CAPÍTULO 381. ESCENA 3
Los viajeros de la diligencia fueron
saliendo de uno en uno. El joven diácono fue el primero en hacerlo.
-¿Están todos bien? –les preguntó al resto
mientras les ayudaba a salir.
Los equipajes y demás cosas se habían
esparcido por todos lados. Afortunadamente, no parecía haber ningún herido.
-Bien… bien
vapuleados padre –se quejó don Pedro, aun con el susto en el cuerpo.
-¡Ay! –gritó la mujer que se había sentado
frente a ellos-. ¡Adelaida! ¡Adelaida! Mi hija no está.
Solo entonces se dieron cuenta de que la
niña faltaba. Miraron a su alrededor, buscando alguna pista pero no la
hallaron. De pronto se escucharon unos gritos que resonaron por todos lados.
-¡Mamá! –la voz de
la niña sonaba débil pero todos pudieron escucharla-. ¡Mamá!
El joven se acercó al precipicio y vio a la
niña agarrada a la pared.
-No se alarme, está aquí –le indicó a la
madre y se volvió hacia la niña-. ¡Tranquila Adelaida!
La mujer se acercó a
mirar, desesperada y el corazón se le detuvo unos instantes al ver a su hija
colgada de aquella pared de arenisca-
-¡Ay mi niña!
-¡No se acerque que podría caerse! –el joven
trató de hacerla recular mientras pensaba cómo sacar a la niña de allí.
-¡Mamá!
-¡Es mi hija! –gritó la mujer, cada vez más
desesperada.
-Tranquilo,
tranquilo padre –intervino don Pedro, tratando de poner algo de orden-. No
vayas por ahí que ese terreno se deshace y… puedes caer por el barranco dando
mil vueltas.
-Llevo dando vueltas toda la vida –declaró
el joven con determinación. Ya tenía un plan trazado y solo había que llevarlo
a la práctica-. Vamos a hacer una cuerda. ¡Telas! –gritó al ver los equipajes-.
Necesitamos telas. Anuden todas las telas que encuentren, rápido. ¡Cochero!
Mire a ver que hay en ese baúl –se despojó de su sotana para usarla como parte
de la cuerda-. Señores, a la faena.
Entre todos montaron
una cuerda hecha con las telas y ropajes que habían encontrado allí. Una vez
tenían la largaría requerida, el diácono se agarró a un extremo: iba a
deslizarse hasta la niña mientras los otros les mantendrían desde el otro
extremo.
-Sujétenla con fuerza y tiren de ella cuando
yo diga –les ordenó y se dirigió hacia la mujer cuyo rostro mostraba una gran
preocupación-. No se preocupe, salvaré a su hija.
-¡Ay por favor,
señor! –le suplicó ella.
-¡Adelaida! -se volvió él hacia el precipicio-. ¡Tranquila,
voy a sacarte de ahí, ya verás! ¡Todo va a salir bien! ¡Recuerda que tienes la
semilla de la suerte!
La niña reconoció la voz de aquel joven que
le había entregado la semilla como regalo. Debía de ser fuerte como le había
dicho.
El muchacho comenzó
a deslizarse por la pared vertical mientras el resto sujetaban con todas sus
fuerzas el extremo contrario. De ellos dependía que todo saliera bien.
Cada vez que los pies del joven tocaban la
pared, un montón de tierra caía al fondo del precipicio. Sin embargo, continuó
con gran esfuerzo hasta situarse junto a Adelaida.
-Dame la mano –le
pidió alargando la suya propia. Tenía la frente perlada de sudor por el gran
esfuerzo. La muchacha tras titubear un instante le tendió la mano y él logró
cogerla con fuerza-. Eres una niña muy valiente. ¿Vamos con tu madre? –la
muchacha asintió agradecida a su salvador-. ¡AHORA! ¡Tirad!
Los viajeros comenzaron a subir la cuerda
hasta que pudieron coger a Adelaida y subirla por los brazos.
Entonces fue el turno de ayudar al diácono.
-¡Padre! –gritó don
Pedro viendo que la tela comenzaba a romperse-. ¡Por su padre! Quiero decir…
¡Por Dios! ¡Quiere subir de una vez!
De repente, mientras todos seguían tirando
de la cuerda, ésta acabó desgarrándose del todo y quedó en dos partes. Una, la
que seguía en manos de los viajeros y la otra cayó al precipicio.
Don Pedro se acercó a mirar, preocupado por
el joven.
-¡Shhhh! –dijo la mujer a la niña que veía
como su salvador no subía-. Tranquila, verás que está bien, hija. No pasa nada.
-¡Ay señor! ¡Ay
señor que se nos ha matao! –comenzó a decir dón Pedro, secándose el sudor de la
frente-. Que se nos ha matao, pobre cura. Qué desgracia. Con lo majete que era
el zagal. Qué desgracia. Qué desgracia.
Se volvió hacia la
diligencia, dando por perdido al joven cuando de repente una mano comenzó a
asirse con fuerza a la tierra. El diácono, con gran esfuerzo, logró subir la
pared vertical del acantilado.
-No me dé matarile tan pronto –le pidió con
sarcasmo a don Pedro-. Aun he de dar guerra en esta tierra.
-Deje los milagros
al nuevo testamento, que Dios debe de andar ocupado como para mandar ángeles a
recogerme –se apoyó en el antiguo alcalde para recuperar el aliento.
-Por poco se queda sin conocer todos los
secretos de Puente Viejo –le recordó el esposo de Dolores.
-Eso ni pensarlo, don Pedro –se negó el
joven-. Ni pensarlo.
Con el ánimo recobrado, acudió a ver cómo
estaba Adelaida. La madre y la hija le agradecieron lo que había hecho. Desde
ese mismo instante, el joven diácono se había convertido en el héroe local.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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