lunes, 20 de abril de 2015

CAPÍTULO 7
Poco después de que Rosario y Emilia se marcharan, ambos junto a Esperanza, se acercaron al río para asearse.
Era media mañana y el sol derretía el rocío de la noche y la tierra brillaba, húmeda y llena de vida.
María extendió dos mantas cerca de la orilla y se sentó sobre ellas, con Esperanza en brazos. La niña quería bajar del regazo de su madre pero la joven consiguió entretenerla con unas pequeñas piedras con las que, finalmente, comenzó a jugar. Al momento, dejó a la pequeña sobre la manta para que estuviese más cómoda.
Mientras, Gonzalo aprovechó para acercarse al arrollo y lavarse un poco. Su esposa le observó en silencio, viendo como el agua caía por sus brazos desnudos,  haciéndolos brillar como si se tratase de una figura esculpida en sal. Gonzalo, ajeno, siguió aseándose. El viaje hasta Puente Viejo había sido largo y las oportunidades para darse un baño en condiciones, más bien escasas; así que aprovechó el momento para ello, zambulléndose en las frías aguas del río. En cuanto su cuerpo percibió el cambio brusco de la temperatura, todos sus sentidos despertaron de golpe, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.
Gonzalo era de naturaleza fuerte y gracias a los años vividos en el Amazonas, su sistema inmunológico resistía la mayoría de enfermedades; sin embargo, no quería tentar al destino y ganarse un resfriado, de manera que salió y del río, y se acercó a María, quien no podía dejar de mirarlo en aquel estado empapado.
El joven se acercó a ella y sonrió levemente antes de besarla con suavidad. Las gotas de agua de sus labios sabía a tierra mojada pero a María no le importó lo más mínimo. Cogió su rostro con ambas manos y le acarició con mimo la escasa barba mientras bebía de su boca ese amor que siempre les mantendría unidos.
La pequeña Esperanza jugaba con las piedras, ajena al intercambio de caricias que sus padres se estaban dedicando.
Gonzalo logró separarse de María con gran esfuerzo. Había sido tanto el tiempo lejos de ella que se preguntaba cómo había sido capaz de sobrevivir sin ver a cada instante su dulce sonrisa o sin contemplar la pureza de su alma en su limpia mirada. Una mirada que de repente se volvió triste.
-¿Qué sucede, María? –se sentó a su lado, preocupado. La conocía tan bien que cualquier pequeño cambio en ella era suficiente para saber que ocultaba algo.
María se mordió el labio inferior. Llevaba un rato pensando en ello y había tomado una decisión: era el momento de contarle a Gonzalo lo acaecido con Aurora durante su ausencia.
-Verás mi amor –comenzó ella, entre titubeos y sin mirarle directamente, algo que puso a su esposo en alerta. Lo que iba a decirle no era bueno, supo de inmediato-. Se trata de Aurora.
-¿Aurora? –se extrañó él, acomodándose junto a María y cogiendo una toalla para secarse el rostro y el resto del cuerpo-. ¿Qué pasa con ella? ¿Está bien?
María se atrevió por fin a mirarle a los ojos y lo que vio Gonzalo en ellos fue cierto temor.
-Ahora sí –dijo finalmente ella-. Pero no te hemos contado toda la verdad porque no queríamos preocuparte Gonzalo –se excusó.
-¿De qué verdad hablas, María? –le urgió el joven apartando la toalla a un lado. Las palabras de su esposa no habían hecho más que aumentar su desazón.
-¿Recuerdas que antes de marcharte estábamos preocupados por aquella incipiente amistad de tu hermana con doña Bernarda? –comenzó a exponerle ella.
Gonzalo asintió. Las últimas semanas antes de su viaje a Cuba, Aurora se había mostrado más alterada que de costumbre y había entablado amistad con la prima de la Montenegro. Una amistad que a nadie había gustado.
-Sí, lo recuerdo –confirmó su esposo-. No me gustaba ni una miaja que esa mujer se acercase a ella. Sucedió algo, ¿es eso? No andábamos errados con doña Bernarda –sentenció Gonzalo, entendiendo las cosas.
-Más que eso –declaró María, con pesar-. Al poco de marcharte a Cuba, hubo un atentado al coche de Francisca y… en él viajaba doña Bernarda. El chofer y ella murieron.
Gonzalo abrió los ojos, sorprendido por la noticia pero dejó que María continuase.
-Todo apuntaba que alguien había atentado contra la Montenegro; además, todo el mundo vio como días antes, Aurora la amenazaba de muerte en la plaza.
-¿Qué mi hermana hizo qué? –saltó el joven sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo. Sabía del fuerte carácter de Aurora y que su relación con su abuela era totalmente nula, pero de ahí a amenazarla en público, iba un mundo-. No puede ser… ella no…
-Claro que no, mi amor –le sacó enseguida de su error-. Aurora nunca haría tal cosa. Sin embargo, todas las pruebas la acusaban y… en un registro al dispensario encontraron un detonador idéntico al que se había usado en el atentado -el rostro de Gonzalo palideció-. La señora ya tenía las pruebas para acusarla de intento de asesinato y no dudó ni un instante en hacerlo… y la llevó a juicio.
-¡Maldita Francisca! –soltó Gonzalo sin poder contenerse. Esperanza levantó la mirada hacia su padre al escucharle pero enseguida continuó con su juego-. Todo fue una trampa, ¿no es así?
María le acarició el brazo y asintió con pesar.
-Creemos que durante el tiempo que doña Bernarda la visitaba, de alguna manera, tu hermana estaba siendo drogada para alterar su estado de ánimo y provocarle alucinaciones… como cuando creyó ver a vuestra madre en el dispensario –recordó ella aquel incidente cuando Gonzalo ya había marchado de viaje-. Con Conrado, buscamos la manera de demostrar su inocencia, e incluso la propia Aurora tenía una carta guardada bajo la manga, algo que doña Bernarda le había confesado durante sus encuentros y que hizo pensar a tu hermana que acabaría con la Montenegro, de saberse.
-¿El qué? –frunció el ceño el joven.
-Doña Bernarda le confesó a tu hermana que la señora le había mandado matar a su esposo, don Fulgencio, para vengarse de él; por todo lo ocurrido en el sanatorio en el que estuvo internada Francisca –María tomó aire al recordar aquel momento del juicio-. Aurora usó esa información en el juicio pero…
-¿Pero qué?
-Había sido otra trampa más de Francisca –confesó la joven a media voz-. Fulgencio Montenegro apareció justo en ese momento, echando por el suelo las pruebas que tenía Aurora. Por mucho que la gente la conociese y tratara de ayudarla con sus declaraciones, Jiménez, el abogado, se encargaba de tergiversarlo todo y dejó a tu hermana frente al juez como a una perturbada mental.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de su esposo al escuchar aquello. Ni siquiera el frío de la mañana le había provocado aquella desazón. Cada palabra de María le acercaba a algo mucho peor. ¿Qué había sucedido finalmente con Aurora?
-Y… ¿qué pasó? –Gonzalo sentía la boca seca ante tanta desgracia.
-El juez la condenó por asesinato y… conmutó la pena de garrote por diez años en un sanatorio mental –concluyó María, recordando aquellos negros momentos.
-¿Aurora, encerrada en un psiquiátrico? –repitió él, cuyos pensamientos eran un hervidero de dudas.
María negó con la cabeza.
-Hicimos todo lo humanamente posible para que eso no ocurriese –le explicó a Gonzalo-. Esperábamos tu regreso de Cuba para esos días; estábamos seguros de que se te ocurriría la manera de ayudarla pero… -la voz de la joven se quebró en ese momento-… nuestro mundo se vino abajo cuando el falso Tristán llegó con tu ataúd. Nos dijo que habías muerto de una enfermedad contagiosa y que no podíamos darte ni siquiera un último adiós. No dejó que abriésemos el ataúd.
Gonzalo la abrazó con fuerza, consciente en ese instante de todo el dolor vivido durante esos meses de ausencia: Aurora acusada de asesinato, su supuesto hermano trayéndoles los restos de él en un ataúd vacío… el último adiós…
-Lo siento mucho mi vida –le dijo para tratar de borrar los malos recuerdos-. La Montenegro jugó muy bien sus cartas, sacándonos a Aurora y a mí de enmedio.
-Tuvimos que sacar fuerzas de donde no las teníamos –confesó María, con el rostro empapado en lágrimas-. Conrado movió cielo y tierra para sacar a Aurora del psiquiátrico cuando descubrimos que el director del centro no era otro que Fulgencio Montenegro. Solo Dios sabe las atrocidades a las que sometió a tu hermana antes de que lográsemos su libertad –la joven se secó las lágrimas con el dorso de la mano-. Yo no la vi, Gonzalo, porque cuando ella regresó al Jaral yo ya estaba viviendo en la Casona pero… don Fulgencio se cebó con tu hermana de una manera inhumana, hasta el punto de volverla casi un despojo humano. Por eso pudo regresar a casa, ya que en el estado en que la habían dejado sus métodos, no podía ir ni siquiera a prisión  -María hizo una pausa para tomar aire-. Eso fue poco después de que don Anselmo me entregase la carta que me habías escrito antes de marchar y descubriera todas tus dudas sobre si Francisca podía estar detrás de lo ocurrido en Cuba. Aquella noche y la siguiente, apenas dormí, pensando en ello. No podía quedarme con la duda. El falso Tristán se había instalado en la Casona y no nos fiábamos de sus intenciones. La abuela Rosario no lo veía con buenos ojos… todo apuntaba a que algo no era cómo nos había dicho; así que no lo dudé y… desenterré el ataúd para ver si realmente habías muerto de aquella enfermedad o había sido otra cosa.
-¿Y qué descubriste? –inquirió Gonzalo, sorprendido por los arrestos de su esposa, pues había osado profanar una tumba para averiguar la verdad. El joven se emocionó al descubrir la valentía de María. Otra en su situación lo habría dejado correr, sin embargo ella no se rindió jamás, queriendo llegar hasta el final.
Gonzalo le cogió la mano.
-Que estaba vacío –sentenció ella con un deje de rabia en su voz-. Que allí donde supuestamente descansaban tus restos, solo había arena. Un puñado de tierra. Entonces fue cuando lo tuve claro: si quería descubrir la verdad tenía que aceptar la propuesta de Francisca de irme a vivir a la Casona y averiguar qué había pasado realmente contigo. Tenía que agotar todas las posibilidades, mi amor –le acarició el rostro, feliz en ese momento de haberle recuperado-. Jamás me habría perdonado el no hacerlo.
Gonzalo apretó la mano de su esposa sobre su propio rostro y cerró los ojos, orgulloso de ella.
-Este último mes en la Casona ha sido un infierno –le confesó María-. Sin Esperanza, sin ti…
-Eso ya ha terminado, María –le recordó Gonzalo, queriendo borrar todo ese pasado de su memoria-. Ahora estamos juntos y en parte es por tu valentía. Descubriste la verdad, y eso es lo que cuenta.
-Si pero… ¿a qué precio? –se quejó ella-. Ahora soy una prófuga de la justicia cuando es otra la responsable de todas nuestras desgracias. Pensar en que te mandó matar, a su propio nieto y… lo que le hizo a Aurora, sangre de su sangre… No tiene perdón de Dios.
-Estoy seguro de que algún día pagará por todo el mal que ha hecho –declaró Gonzalo con determinación, a pesar de que aun sentía en su corazón el odio por esa mujer que tanto daño había causado a los suyos-. Todavía hay algo que no me has contando. ¿Qué le hizo exactamente Fulgencio Montenegro a mi hermana? –quiso saber él, conteniendo la rabia, a duras penas.
-Le hizo perder la razón; por eso dejaron que volviese al Jaral en lugar de ser traslada a prisión, que era la orden que había logrado Conrado –decretó María -. Pero en el estado en que la halló cuando fue a recogerla… Aurora no reconocía a nadie. Rechazaba cualquier acercamiento y… no sabía relacionarse con la gente. Probaron los tratamientos que les indicó el doctor Zabaleta sin ningún cambio. Así que a Conrado se le ocurrió la idea de llamar a Lucas Moliner, el que había sido compañero de Aurora en Madrid –Gonzalo asintió al recordar haber oído hablar de él-. El doctor le tenía bastante aprecio a tu hermana y accedió a venir. Gracias a su tratamiento ha sido que han logrado que vuelva a ser la de antes, aunque todavía está en proceso de recuperación. Anteayer hablé con ella por teléfono –María sonrió débilmente al recordar ese momento en que supo que su querida prima volvía a ser la misma muchacha de antes-. Todavía le queda bastante para que esté recuperada al cien por cien, pero va por buen camino. Por ese motivo no le han contado nada de lo ocurrido, ni de tu vuelta. Temen que la noticia agrave su situación. Cuando esté totalmente restablecida le contarán cómo han sido las cosas realmente.
Gonzalo apretó los labios y aceptó sus razones, a regañadientes. Le hubiese gustado correr junto a Aurora y decirle que estaba vivo, que todo había sido una argucia de la Montenegro para acabar con ellos, y que afortunadamente no se había salido con la suya. Pero María tenía razón, quizá la emoción de recuperar a su hermano no resultase buena para su restablecimiento total.
-Hasta eso nos ha quitado –dijo el joven de pronto-. Hasta el hecho de no poder despedirme de mi hermana en condiciones.
María comprendía su pesar. Ella tampoco podría hacerlo. Ni de Aurora ni de Fe, la doncella que tanto le había ayudado durante su estancia en la Casona. Si no hubiese sido por ella, que se había vuelto su única aliada en aquella casa, María no habría descubierto la verdad.
-Será lo último que Francisca nos quite, Gonzalo –se acercó a él y clavó su mirada en la suya. Sus ojos no podían ocultar todo el amor que sentía por él. Un amor que había permanecido allí siempre, latente, a la espera de aquel reencuentro-. Nuestros destinos ya nunca más dependerán de ella.
Gonzalo sonrió. La fuerza de María era la suya propia, alimentada por su unión.
La joven acercó su rostro al de él y le besó en la mejilla con cariño, cerca de la comisura de los labios. Su esposo cerró los ojos un instante y una leve sonrisa se dibujó en su boca. María le miró, embelesada mientras le acariciaba el lugar donde había depositado su beso.
-Nunca me cansaré de decirte lo mucho que te quiero –le confesó ella. Sus propias palabras inundaron su pecho de un calor extraño y cálido, nacido del deseo que solo él despertaba en ella.
Aquella declaración fue suficiente para que Gonzalo se acercase a besarla. No había palabras que expresaran su amor por ella. Tan solo las caricias y los besos hablaban ese idioma. Un idioma que el cuerpo de María comprendía a la perfección y que reaccionó con la misma entrega.
Se recostaron sobre la manta, sin dejar de besarse, abrazados en un solo ser. Besos que sabían a deseo; que pedían saciar los meses de ausencia, de soledad. Sus manos se encargaron de devolver las caricias perdidas y de prometer la llegada de otras, envueltas en una pasión que llegaba como un torrente incontrolable.
Gonzalo observó el luminoso rostro de María, cuyos ojos oscuros brillaban, deseosos, anhelantes… Le acarició la mejilla sonrosada con el dorso de la mano, despacio, recorriendo su suave piel con delicadeza mientras sus miradas se perdían en la del otro. El tiempo parecía haberse detenido en ese momento. Solo ellos. Solo ese sentimiento invisible que les mantenía unidos irremediablemente. Imposible de romper. Un amor inquebrantable.
-Ojalá… -murmuró María con la boca seca y el latido de su corazón desbocado.
-… lo sé –terminó de decir Gonzalo, que había comprendido lo que quería decirle. Le dio un suave beso en la punta de la nariz antes de echarse a un lado, sin dejar de mirarla.
Su mano reposaba sobre la cintura de su esposa, cuyo corazón era incapaz de volver a latir con pausa, y sus rostros estaban a escasos centímetros, el uno del otro.
María cerró los ojos un instante, dejando que los rayos del sol acariciaran su rostro. Pese a hallarse a finales de Enero, el frío de la noche se volvía cálido a mediodía y apetecía disfrutarlo.
-Se nos ha hecho un poco tarde –rompió el silencio Gonzalo y se volvió a mirar a su hija-. Pronto tendrá hambre.
Su esposa abrió los ojos y se incorporó.
-Tienes razón –convino-. Será mejor que regresemos a la cabaña.
Gonzalo se incorporó y antes de que recoger las cosas, cogió el mentón de María y la obligó a mirarle una vez más.
-Te prometo que muy pronto ya no tendremos que preocuparnos de ser descubiertos –susurró el joven, y la besó por última vez.
-Gonzalo… -se apartó María a duras penas, suplicándole con la mirada.
-Lo sé, lo sé –se levantó él del suelo, sonriendo. Esperanza le miró de nuevo sin comprender lo que estaba ocurriendo-. Ya paro.
La joven se lo agradeció. Si no hubiese sido por las obligaciones y porque no era el momento adecuado, María no habría sabido como negarse a aquella petición muda que el deseo de Gonzalo le ofrecía.
Recogieron en silencio lo poco que habían llevado y regresaron hacia la cabaña. Gonzalo llevaba a Esperanza en brazos. La niña había reconocido desde el mismo instante de su vuelta los brazos de su padre, a quien había extrañado y ahora no quería separarse de él.

María les acompañó, ocultando la sonrisa que la embargaba al verles reunidos; algo que días antes parecía totalmente impensable. No dejaría que nada ni nadie volviese a separarles nunca más.


CONTINUARÁ...

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