viernes, 17 de abril de 2015

CAPÍTULO 4
Gonzalo le hizo un gesto para que callase y se acercó lentamente a la ventana para atisbar el exterior. Por su parte, María, en un acto reflejo cogió a Esperanza en brazos y la acunó, protegiéndola. La niña apenas se movió, inmersa en un profundo sueño.
Fuera de la cabaña, la noche era bien cerrada y no se podía ver más que sombras y oscuridad a partes iguales.
De repente alguien tocó a la puerta.
-Abrid hijos míos –dijo la voz apremiante de don Anselmo al otro lado-. Soy yo, don Anselmo.
María soltó todo el aire que había contenido mientras su esposo abría la puerta.
La joven dejó a Esperanza de nuevo sobre el jergón y acompañó a Gonzalo fuera.
-Padre, ¿cómo están las cosas por el pueblo? –le preguntó su antiguo pupilo sin darle tiempo. María se colocó junto a ellos y escuchó la respuesta de don Anselmo.
-Ahora os contamos, Gonzalo –dijo el cura mirando hacia el camino por el que llegaban dos siluetas.
Al comprobar que se trataban de Emilia y Alfonso, ambos jóvenes se miraron y sonrieron.
-No me lo puedo creer –Emilia abrazó a su yerno con fuerza, sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Horas antes, don Anselmo les había puesto, a Alfonso, Candela y a ella, al tanto de todo: Gonzalo había regresado; estaba vivo, e iba en busca de María y Esperanza quienes se encontraban en peligro. Alfonso había querido acudir en su auxilio pero don Anselmo le pidió prudencia. Gonzalo se encargaría de ello. Les había costado mantenerse al margen y fingir que todo continuaba con normalidad cuando lo que realmente querían era estar juntos a ellos. Las horas se les habían hecho eternas pero ahora ya les tenían enfrente-. Por dos veces te dimos por muerto y dos veces que hemos errado, y yo… yo que lo celebro. ¡Madre!
-Tengo más vidas que un gato, suegra –soltó Gonzalo, feliz de reunirse de nuevo con ellos.
Alfonso sonrió al ver a su yerno y se abrazaron.
-Me alegro de poder abrazarte, muchacho.
-También yo a usted, Alfonso –María sonrió al verles juntos de nuevo y posó una mano sobre el brazo de su esposo-. Lamento mucho todos los sinsabores que les he hecho pasar.
-Les invitaría a sentarse pero ya ven que… no hay casi sitio –se disculpó la joven.
Don Anselmo les mostró una cesta que llevaba.
-Comida y bebida, hijos, que esto hay que mojarlo.
Gonzalo y María sonrieron. Llevaban horas esperando que les llevasen los víveres. Con ellos podrían alimentar a Esperanza sin complicaciones.
María sacó los vasos que había en la cesta y pasó uno a cada uno de los presentes mientras Gonzalo se encargaba de repartir el vino.
-Bueno –comenzó a decir el joven-, supongo que querrán saber dónde he estado todo este tiempo.
-Supones bien, sí –afirmó Emilia, que no podía dejar de mirarle. Era un milagro tenerle de nuevo allí; estaba feliz, pero sobre todo por su hija que era quien más había sufrido su ausencia-. Y no te dejes ni una sola coma, ¿eh?
Gonzalo asintió antes de comenzar a relatarles lo mismo que le había dicho a María minutos antes.
-La avería en los motores del barco ya fue un mal presagio; pero ni por asomo podía imaginar lo que vendría después –terminó de llenar los vasos con el vino y bebieron-. Verán, en el puerto de La Habana me recogió un hombre que se presentó como la mano derecha de doña Pilar; su nombre era Leonardo Céspedes Finlay.
-El que después se hizo pasar por Tristán Castro –intervino María para aclarar las cosas-. Y que ahora yace en la chopera alta.
La joven suponía que don Anselmo ya les habría relatado lo ocurrido con el falso Tristán y doña Francisca, así que no entró en detalles y dejó que fuera Gonzalo quien relatase su historia.
-Tal era mi excitación que no pude contenerme y… y le pregunté por la existencia de mi hermano –continuó el joven-. Pero él me respondió con vaguedades, con más preguntas que respuestas y… y así fue cómo se enteró de nuestra historia.
-Pero no era enviado de doña Pilar –aclara don Anselmo, quien estaba al tanto de la falsa identidad de aquel impostor puesto que él mismo había leído su historial criminal.
-No –confirmó Gonzalo, mirando de reojo a su viejo mentor-. Era un matarife contratado por Francisca Montenegro al que la codicia trajo hasta Puente Viejo.
-Y pensó que podría sacar tajada haciéndose pasar por Tristán, ¿no? –entendió Alfonso, encajando todas las piezas de la historia. Ahora comprendía todo, incluso el extraño comportamiento que había tenido María en las últimas semanas. Seguro que su hija estaba al tanto de todo aquello y por eso se fue a vivir a la Casona, para desenmascarar a aquel impostor. ¡Cuánto había tenido que sufrir la joven, sin poder contar la verdad y alejada de los suyos!
-Así es, padre –dijo María, quien no quería volver a pensar en aquel criminal-. Pero ya se ha llevado su merecido.
-¿Y te pudiste librar de él? –quiso saber Emilia; preguntándole directamente a Gonzalo.
El semblante de su yerno se ensombreció al llegar a aquella parte de la historia.
-No. No pude hacerlo –confesó-.  Me descerrajó dos disparos y… me abandonó en un cenagal –Emilia se volvió hacia su esposo, sorprendida. Alfonso tampoco podía creerlo y esperaron que continuara con la explicación para entender cómo habían sucedido las cosas-. Pero cuando estaba a punto de hundirme… -el rostro de Gonzalo se iluminó de pronto-, una mano prodigiosa me volvió a sacar a la superficie.
-¿Quién era? –Alfonso no pudo resistir la curiosidad.
-Pues alguien que alertado por mis intentos de localizar a su madre desde España, nos había seguido –añadió Gonzalo, a quien se le notaba  el agradecimiento que sentía hacia su hermano-,  el verdadero hijo de mi padre y doña Pilar.
-¿Cómo? ¿Entonces es cierto? –Emilia no pudo ocultar su sorpresa-. ¿Mi hermano Tristán tuvo un hijo con esa mujer?
-Sí Emilia –Gonzalo apretó los labios-. Él fue quien me sacó de aquel lodazal, curó mis heridas y me ayudó a regresar a España. De no ser por mi hermano, ahora estaría muerto.
Su suegra sonrió y le acarició el rostro, agradecida a aquel sobrino que le había salvado la vida a Gonzalo.
-¿Y cómo están las cosas por el pueblo? –inquirió de pronto María, preocupada por su situación.
-Tal como quedamos, mandé a un mozo con la nota a la Casona –le explicó don Anselmo, dando otro trago al vaso de vino-. Por supuesto, nadie ha sabido que era mía.
-Justo antes de venir hacia aquí, Mauricio llegó a la casa de comidas buscando a don Pedro y nos contó que alguien había disparado contra la señora –les contó Alfonso con el gesto serio-. Pero no os preocupéis que el alcalde ya está al tanto de todo y nos ayudará.
Gonzalo asintió, agradecido mientras María soltó un leve suspiro.
-Dele las gracias cuando le vea, padre –le pidió su hija.
-¿Y en el Jaral? –quiso saber Gonzalo-. ¿Están al tanto de mi vuelta y de lo ocurrido?
-A Candela se lo he contado esta tarde, hijo –dijo don Anselmo-. Ella le contará a Rosario. No te preocupes por eso.
-Nosotros ya hemos hablado también con Mariana y Nicolás –contó Alfonso-. Se lo hemos dicho de camino a la fiesta de Severo Santacruz. Os mandan recuerdos y nos han pedido que os dijésemos que en cuanto puedan vendrán a veros.
María tragó saliva, emocionada. Pese a todo lo ocurrido, su familia siempre estaba dispuesta a todo por ayudarles. Ni siquiera le habían echado en cara que hubiese estado a punto de terminar con la vida de la Montenegro; algo por lo que de momento no sentía el menor remordimiento.
Alfonso sacó su reloj de bolsillo justo cuando se escuchó el ulular de un búho a lo lejos.
-Se nos ha hecho tarde –declaró el marido de Emilia con pesar-. Ojalá pudiésemos quedarnos más rato con vosotros, muchachos, pero… conforme están las cosas… no me extrañaría nada que la Montenegro haya puesto ya medio pueblo patas arriba buscándote –miró a su hija y un destello de orgullo inundó su mirada. Su niña convertida en toda una mujer con los arrestos suficientes para luchar por los suyos con uñas y dientes.
-No se preocupen –les dijo Gonzalo, comprensivo-. Ya se han arriesgado suficiente viniendo hasta aquí hoy.
-Sí, es mejor que volvamos –añadió don Anselmo frotándose las manos que sentía entumecidas por el frío-. Algo me dice que la señora no se va a quedar de brazos cruzados mientras sepa que María está libre –le dedicó un gesto de complicidad y aprecio a la muchacha.
-Pero no os preocupéis –dijo Emilia con determinación y levantando la mirada con orgullo-. No dejaremos que se acerque a vosotros. Esta vez no. Se quedará con las ganas de poneros las manos encima.
María se acercó a su madre y la abrazó. Emilia la estrechó con fuerza. Hacía años había cometido un grave error al entregarle a su hija a la Montenegro. Se arrepentiría de ello toda la vida; sin embargo, María había logrado mantener la inocencia y su alma pura, sin dejar que la oscuridad de Francisca hiciera mella en su corazón; y en parte se lo debía a Gonzalo, que había sabido sacar lo mejor de María, convirtiéndola en la mujer decidida que era ahora.
-Casi lo olvido –recordó de pronto Emilia, que sacó un paquete alargado del bolso y se lo tendió a su hija-. Es para Esperanza –sus ojos se empañaron de lágrimas-. Se la compramos a un vendedor que pasó por el pueblo hace unos días. Es una muñeca. Alfonso y yo queríamos regalársela para Reyes pero…
-No se preocupe madre –la cortó María, emocionada-. Seguro que le encantará.
Su madre le acarició el rostro sin dejar de mirarla con orgullo.
-Cuidaos –les pidió a ambos.
Gonzalo se acercó a su esposa y posó una mano sobre su hombro.
-Por supuesto, suegra –convino el joven-. No dejaré que nada malo les pase, a ninguna.
Emilia asintió en silencio. Confiaba en Gonzalo. Siempre había cumplido sus promesas y no había nada que temer si él estaba con ellas.
-¿Pueden hacerme un favor? –dijo Gonzalo de pronto-. Díganle a mi hermana que en cuanto pueda iré a verla.
Una sombra de tristeza cruzó por los ojos de Emilia; sin embargo, su yerno no pudo atisbarla en la penumbra de la noche. No se lo habían contado pero Aurora era la única que no estaba al tanto de su regreso. En el estado en el que se encontraba la muchacha, era mejor mantenerla al margen. No estaban seguros de cómo podía afectar a su recuperación conocer la verdad, así que habían decidido entre todos no contarle nada, de momento.
-Claro –convino Alfonso, al ver que su esposa callaba-. Nosotros le decimos.

Después se despidieron de ellos y mientras Alfonso, Emilia y don Anselmo regresaban a Puente Viejo, Gonzalo y María entraron de nuevo en la cabaña con la cesta de provisiones que les habían dejado.

CONTINUARÁ...

No hay comentarios:

Publicar un comentario