jueves, 16 de abril de 2015

CAPÍTULO 3
Mientras, ambos jóvenes se dirigieron hacia el bosque, buscando el camino que llevaba a la quebrada de los lobos. La tarde comenzaba a decaer y pronto llegaría la noche; y con Esperanza  en el bosque era mejor estar a resguardo cuanto antes.
Gonzalo no se había equivocado, el acceso al lugar era complicado, lleno de matorrales que entorpecían el paso y el terreno desnivelado y pedregoso lo convertían en un verdadero peligro para quien osase adentrarse allí. Y justamente por ese motivo era el lugar más seguro para ellos.
Poco después llegaron a una pequeña cabaña, oculta tras los árboles y tan cerca de la montaña que quedaba bien resguardada del viento.
Gonzalo le pasó la niña a María para abrir la puerta de la cabaña. Esperanza se quejó un poco pero su madre le dio un beso y se tranquilizó de inmediato. Dentro olía a cerrado y a humedad, una combinación que dejaba el ambiente enrarecido.
-Habrá que limpiarlo un poco –declaró Gonzalo avanzando por la única estancia de la cabaña-. Pero servirá para ocultarnos –se acercó a su esposa y le acarició la espalda antes de darle un furtivo beso en los labios.
-Cualquier lugar es bueno mientras estemos los tres juntos –añadió María, sonriéndole.
Su esposo le devolvió la sonrisa y la besó de nuevo, disfrutando de esos segundos de paz entre ellos.
-Será mejor que comencemos a arreglar esto –declaró momentos después, mirando a su alrededor-. Pronto caerá la noche y hay que encender un buen fuego para que esto no se quede frío.
-Ten cuidado –le pidió ella-. Y no tardes.
Gonzalo volvió a besarla.
-No lo haré –le prometió apoyando la frente en la de ella-. Esta vez no.
Ella asintió, sabiendo que tenía razón, aunque ahora que le había recuperado no quería separarse de Gonzalo más que lo imprescindible.
-En la mochila llevo algunas cosas que pueden servir –le dijo él-. Voy a salir a por leña.
María dejó a Esperanza sobre el jergón que había junto a la chimenea donde aún estaban los restos del último fuego que había ardido en el lugar.
Echó un rápido vistazo a la cabaña para saber por dónde comenzar pues entre tanta capa de polvo era difícil decidir si limpiar la mesa que estaba junto a la ventana para dejar las cosas sobre ella o el banco de lo que se suponía era la cocina. La joven soltó un suspiro y decidió, en primer lugar mirar qué había en la mochila de Gonzalo que pudiera serle de utilidad.
En su interior encontró algunas latas de conserva, que les irían bien para cenar mientras sus padres o don Anselmo traían más comida. Lo cierto era que con la rapidez con la que se habían precipitado los hechos, no habían tenido tiempo de pensar en cómo iban a alimentarse ni a sobrevivir con una niña pequeña en aquel lugar. La angustia al pensar en ello comenzó a invadirla de pronto, sin embargo, con tan solo pensar que Gonzalo estaba de vuelta, los malos pensamientos desaparecían como el humo.
Fuera, la noche fue abriéndose paso y con ella la llegada del frío del invierno y los alaridos hirientes de los lobos que habitaban la zona.
Gonzalo regresó antes de que eso sucediera con la leña y encendió un cálido fuego que poco a poco fue caldeando el ambiente. Por su parte, María se encargó de limpiar con unos trapos que había encontrado en un armario y ahora la cabaña tenía otro aspecto diferente.
Afortunadamente, Esperanza se había quedado dormida y descansaba sobre el jergón donde habían puesto unas mantas. Su madre se quedó mirándola unos segundos con el rostro preocupado. Gonzalo enseguida se dio cuenta de ello.
-¿Qué sucede, María? –se acercó a ella por detrás y la rodeó con los brazos, acunándola.
-Me preocupa la niña, Gonzalo –le confesó a media voz-. Pronto despertará y tendrá hambre, y… en tu mochila no hay nada para ella. Nosotros podemos alimentarnos pero ella…
-No temas –trató de tranquilizarla, aunque él mismo sentía la misma preocupación-. Muy pronto vendrá don Anselmo con víveres y podremos darle lo que necesite.
-¿Y luego? –insistió ella-. No sabemos cuánto tiempo tendremos que esperar aquí.
Su esposo frunció el ceño.
-Mi vida –la obligó a volverse y a mirarle a los ojos-. Entiendo tu preocupación pero Esperanza es fuerte y no dejaré que os falte de nada, ¿de acuerdo?
La determinación con la que habló Gonzalo fue suficiente para que María recobrase el ánimo. No sabía cómo lo hacía pero siempre tenía las palabras exactas para reconfortarla.
La atrajo hacia sí y la besó de nuevo, devolviéndole la fuerza que los malos pensamientos le habían arrancado.
-Te he echado tanto de menos –declaró María que sentía los latidos de su corazón acelerados. Se abrazó con fuerza a Gonzalo que le devolvió el abrazo.
-Y yo a vosotras, amor mío –le susurró al oído. La joven cerró los ojos un instante para asimilar que aquello era real; que su esposo había regresado y que no volvería a separarse de ella nunca más.
-Gonzalo –se alejó un poco para mirarle a los ojos-. Ahora que tenemos tiempo, ¿por qué no me cuentas qué pasó verdaderamente en el viaje a Cuba?
Su esposo le recolocó con cariño un mechón de pelo tras la oreja y asintió, apretando los labios.
-Verás… -comenzó, señalándole el taburete para que se sentase. María así lo hizo, atenta a su relato-, pocos días después de zarpar desde el puerto de Vigo, una tormenta averió los motores del barco y nos dejó durante varias horas a la deriva hasta que un remolcador de los Estados Unidos nos ayudó a llegar al puerto de la Habana.
María asintió en silencio, recordando las noticias que llegaron en aquella época, cuando temían lo peor al leer la noticia en el periódico. Entonces fue el primer susto, la primera vez que temió por la vida de su esposo.
-Nada más desembarcar y sin darme tiempo a reaccionar, un hombre se presentó como la mano derecha de doña Pilar. Su nombre era Leonardo Céspedes. En ningún momento pude imaginar que se trataba de un impostor, pues si recuerdas, cuando tratábamos de comunicarnos con ella, fue su mano derecha quien nos respondía a los telegramas y nos contó que había sido ingresada –María volvió a asentir. Gonzalo la tenía cogida por las manos, mientras el fuego continuaba ardiendo en la chimenea y fuera se escuchaba el ruido de los árboles al ser mecidos por el aire-. Pues bien, me dijo que doña Pilar estaba al tanto de mi llegada y que nos esperaba en el interior del país, porque había querido ir a morir al pueblo en el que nació. De manera que sin darme tiempo a pensar con claridad, fuimos al hotel para anular la reserva que tenía y nos dirigimos hacia el interior del país.
-Eso mismo nos dijeron en el telegrama que llegó del hotel –le contó María, interrumpiéndole-. Que habías llegado con un hombre y que te habías marchado con él nada más pagar la cuenta.
Gonzalo asintió. Sus ojos pardos se tiñeron de pesar.
-El viaje duró dos días, durante los cuales, el tal Leonardo, sin que sospechase de él, se las ingenió para que le contara nuestra historia. Le hablé de mi padre, de Aurora, de doña Francisca… de ti.
-Así fue como sabía tanto sobre nosotros –entendió la joven, maldiciendo todas las mentiras que aquel impostor les había contado-. ¿Y llegasteis al pueblo de doña Pilar?
El joven negó con la cabeza a la vez que seguía acariciando el dorso de la mano de ella.
-Cuando obtuvo de mí toda la información que necesitaba, me condujo hasta un lugar, donde se suponía se hallaba la nueva residencia de doña Pilar, y al llegar… se trataba de una zona deshabitada; un cenagal. Entonces fue cuando me di cuenta de que aquel hombre no era quien decía ser –sin darse cuenta, el corazón de María estaba sufriendo, pensando en todas las cosas que había pasado Gonzalo, lejos, en un país extraño para él… y solo-. Le pregunté quién le mandaba y… y aún tuvo la decencia de decirme que Francisca Montenegro. La señora le había contratado para que terminase conmigo.
María apretó su mano con cariño.
-Entonces me descerrajó dos tiros y me tiró al cenagal, creyéndome muerto.
La joven no se había dado cuenta pero las lágrimas recorrían su rostro. Lágrimas de rabia e impotencia al imaginarse a su esposo en aquella situación.
-¡Miserable! –logró balbucear ella.
Gonzalo le secó las lágrimas con mimo.
-En aquel momento solo pude pensar en vosotras –le confesó él, con un nudo en la garganta-. En que no volvería a veros nunca… que jamás volvería a besaros ni a abrazaros… ni vería tu sonrisa ni la de nuestra niña.
María tragó el nudo de impotencia que le aprisionaba la garganta. Imaginó el dolor y la desesperación que debió de sentir en aquel instante Gonzalo y no lo soportó. Se acercó a él y le abrazó con fuerza, para que supiese que estaba allí, con él; que pese a la separación, siempre había estado a su lado, de corazón y pensamiento, porque solo Gonzalo llenaba su mente por completo.
-¿Y… y cómo lograste salir de allí? –consiguió preguntarle, acariciándole el rostro con cariño y viendo como las lágrimas se agolpaban en sus ojos.
-Gracias a una mano amiga –confesó Gonzalo a media voz, recobrándose-. Alguien que sabía de mi viaje a Cuba y que nos había seguido hasta allí: el verdadero hijo de doña Pilar, mi hermano.
María parpadeó varias veces, sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
-¿Tu… tu hermano? –repitió.
Gonzalo asintió con una sonrisa.
-Fue él quien me sacó de aquel lugar y me llevó al hospital más cercano para que me operasen y… gracias a él es que estoy aquí –se mordió el labio inferior; todavía no podía creerse su suerte al volver a estar en Puente Viejo junto a los suyos-. Tardé unas semanas en recuperarme y una vez pude salir de allí, tan solo pensaba en regresar a vuestro lado; y mucho más sabiendo que doña Francisca había estado tras mi intento de asesinato. No podía dejar de pensar qué habría pasado aquí con vosotras.
Por fin, las piezas encajaban a la perfección. Y como siempre, la Montenegro estaba detrás de todo. Sus tentáculos llegaban hasta los lugares más inverosímiles; así que deshacerse de su yugo parecía bastante improbable.
Gonzalo se levantó y puso otro tronco en el fuego para que no se apagase.
-Ese… ese miserable se presentó aquí con… con un ataúd y nos hizo creer que estabas muerto –le explicó María con la mirada puesta en las brasas que ardían con fuerza-. Nos contó que nada más llegar a Cuba habías contraído una enfermedad infecciosa y que si abríamos el ataúd podíamos contagiarnos. Ni siquiera nos dejó “despedirnos” de ti, mi amor.
Gonzalo regresó a su lado.
-Has debido de pasar un infierno –declaró él, sintiendo el pesar de su esposa-. Lo siento.
-Tú no tienes la culpa, mi amor –se apresuró a decirle ella cuya voz seguía temblando tras recordar aquellos momentos tan dolorosos en que le creyó perdido para siempre-. Han sido otros quienes nos han querido separar con sus malas artes –le acarició el rostro, como si le viese por primera vez-. Pero no lo han logrado, Gonzalo.
Se acercó a él y rozó sus labios con suavidad. Un simple beso que confirmase que pese a todo lo ocurrido seguían amándose como el primer día.
Gonzalo aprovechó la cercanía para envolverla entre sus brazos con un fuerte abrazo y aspirar su dulce aroma, que tanto había echado de menos.
-Supongo lo mal que debisteis de pasarlo todos –añadió él, sin separarse de la joven-. Rosario, tus padres, Candela y… Aurora. ¿Cómo están? Me gustaría poder verlas. Sobre todo a mi hermana. Cuando me marché no estaba muy bien y…
-Fue muy duro –confesó María a media voz-. Tuvimos que enfrentar el asunto de Aurora sin tu ayuda y… luego todo se complicó.
-Un momento, María –Gonzalo ladeó la cabeza-. ¿De qué asunto hablas? ¿Qué pasa con Aurora?
Su esposa se mordió el labio comprendiendo que Gonzalo no sabía nada de todo lo ocurrido con su hermana en los últimos meses. Sabía que montaría en cólera al enterarse de todas las falsedades que doña Francisca había vertido sobre Aurora. Falsedades que la habían llevado a estar recluida en un psiquiátrico donde la habían sometido, por mandato expreso de la Montenegro, a toda clase de tratamientos inhumanos.
-Verás… Gonzalo –comenzó a decir la joven entre titubeos.

En ese instante, se escucharon unos pasos fuera de la cabaña. Ambos se miraron, asustados. ¿Quién sería? ¿Acaso ya les habrían encontrado?

CONTINUARÁ...

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