domingo, 3 de mayo de 2015

CAPÍTULO 20
Poco después, María y Nicolás llegaban a la Garganta del Diablo. Aquel lugar no le traía buenos recuerdos a la joven. Desde allí había saltado Fernando con Esperanza cuando la secuestró y les hizo creer que habían perecido, llevados por las aguas del río. Ahora ella iba a realizar la misma treta para engañar a la Montenegro.
Nicolás le ayudó a colocarse el fardo que simularía ser Esperanza, atándoselo bien por la espalda.
En cuanto terminó, se acercó al precipicio. Ella le siguió.
-¿Ves ese pequeño saliente? –le señaló Nicolás asomándose con cautela al acantilado. Bajo, las aguas corrían con fiereza por el cauce del río, lamiendo sin piedad las piedras y llevándose todo a su paso.
María asintió al ver el lugar que le indicaba. Era ahí donde debía de saltar. No era más de un metro. El peligro radicaba en lo estrecho. Un mal paso y caería al agua sin remedio.
-Te espero en la cueva, María –le dijo Nicolás, mirando a su alrededor. Era mejor que se ocultase antes de que alguien pudiera verle-. El salto tiene que ser preciso, pero tú tranquila que hay sitio.
-De acuerdo, Nicolás –declaró con voz firme, aunque no podía dejar de sentirse nerviosa.
Mientras el esposo de Mariana se ocultaba en la cueva, María esperó la llegada de sus padres y don Anselmo. No tardarían mucho pues la hora indicada se acercaba y con ella, los nervios por lo que iba a hacer, crecían. Unos nervios que debía controlar si quería que todo saliese según lo previsto y que doña Francisca se creyera lo que iba a presenciar.
En cuanto vio a Emilia y Alfonso acercarse por las rocas, María tragó saliva.
-Hola cariño –se abrazó su madre a ella-. ¿Todo bien? ¿Estás preparada?
-Sí madre –afirmó ella mientras besaba a su padre-. Estoy lista.
-La Montenegro no tardará en llegar –supuso Alfonso-. Don Pedro ya la ha avisado y sabemos que ha mandado llamar a la guardia civil. Así que en unos momentos los tendremos por aquí.
María asintió sintiendo un leve escalofrío.
-Ya saben que ante todo es primordial que no se acerquen a mí –les recordó ella.
-No te preocupes por eso, hija –decretó su padre-, lo impediremos.
-Bueno… pues ha llegado la hora –los ojos de María se humedecieron. Era la segunda vez en menos de veinticuatro horas que debía despedirse de sus padres.
Don Anselmo fue el primero, tal como habían acordado.
-Ve con Dios, María –la bendijo-. Y escribe cuando llegues a un lugar seguro, hija.
La joven se dejó abrazar por el sacerdote quien a duras penas podía contener la emoción.
-Lo haré padre, pierda cuidado –declaró ella.
Don Anselmo se hizo a un lado para dejar que fuese Emilia quien entre lágrimas se despidiera de María.
-Te quiero mucho hija –la esposa de Alfonso se daba cuenta de lo duro que iba a ser decirle adiós. No quería despedirse de su niña, aunque saberla viva y lejos de las garras de la Montenegro era lo único que le daba fuerzas para despedirla-.  Cuida de Esperanza.
Su hija asintió mientras Alfonso se acercó a ellas y abrazó a la joven. María no era su hija de sangre, pero sí de corazón que era lo más importante. Entre ellos no hacían falta las palabras. Para María, Alfonso era su padre y siempre lo sería. El mejor padre que había podido tener. María cerró los ojos un instante y se dejó acunar por él.
Justo en ese instante, una voz resonó en lo alto de la montaña.
-María Castañeda –gritó Francisca Montenegro, acompañada por Bosco y varios guardias civiles-. No te vas a ir a ningún lado.
La joven abrió los ojos de golpe. Había llegado el momento. De su éxito dependía su felicidad y la de los suyos. Y de ese pensamiento María sacó la fuerza para enfrentarse por última vez a la que había sido su madrina, una segunda madre para ella, pero que ahora se había convertido en su peor enemiga.
Alfonso, Emilia y don Anselmo se volvieron hacia los recién llegados. El temor se reflejaba en sus rostros.
-Que no se mueva nadie –gritó uno de los guardias-. No tienen escapatoria.
-Panda de ignorantes –Francisca bajó con cierta dificultad por la empinada ladera y se topó con don Anselmo que bajó la cabeza avergonzado; sin embargo, la señora no tuvo piedad para con él-. ¿Pensabais que podíais engañarme? ¿Qué ibais a conseguir que esa desgraciada escapara de la justicia?
-Señora, no queríamos… -comenzó el sacerdote con voz temblorosa.
-¡Calle!  -le espetó Francisca con la mirada llena de odio-. Un padre de la iglesia metido en estos tejemanejes. Vergüenza debería darle –don Anselmo aguantó sus duras palabras, por el bien de María-. Pero ya ajustaré yo cuentas con usted más adelante –la Montenegro avanzó hacia María que se mantenía arropada por sus padres-. ¡Y tú! Después de todo lo que yo he hecho por ti… querer quitarme la vida.
-Sí. Hizo mucho, sí –le gritó María con rabia. No iba a callarse las verdades. Quería que todos los presentes escucharan bien la verdad, aunque no la creyesen-. ¡Como ordenar que mataran a Gonzalo!
-No le hagan caso –exigió Francisca cuya mirada destilaba odio y ansias por partes iguales. Al fin iba a lograr lo que tanto tiempo había deseado y no permitiría que nadie creyera a la joven-. Ahora quiere quitarse responsabilidad por su crimen. Pero no lo va a tapar con embustes.
-¡Miente! –gritó María con rabia, sin el menor atisbo de miedo en su mirada-.¡Miente como siempre lo ha hecho! Encargó a ese asesino de Leonardo que matara a Gonzalo.
-Calla de una vez y escúchame –a la señora no le convenía que la joven comenzase a desvelar sus secretos y solo había una manera de hacerla callar-. Si me haces caso y te conduces con un poco de cordura podré conseguir que la justicia no sea muy severa contigo.
-Señora, ¿qué quiere de mi hija? –intervino Emilia, sin poder contenerse.
Tanto María como sus padres conocían de sobra sus intenciones. No era por ella todo aquello. La Montenegro deseaba desde hacía tiempo algo más. Algo que María no le entregaría jamás.
-Ni le pregunte madre –le cortó la joven-. No quiero saber nada de sus enredos.
-María, déjale hablar –le pidió Emilia, siguiendo el plan. La señora debía confesar, que todo el mundo escuchase sus pretensiones-. Diga señora. Diga que pide a cambio de no ensañarse con María, ¡diga!
La Montenegro alzó el mentón y sus ojos brillaron deseosos.
-A la niña.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de María.
-¡NUNCA! –gritó la joven. Al fin lo había confesado. Ese había sido siempre el deseo de Francisca, quedarse con Esperanza, desde mucho antes de nacer; y María jamás lo permitiría-. ¡Nunca tendrá a mi hija! Prefiero verla muerta antes que saberla en sus manos.
Era el momento.
María se acercó al precipicio y sus padres se las ingeniaron para que los guardias les cogiesen a ellos y que no se acercaran a ella antes de lo previsto. Don Anselmo se hizo a un lado, dejando que fuesen otros quienes llevasen el plan a cabo, tal como habían quedado.
-¡No, no no! –gritó Emilia revolviéndose de las garras del guardia-. ¡No, no, no!
-No podrás cuidarla –insistió Francisca, saboreando su victoria, viendo como muy pronto la niña estaría en su poder-.  Vas a pasar lo que te quede de vida en una cárcel, si no te dan garrote. ¿La quieres ver crecer entre muros húmedos?
-Mi nieta quedará a nuestro cargo si su madre cumple condena –le gritó Alfonso, quien sentía un odio irracional hacia aquella mujer que le había arrebatado la infancia de su hija y no iba a permitir que le ocurriese lo mismo a María con su hija-. ¡Ni por un momento imagine que se va a quedar con la niña después del daño que nos ha causado!
-Ya veo que el orgullo os ciega y no sabéis ver qué es lo mejor para esa criatura –declaró la señora sin piedad.
Bosco se había reunido con ella y asistía al intercambio de palabras sin saber qué pensar. Don Anselmo se mantenía en un segundo plano, siguiendo cada movimiento de los presentes para intervenir en caso necesario.
-Estar junto a una vieja amargada y vengativa, nunca señora –le espetó Emilia con asco a la Montenegro-. ¡Nunca!
-La niña será mía, lo queráis o no.
-No le hagas caso María –le suplicó su madre, manteniendo el guión del plan a seguir-. Aunque te encierren no nos la va a arrebatar, porque no es nada suyo –se volvió de nuevo hacia la señora-. ¿ME OYE?
-Ni yo lo fui nunca –sentenció María, que seguía junto al precipicio, mirando de reojo el saliente al que debía saltar en unos instantes-. Me lo ha quitado todo –su voz tembló al recordar todo el daño que le había causado-. Gonzalo… mi vida entera –un brillo febril apareció en sus ojos. Una determinación que la Montenegro no reconocía en ella-. Pero esto se acabó. No me arrebatará nada más.
La joven se acercó más al acantilado, por la zona donde debía saltar.
-Deja de hacer el idiota María –dijo Francisca, por primera vez temerosa de que la joven hubiese perdido el juicio y fuera capaz de cumplir su amenaza-. ¿Acaso vas a matar a la niña?
-La prefiero muerta antes que en sus manos –se volvió hacia ella la joven; quería que sus palabras se quedasen grabadas en su mente para siempre, que sintiera la culpa de su “muerte”-.  Sí, muertas las dos.
-María, tú no eres así –intervino Bosco, temiendo que cumpliese su amenaza.
-¡Hija! –Alfonso se debatía, sujeto por un guardia-. ¡Hija! ¿Qué haces? Ven aquí. ¡Hija! ¡Eh!
-¡María! –gritó de nuevo Emilia, viendo que se acercaba el momento de la verdad-. ¡María, la niña! ¡Aléjate del precipicio cariño!
-¡Hija, por favor! –le suplicó Alfonso, con el corazón encogido. Unos segundos más y María saltaría. No volverían a verla por mucho tiempo-. No hagas caso a esa harpía. No te va a quitar a la niña.
Francisca comenzó a perder la paciencia. Aquello había durado demasiado.
-¡Ni se acerque un paso más! –le gritó María fuera de sí.
-No le hagáis caso. Es solo palabrería –la señora se dio cuenta de que la que fue su ahijada estaba convenciendo a los presentes de sus intenciones; pero a ella no. No lo haría-. Le faltan agallas. ¡Guardias! Ya ha durado bastante la pantomima. ¿No se ven capaces de detener a una mujer?
-¡Tú! –gritó el guardia civil que estaba al mando  uno de los suyos-. Ponle los grilletes. Y tú, quítale a la pequeña.
-¡No me quitarán a mi hija! –sentenció María con lágrimas en los ojos y cogiendo el bulto que simulaba a la niña.
-¡NO SE ACERQUEN! –gritó Emilia con fuerza, llorando-. ¡No se acerquen o se tirará!
-Adiós padres –María les miró por última vez. Su corazón les pidió que fueran fuertes y que todo saldría bien-. Los quiero.
La joven se asomó un poco más al precipicio. Las aguas bajaban bravas, sin piedad. Nadie sobreviviría a un salto desde allí y eso era lo que querían que creyesen los presentes.
Su respiración se aceleró. Nunca había saltado con tan poco espacio. Tragó saliva. Por Gonzalo, por Esperanza… por su libertad.
Todos vieron como María se lanzaba al precipicio con su hija. Sintiéndose perdida y acorralada. La Montenegro la había obligado a semejante barbaridad.
-¡NO! –el grito desgarrador de Emilia retumbó por toda la montaña mientras ella se dejaba caer al suelo, desolada.
-¡Hija! –Alfonso se desasió del guardia y corrió al precipicio. Bosco se colocó a su lado.
Abajo, a más de diez metros de profundidad, el cauce del río serpenteaba sobre rocas y recodos imposibles.
-¡María! –sollozó Emilia con las manos apoyadas en el suelo, mostrándose destruida frente a la Montenegro mientras observaba a la señora de reojo: la habían vencido. Jamás volvería a ver a su hija ni mucho menos a su nieta. Sus alargados tentáculos no habían podido atraparlas. Esa era su victoria sobre ella.
Ajena a estos pensamientos, Francisca se tambaleó, sin dar crédito a lo que había ocurrido.
María, su protegida, aquella niña que ella misma había criado desde pequeña, se había lanzado al vacío, huyendo de ella.
Algo en su interior le decía que no volvería a verla con vida. Algo se desgarraba en ella y no era de dolor, sino de impotencia por no haber logrado su objetivo. Era su orgullo el que había quedado tocado; el mismo que guiaba su vida y que acabaría con ella.

De repente, todos pudieron ver, llevado por el río, con virulencia, el abrigo de María, que se alejaba a lo lejos. Los peores temores se estaban cumpliendo pensaron los guardias mientras bajaban al río. Sin embargo, para Emilia aquella era la mejor de las noticias: todo había salido bien y María estaba a salvo.

CONTINUARÁ...

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