CAPÍTULO 382: PARTE 1
A la mañana siguiente lo primero que hizo
Gonzalo fue ir a desayunar a la casa de comidas. Nada más entrar, reconoció a
Emilia, la que fue la mejor amiga de Pepa. El joven se sentó en una mesa y la
esposa de Alfonso acudió a atenderle.
Emilia conocía a todos los habitantes de
Puente Viejo y enseguida supo que aquel forastero no había estado antes por el
pueblo. Gonzalo se presentó como el nuevo diácono y la mujer le preguntó si
también era el nuevo héroe de Puente Viejo pues la noticia de que había salvado
a Adelaida de caer al barranco de las ánimas era uno de las últimas noticias
más conocidas.
Gonzalo, en su habitual modestia, le dijo
que solo había hecho lo que cualquier otra persona. Entonces aprovechó para
sacar el tema que le había conducido hasta allí y le preguntó con delicadeza
por Pepa. Emilia se envaró, como hacían casi todos quienes habían conocido a la
partera, y prefirió guardar silencio. Gonzalo pensó que no era el momento de
insistir y lo dejó correr.
Al regresar a la casa parroquial encontró a
don Anselmo esperándole. Gonzalo le puso al tanto de que había estado paseando
y conociendo a quienes iban a ser sus nuevos feligreses. El joven le contó que
movido por su curiosidad, había estado indagando sobre Pepa la partera y que ya
sabe que no se llevaba a partir un piñón con Francisca Montenegro; y que ese
era el motivo de que su hijo Tristán tampoco se hablase con ella.
Don Anselmo se sorprendió de lo rápido que
su nuevo discípulo estaba conociendo los entresijos de los lugareños. Estaba a
punto de decirle que era mejor no meterse en aquellos asuntos cuando les
avisaron de que había habido un accidente en la fábrica textil. Ambos
sacerdotes salieron hacia el lugar.
Mientras, María se presentó en la cocina de
la Casona para comer uno de los bizcochos que su tía Mariana preparaba. La
doncella la riñó pues luego se le iba el apetito y la señora la reñía a ella.
María, con su habitual jovialidad, trató de quitarle importancia. La muchacha
vivía feliz y en su inocencia todavía creía en los cuentos de hadas y en los
príncipes tal como le dijo a su tita Mariana, quien, por el contrario, había
pasado tantas penalidades en la vida que había perdido la ilusión y trataba de
hacerle ver a su sobrina que no valía la pena pensar en los hombres; además en
su caso, cuando llegara el momento, doña Francisca le elegiría al mejor
candidato. María le replicó con determinación que ella solo se casaría por
amor, como había hecho su tío Tristán con Pepa; y que su boda sería tan bonita
como la de ellos y que todo el mundo la recordaría durante años.
Mariana sonrió débilmente y no le insistió.
Prefería verla feliz que romperle aquel sueño. Entonces María trató de sacarle
a su tía si conocía al forastero. La doncella le respondió que no y que ella
tampoco debería seguir pensando en él. Sin embargo aquel joven rebelde había
calado en su sobrina mucho más de lo que quería y la muchacha estaba dispuesta
a averiguar quién era aquel héroe que había recalado en el pueblo.
Al bajar a la plaza, María se encontró con
su abuela Rosario. La buena mujer trabajaba en el Jaral desde hacía años y se
encargaba de Tristán quien se había sumido en una profunda depresión desde la
muerte de su esposa Pepa. María aprovechó entonces para saber si su abuela
conocía al nuevo forastero. Rosario enseguida se dio cuenta del interés de su
nieta y la miró sonriendo. ¡Cómo había cambiado! Apenas hacia nada que
correteaba por la plaza y ahora era toda una mujer.
Mientras esto sucedía en el centro del
pueblo, en una cabaña de las afueras, don Anselmo y Gonzalo trataban de
consolar a la mujer del trabajador de la textil. El hombre había muerto y su
viuda y sus hijos no encontraban consuelo. El encargado de la fábrica, Roque,
le dijo a don Anselmo que la señora le tenía dicho que en esos casos se le daba
una pequeña remuneración a la familia. Gonzalo al ver las tres monedas con las
que pretendía acallar a la pobre viuda, no pudo aguantarse y cogió todo el
dinero, diciéndole a Roque que si aquel hombre había perdido la vida era por la
falta de seguridad en la fábrica y que
debía darle a la mujer más dinero. Don Anselmo intervino, ordenándole que le
devolviese el dinero. Ellos no eran nadie para meterse en aquellos problemas.
Su joven pupilo obedeció de mala gana.
Gonzalo era hombre de justicia y ver que las
cosas en Puente Viejo eran igual, o peores que en el Amazonas, le sacaba de sus
casillas. La sangre le hervía al ver las injusticias que se seguían cometiendo.
Personas inocentes pagaban la crueldad de los caciques; caciques como Francisca
Montenegro, su abuela.
Al regresar a casa, don Anselmo le exigió
que no se metiera en esos asuntos, ya que si llegaba a oídos de la señora lo
ocurrido, tendrían problemas. Pero Gonzalo seguía alterado y le recordó que
había gente que luchaba contra aquella tiranía; gente como Pepa la partera, y
él tenía sus mismos arrestos para seguir su camino. A punto estuvo entonces de
decirle que era su hijo, pero en el último momento se contuvo. No podía
desvelar su identidad tan pronto. No sin antes saber en quién podía confiar.
Para despejar su mente de todo lo acontecido
aquella mañana, Gonzalo optó por acudir al cementerio. Necesitaba ver la tumba
de su madre. Era la única manera de sentirse cerca de ella. Al pasar por la
puerta de la confitería, se detuvo unos instantes al ver que había una mujer
que necesitaba ayuda para colocar uno de los tarros en la estantería más alta.
La dueña del lugar, Candela, le agradeció el gesto y enseguida supo de quién se
trataba: el joven que había salvado a Adelaida. Candela le contó que ella
también era nueva en el pueblo y que pensaba abrir la confitería en breve.
Gonzalo aprovechó y le preguntó si sabía cómo llegar al cementerio. La buena
mujer le indicó el camino y antes de marcharse le hizo prometer que volvería
muy pronto para probar sus dulces.
Después del encuentro con su abuela Rosario,
María fue a visitar a su madre, tal como le había prometido a su padre el día
anterior. Emilia se alegró mucho de verla, sin embargo enseguida se dio cuenta
de lo lejana que sentía a su hija pues no sabía de qué hablar con ella y la
muchacha apenas estuvo lo estrictamente necesario para tranquilizar a su madre
y marcharse.
CONTINUARÁ...
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