CAPÍTULO 23
El viaje en el barco se hizo más llevadero
que el del tren y los días en alta mar pasaron sin darse cuenta.
Después de desayunar en el comedor junto al
resto de pasajeros, la pareja solía salir a pasear por cubierta con la niña
quien solo quería bajar y caminar por sí misma, algo que todavía no había
aprendido a hacer y que llevaba a sus padres de cabeza.
Luego solían sentarse a admirar el mar
mientras hacían planes de futuro. ¿Qué harían al llegar a Cuba? ¿Cuál iba a ser
su futuro en aquellas tierras desconocidas? ¿Lograrían adaptarse a ellas? ¿Cómo
serían las gentes de aquel extraño país? Eran tantas las incógnitas que en
ocasiones María sentía un nudo en el estómago. Sin embargo, Gonzalo lograba
disipar sus miedos con tan solo una mirada.
Por la tarde, al terminar la comida,
regresaban al camarote para que Esperanza durmiese un rato y ellos aprovechaban
la tregua que la niña les daba para descansar.
Había pasado más de una semana desde que el
San Enrique partiese del puerto de Vigo cuando María subió a cubierta con
Esperanza para ver el atardecer de aquel día.
El sol comenzaba a declinar por el
horizonte, dejando un cielo rojizo, teñido de tonos anaranjados y rosados.
Otros viajeros observaban también aquel espectacular atardecer.
Esperanza comenzó a agitarse enseguida
cuando su madre se detuvo junto a la barandilla.
-¿Ya quieres bajar, mi niña? –le preguntó
con paciencia. La brisa del mar mecía sus oscuros cabellos con suavidad.
Dejó a Esperanza en el suelo y la cogió de
la manita. María sabía que a Esperanza le faltaba poco para soltarse. En unos
días su hija sería capaz de dar ella sola sus primeros pasos. Tanto ella como
Gonzalo estaban esperando que ocurriese de un momento a otro.
Apenas habían recorrido unos pocos metros
cuando Gonzalo se reunió con ellas. Llevaba en la mano la muñeca de la niña; y
es que sabía que pronto la reclamaría.
-¿Qué? ¿Ya se arranca ella sola?
María se incorporó un poco al verle.
Gonzalo sonrió.
-Déjamela a mí –se ofreció él.
María no se opuso y le cedió su puesto.
Esperanza levantó la mirada para ver quien
le cogía de la mano y al ver que se trataba de su padre una sonrisa se dibujó
en su boca y comenzó a dar pasos más rápidos obligando a Gonzalo a seguirla.
-Ves, María –dijo él de pronto-. Tan solo
hay que saber cómo hacerlo.
Su esposa frunció el ceño.
-Eso me lo dices esta noche cuando te duela
la espalda de seguirla en esa posición –le retó ella, cruzando los brazos y
aguantándose la risa al verles corretear sin sentido-. Luego no te quejes.
Los pasos de Esperanza les llevaron de nuevo
junto a María y se detuvieron. Gonzalo se volvió hacia ella.
-Está bien –convino con una sonrisa pícara-.
No me quejaré… con una condición.
-Que me hagas un masaje todas las noches –le
pidió acercando su rostro al de ella, sin dejar de sonreírle.
Su esposa enrojeció levemente y terminó
asintiendo, incapaz de negarle nada. Gonzalo la besó fugazmente y se quedaron
unos segundos mirando en silencio, compartiendo aquel silencio que les llenaba
con solo una mirada de comprensión.
Gonzalo dejó a Esperanza sentada en el suelo
de cubierta con la muñeca y cogió a María de la mano para acercarse a
contemplar aquel bello atardecer.
-¿Habías visto alguna vez algo tan hermoso?
–le preguntó ella con la mirada fija en el horizonte.
Gonzalo la rodeó con sus brazos por detrás y
apoyó el mentón en su hombro.
-Lo veo cada día, cuando te miro a ti y a
Esperanza –le susurró al oído.
María cerró los ojos al escucharle y sonrió,
sintiéndose la mujer más afortunada del mundo. Acarició las manos de Gonzalo
para sentirle más cerca y él comprendió que necesitaba que la estrechase con
mayor fuerza.
-Gonzalo –abrió de nuevo los ojos y volvió
el rostro hacia él-. ¿Qué crees que habrá pasado en Puente Viejo? Me pregunto
si Francisca se lo habrá tragado todo.
-Seguro que sí, cariño –la tranquilizó,
besándola en la mejilla mientras ella alargó su mano para acariciarle el
rostro-. Estoy seguro que entre todos lo habrán conseguido.
Gonzalo la obligó a volverse para tenerla de
frente.
-Algo me dice que todo ha salido bien y que
ya no debemos preocuparnos de ello –le alzó el mentón-. ¿De acuerdo?
El corazón de María se aceleró de golpe y
asintió antes de besarle en los labios y sentir su calidez.
Se quedaron unos segundos con la frente
apoyada el uno en el otro antes de presentir que algo había sucedido.
María se volvió a mirar a Esperanza y vio
que no estaba donde Gonzalo la había dejado sentada.
Un escalofrío recorrió su cuerpo al ver a la
niña de pie, dando sus primeros pasos, sola, alrededor de su muñeca.
-Gonzalo –llamó su atención posando una mano
sobre su pecho.
Su esposo miró en la misma dirección,
buscando aquello que la tenía en aquel estado.
Esperanza, ajena a la expectación que había
creado en sus padres, continuaba con sus andares, alegre al comprobar que ya
podía hacerlo ella sola.
Los ojos de María se llenaron de lágrimas,
sin poder evitarlo, al igual que los de Gonzalo. Aquel era su mejor regalo: ver
crecer a su hija, día a día; ser testigos en cada momento de su felicidad.
Los dos se acercaron a felicitar a la
pequeña. Gonzalo la cogió en brazos y la besó. María hizo lo mismo y Esperanza
supo que acababa de hacer algo grande y que sus padres se sentían orgullosos de
ella.
Mientras los tres celebraban jubilosos bajo
la puesta del sol aquel momento único que siempre llevarían en su memoria, a
cientos de kilómetros de allí, en Puente Viejo, había sido un día duro porque
esa misma tarde se había realizado en la plaza del pueblo un sentido homenaje a
María y Esperanza, para despedirlas.
Sus familiares habían tenido que fingir
frente a todo el mundo que ambas habían perecido, tragadas por las turbulentas
aguas del río después de que María se lanzara desde lo alto de la Garganta del
Diablo. Quienes no sabían la verdad, lloraban la perdida de las dos con gran
pesar; entre ellas, Fe y Aurora. Ambas jóvenes se mostraron inconsolables y tan
solo podían pensar que ahora, María y su hija ya estarían reunidas con Gonzalo
para siempre; aunque en ese momento no les servía de gran consuelo.
Al finalizar el homenaje, la casa de comidas
ofreció un pequeño tentempié para agradecer a la gente el cariño que les
ofrecían. Emilia y Alfonso tuvieron que hacer de tripas corazón y aceptar el
pésame de sus vecinos.
Tan solo cuando se quedaron con ellos la
familia más cercana, cerraron el negocio y se reunieron alrededor de la mesa.
El rostro de los presentes por fin pudo liberar la tensión acumulada.
-Amigos, familia, lo hemos conseguido
–declaró el padre de María, sonriendo-. ¿Lo oís? Lo hemos conseguido.
Los presentes le devolvieron la sonrisa y
brindaron por ello.
-Gracias a todos de corazón –les agradeció
Emilia, que había pasado los peores días de su vida pero sabía que había valido
la pena porque ahora su hija, su yerno y su nieta eran felices.
Candela, Rosario, don Anselmo, Raimundo y
don Pedro brindaron por haber logrado su objetivo. Mariana y Nicolás lo
celebraron con un dulce beso al igual que Alfonso y Emilia.
Entre todos ellos habían logrado su
cometido: que la Montenegro diese por perdidas y muertas a María y a Esperanza.
La verdad, solo sus familiares y quienes les
apreciaban, la sabían. El resto las recordarían con gran cariño y solo el paso
del tiempo mitigaría el dolor de su pérdida.
CONTINUARÁ...
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