CAPÍTULO 20
Poco después, María y Nicolás llegaban a la
Garganta del Diablo. Aquel lugar no le traía buenos recuerdos a la joven. Desde
allí había saltado Fernando con Esperanza cuando la secuestró y les hizo creer
que habían perecido, llevados por las aguas del río. Ahora ella iba a realizar
la misma treta para engañar a la Montenegro.
Nicolás le ayudó a colocarse el fardo que
simularía ser Esperanza, atándoselo bien por la espalda.
En cuanto terminó, se acercó al precipicio.
Ella le siguió.
-¿Ves ese pequeño saliente? –le señaló
Nicolás asomándose con cautela al acantilado. Bajo, las aguas corrían con
fiereza por el cauce del río, lamiendo sin piedad las piedras y llevándose todo
a su paso.
María asintió al ver el lugar que le
indicaba. Era ahí donde debía de saltar. No era más de un metro. El peligro
radicaba en lo estrecho. Un mal paso y caería al agua sin remedio.
-Te espero en la cueva, María –le dijo
Nicolás, mirando a su alrededor. Era mejor que se ocultase antes de que alguien
pudiera verle-. El salto tiene que ser preciso, pero tú tranquila que hay
sitio.
-De acuerdo, Nicolás –declaró con voz firme,
aunque no podía dejar de sentirse nerviosa.
Mientras el esposo de Mariana se ocultaba en
la cueva, María esperó la llegada de sus padres y don Anselmo. No tardarían
mucho pues la hora indicada se acercaba y con ella, los nervios por lo que iba
a hacer, crecían. Unos nervios que debía controlar si quería que todo saliese
según lo previsto y que doña Francisca se creyera lo que iba a presenciar.
En cuanto vio a Emilia y Alfonso acercarse
por las rocas, María tragó saliva.
-Hola cariño –se abrazó su madre a ella-.
¿Todo bien? ¿Estás preparada?
-Sí madre –afirmó ella mientras besaba a su
padre-. Estoy lista.
-La Montenegro no tardará en llegar –supuso
Alfonso-. Don Pedro ya la ha avisado y sabemos que ha mandado llamar a la
guardia civil. Así que en unos momentos los tendremos por aquí.
María asintió sintiendo un leve escalofrío.
-No te preocupes por eso, hija –decretó su
padre-, lo impediremos.
-Bueno… pues ha llegado la hora –los ojos de
María se humedecieron. Era la segunda vez en menos de veinticuatro horas que
debía despedirse de sus padres.
Don Anselmo fue el primero, tal como habían
acordado.
-Ve con Dios, María –la bendijo-. Y escribe
cuando llegues a un lugar seguro, hija.
-Lo haré padre, pierda cuidado –declaró
ella.
Don Anselmo se hizo a un lado para dejar que
fuese Emilia quien entre lágrimas se despidiera de María.
-Te quiero mucho hija –la esposa de Alfonso
se daba cuenta de lo duro que iba a ser decirle adiós. No quería despedirse de
su niña, aunque saberla viva y lejos de las garras de la Montenegro era lo
único que le daba fuerzas para despedirla-.
Cuida de Esperanza.
Su hija asintió mientras Alfonso se acercó a
ellas y abrazó a la joven. María no era su hija de sangre, pero sí de corazón
que era lo más importante. Entre ellos no hacían falta las palabras. Para
María, Alfonso era su padre y siempre lo sería. El mejor padre que había podido
tener. María cerró los ojos un instante y se dejó acunar por él.
Justo en ese instante, una voz resonó en lo
alto de la montaña.
-María Castañeda –gritó Francisca
Montenegro, acompañada por Bosco y varios guardias civiles-. No te vas a ir a
ningún lado.
La joven abrió los ojos de golpe. Había
llegado el momento. De su éxito dependía su felicidad y la de los suyos. Y de
ese pensamiento María sacó la fuerza para enfrentarse por última vez a la que
había sido su madrina, una segunda madre para ella, pero que ahora se había
convertido en su peor enemiga.
Alfonso, Emilia y don Anselmo se volvieron
hacia los recién llegados. El temor se reflejaba en sus rostros.
-Que no se mueva nadie –gritó uno de los
guardias-. No tienen escapatoria.
-Panda de ignorantes –Francisca bajó con
cierta dificultad por la empinada ladera y se topó con don Anselmo que bajó la
cabeza avergonzado; sin embargo, la señora no tuvo piedad para con él-.
¿Pensabais que podíais engañarme? ¿Qué ibais a conseguir que esa desgraciada
escapara de la justicia?
-Señora, no queríamos… -comenzó el sacerdote
con voz temblorosa.
-¡Calle!
-le espetó Francisca con la mirada llena de odio-. Un padre de la
iglesia metido en estos tejemanejes. Vergüenza debería darle –don Anselmo
aguantó sus duras palabras, por el bien de María-. Pero ya ajustaré yo cuentas
con usted más adelante –la Montenegro avanzó hacia María que se mantenía
arropada por sus padres-. ¡Y tú! Después de todo lo que yo he hecho por ti…
querer quitarme la vida.
-Sí. Hizo mucho, sí –le gritó María con
rabia. No iba a callarse las verdades. Quería que todos los presentes
escucharan bien la verdad, aunque no la creyesen-. ¡Como ordenar que mataran a
Gonzalo!
-No le hagan caso –exigió Francisca cuya
mirada destilaba odio y ansias por partes iguales. Al fin iba a lograr lo que
tanto tiempo había deseado y no permitiría que nadie creyera a la joven-. Ahora
quiere quitarse responsabilidad por su crimen. Pero no lo va a tapar con
embustes.
-¡Miente! –gritó María con rabia, sin el
menor atisbo de miedo en su mirada-.¡Miente como siempre lo ha hecho! Encargó a
ese asesino de Leonardo que matara a Gonzalo.
-Calla de una vez y escúchame –a la señora
no le convenía que la joven comenzase a desvelar sus secretos y solo había una
manera de hacerla callar-. Si me haces caso y te conduces con un poco de
cordura podré conseguir que la justicia no sea muy severa contigo.
-Señora, ¿qué quiere de mi hija? –intervino
Emilia, sin poder contenerse.
Tanto María como sus padres conocían de
sobra sus intenciones. No era por ella todo aquello. La Montenegro deseaba
desde hacía tiempo algo más. Algo que María no le entregaría jamás.
-Ni le pregunte madre –le cortó la joven-.
No quiero saber nada de sus enredos.
-María, déjale hablar –le pidió Emilia,
siguiendo el plan. La señora debía confesar, que todo el mundo escuchase sus
pretensiones-. Diga señora. Diga que pide a cambio de no ensañarse con María, ¡diga!
La Montenegro alzó el mentón y sus ojos
brillaron deseosos.
-A la niña.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de María.
-¡NUNCA! –gritó la joven. Al fin lo había
confesado. Ese había sido siempre el deseo de Francisca, quedarse con
Esperanza, desde mucho antes de nacer; y María jamás lo permitiría-. ¡Nunca
tendrá a mi hija! Prefiero verla muerta antes que saberla en sus manos.
Era el momento.
María se acercó al precipicio y sus padres
se las ingeniaron para que los guardias les cogiesen a ellos y que no se
acercaran a ella antes de lo previsto. Don Anselmo se hizo a un lado, dejando
que fuesen otros quienes llevasen el plan a cabo, tal como habían quedado.
-¡No, no no! –gritó Emilia revolviéndose de
las garras del guardia-. ¡No, no, no!
-No podrás cuidarla –insistió Francisca, saboreando
su victoria, viendo como muy pronto la niña estaría en su poder-. Vas a pasar lo que te quede de vida en una
cárcel, si no te dan garrote. ¿La quieres ver crecer entre muros húmedos?
-Mi nieta quedará a nuestro cargo si su
madre cumple condena –le gritó Alfonso, quien sentía un odio irracional hacia
aquella mujer que le había arrebatado la infancia de su hija y no iba a
permitir que le ocurriese lo mismo a María con su hija-. ¡Ni por un momento
imagine que se va a quedar con la niña después del daño que nos ha causado!
-Ya veo que el orgullo os ciega y no sabéis
ver qué es lo mejor para esa criatura –declaró la señora sin piedad.
Bosco se había reunido con ella y asistía al
intercambio de palabras sin saber qué pensar. Don Anselmo se mantenía en un
segundo plano, siguiendo cada movimiento de los presentes para intervenir en
caso necesario.
-Estar junto a una vieja amargada y
vengativa, nunca señora –le espetó Emilia con asco a la Montenegro-. ¡Nunca!
-La niña será mía, lo queráis o no.
-No le hagas caso María –le suplicó su madre,
manteniendo el guión del plan a seguir-. Aunque te encierren no nos la va a arrebatar,
porque no es nada suyo –se volvió de nuevo hacia la señora-. ¿ME OYE?
-Ni yo lo fui nunca –sentenció María, que
seguía junto al precipicio, mirando de reojo el saliente al que debía saltar en
unos instantes-. Me lo ha quitado todo –su voz tembló al recordar todo el daño
que le había causado-. Gonzalo… mi vida entera –un brillo febril apareció en
sus ojos. Una determinación que la Montenegro no reconocía en ella-. Pero esto
se acabó. No me arrebatará nada más.
-Deja de hacer el idiota María –dijo
Francisca, por primera vez temerosa de que la joven hubiese perdido el juicio y
fuera capaz de cumplir su amenaza-. ¿Acaso vas a matar a la niña?
-La prefiero muerta antes que en sus manos
–se volvió hacia ella la joven; quería que sus palabras se quedasen grabadas en
su mente para siempre, que sintiera la culpa de su “muerte”-. Sí, muertas las dos.
-María, tú no eres así –intervino Bosco,
temiendo que cumpliese su amenaza.
-¡María! –gritó de nuevo Emilia, viendo que
se acercaba el momento de la verdad-. ¡María, la niña! ¡Aléjate del precipicio
cariño!
-¡Hija, por favor! –le suplicó Alfonso, con
el corazón encogido. Unos segundos más y María saltaría. No volverían a verla
por mucho tiempo-. No hagas caso a esa harpía. No te va a quitar a la niña.
Francisca comenzó a perder la paciencia.
Aquello había durado demasiado.
-¡Ni se acerque un paso más! –le gritó María
fuera de sí.
-No le hagáis caso. Es solo palabrería –la
señora se dio cuenta de que la que fue su ahijada estaba convenciendo a los
presentes de sus intenciones; pero a ella no. No lo haría-. Le faltan agallas.
¡Guardias! Ya ha durado bastante la pantomima. ¿No se ven capaces de detener a
una mujer?
-¡Tú! –gritó el guardia civil que estaba al
mando uno de los suyos-. Ponle los
grilletes. Y tú, quítale a la pequeña.
-¡No me quitarán a mi hija! –sentenció María
con lágrimas en los ojos y cogiendo el bulto que simulaba a la niña.
-¡NO SE ACERQUEN! –gritó Emilia con fuerza,
llorando-. ¡No se acerquen o se tirará!
-Adiós padres –María les miró por última
vez. Su corazón les pidió que fueran fuertes y que todo saldría bien-. Los
quiero.
La joven se asomó un poco más al precipicio.
Las aguas bajaban bravas, sin piedad. Nadie sobreviviría a un salto desde allí
y eso era lo que querían que creyesen los presentes.
Su respiración se aceleró. Nunca había
saltado con tan poco espacio. Tragó saliva. Por Gonzalo, por Esperanza… por su
libertad.
Todos vieron como María se lanzaba al
precipicio con su hija. Sintiéndose perdida y acorralada. La Montenegro la
había obligado a semejante barbaridad.
-¡NO! –el grito desgarrador de Emilia
retumbó por toda la montaña mientras ella se dejaba caer al suelo, desolada.
-¡Hija! –Alfonso se desasió del guardia y
corrió al precipicio. Bosco se colocó a su lado.
Abajo, a más de diez metros de profundidad,
el cauce del río serpenteaba sobre rocas y recodos imposibles.
-¡María! –sollozó Emilia con las manos
apoyadas en el suelo, mostrándose destruida frente a la Montenegro mientras
observaba a la señora de reojo: la habían vencido. Jamás volvería a ver a su
hija ni mucho menos a su nieta. Sus alargados tentáculos no habían podido
atraparlas. Esa era su victoria sobre ella.
Ajena a estos pensamientos, Francisca se
tambaleó, sin dar crédito a lo que había ocurrido.
María, su protegida, aquella niña que ella
misma había criado desde pequeña, se había lanzado al vacío, huyendo de ella.
Algo en su interior le decía que no volvería
a verla con vida. Algo se desgarraba en ella y no era de dolor, sino de
impotencia por no haber logrado su objetivo. Era su orgullo el que había
quedado tocado; el mismo que guiaba su vida y que acabaría con ella.
De repente, todos pudieron ver, llevado por
el río, con virulencia, el abrigo de María, que se alejaba a lo lejos. Los
peores temores se estaban cumpliendo pensaron los guardias mientras bajaban al
río. Sin embargo, para Emilia aquella era la mejor de las noticias: todo había
salido bien y María estaba a salvo.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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