miércoles, 29 de abril de 2015

CAPÍTULO 16
A media mañana comenzó a caer una fina lluvia que les mantuvo dentro de la cabaña, a resguardo y junto al fuego.
Afortunadamente, Esperanza se entretenía con las muñecas con las que parecía fascinada y apenas daba trabajo.
Gonzalo y María aprovecharon para hablar de cómo sería el viaje. Hasta el momento tan solo tenían claro que debían abandonar Puente Viejo y marchar a Munia, donde cogerían el primer tren que les alejara cuanto antes del lugar. ¿Pero hacia donde encaminarían sus pasos? ¿Hacia Madrid, la gran ciudad donde pudiesen esconderse con mayor facilidad? A María la idea no le gustaba. La capital estaba demasiado cerca de las garras de la Montenegro.
La idea de Gonzalo era ir mucho más lejos, a Cuba, donde su recién encontrado hermano les recibiría sin lugar a dudas con los brazos abiertos. Aunque tampoco era una opción que le hiciera mucha gracia, María tuvo que admitir que era la única salida posible; abandonar España y embarcarse hacia América. Y así habían quedado con Conrado, quien les acompañaría hasta verles tomar el barco camino de su nueva vida.
Después de comer, Gonzalo se encargó de dormir a Esperanza, acunándola y susurrándole una nana que inundó el lugar llenándolo de paz mientras las gotas de lluvia repiqueteaban sobre el cristal de las ventanas. María disfrutó de aquel momento, observándoles en silencio. La niña se negaba a cerrar su ojitos y alargaba su pequeña mano para jugar con la barbilla de su padre; sin embargo, cada vez le costaba más mantenerse despierta pues la dulce voz de Gonzalo la transportaba al mundo de los sueños sin remedio.
-Ya se ha quedado dormida –declaró él, después de entonar la última nota de la nana. Dejó con sumo cuidado a la niña sobre la cama y tras darle un suave beso en la frente se acercó a la ventana-. Esperemos que escampe pronto y que mañana no amanezca lluvioso –comentó en voz alta, preocupado-, porque entorpecería nuestros planes.
María se unió a él, apoyando la cabeza en su hombro y mirando hacia el exterior con cierta nostalgia.
-Estoy segura que todo saldrá bien –le comentó ella-. Lo único que me entristece es que hoy es nuestro último día aquí; y las despedidas van a ser duras. Siempre lo son. Me ha costado un mundo despedirme de mi abuela, de Candela y de mi tita. Las voy a echar mucho de menos.
Gonzalo la abrazó para darle ánimo, a pesar de que a él le ocurría lo mismo.
En ese instante, vieron a través de la cortina de agua que caía fuera, una sombra oscura que avanzaba hacia ellos con pasos rápidos.
-Es don Anselmo –musitó María al reconocer al viejo sacerdote cuando apenas le quedaban unos metros para llegar a la cabaña.
Gonzalo se apresuró a abrirle la puerta para que el hombre entrase.
Don Anselmo apenas venía mojado, gracias al paraguas que portaba.
-Gracias hijo –le agradeció al joven que cogió el paraguas-. Ya no estoy para estos trotes por el monte y mucho menos con este tiempo.
-Siéntese, padre –le pidió María-. Ahora mismo le preparo un té caliente para que entre en calor.
-Gracias María –dijo el sacerdote entre jadeos-. Te lo agradeceré enormemente. Y mis huesos también.
-¿Cómo es que ha venido, padre? –se preocupó Gonzalo, sentándose frente a él-. No debería haberse arriesgado con este tiempo.
-Precisamente por eso, Martín –le sacó de su error-. Los aldeanos están en sus casas y había que aprovechar que no hay nadie por las tierras para allegarme hasta vosotros y contaros las novedades.
María le tendió la infusión al sacerdote y dejó dos vasos, también para Gonzalo y ella. Se sentó al lado de su esposo para escuchar atentamente.
-¿Ha ocurrido algo importante? –inquirió preocupada.
-No, no –respondió con premura-. Todo va según lo previsto. Esta mañana, Emilia, Alfonso y yo hemos soltado la primera pista falsa frente al hombre que ha contratado don Pedro; y Raimundo ha estado en el colmado lanzando también la suya –volvió a tomar un sorbo del té-. Si no me equivoco, Pedro estará ahora mismo contándoselo todo a la señora. Esperemos que se lo trague.
-Lo hará, padre –declaró María, convencida de ello-. La conozco bien y creerá que nos tiene cogidas.
El sacerdote apretó los labios mostrando una débil sonrisa.
-Yo mismo, iré mañana al colmado a hacer el pedido con la excusa de que viene a verme un viejo amigo del seminario –les explicó-. He quedado con Conrado que le daré a él los víveres para vuestro viaje.
Gonzalo asintió en silencio. Si todo salía según sus planes, Conrado, aprovechando que tenía que ir en busca de una prueba importante que exculpaba a Aurora de la muerte de doña Bernarda, les acompañaría hasta el puerto de Vigo.
-Padre –habló Gonzalo, tras acabarse la infusión-. Antes de que se vaya, María y yo queríamos agradecerle todo lo que ha hecho, y está haciendo por nosotros. Sabemos que se encuentra en una situación complicada y que si la Montenegro se entera de lo que nos está ayudando tomará represalias.
-No tienes que preocuparte por mí –le cortó el buen hombre-. Ya soy viejo y la señora poco puede hacerme. Bastantes años he acatado sus órdenes sabiendo de su maldad. No dejaré que os haga daño mientras esté en mis manos remediarlo.
María agradeció sus palabras. Don Anselmo había sido un buen consejero para ambos, en los momentos más difíciles. Sus palabras siempre les aportaban serenidad.
-Nunca olvidaremos su ayuda –le dijo ella-. Incluso cuando… cuando decidimos vivir juntos sin estar casados. Sabemos lo difícil que fue para usted apoyar nuestra decisión.
-Uno ya ha vivido lo suficiente, hija, para saber que a un amor como el vuestro es imposible ponerle barreras. He sido testigo principal de cómo os queréis y lo que habéis sufrido y luchado por estar juntos. Reconozco que en ocasiones debí de apoyaros más y no mirar hacia otro lado pero… -María supo que don Anselmo se refería a que se mantuvo al margen cuando se enteró de los abusos de Fernando hacia su persona. Sin embargo, el sacerdote poco o nada podía haber hecho contra ello-. Afortunadamente, vuestro amor ha logrado superar todos los obstáculos y estoy seguro de que a partir de ahora Dios iluminará vuestros caminos.
-Yo también estoy seguro de ello, don Anselmo –convino Gonzalo-. Sé todos los quebraderos de cabeza que le di mientras fui su pupilo y la paciencia que tuvo conmigo. No siempre seguí sus consejos y eso le puso en algún que otro compromiso; y por eso le pido perdón.
Don Anselmo negó con la cabeza.
-Soy yo quien debe de pedirte perdón por no haber impedido desde un principio que cometieras el error de ordenarte sacerdote –declaró-. La de penalidades que nos habríamos ahorrado.
-Bueno, no es momento de recordar lo malo –añadió María, y se volvió hacia Gonzalo-. El pasado, pasado está. Hemos aprendido de nuestros errores y no los volveremos a cometer.
-Sabias palabras, hija –la miró con orgullo-. Te has convertido en una mujer como pocas, María. Luchadora y fuerte. Aunque siempre te recordaré como la niña con trenzas que bajaba al pueblo e iluminaba la plaza con su sonrisa –soltó un suspiró cargado de nostalgia-. Sé que no es necesario que os lo diga, pero cuidad de vuestra hija, dadle el hogar que se merece y estoy seguro que Dios os bendecirá con más hijos –les miró a ambos y sus pequeños ojos brillaron-. Estoy muy orgulloso de los dos. De las personas en las que os habéis convertido –miró directamente a Gonzalo sin ocultar el gran cariño que le tenía-. Jamás olvidaré el día en que descubrí que mi joven discípulo era en realidad el pequeño Martín, a quien todos creíamos muerto. Y sí, es cierto que algún que otro quebradero de cabeza me diste, pero también me abriste los ojos y me hiciste ver que me había convertido en un siervo de la Montenegro al mirar hacia otro lado con sus injusticias. Os prometo que eso no volverá a pasar.
Gonzalo se levantó para abrazar a su viejo mentor. El hombre no pudo contener las lágrimas.
-Me siento muy orgulloso de cómo has luchado por tus ideales y por defender vuestro amor –declaró con un nudo en la garganta-. Me permitiréis que hable de vosotros en mis homilías cuando tenga que poner algún ejemplo de lucha.
María sonrió, aguantando la emoción al sentir la mirada del sacerdote en ella. La joven se acercó a darle un abrazo y es que don Anselmo había sido un gran apoyo para ella en los últimos meses. Gracias a su ayuda había descubierto la verdadera identidad de aquel farsante contratado por la Montenegro.
-Bueno –murmuró, secándose las lágrimas-. Debo regresar al pueblo para preparar la misa de la tarde, que esa no espera.
El sacerdote se acercó a la cama donde Esperanza seguía dormida y la bendijo en silencio, deseándole toda la felicidad del mundo.
Gonzalo y María le vieron desaparecer entre los árboles, bajo la fina lluvia que seguía cayendo lentamente. Siempre recordarían a don Anselmo con cariño, llevando en sus corazones sus sabios consejos.

Ese día hasta el cielo parecía estar triste por las despedidas, llorando por la inminente marcha de los dos jóvenes. 

CONTINUARÁ...

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