lunes, 11 de mayo de 2015

CAPÍTULO 381. ESCENA 1 
A mitad camino entre la capital y el principado de Asturias se encontraba el pequeño pueblo de Puente Viejo. Lugar casi olvidado para la civilización pero no así para sus vecinos, quienes se enorgullecían de ser puentevejeros; y allá donde iban lo gritaban a los cuatro vientos.
Corría el verano de 1919 y el progreso apenas había llegado a aquel lugar, tan lejos de la capital, como era el pequeño pueblo de Puente Viejo. Sus gentes seguían viajando en diligencias, por caminos de tierra seca y peligrosos para los viajeros quienes parecía que se jugaban la vida en cada trayecto.
El pueblo tampoco había cambiado mucho en los últimos años, y sus gentes seguían siendo las mismas. Algunos, como don Pedro Mirañar, continuaba siendo el mismo hombre pendiente de sus cuitas con su esposa, tal como le estaba narrando al joven que viajaba con él en la diligencia camino del pueblo.
-Después de tanto hacer y acontecer mi señora esposa se echa a llorar –comentó con el pañuelo en la mano mientras el carro no dejaba de dar bandazos-. Bueno, que ni María Guerrero le echa tanto arte a esa cosa de las lágrimas. Y me pide que me acerque yo a Madrid capital para hacerme con unas sargas estilo Furtie que… ¿cómo se queda usted?
El joven que iba a su lado no debía de tener más de veinticuatro años. Se volvió hacia don Pedro y le dedicó una amable sonrisa. Tenía el pelo castaño y algo largo, y vestía una sotana negra.
-In albis –le contestó clavando sus ojos pardos en él-. No tengo la fortuna de entender de mujeres.
Don Pedro se dio cuenta de su error.
-Naturalmente, claro –se secó el sudor de la frente-. Siendo usted hombre de Dios, pero…cuando case usted…Cuando case… a la fuerza sabrá usted de corsés, aderezos cordobeses y de mostacillas.
-No creo que case buen hombre –insistió el joven.
-Pa chasco –volvió a rectificar don Pedro-. Pues claro que no. Disculpe usted pero es que estoy medio aturdido con tanto traqueteo y no sé ya ni lo que me digo –suspiró-. ¡Estos caminos! ¡Estos caminos! Si yo siguiera siendo el alcalde de Puente Viejo… llanos como Castilla los tendría.
-¿Fue usted alcalde de Puente Viejo? –se interesó de pronto el sacerdote.
-Usted lo ha dicho –confirmó el marido de Dolores-. Qué gran pérdida para nuestra noble villa que yo no sea ya su mayoral –no pudo ocultar su disgusto-. Hasta autobús habría traído yo a la comarca.
-El progreso se demora en llegar.
-Me temo que el progreso va en otra dirección –siguió quejándose el antiguo alcalde-. Pero a usted le parece normal que en la Puebla nos despachen y nos metan en esta miserable tartana. Lo que no sé yo es como aún hay gente que se aventura a viajar hasta Puente Viejo.
-En mi caso solo pretendo conocer mejor el país que casi he olvidado –otro bandazo de la diligencia les hizo perder la posición; aunque a duras penas se mantenían en sus sitios-. Marché de niño a las Américas y apenas recuerdo los usos y costumbres de España.
-Pues hace usted bien. Vive Dios que aquí en Puente Viejo somos la cuna de lo español –se enorgulleció don Pedro con la frente perlada de sudor-. Sí aquí somos más ibéricos que el jamón de Guijuelo y el Cariñena. ¿Y a qué tanto interés por lo patrio?
-Aún soy diácono –le informó el muchacho-. He de tomar los votos definitivos en breve y… antes de instalarme en mi propia parroquia quiero conocer mejor a mis futuros fieles. De ahí lo de pasar una temporada indefinida en Puente Viejo.
Don Pedro asintió.
-Yo le diré todo lo que hay que saber sobre los habitantes de Puente Viejo. Gustan del buen comer, de dormir bajo techado y una jarra de buen vino.
-¿Y para qué más? –ironizó el diácono.
De nuevo, la diligencia dio un bandazo, más fuerte que el anterior. Sentadas frente a ellos, una mujer y su hija no podían ocultar su desazón.
 -¿No se habrá asustado una niña tan grande como tú verdad? –le preguntó el antiguo alcalde a la muchacha, que escondía el rostro tras su madre.
-Adelaida es una niña muy valiente –declaró la mujer con cariño-. Es un poco especial, pero muy valiente. ¿Eh?
-Lo sabía. Se te ve valiente –trató de animarla el joven y de una pequeña bolsa sacó algo diminuto y redondo que le tendió a la niña-. ¿Sabes qué es esto? –ella negó avergonzada-. Una semilla de la suerte. Guárdala y nada habrá de sucederte.
Adelaida titubeó unos instantes pero enseguida cogió la semilla de la suerte y la observó con detenimiento.
-¡Dios mío! –se sorprendió la madre-. Adelaida nunca coge nada de nadie.
-Eso es porque sabe que somos amigos ¿Eh?–declaró el diácono sonriendo. A leguas se veía la mano que tenía con los niños.
Un nuevo bandazo y don Pedro ya pensaba que no llegaba vivo a su destino.
-¡Ay Puente Viejo de mi vida! ¡Qué ganas tengo de volver a verte!
-Y que lo diga –murmuró el joven mirando con detenimiento aquellas tierras que le traían tantos recuerdos de su niñez.
 Después de permanecer un rato en silencio y sin poder quitarle el ojo al precipicio que se vislumbraba desde la diligencia, el muchacho se volvió hacia don Pedro que continuaba preocupado por el viaje.
-Padre rece usted todo lo que sepa que nos escoñamos –a medida que se acercaban al pueblo, la diligencia parecía coger mayor velocidad y don Pedro temía que en cualquier instante ocurriese una desgracia.
-No tema hombre –declaró el muchacho con serenidad-. En peores trastos he viajado yo por las selvas y aquí estoy.
-Estas carreteras de esta comarca las carga el diablo, se lo digo yo.
-Ande, reláteme más cosas sobre su pueblo a ver si así se le va la pesquis a otra cosa –le pidió el diácono.
Don Pedro agradeció poder hablar de su pueblo y así mantener la mente ocupada.
-Lo principal que hay que hacer para bien vivir en Puente Viejo es arrimarse a quien conviene –se abanicó con el pañuelo y se acercó un poco al muchacho para hablarle de manera confidencial-. Y aquí, quien conviene es la Montenegro.
-¿Francisca Montenegro? –repitió el joven cuyo rostro mudó de repente al escuchar aquel nombre.
 -¿Hasta la Amazonas ha llegado su nombre? –se extrañó el esposo de Dolores-. Si supiera su Santidad el chubasco que esa mujer nos trajo a los puentevejeros. Hasta su hijo don Tristán Castro reniega de ella después de lo que pasó, no le digo más.
El corazón del diácono dio un vuelco cuando se nombró al hijo de la señora. Afortunadamente, don Pedro no podía darse cuenta de la desazón que comenzaba a crecer en su interior.

-¿Qué pasó? ¿Cuál fue esa desgracia?
La diligencia tomó una curva demasiado rápida.
-Una de raigón muy profundo –continuó don Pedro-. Mire usted…
 Las ruedas traseras de la diligencia patinaron sobre la tierra seca del camino, el conductor no pudo controlar a los caballos. Dentro comenzó el caos y los pasajeros comenzaron a caer unos encima de otros, tratando de asirse a cualquier cosa pero era imposible. Finalmente la diligencia, con los caballos desbocados, giró y volcó de lado.

CONTINUARÁ...







3 comentarios:

  1. I tuoi racconti sono meravigliosi...aspetto con ansia ogni giorno di poterli leggere, per continuare a sognare...grazie mille Michela.

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