo aguantarlo más y volvió a besarle, queriendo que aquel beso borrase de la mente de Gonzalo cualquier dolor del pasado.
-Jamás me entregué a él como lo hice contigo, lo sabes –las palabras apenas le salían-; nunca me tuvo… voluntariamente. Y cada vez que le besaba tan solo podía pensar en tus labios, en el tormento que me producía saber que nunca volvería a besarte ni a sentir como siento contigo.
El corazón de Gonzalo explotó de alegría al escuchar aquella confesión. Las llamas de la chimenea se reflejaban en los ojos de María, cual fuego abrasador, que les quemaba por dentro. Habían vivido demasiadas cosas juntos; buenas y malas. Ambas formaban parte de su historia. Pero debían quedarse con las buenas y aprender de las malas para que no volviesen a ocurrir.
-Los malos recuerdos son los que debemos dejar aquí –convino él-. Tan solo llevarnos los buenos…
-Como nuestra boda y el nacimiento de Esperanza –recordó María echándole un ojo a su hija que seguía durmiendo plácidamente-. Luchamos mucho por ella y… y luego su enfermedad.
-Sí, pero afortunadamente la tenemos con nosotros –Gonzalo no podía ocultar el amor que sentía por su hija, a la que adoraba-. Y nuestra boda fue algo movidita… sin embargo logramos casarnos y no pudieron con nosotros.
La joven sonrió de nuevo. Las lágrimas habían desaparecido de sus ojos. El hermoso recuerdo de aquellos dos días que llevaban juntos desde el regreso de Gonzalo, eran suficientes para borrar de un plumazo lo malo. Tan solo por haber vivido aquellos instantes de felicidad, valía la pena la lucha.
-Aquel día fue mágico. Siempre llevaré conmigo el gesto que tuvieron nuestros vecinos, que desinteresadamente nos ayudaron para que pudiésemos casarnos.
-Sí –afirmó él-. Las malas artes de la Montenegro no pudieron arruinarnos el día, como tampoco lo hará ahora. Con la ayuda de todos, lograremos vencerla.
María posó su mano sobre el pecho de su esposo.
-Gonzalo, prométeme que algún día, cuando Francisca ya no sea un peligro para nosotros, volveremos –le pidió la joven-. No quiero llevarme un mal recuerdo del pueblo en el que crecí. Puente Viejo es algo más que Francisca Montenegro y quiero que nuestros hijos conozcan algún día nuestros orígenes. Que sepan que las gentes de este lugar son buenas personas, capaces de ayudar a la gente cuando realmente les necesitas; y sin pedir nada a cambio.
Su esposo le alzó el mentón y clavó su mirada serena en ella.
-Te lo prometo, mi vida –declaró él, con determinación-. Nuestros hijos crecerán en libertad, sin padecer en sus carnes la maldad que nosotros hemos vivido, y sabiendo lo que hemos luchado por construirles un hogar lleno de amor y comprensión.
María se abrazó a él, agradecida por sus palabras de aliento y por su promesa. Una promesa que sabía que cumpliría, como siempre hacía.
Gonzalo la estrechó con fuerza entre sus brazos, aspirando su dulce aroma. No iba a soltarla, ya no. No cometería el mismo error otra vez.

Esa noche durmieron abrazados, sintiendo sus cuerpos temblar con cada caricia que encendía su piel, convirtiéndola en un cúmulo de sensaciones que se grababan a fuego en el alma; con cada beso, promesa muda de un mañana mejor; y miradas que prometían que cada noche sería una noche de bodas.

CONTINUARÁ...

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