martes, 26 de mayo de 2015

CAPÍTULO 382: PARTE 1 
A la mañana siguiente lo primero que hizo Gonzalo fue ir a desayunar a la casa de comidas. Nada más entrar, reconoció a Emilia, la que fue la mejor amiga de Pepa. El joven se sentó en una mesa y la esposa de Alfonso acudió a atenderle.
Emilia conocía a todos los habitantes de Puente Viejo y enseguida supo que aquel forastero no había estado antes por el pueblo. Gonzalo se presentó como el nuevo diácono y la mujer le preguntó si también era el nuevo héroe de Puente Viejo pues la noticia de que había salvado a Adelaida de caer al barranco de las ánimas era uno de las últimas noticias más conocidas.

Gonzalo, en su habitual modestia, le dijo que solo había hecho lo que cualquier otra persona. Entonces aprovechó para sacar el tema que le había conducido hasta allí y le preguntó con delicadeza por Pepa. Emilia se envaró, como hacían casi todos quienes habían conocido a la partera, y prefirió guardar silencio. Gonzalo pensó que no era el momento de insistir y lo dejó correr.
Al regresar a la casa parroquial encontró a don Anselmo esperándole. Gonzalo le puso al tanto de que había estado paseando y conociendo a quienes iban a ser sus nuevos feligreses. El joven le contó que movido por su curiosidad, había estado indagando sobre Pepa la partera y que ya sabe que no se llevaba a partir un piñón con Francisca Montenegro; y que ese era el motivo de que su hijo Tristán tampoco se hablase con ella.
Don Anselmo se sorprendió de lo rápido que su nuevo discípulo estaba conociendo los entresijos de los lugareños. Estaba a punto de decirle que era mejor no meterse en aquellos asuntos cuando les avisaron de que había habido un accidente en la fábrica textil. Ambos sacerdotes salieron hacia el lugar.

Mientras, María se presentó en la cocina de la Casona para comer uno de los bizcochos que su tía Mariana preparaba. La doncella la riñó pues luego se le iba el apetito y la señora la reñía a ella. María, con su habitual jovialidad, trató de quitarle importancia. La muchacha vivía feliz y en su inocencia todavía creía en los cuentos de hadas y en los príncipes tal como le dijo a su tita Mariana, quien, por el contrario, había pasado tantas penalidades en la vida que había perdido la ilusión y trataba de hacerle ver a su sobrina que no valía la pena pensar en los hombres; además en su caso, cuando llegara el momento, doña Francisca le elegiría al mejor candidato. María le replicó con determinación que ella solo se casaría por amor, como había hecho su tío Tristán con Pepa; y que su boda sería tan bonita como la de ellos y que todo el mundo la recordaría durante años.
Mariana sonrió débilmente y no le insistió. Prefería verla feliz que romperle aquel sueño. Entonces María trató de sacarle a su tía si conocía al forastero. La doncella le respondió que no y que ella tampoco debería seguir pensando en él. Sin embargo aquel joven rebelde había calado en su sobrina mucho más de lo que quería y la muchacha estaba dispuesta a averiguar quién era aquel héroe que había recalado en el pueblo.

Al bajar a la plaza, María se encontró con su abuela Rosario. La buena mujer trabajaba en el Jaral desde hacía años y se encargaba de Tristán quien se había sumido en una profunda depresión desde la muerte de su esposa Pepa. María aprovechó entonces para saber si su abuela conocía al nuevo forastero. Rosario enseguida se dio cuenta del interés de su nieta y la miró sonriendo. ¡Cómo había cambiado! Apenas hacia nada que correteaba por la plaza y ahora era toda una mujer.
Mientras esto sucedía en el centro del pueblo, en una cabaña de las afueras, don Anselmo y Gonzalo trataban de consolar a la mujer del trabajador de la textil. El hombre había muerto y su viuda y sus hijos no encontraban consuelo. El encargado de la fábrica, Roque, le dijo a don Anselmo que la señora le tenía dicho que en esos casos se le daba una pequeña remuneración a la familia. Gonzalo al ver las tres monedas con las que pretendía acallar a la pobre viuda, no pudo aguantarse y cogió todo el dinero, diciéndole a Roque que si aquel hombre había perdido la vida era por la falta de seguridad en la fábrica y  que debía darle a la mujer más dinero. Don Anselmo intervino, ordenándole que le devolviese el dinero. Ellos no eran nadie para meterse en aquellos problemas. Su joven pupilo obedeció de mala gana.

Gonzalo era hombre de justicia y ver que las cosas en Puente Viejo eran igual, o peores que en el Amazonas, le sacaba de sus casillas. La sangre le hervía al ver las injusticias que se seguían cometiendo. Personas inocentes pagaban la crueldad de los caciques; caciques como Francisca Montenegro, su abuela.
Al regresar a casa, don Anselmo le exigió que no se metiera en esos asuntos, ya que si llegaba a oídos de la señora lo ocurrido, tendrían problemas. Pero Gonzalo seguía alterado y le recordó que había gente que luchaba contra aquella tiranía; gente como Pepa la partera, y él tenía sus mismos arrestos para seguir su camino. A punto estuvo entonces de decirle que era su hijo, pero en el último momento se contuvo. No podía desvelar su identidad tan pronto. No sin antes saber en quién podía confiar.

Para despejar su mente de todo lo acontecido aquella mañana, Gonzalo optó por acudir al cementerio. Necesitaba ver la tumba de su madre. Era la única manera de sentirse cerca de ella. Al pasar por la puerta de la confitería, se detuvo unos instantes al ver que había una mujer que necesitaba ayuda para colocar uno de los tarros en la estantería más alta. La dueña del lugar, Candela, le agradeció el gesto y enseguida supo de quién se trataba: el joven que había salvado a Adelaida. Candela le contó que ella también era nueva en el pueblo y que pensaba abrir la confitería en breve. Gonzalo aprovechó y le preguntó si sabía cómo llegar al cementerio. La buena mujer le indicó el camino y antes de marcharse le hizo prometer que volvería muy pronto para probar sus dulces.

Después del encuentro con su abuela Rosario, María fue a visitar a su madre, tal como le había prometido a su padre el día anterior. Emilia se alegró mucho de verla, sin embargo enseguida se dio cuenta de lo lejana que sentía a su hija pues no sabía de qué hablar con ella y la muchacha apenas estuvo lo estrictamente necesario para tranquilizar a su madre y marcharse.
CONTINUARÁ...

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