CAPÍTULO 16
A media mañana comenzó a caer una fina
lluvia que les mantuvo dentro de la cabaña, a resguardo y junto al fuego.
Afortunadamente, Esperanza se entretenía con
las muñecas con las que parecía fascinada y apenas daba trabajo.
Gonzalo y María aprovecharon para hablar de
cómo sería el viaje. Hasta el momento tan solo tenían claro que debían
abandonar Puente Viejo y marchar a Munia, donde cogerían el primer tren que les
alejara cuanto antes del lugar. ¿Pero hacia donde encaminarían sus pasos? ¿Hacia
Madrid, la gran ciudad donde pudiesen esconderse con mayor facilidad? A María
la idea no le gustaba. La capital estaba demasiado cerca de las garras de la
Montenegro.
La idea de Gonzalo era ir mucho más lejos, a
Cuba, donde su recién encontrado hermano les recibiría sin lugar a dudas con
los brazos abiertos. Aunque tampoco era una opción que le hiciera mucha gracia,
María tuvo que admitir que era la única salida posible; abandonar España y
embarcarse hacia América. Y así habían quedado con Conrado, quien les
acompañaría hasta verles tomar el barco camino de su nueva vida.
Después de comer, Gonzalo se encargó de
dormir a Esperanza, acunándola y susurrándole una nana que inundó el lugar
llenándolo de paz mientras las gotas de lluvia repiqueteaban sobre el cristal
de las ventanas. María disfrutó de aquel momento, observándoles en silencio. La
niña se negaba a cerrar su ojitos y alargaba su pequeña mano para jugar con la
barbilla de su padre; sin embargo, cada vez le costaba más mantenerse despierta
pues la dulce voz de Gonzalo la transportaba al mundo de los sueños sin
remedio.
-Ya se ha quedado dormida –declaró él,
después de entonar la última nota de la nana. Dejó con sumo cuidado a la niña
sobre la cama y tras darle un suave beso en la frente se acercó a la ventana-.
Esperemos que escampe pronto y que mañana no amanezca lluvioso –comentó en voz
alta, preocupado-, porque entorpecería nuestros planes.
María se unió a él, apoyando la cabeza en su
hombro y mirando hacia el exterior con cierta nostalgia.
-Estoy segura que todo saldrá bien –le
comentó ella-. Lo único que me entristece es que hoy es nuestro último día
aquí; y las despedidas van a ser duras. Siempre lo son. Me ha costado un mundo
despedirme de mi abuela, de Candela y de mi tita. Las voy a echar mucho de
menos.
Gonzalo la abrazó para darle ánimo, a pesar
de que a él le ocurría lo mismo.
En ese instante, vieron a través de la
cortina de agua que caía fuera, una sombra oscura que avanzaba hacia ellos con
pasos rápidos.
-Es don Anselmo –musitó María al reconocer
al viejo sacerdote cuando apenas le quedaban unos metros para llegar a la
cabaña.
Gonzalo se apresuró a abrirle la puerta para
que el hombre entrase.
Don Anselmo apenas venía mojado, gracias al
paraguas que portaba.
-Gracias hijo –le agradeció al joven que
cogió el paraguas-. Ya no estoy para estos trotes por el monte y mucho menos
con este tiempo.
-Siéntese, padre –le pidió María-. Ahora
mismo le preparo un té caliente para que entre en calor.
-Gracias María –dijo el sacerdote entre
jadeos-. Te lo agradeceré enormemente. Y mis huesos también.
-¿Cómo es que ha venido, padre? –se preocupó
Gonzalo, sentándose frente a él-. No debería haberse arriesgado con este
tiempo.
-Precisamente por eso, Martín –le sacó de su
error-. Los aldeanos están en sus casas y había que aprovechar que no hay nadie
por las tierras para allegarme hasta vosotros y contaros las novedades.
María le tendió la infusión al sacerdote y
dejó dos vasos, también para Gonzalo y ella. Se sentó al lado de su esposo para
escuchar atentamente.
-¿Ha ocurrido algo importante? –inquirió
preocupada.
-No, no –respondió con premura-. Todo va
según lo previsto. Esta mañana, Emilia, Alfonso y yo hemos soltado la primera
pista falsa frente al hombre que ha contratado don Pedro; y Raimundo ha estado
en el colmado lanzando también la suya –volvió a tomar un sorbo del té-. Si no
me equivoco, Pedro estará ahora mismo contándoselo todo a la señora. Esperemos
que se lo trague.
-Lo hará, padre –declaró María, convencida
de ello-. La conozco bien y creerá que nos tiene cogidas.
El sacerdote apretó los labios mostrando una
débil sonrisa.
-Yo mismo, iré mañana al colmado a hacer el
pedido con la excusa de que viene a verme un viejo amigo del seminario –les
explicó-. He quedado con Conrado que le daré a él los víveres para vuestro
viaje.
Gonzalo asintió en silencio. Si todo salía
según sus planes, Conrado, aprovechando que tenía que ir en busca de una prueba
importante que exculpaba a Aurora de la muerte de doña Bernarda, les
acompañaría hasta el puerto de Vigo.
-Padre –habló Gonzalo, tras acabarse la
infusión-. Antes de que se vaya, María y yo queríamos agradecerle todo lo que
ha hecho, y está haciendo por nosotros. Sabemos que se encuentra en una
situación complicada y que si la Montenegro se entera de lo que nos está
ayudando tomará represalias.
-No tienes que preocuparte por mí –le cortó
el buen hombre-. Ya soy viejo y la señora poco puede hacerme. Bastantes años he
acatado sus órdenes sabiendo de su maldad. No dejaré que os haga daño mientras
esté en mis manos remediarlo.
María agradeció sus palabras. Don Anselmo
había sido un buen consejero para ambos, en los momentos más difíciles. Sus
palabras siempre les aportaban serenidad.
-Nunca olvidaremos su ayuda –le dijo ella-.
Incluso cuando… cuando decidimos vivir juntos sin estar casados. Sabemos lo
difícil que fue para usted apoyar nuestra decisión.
-Uno ya ha vivido lo suficiente, hija, para
saber que a un amor como el vuestro es imposible ponerle barreras. He sido
testigo principal de cómo os queréis y lo que habéis sufrido y luchado por
estar juntos. Reconozco que en ocasiones debí de apoyaros más y no mirar hacia
otro lado pero… -María supo que don Anselmo se refería a que se mantuvo al
margen cuando se enteró de los abusos de Fernando hacia su persona. Sin
embargo, el sacerdote poco o nada podía haber hecho contra ello-.
Afortunadamente, vuestro amor ha logrado superar todos los obstáculos y estoy
seguro de que a partir de ahora Dios iluminará vuestros caminos.
-Yo también estoy seguro de ello, don
Anselmo –convino Gonzalo-. Sé todos los quebraderos de cabeza que le di
mientras fui su pupilo y la paciencia que tuvo conmigo. No siempre seguí sus
consejos y eso le puso en algún que otro compromiso; y por eso le pido perdón.
-Soy yo quien debe de pedirte perdón por no
haber impedido desde un principio que cometieras el error de ordenarte
sacerdote –declaró-. La de penalidades que nos habríamos ahorrado.
-Bueno, no es momento de recordar lo malo
–añadió María, y se volvió hacia Gonzalo-. El pasado, pasado está. Hemos
aprendido de nuestros errores y no los volveremos a cometer.
-Sabias palabras, hija –la miró con
orgullo-. Te has convertido en una mujer como pocas, María. Luchadora y fuerte.
Aunque siempre te recordaré como la niña con trenzas que bajaba al pueblo e
iluminaba la plaza con su sonrisa –soltó un suspiró cargado de nostalgia-. Sé
que no es necesario que os lo diga, pero cuidad de vuestra hija, dadle el hogar
que se merece y estoy seguro que Dios os bendecirá con más hijos –les miró a
ambos y sus pequeños ojos brillaron-. Estoy muy orgulloso de los dos. De las
personas en las que os habéis convertido –miró directamente a Gonzalo sin
ocultar el gran cariño que le tenía-. Jamás olvidaré el día en que descubrí que
mi joven discípulo era en realidad el pequeño Martín, a quien todos creíamos
muerto. Y sí, es cierto que algún que otro quebradero de cabeza me diste, pero
también me abriste los ojos y me hiciste ver que me había convertido en un
siervo de la Montenegro al mirar hacia otro lado con sus injusticias. Os
prometo que eso no volverá a pasar.
-Me siento muy orgulloso de cómo has luchado
por tus ideales y por defender vuestro amor –declaró con un nudo en la
garganta-. Me permitiréis que hable de vosotros en mis homilías cuando tenga
que poner algún ejemplo de lucha.
María sonrió, aguantando la emoción al
sentir la mirada del sacerdote en ella. La joven se acercó a darle un abrazo y
es que don Anselmo había sido un gran apoyo para ella en los últimos meses.
Gracias a su ayuda había descubierto la verdadera identidad de aquel farsante
contratado por la Montenegro.
-Bueno –murmuró, secándose las lágrimas-.
Debo regresar al pueblo para preparar la misa de la tarde, que esa no espera.
El sacerdote se acercó a la cama donde
Esperanza seguía dormida y la bendijo en silencio, deseándole toda la felicidad
del mundo.
Gonzalo y María le vieron desaparecer entre
los árboles, bajo la fina lluvia que seguía cayendo lentamente. Siempre
recordarían a don Anselmo con cariño, llevando en sus corazones sus sabios
consejos.
Ese día hasta el cielo parecía estar triste
por las despedidas, llorando por la inminente marcha de los dos jóvenes.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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