CAPÍTULO 381. ESCENA 1
A mitad camino entre la capital y el
principado de Asturias se encontraba el pequeño pueblo de Puente Viejo. Lugar
casi olvidado para la civilización pero no así para sus vecinos, quienes se
enorgullecían de ser puentevejeros; y allá donde iban lo gritaban a los cuatro
vientos.
Corría el verano de
1919 y el progreso apenas había llegado a aquel lugar, tan lejos de la capital,
como era el pequeño pueblo de Puente Viejo. Sus gentes seguían viajando en
diligencias, por caminos de tierra seca y peligrosos para los viajeros quienes
parecía que se jugaban la vida en cada trayecto.
El pueblo tampoco había cambiado mucho en
los últimos años, y sus gentes seguían siendo las mismas. Algunos, como don
Pedro Mirañar, continuaba siendo el mismo hombre pendiente de sus cuitas con su
esposa, tal como le estaba narrando al joven que viajaba con él en la
diligencia camino del pueblo.
-Después de tanto hacer y acontecer mi señora
esposa se echa a llorar –comentó con el pañuelo en la mano mientras el carro no
dejaba de dar bandazos-. Bueno, que ni María Guerrero le echa tanto arte a esa
cosa de las lágrimas. Y me pide que me acerque yo a Madrid capital para hacerme
con unas sargas estilo Furtie que… ¿cómo se queda usted?
El joven que iba a
su lado no debía de tener más de veinticuatro años. Se volvió hacia don Pedro y
le dedicó una amable sonrisa. Tenía el pelo castaño y algo largo, y vestía una
sotana negra.
-In albis –le
contestó clavando sus ojos pardos en él-. No tengo la fortuna de entender de
mujeres.
Don Pedro se dio cuenta de su error.
-Naturalmente, claro –se secó el sudor de la
frente-. Siendo usted hombre de Dios, pero…cuando case usted…Cuando case… a la
fuerza sabrá usted de corsés, aderezos cordobeses y de mostacillas.
-No creo que case buen hombre –insistió el
joven.
-Pa chasco –volvió a rectificar don Pedro-.
Pues claro que no. Disculpe usted pero es que estoy medio aturdido con tanto
traqueteo y no sé ya ni lo que me digo –suspiró-. ¡Estos caminos! ¡Estos
caminos! Si yo siguiera siendo el alcalde de Puente Viejo… llanos como Castilla
los tendría.
-¿Fue usted alcalde de Puente Viejo? –se
interesó de pronto el sacerdote.
-Usted lo ha dicho
–confirmó el marido de Dolores-. Qué gran pérdida para nuestra noble villa que
yo no sea ya su mayoral –no pudo ocultar su disgusto-. Hasta autobús habría
traído yo a la comarca.
-El progreso se demora en llegar.
-Me temo que el progreso va en otra
dirección –siguió quejándose el antiguo alcalde-. Pero a usted le parece normal
que en la Puebla nos despachen y nos metan en esta miserable tartana. Lo que no
sé yo es como aún hay gente que se aventura a viajar hasta Puente Viejo.
-En mi caso solo pretendo conocer mejor el
país que casi he olvidado –otro bandazo de la diligencia les hizo perder la
posición; aunque a duras penas se mantenían en sus sitios-. Marché de niño a
las Américas y apenas recuerdo los usos y costumbres de España.
-Pues hace usted
bien. Vive Dios que aquí en Puente Viejo somos la cuna de lo español –se
enorgulleció don Pedro con la frente perlada de sudor-. Sí aquí somos más
ibéricos que el jamón de Guijuelo y el Cariñena. ¿Y a qué tanto interés por lo
patrio?
-Aún soy diácono –le informó el muchacho-.
He de tomar los votos definitivos en breve y… antes de instalarme en mi propia
parroquia quiero conocer mejor a mis futuros fieles. De ahí lo de pasar una
temporada indefinida en Puente Viejo.
Don Pedro asintió.
-Yo le diré todo lo que hay que saber sobre
los habitantes de Puente Viejo. Gustan del buen comer, de dormir bajo techado y
una jarra de buen vino.
-¿Y para qué más?
–ironizó el diácono.
De nuevo, la diligencia dio un bandazo, más
fuerte que el anterior. Sentadas frente a ellos, una mujer y su hija no podían
ocultar su desazón.
-¿No se habrá asustado una niña tan grande
como tú verdad? –le preguntó el antiguo alcalde a la muchacha, que escondía el
rostro tras su madre.
-Adelaida es una niña muy valiente –declaró
la mujer con cariño-. Es un poco especial, pero muy valiente. ¿Eh?
-Lo sabía. Se te ve
valiente –trató de animarla el joven y de una pequeña bolsa sacó algo diminuto
y redondo que le tendió a la niña-. ¿Sabes qué es esto? –ella negó
avergonzada-. Una semilla de la suerte. Guárdala y nada habrá de sucederte.
Adelaida titubeó
unos instantes pero enseguida cogió la semilla de la suerte y la observó con
detenimiento.
-¡Dios mío! –se sorprendió la madre-.
Adelaida nunca coge nada de nadie.
-Eso es porque sabe que somos amigos ¿Eh?–declaró
el diácono sonriendo. A leguas se veía la mano que tenía con los niños.
Un nuevo bandazo y don Pedro ya pensaba que
no llegaba vivo a su destino.
-¡Ay Puente Viejo de mi vida! ¡Qué ganas
tengo de volver a verte!
-Y que lo diga
–murmuró el joven mirando con detenimiento aquellas tierras que le traían
tantos recuerdos de su niñez.
Después de permanecer un rato en silencio y
sin poder quitarle el ojo al precipicio que se vislumbraba desde la diligencia,
el muchacho se volvió hacia don Pedro que continuaba preocupado por el viaje.
-Padre rece usted todo lo que sepa que nos
escoñamos –a medida que se acercaban al pueblo, la diligencia parecía coger
mayor velocidad y don Pedro temía que en cualquier instante ocurriese una
desgracia.
-No tema hombre
–declaró el muchacho con serenidad-. En peores trastos he viajado yo por las
selvas y aquí estoy.
-Ande, reláteme más cosas sobre su pueblo a
ver si así se le va la pesquis a otra cosa –le pidió el diácono.
Don Pedro agradeció poder hablar de su
pueblo y así mantener la mente ocupada.
-Lo principal que hay que hacer para bien
vivir en Puente Viejo es arrimarse a quien conviene –se abanicó con el pañuelo
y se acercó un poco al muchacho para hablarle de manera confidencial-. Y aquí,
quien conviene es la Montenegro.
-¿Francisca
Montenegro? –repitió el joven cuyo rostro mudó de repente al escuchar aquel
nombre.
-¿Hasta la Amazonas ha llegado su nombre?
–se extrañó el esposo de Dolores-. Si supiera su Santidad el chubasco que esa
mujer nos trajo a los puentevejeros. Hasta su hijo don Tristán Castro reniega
de ella después de lo que pasó, no le digo más.
El corazón del diácono dio un vuelco cuando
se nombró al hijo de la señora. Afortunadamente, don Pedro no podía darse
cuenta de la desazón que comenzaba a crecer en su interior.
-¿Qué pasó? ¿Cuál fue esa desgracia?
La diligencia tomó una curva demasiado
rápida.
-Una de raigón muy profundo –continuó don
Pedro-. Mire usted…
Las ruedas traseras
de la diligencia patinaron sobre la tierra seca del camino, el conductor no
pudo controlar a los caballos. Dentro comenzó el caos y los pasajeros
comenzaron a caer unos encima de otros, tratando de asirse a cualquier cosa
pero era imposible. Finalmente la diligencia, con los caballos desbocados, giró
y volcó de lado.
CONTINUARÁ...
I tuoi racconti sono meravigliosi...aspetto con ansia ogni giorno di poterli leggere, per continuare a sognare...grazie mille Michela.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarGrazie mille a te ;)
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