EPÍLOGO
El viaje hasta Cuba había sido tranquilo y
nada más desembarcar fueron recibidos por Tristán, el hermano de Gonzalo, y su
esposa Clara, una mujer sencilla y amable. Enseguida se creó una corriente de
afinidad entre los cuatro; y es que nada más conocer a Esperanza, el matrimonio,
quedó encandilado con la pequeña pues, como supo María más adelante, doña Clara
no podía tener hijos, y por eso la llegada de la pequeña supuso para ambos una
luz en sus vidas.
Al principio se instalaron en la hacienda de
Tristán, situada al norte de La Habana y cerca de un pequeño pueblo de
pescadores. La vida en aquel lugar era tranquila, a la vez que sencilla, y las
gentes amables y siempre dispuestas a ayudar.
Gonzalo y María encontraron en aquel
recóndito lugar la paz y el sosiego que no habían hallado en Puente Viejo.
Tras pensar detenidamente que harían con sus
vidas, Gonzalo terminó aceptando la oferta de su hermano de ser su mano derecha
en los negocios, ayudándole principalmente en el cultivo de caña de azúcar; y
es que Tristán era uno de los mayores productores del país, y poseía bastantes
fincas dedicadas al cultivo de dicha planta. El trabajo de Gonzalo
consistía en asegurarse de que la planta
empleada era de la mejor calidad posible, así como de encontrar los abonos
adecuados para obtener el mayor beneficio de la tierra.
Tristán no podía estar más contento: había
encontrado un hermano y a un gran colaborador que amaba su trabajo tanto como
él.
Por su parte, María había decidido quedarse
al cuidado de Esperanza y doña Clara se había convertido en una gran amiga para
ella con quien pasaba gran parte del tiempo; sin embargo, a las pocas semanas
de establecerse allí, descubrió que los niños del pueblo carecían de una
maestra que les impartiese las clases.
La joven, guiada por su espíritu altruista y
bondadoso, se informó de las razones de aquel asunto y fue cuando supo que el
pueblo no tenía cuartos suficientes para mantener a una maestra.
No hizo falta que María se lo dijese a
Gonzalo puesto que su esposo vio enseguida en su mirada que era lo que ansiaba:
enseñar a esos niños los conocimientos básicos para que pudieran defenderse en
la vida. Tenían derecho a una educación y si estaba en manos de María dársela,
lo haría.
Su esposo la apoyó en aquella empresa desde
el primer momento y poco después, con la ayuda que lograron recabar moviendo
los hilos que Tristán tenía, María pudo abrir la pequeña y modesta escuela para
dar su primera clase.
Sabía que sería difícil porque al igual que en Puente Viejo, en aquel
lugar, los padres preferían que sus hijos aprendiesen el oficio familiar a que
fuesen al colegio; sin embargo, se corrió la voz de que la nueva maestra
enseñaba conocimientos útiles que les podrían ser de gran ayuda el día de
mañana.
De manera que tras aquel inicio, algo
tortuoso, María pasó de tener apenas cinco alumnos a casi veinte, y con ello el
doble de trabajo.
De este modo fueron pasando los días y
cuando se dieron cuenta, llevaban ya tres meses en Cuba. Tres meses de dicha
que habían supuesto un soplo de aire para sus vidas.
Fue entonces cuando Gonzalo le propuso a su
esposa comprar una de las casas cercanas al pueblo. Ambos estaban muy
agradecidos a Tristán y a Clara por todo lo que les habían dado, pero no
querían seguir abusando de su hospitalidad y necesitaban tener su propia casa,
un lugar al que verdaderamente podrían llamar hogar.
Cuando Tristán y su esposa se enteraron de
sus intenciones, insistieron para que se quedasen con ellos porque su presencia
y la de Esperanza había dado vida a la casa durante aquellos meses; sin embargo,
comprendieron que Gonzalo y María necesitaban tener su propio espacio… algo
suyo.
Gonzalo tuvo que pasar un par de semanas
arreglando los desperfectos que tenía la casa y la mudanza se retrasó hasta
principios de Mayo.
Esperanza fue quien más disfrutó del cambio
y es que la niña descubría cada día algo nuevo y aquella nueva experiencia se
le antojó el mejor de los juegos.
Fue entonces, una vez instalados en su nuevo
hogar y tras haber pasado una agradable tarde en la playa cuando María se sentó
en el despacho. Gonzalo estaba con Esperanza en el cuarto de la niña, leyéndole
un cuento para que se durmiese porque había cogido la costumbre de dormirse
escuchando la voz de su padre, y si éste se olvidaba, enseguida reclamaba su
presencia.
María suspiró levemente, tratando de poner
en orden sus pensamientos. Ahora que ya estaban establecidos había llegado el
momento que llevaba tiempo esperando. Buscó en uno de los cajones, papel y
pluma, y cuando los tuvo frente a ella los observó en silencio.
Tanto tiempo y ahora… no sabía cómo comenzar
la carta.
Cerró los ojos un instante y escuchó el
silencio a través del cual fueron llegándole las palabras que debía plasmar en
el papel.
Sin demorarse ni un segundo, comenzó a
escribir.
Querida Familia:
Me figuro habréis adivinado quien os
envía carta desde Cuba. Y si es mi querida prima Aurora quien me lee, ya habrá
reconocido mi letra.
A mi lado tengo a mi amado Gonzalo y a
mi tesoro: Esperanza. No sabéis lo que me contenta poder escribiros unas líneas
al fin. Quería me dispensarais por la tardanza, vuestra espera ha debido de ser
un tormento. Pero habíamos de dejar pasar tiempo prudencial. Gonzalo casi ha
tenido que atarme para que no me lanzara a escribir.
Acerca del viaje poco os puedo relatar,
pues cruzamos el océano sin mayores contratiempos y aportamos sin toparnos una
sola tormenta. No bien pisamos tierra y hallamos lugar donde instalarnos,
decidimos tomarnos un tiempo con fin de determinar qué haríamos el resto de
nuestras vidas.
Os diré que de todo lo que he visto lo
que más me han impresionado son las playas y las aguas que abrigan estas
maravillosas tierras. Ojalá estuvieseis aquí. Nunca he visto cielos tan altos,
tan azules y limpios. La luz es diferente. Todo brilla. El agua de tan
cristalina pareciera invisible. Y la arena, blanca como la nieve, se extiende
más allá de donde la vista alcanza.
Dentro del sobre que envío hallaréis un
puñadito de arena envuelto en una cuartilla. Y para mayor alegría hemos hallado
familia. La de verdad, no aquella farsa maligna.
Con nosotros tenemos a tu hermano,
Aurora. El hijo de doña Pilar y tu padre. Un hombre maravilloso que adora a la
niña y se desvive por nosotros. Pero la pena por no veros es como el agua de
lluvia fina que nos va empapando casi sin darnos cuenta.
Convencida estoy de que todos nuestros
esfuerzos, pesares y desdichas, han valido la pena. Y que marchar en la forma
en que lo hicimos era la única salida. Más… duele la distancia. Algún día, no
muy lejano, volveremos a nuestra tierra, libres y felices de poder ser nosotros
sin miedo.
Cuidáis pues sois nuestra vida.
Vuestros siempre.
Gonzalo, Esperanza y María.
Al
finalizar la carta dejó la pluma en su sitio y dobló los papeles en una
cuartilla para meterlos en un sobre junto al puñado de arena que había recogido
esa misma tarde en la playa. Cerró la carta y la dejó lista para ser enviada.
No tenía remitente porque no podía arriesgarse a ser descubierta si la carta
llegara a manos inadecuadas; pero los suyos sabrían quién la enviaba.
Entonces
tuvo un último pensamiento. ¿Debería haberles contado la última novedad? Aún
estaba a tiempo de hacerlo, pero… ni siquiera Gonzalo estaba al tanto y no
podía tardar mucho en saberlo.
María
se llevó la mano al vientre y tragó saliva. Tenía un retraso de tres semanas y
el doctor del pueblo se lo había confirmado esa misma mañana: estaba en cinta.
Los
pasos de Gonzalo en la sala la devolvieron a la realidad y acudió a su
encuentro.
-¿Ya
se ha dormido Esperanza? –le preguntó ella, dándole un suave beso en los
labios.
-Sí
–confirmó su esposo con voz cansada-. ¡Al fin! Después de dos cuentos y una
nana.
María
le condujo hasta el sofá. La sala apenas estaba amueblada con lo básico pero no
necesitaban más. Poco a poco irían decorándola a su gusto.
En
cuanto se sentaron, la joven comenzó a masajearle los hombros y enseguida,
Gonzalo cerró los ojos y suspiró con una sonrisa en los labios.
-¿Estás
muy cansado, mi vida? –quiso saber ella.
-Si
la recompensa por un duro día de trabajo siempre va a ser ésta, no me quejaré
ni una miaja –bromeó él, volviendo a abrir los ojos para volverse hacia ella.
-¿Sucede
algo?
-Nada,
mi amor –le tranquilizó ella, cogiéndole de las manos-. Es solo que… que me he
puesto algo ñoña al escribir la carta.
Su
esposo frunció el ceño.
-¿Ya
la has escrito? –se extrañó.
María
asintió.
-Mañana
mismo la enviaré.
El
joven le acarició la mejilla, queriendo darle ánimos.
-Y…
¿es solo por eso ese mohín? –la conocía tan bien que era imposible ocultarle
algo-. Hay algo más que te preocupa, ¿no es así?
-No
exactamente –convino ella. Había llegado el momento de decírselo-. Verás
Gonzalo… -le tembló la voz a la vez que sus ojos se humedecieron-. Llevo unos
días que…
-María
me estás preocupando –vio en su mirada un brillo que no supo interpretar y que
le ponía nervioso-. Sabes que puedes contarme lo que sea.
-Estoy
embarazada –soltó de golpe, liberándose de aquel secreto que la llenaba de
dicha.
El
rostro de Gonzalo perdió color un instante mientras asimilaba la noticia.
Segundos después comenzó a recuperarse y una amplia sonrisa iluminó su cara.
-¿De
cuánto? –balbuceó él.
-Tres
semanas, como mucho –confesó, avergonzada-. No te había dicho nada porque
estábamos con la mudanza y pensé que serían los nervios por el cambio y…
Gonzalo
no la dejó terminar.
Le
cogió el rostro con ambas manos y la besó, sintiendo como su pecho explotaba de
felicidad. Después de todos los sinsabores vividos, el destino les premiaba de
nuevo con otro hijo.
-¿Feliz?
–repitió, levantándose del sofá, sin poder contener su euforia y obligándola a
ella a levantarse también-. Feliz es poco, María. No puedo creerlo… otro hijo.
Un hermano para Esperanza.
-O
hermana –le recordó ella, emborrachándose de su alegría-. Eso no lo sabemos.
Gonzalo
alargó la mano, temblorosa, hacia su vientre para acariciarlo.
-No
importa lo que sea, mi vida –sus ojos pardos se iluminaron-. Lo importante es
que vendrá a colmar nuestra dicha y que le querremos como a Esperanza.
No
pudo contenerse más y la estrechó entre sus brazos. Necesitaba con urgencia
hacerle saber cuánto la quería.
-Gracias
mi vida –le susurró con infinito amor-. Gracias por este regalo. Gracias…
María
posó un dedo sobre sus labios, haciéndole callar.
-Amor
mío, no tienes que darme las gracias por nada. Este hijo es fruto de nuestro
amor. Si hay que agradecerle a alguien, es a este amor que nos une y que nos
unirá siempre. Solo él es capaz de obrar milagros.
Gonzalo
asintió, orgulloso de María, de la mujer en la que se había convertido. No
podía haber encontrado mejor compañera que ella para pasar el resto de su vida.
-Te
quiero, cariño –le susurró él, dejando que ese sentir le inundase todo su ser.
-Te
quiero, amor mío –le devolvió ella las palabras, embriagándose de ellas.
Como
de largo iba a ser el camino que recorrerían juntos, porque sus destinos habían
quedado unidos desde el mismo instante en que Gonzalo bajó de aquella carreta
al regresar a Puente Viejo, y cruzó la mirada con María.
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