domingo, 17 de mayo de 2015

CAPÍTULO 381. ESCENA 3 
Los viajeros de la diligencia fueron saliendo de uno en uno. El joven diácono fue el primero en hacerlo.
-¿Están todos bien? –les preguntó al resto mientras les ayudaba a salir.
Los equipajes y demás cosas se habían esparcido por todos lados. Afortunadamente, no parecía haber ningún herido.
-Bien… bien vapuleados padre –se quejó don Pedro, aun con el susto en el cuerpo.
-¡Ay! –gritó la mujer que se había sentado frente a ellos-. ¡Adelaida! ¡Adelaida! Mi hija no está.
 Solo entonces se dieron cuenta de que la niña faltaba. Miraron a su alrededor, buscando alguna pista pero no la hallaron. De pronto se escucharon unos gritos que resonaron por todos lados.
-¡Mamá! –la voz de la niña sonaba débil pero todos pudieron escucharla-. ¡Mamá!
El joven se acercó al precipicio y vio a la niña agarrada a la pared.
-No se alarme, está aquí –le indicó a la madre y se volvió hacia la niña-. ¡Tranquila Adelaida!
La mujer se acercó a mirar, desesperada y el corazón se le detuvo unos instantes al ver a su hija colgada de aquella pared de arenisca-
-¡Ay mi niña!
-¡No se acerque que podría caerse! –el joven trató de hacerla recular mientras pensaba cómo sacar a la niña de allí.
-¡Mamá!
-¡Es mi hija! –gritó la mujer, cada vez más desesperada.
-Yo la subiré –se apresuró a tranquilizarla en diácono-. No se apure.
-Tranquilo, tranquilo padre –intervino don Pedro, tratando de poner algo de orden-. No vayas por ahí que ese terreno se deshace y… puedes caer por el barranco dando mil vueltas.
-Llevo dando vueltas toda la vida –declaró el joven con determinación. Ya tenía un plan trazado y solo había que llevarlo a la práctica-. Vamos a hacer una cuerda. ¡Telas! –gritó al ver los equipajes-. Necesitamos telas. Anuden todas las telas que encuentren, rápido. ¡Cochero! Mire a ver que hay en ese baúl –se despojó de su sotana para usarla como parte de la cuerda-. Señores, a la faena.
Entre todos montaron una cuerda hecha con las telas y ropajes que habían encontrado allí. Una vez tenían la largaría requerida, el diácono se agarró a un extremo: iba a deslizarse hasta la niña mientras los otros les mantendrían desde el otro extremo.
-Sujétenla con fuerza y tiren de ella cuando yo diga –les ordenó y se dirigió hacia la mujer cuyo rostro mostraba una gran preocupación-. No se preocupe, salvaré a su hija.
-¡Ay por favor, señor! –le suplicó ella.
-¡Adelaida!  -se volvió él hacia el precipicio-. ¡Tranquila, voy a sacarte de ahí, ya verás! ¡Todo va a salir bien! ¡Recuerda que tienes la semilla de la suerte!
La niña reconoció la voz de aquel joven que le había entregado la semilla como regalo. Debía de ser fuerte como le había dicho.
El muchacho comenzó a deslizarse por la pared vertical mientras el resto sujetaban con todas sus fuerzas el extremo contrario. De ellos dependía que todo saliera bien.
Cada vez que los pies del joven tocaban la pared, un montón de tierra caía al fondo del precipicio. Sin embargo, continuó con gran esfuerzo hasta situarse junto a Adelaida.
 -Dame la mano –le pidió alargando la suya propia. Tenía la frente perlada de sudor por el gran esfuerzo. La muchacha tras titubear un instante le tendió la mano y él logró cogerla con fuerza-. Eres una niña muy valiente. ¿Vamos con tu madre? –la muchacha asintió agradecida a su salvador-. ¡AHORA! ¡Tirad!
Los viajeros comenzaron a subir la cuerda hasta que pudieron coger a Adelaida y subirla por los brazos.
Entonces fue el turno de ayudar al diácono.
-¡Padre! –gritó don Pedro viendo que la tela comenzaba a romperse-. ¡Por su padre! Quiero decir… ¡Por Dios! ¡Quiere subir de una vez!
 De repente, mientras todos seguían tirando de la cuerda, ésta acabó desgarrándose del todo y quedó en dos partes. Una, la que seguía en manos de los viajeros y la otra cayó al precipicio.
Don Pedro se acercó a mirar, preocupado por el joven.
-¡Shhhh! –dijo la mujer a la niña que veía como su salvador no subía-. Tranquila, verás que está bien, hija. No pasa nada.
-¡Ay señor! ¡Ay señor que se nos ha matao! –comenzó a decir dón Pedro, secándose el sudor de la frente-. Que se nos ha matao, pobre cura. Qué desgracia. Con lo majete que era el zagal. Qué desgracia. Qué desgracia.
 Se volvió hacia la diligencia, dando por perdido al joven cuando de repente una mano comenzó a asirse con fuerza a la tierra. El diácono, con gran esfuerzo, logró subir la pared vertical del acantilado.
 -No me dé matarile tan pronto –le pidió con sarcasmo a don Pedro-. Aun he de dar guerra en esta tierra.
-¡Qué milagro! –rió don Pedro, feliz al verle.
-Deje los milagros al nuevo testamento, que Dios debe de andar ocupado como para mandar ángeles a recogerme –se apoyó en el antiguo alcalde para recuperar el aliento.
-Por poco se queda sin conocer todos los secretos de Puente Viejo –le recordó el esposo de Dolores.
-Eso ni pensarlo, don Pedro –se negó el joven-. Ni pensarlo.
Con el ánimo recobrado, acudió a ver cómo estaba Adelaida. La madre y la hija le agradecieron lo que había hecho. Desde ese mismo instante, el joven diácono se había convertido en el héroe local.


CONTINUARÁ...




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