jueves, 14 de mayo de 2015

CAPÍTULO 381. ESCENA 2 

Mientras el accidente de la diligencia sucedía en el camino que iba al pueblo, a unas pocas leguas, en otra dirección, se encontraba la Casona, el hogar de la señora más influyente de toda la comarca: Francisca Montenegro.
En ese instante la señora se estaba quejando con Mariana de la limonada. La criada estaba acostumbrada a sus reproches pues era la manera habitual de tratar al servicio. Llevaba la mitad de su vida sirviendo en la Casona y la conocía de sobra. Mariana Castañeda ya no era aquella niña inocente del pasado. La vida le había puesto en serias dificultades y eso era algo que no podía olvidar.
La doncella cogió la jarra y volvió a la cocina. Al pasar frente a la escalera vio a la señorita de la casa bajar, ataviada con el traje de montar.



María Castañeda era una muchacha de apenas diecisiete años, con la mirada limpia y con una dulce sonrisa siempre en los labios. Se había recogido su larga melena azabache en dos trenzas para salir a cabalgar. Al llegar al primer escalón se detuvo y miró unos instantes a su tita Mariana, a quien adoraba a pesar de ser una simple sirvienta. Luego volteó la cabeza hacia el salón y vio a la señora. Sonrió, alegre, y se acercó a ella a la vez que se colocaba los guantes.
-Vamos madrina, ¿por qué lee esas cosas tan serias? –le preguntó con su habitual jovialidad-. La guerra ya acabó.
Francisca Montenegro levantó la mirada del libro y vio a su ahijada.
-Porque, querida María, alguien en esta casa debe de cultivarse con algo más allá de Arniches –le dijo la señora con seriedad.
 -Arniches es la mar de divertido –replicó divertida.
-La mar de simple –insistió su madrina.
-Será pues como yo –María no se rendía fácilmente y se hizo la ofendida.
-Tú eres más lista que el hambre niña –la Montenegro se sentía orgullosa de su ahijada a quien quería como a una hija pese a no llevar ni una gota de su sangre.
-Entonces es que he salido a usted –añadió la muchacha antes de darle un beso en la mejilla.
-¡Oiiii! No me des jabón que te conozco –declaró Francisca sonriéndole. A pesar de que trataba de mostrarse estricta con ella, María siempre sabía cómo conseguir lo que deseaba. Entonces la señora se percató de cómo iba vestida y su semblante cambió-. ¿Qué haces con la ropa de montar a estas horas?
-Que… que me voy al pueblo con Miopía –replicó María con descaro.
-¿Con la yegua torda? –Francisca creyó escuchar mal-. Ni pensarlo.
-Pues no lo piense –declaró la muchacha con descaro-. Siga con sus novelones y haga como que no me ha visto.
-María hija, si hay algo de lo que no carezco es de vista y de bemoles –la Montenegro sabía hasta qué punto debía darle cuerda a la muchacha. Más allá del límite no la dejaría pasar-. No vas.
-Y si le digo que hoy llega con la diligencia ese par de guantes perfumados que encargó al mismísimo Grasse de la Francia –le informó María en tono persuasivo.
 -¿Los que me convenciste de que encargara? –alzó una ceja la señora, recordando aquel instante en que accedió a comprarlos.
-Los mismos –María asintió. Sus ojos brillaron de emoción y cogió las manos de su madrina y las acarició con mimo-. Como le van a caer a estas manos suyas, madrina. ¿No quiere verlos?
-Anda zalamera, ve y no me des más tormento –accedió finalmente Francisca-. Eres como una abeja zumbona revoloteando alrededor –en ese instante, Mariana regresó con la jarra de limonada-. Ve, ve. Pero no tú sola ni con la yegua. En la calesa y con Mariana. Como hacen las señoritas.
 -Como usted quiera, madrina –María aceptó, pues al fin y al cabo iba a bajar al pueblo que era lo que realmente quería-. ¡Ay, pero mira que es buena y rebuena! –se acercó a ella y le dio otro beso en la mejilla. Inmediatamente se levantó y al ver a su tita sonrió de oreja a oreja-. Vamos Mariana. Lo vamos a pasar de guinda.
Mientras María salía del salón con decisión, el semblante de Francisca se volvió de piedra.
-Mariana, eres su criada, ni más ni menos –le recordó a la joven doncella-. No lo olvides. En el pueblo de señorita María para arriba. ¿Estamos?
-Sí señora –afirmó Mariana; y salió tras María.
La Montenegro suspiró débilmente y regresó a su lectura.
 Llevaba años viviendo en tranquilidad, criando a la hija de Emilia y Alfonso como suya propia. Los motivos por los cuales la señora se había hecho cargo de su educación era un secreto. Un secreto que solo ella y Emilia conocían y que había causado un daño irreparable en el matrimonio Castañeda, que cada día se alejaba más y más.
Y es que Alfonso Castañeda desconocía qué razones habían impulsado a su esposa a entregar a su hija a la Montenegro. Emilia siempre se escudaba en decir que era por su propio bienestar; pero para su esposo eso no era suficiente. Su única hija había sido criada por la misma mujer que había tratado a su familia con mano de hierro durante tantos años; y ahora, Alfonso no sabía cómo acercarse a María, quien sentía a su propio padre como un extraño.
Al bajar al pueblo, la muchacha se encontró con él. Apenas cruzaron un par de palabras. Alfonso le recordó que su madre la estaba esperando, pues su última visita había sido hacía casi una semana y María se excusó, alegando que los estudios la tenían muy ocupada.
Alfonso no quiso insistir y cambió de tema, volviéndose a hablar con su hermana. Tras preguntarle cómo estaban las cosas por la Casona se despidió de ellas con seriedad. Solo entonces, María se sinceró con Mariana y le dijo que no sabía cómo acercarse a él ya que parecía que no la quería. Su tía se apresuró a sacarla de su error. Alfonso la adoraba y su malestar se debía a la señora, no a ella. Para tratar de devolverle la sonrisa, Mariana le dijo que fuesen a ver qué noticias había de la diligencia, porque llevaba retraso y no sabían el motivo.


CONTINUARÁ...







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