sábado, 23 de mayo de 2015

CAPÍTULO 381. ESCENA 5 
En cuanto don Anselmo se enteró de que ya había llegado la carreta con los viajeros, bajó a la plaza en busca del joven diácono que iba a pasar unas semanas bajo su custodia.
El viejo párroco se detuvo frente a la carreta buscando al joven sacerdote. Tan solo se encontraba un muchacho en camisa de tirantes que le observaba con atención. Tan solo entonces pensó que aquel debía de ser su joven diácono.
-¿Gonzalo? –le preguntó al joven que asintió-. Sin duda es usted hijo, no… no hay otro forastero en la diligencia. ¿Se encuentra bien? Ya me han contado lo sucedido.
 -Padre, bien hallado –confesó Gonzalo tratando de quitarle importancia al accidente-. No ha sido nada. Una zarabanda más que Dios nos pone en el camino para que no nos adormilemos.
Don Anselmo asintió levemente y le indicó el camino para que le acompañase a la casa parroquial.
-Desde luego amigo mío. No ha podido elegir mejor sitio que Puente Viejo si no quiere aburrirse. ¿Fue azar lo que le trajo a nuestro pueblo?
Gonzalo echó una última ojeada, cargada de nostalgia, a la plaza antes de abandonarla.
-Padre, ya lo sabe En esta vida nada viene por azar.
Tras llegar a la casa parroquial, don Anselmo le enseñó a Gonzalo el que iba a ser su nuevo hogar en las próximas semanas.
-Instálese a su gusto, Gonzalo –le indicó el sacerdote entrando en el cuarto que tenía preparado para él. Le dejó unas ropas plegadas sobre la cama-. Temo que mis ropas le vengan muy grandes pero un parroquiano me ha prestado estas que de seguro son de su talla. Pronto recuperaremos su equipaje y por lo tanto su hábito.
Gonzalo se quitó la bolsa de tela que había podido recuperar de sus pertenencias.
-Éstas me harán el apaño, gracias.
-Lávese un poco y reúnase conmigo cuando esté listo –continuó don Anselmo con gesto sombrío-. Yo… marcho ahora. He de preparar una misa en memoria de una buena mujer que nos dejó hace ya tiempo. Dios la tenga en su gloria.
Gonzalo comenzó a desvestirse. La camisa estaba completamente manchada de tierra y tenía que asearse.
-Por su pena intuyo que era querida por usted –se dio cuenta enseguida del dolor que sentía el párroco.
-Lo más parecido a una hija que un sacerdote pueda tener –dijo a duras penas, con un nudo en la garganta-. Una mujer de raza, y la mejor partera que hemos tenido nunca.
 El joven se envaró al escuchar aquella palabra.
-¿Partera? –repitió sintiendo un escalofrío.
-Sin duda oirá hablar de ella por aquí pues era de todos conocida –continuó don Anselmo con la mirada triste-. Pepa, era su nombre.
Al escuchar ese nombre, el corazón de Gonzalo dio un vuelco.
-Y… y esa tal Pepa… ¿ha muerto? –se atrevió a preguntar.
-Años ha –confirmó don Anselmo-. Que en paz descanse.
Gonzalo se volvió hacia otro lado, consternado. No quería que su nuevo mentor se diese cuenta de que estaba afectado.
-¿Cómo fue esa desgracia, padre? –inquirió tratando de contener las lágrimas.
-No es bueno recordar el cómo, hijo, tan solo que sucedió –contestó con ambigüedad.
-¿Fue cosa tan terrible para no querer hablar de ello? –se volvió de pronto. No podía quedarse sin respuestas. No ahora después de tanto tiempo.
 -Terrible. En efecto. Es mejor no remover el pasado. Hay historias que es preferible dejar que duerman porque si despertasen…
-Si despertasen… ¿qué? –quiso que continuara el sacerdote pero don Anselmo no estaba por la labor. El recuerdo de Pepa era demasiado doloroso a pesar del tiempo que había transcurrido desde el día de su muerte.
-Pues que causarían no poco dolor –concluyó el viejo cura queriendo cambiar de tema-. Lo dicho hijo, descanse un rato y reúnase conmigo para la cena.
-Gracias.
Don Anselmo salió del cuarto y tan solo cuando Gonzalo se quedó a solas fue capaz de reaccionar.
-No puede ser.
Se detuvo ante el espejo y observó su reflejo en él. Le devolvió su mirada limpia y llena de lágrimas por lo que acababa de descubrir.
 Un recuerdo de tiempo atrás volvió a su mente con viveza. Aquel día en que jugaba con otros niños junto a la ribera del río y se hizo daño. Enseguida, Pepa la partera acudió a ver que le había sucedido. Así fue como descubrió que el pequeño Martín tenía tres lunares en la espalda. Tres lunares como ella. Tres lunares como Gonzalo.
 Al recordar aquel instante, Gonzalo no pudo reprimir más sus emociones.
-Madre, tanto tiempo y… y al fin no podré encontrarte –las lágrimas bañaron su rostro al comprender que había llegado tarde.

CONTINUARÁ...





No hay comentarios:

Publicar un comentario