miércoles, 22 de abril de 2015

CAPÍTULO 9
Poco rato después, la cena ya estaba lista y ambos se sentaron a comer, en un silencio algo extraño. Y es que las noticias que les habían llevado, tenían a María pensativa.
-Andas muy callada, María –le dijo Gonzalo, preocupado, mientras se servía un poco de la tortilla de patata que les habían llevado para cenar-. ¿Qué estás barruntando?
Su esposa levantó la mirada hacia él. Una mirada seria.
-Estaba pensando en lo que nos han dicho Mariana y Nicolás –le confesó dejando el cubierto sobre la mesa-. Eso de que Francisca quiere que creamos que relaja la vigilancia para que nos confiemos y caigamos en su trampa…
-No te preocupes, amor mío –trató de tranquilizarla Gonzalo, cogiéndola de la mano y besándosela con cariño-; sabremos aprovechar el momento exacto para marcharnos sin problemas. Nunca nos encontrará, te lo prometo.
Las palabras de su esposo no lograron el efecto que él esperaba pues María había estado pensando en otra solución; una que les alejase para siempre del peligro que suponía la Montenegro, cortándolo de raiz para siempre.
-Verás Gonzalo… -comenzó a decirle entre titubeos-. He estado pensando que… que deberíamos hacer algo más.
El joven frunció el ceño sin comprender.
-Algo más, ¿cómo qué?
-Ya conoces a Francisca –miró de reojo a Esperanza y supo que lo que había pensado era la única solución posible para ser felices para siempre-. No se dará por vencida nunca si sabe que sigo viva. Moverá Roma con Santiago buscándonos y… descubrirá también que su plan para acabar con tu vida, falló y que sigues vivo –posó la otra mano sobre la de él; necesitaba que comprendiese cuales eran sus razones para llevar a cabo el plan que se le había ocurrido-. No quiero tener que pasarme el resto de mi vida pendiente de ella, de si sigue nuestros pasos; temiendo que nos encuentre allá donde vayamos. No quiero vivir con miedo, ni mucho menos… ni mucho menos que nuestros hijos crezcan con ese filo sobre sus cabezas. No quiero para ellos todo el sufrimiento que padecimos nosotros. Quiero que crezcan libres y felices, sin una Montenegro que quiera dictar sus caminos. ¿Lo entiendes, Gonzalo?
Él ladeó la cabeza.
-Jamás dejaré que eso suceda, cariño –replicó con seriedad él; cogió un trozo de pan y lo cortó-. La Montenegro nunca nos encontrará.
María negó con la cabeza.
-No Gonzalo. No se rendirá nunca y… conociéndola… nos encontrará. Tan solo hay una solución a todo esto.
-¿Qué es lo que propones, María? –preguntó con seriedad, intuyendo qué pensaba hacer.
Su esposa tragó saliva.
-Debemos anticiparnos a sus planes y hacerle creer que hemos caído en su trampa –dijo al fin. Sus ojos brillaron con una determinación inusual. Gonzalo vio en ella que estaba dispuesta a llevar a cabo su plan, le gustase o no a él.
-¿Y cómo? –insistió su esposo, sin convencimiento. Dejó el cuchillo sobre la mesa. Las palabras de su esposa habían hecho que perdiese el apetito-. ¿Cómo piensas hacer para que se olvide de vosotras?
-Haciéndole creer que estamos muertas –sentenció María-. Solo así se olvidará de nosotras.
El rostro de Gonzalo palideció al escuchar aquello; incluso un leve escalofrío recorrió su cuerpo a pesar del cálido fuego que ardía en la chimenea y que caldeaba el ambiente de la cabaña.
-¿Y… y has pensado cómo hacerlo? –quiso saber él, conociendo de antemano la respuesta; aunque por el tono escéptico de su voz, su esposa supo que no iba a estar de acuerdo.
-María asintió despacio. Había tenido tiempo para pensar en ello.
-¿Recuerdas cuando Fernando se tiró al río con Esperanza? ¿Cuándo les dimos por muertos? –Gonzalo alzó la cabeza, temiendo lo peor; pero dejó que continuase hablando-. Luego supimos que en realidad nunca había saltado y que se había escondido en un saliente para que pensáramos que sí habían caído al río –hizo una leve pausa para que su esposo asimilara lo que iba a proponerle-. Quiero que Francisca piense lo mismo. Le haremos creer que viéndome acorralada, prefiero la muerte antes que ir a prisión y me arrojaré al río con Esperanza. Creerá que no hemos sobrevivido, ni la niña ni yo, y podremos marcharnos libres.
-¡Ni lo sueñes, María! –Gonzalo se levantó de golpe, sobresaltando a Esperanza que estaba sobre el camastro-. ¡No voy a dejar que ni tú ni la niña os lancéis al río! ¡Eso es una muerte segura!
La joven se levantó con calma y acudió a su lado para tranquilizarlo.
-Gonzalo, no voy a lanzarme de verdad, y ni mucho menos llevaré a Esperanza –le explicó con seriedad-. Me ocultaré en la cueva que usó Fernando para hacerle creer que sí me he tirado al río. Esperaré allí oculta hasta que se marchen y luego me reuniré con vosotros para marcharnos ¿Lo entiendes?
El joven lo entendía, pero no compartía su plan. Era demasiado peligroso. No iba a dejar que María se expusiese de ese modo. Algo podría salir mal y… No quería ni pensar en aquella posibilidad.
-No, María. No –se negó en redondo-. No permitiré que lo hagas. Así que quítate esa idea absurda de la cabeza.
La joven no quiso insistir. Sabía que en ese momento no lograría hacerle cambiar de opinión. Sin embargo, conocía a Gonzalo y tarde o temprano vería que su plan era la única salida que tenían; le gustase o no.
-Terminemos de cenar –le pidió ella, regresando a la mesa-. A Esperanza ya se le cierran los ojos y quiero dormirla.
Gonzalo relajó el gesto de su rostro y miró a su hija, que se había recostado. No tardaría en quedarse dormida, pensó.
-No te preocupes –le dijo a su esposa, acercándose a la niña, que alargó los brazos cuando su padre la cogió-. Termina de cenar tranquila, ya me encargo yo de ella –miró a su hija y sonrió levemente-. No dejaremos que nada te pase, ¿verdad, mi bien? Francisca jamás te pondrá una mano encima.
Esperanza no entendía a su padre pero se acurrucó en el hueco que había entre su pecho y su brazo y minutos después cayó en un profundo sueño mientras Gonzalo la acunaba.
María observó la escena con ternura. Gonzalo y Esperanza eran su vida, su mayor tesoro y lucharía por mantenerlos junto a ella al precio que fuese.
Después de terminar de cenar, recogerlo todo y dejar a Esperanza dormida sobre la cama, Gonzalo colocó el lecho que habían improvisado junto al fuego para que el calor les envolviese esa noche.
María se sentó junto a él y se recostó sobre su hombro, mirando las llamas que danzaban sobre el fuego y que se reflejaban en sus pupilas. El corazón de Gonzalo palpitaba con fuerza y su esposa lo sentía a través de su mano, posada sobre su pecho desnudo. Un latido que aceleraba el suyo propio, llenándola de vida, porque durante los meses que había creído que estaba muerto, también su corazón había dejado de vivir.
-¿Te encuentras bien, mi vida? –Gonzalo bajó un poco la cabeza para poder mirar a su esposa que sin darse cuenta se había abrazado con fuerza a él, quien le recolocó un mechón negro tras la oreja.
María levantó la cabeza y le miró a los ojos, quedando atrapada en la calidez de su mirada. Finalmente asintió.
Gonzalo le acarició con la yema del dedo la fina línea de su mentón, antes de besarla con suavidad. Ella cerró los ojos y aceptó la tibieza de sus labios.
-Me parece mentira tenerte otra vez entre mis brazos –le confesó él con los ojos entrecerrados, mientras sus emociones le traicionaban-. Creí que no volveríamos a estar así nunca.
-Ni yo, Gonzalo –declaró ella con la boca seca-. Te confieso que anoche tenía miedo de quedarme dormida y que al despertar fuese todo un sueño –le acarició el rostro, comprobando que era real; que él estaba a su lado-. No podría soportarlo.
María se abrazó con fuerza a su cuerpo, sintiendo su calor, su piel…
-Eso no volverá a pasar, amor mío –quiso tranquilizarla Gonzalo, que entendía perfectamente su temor, pues él también lo había sentido-. No volveré a separarme nunca más de vosotras.
María se separó un poco y volvió a mirarle.
-Ni yo dejaré que lo hagas, Gonzalo Valbuena –declaró con determinación. Sus ojos brillaron de una manera extraña. Había cometido el error de dejarle ir a Cuba solo. No volvería a hacerlo nunca más-. Nuestros destinos están unidos, hagamos lo que hagamos. Y juntos permaneceremos hasta el final.
Gonzalo se acercó de nuevo a su rostro, quedando a tan solo unos centímetros de sus labios.
-Juntos… por toda la eternidad –le susurró, convencido de ello.
Los labios de María se curvaron en una sonrisa llena de felicidad. Su esposo la besó suavemente, queriendo prolongar aquel momento de dicha. Sus corazones comenzaron a latir al mismo compás, danzando al unísono; como un solo ser.
Sus sentidos se llenaron de emociones, desbordadas por sus sentimientos, que habían permanecido tanto tiempo dormidos que ahora tan solo querían recuperar el tiempo perdido. Le robaron los segundos a la noche para escribir su amor con caricias sobre la piel, con besos que sabían a deseo y palabras que susurraban promesas por cumplir.
El fuego siguió ardiendo en la chimenea, con fuerza, durante toda la noche; y solo cuando comenzó a despuntar el sol, se convirtió en rescoldos humeantes. Sin embargo, el fuego que ardía en los corazones de María y Gonzalo, seguía intacto, fuerte, creciendo día a día, alimentado por su amor. Ese amor que había superado toda clase de obstáculos gracias a la confianza y al respeto que se profesaban el uno al otro.

CONTINUARÁ...





No hay comentarios:

Publicar un comentario