miércoles, 31 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 20 
María se disculpó con Candela y su abuela al llegar al Jaral. Esa noche no se encontraba muy bien y prefería darle la cena a Esperanza y después irse a dormir, directamente.
Gonzalo todavía no había vuelto de faenar y le esperaría en el cuarto. Por más que Rosario insistió en que tomase algo de cena, su nieta rehusó hacerlo. En ese momento no tenía cuerpo para tomarse nada.

-¿Quieres que llamemos al doctor Mendizabal? –le sugirió Candela, preocupada por la palidez de su rostro.
-No es necesario, Candela –quiso tranquilizar a la buena mujer-. Habré cogido algo de frío durante el paseo, será eso. Tan solo necesito descansar. Mañana seguro que estaré como nueva.
-Al menos deja que te lleve un vaso de leche caliente con miel –insistió Rosario; que ya tenía la mesa puesta para la cena-. Te templará el cuerpo.
-Más tarde, abuela –contestó María, que solo tenía ganas de meterse en el cuarto-. Voy a acostar a Esperanza y luego le pido a Matilde que me lo suba –posó su mano sobre el brazo de su abuela-. No se preocupen y cenen tranquilas.
-¿Y qué hacemos, esperamos a Gonzalo y a Tristán para cenar? –insistió la abuela, quien veía como la cena se le iba a enfriar-. Ya deberían estar aquí.
-Se habrá retrasado el cargamento que estaban esperando –le disculpó su esposa, sin darle mayor importancia-. Guárde un plato y luego se lo calienta. Ya sabe que a mi tío Tristán le gusta que esté bien caliente. Me disculparan con ellos, ¿verdad?
La joven se despidió de ambas mujeres y acudió a la cocina donde le pidió a Matilde, la doncella, que le calentase el biberón para la niña y que luego le preparase el baño a ella, en su alcoba. La doncella obedeció al instante.
Minutos después, María subió con Esperanza al cuarto de la niña.
A pesar de hallarse ya en casa, segura con los suyos, la joven seguía sintiendo aquella desazón que le producía escalofríos por todo el cuerpo. No podía apartar de su mente aquella mirada extraña, aquellos ojos pidiéndole que no le delatase. ¿Pero, por qué? ¿Qué hacía el Anarquista oculto en aquella zona del bosque? ¿Les estaba siguiendo a ellas o había sido pura casualidad encontrarle allí?
Miró a su hija y el hielo que había envuelto su alma se fue derritiendo. Esperanza estaba bien, y eso era lo único importante. Por un instante pensó que algo malo iba a sucederle a la niña… sin embargo, aquel enmascarado las había dejado marchar sin mayores consecuencias.
Esperanza se tomó el biberón completo, tumbada sobre su cuna y ajena a todo lo sucedido. Para ella había sido una tarde de paseo por el campo, al aire libre y sin sobresaltos. Apenas le quedaba un dedo de leche cuando cayó dormida. María la observó unos segundos.
-Dulces sueños, mi bien –le susurró dándole un beso en su suave mejilla.
Dejó la puerta medio abierta y entró en su alcoba, donde se encontró el baño ya preparado. Suspiró, soltando la tensión acumulada hasta entonces.
Se despojó de la ropa y se metió en la bañera, dejando que la calidez del agua inundase su cuerpo. Necesitaba quitarse aquel frío que recorría su interior. El frío del miedo. Cerró los ojos, queriendo alejar de su mente lo vivido esa tarde. Sin embargo, la imagen de aquel hombre oculto entre los arbustos se empeñaba en salir a la superficie de sus pensamientos. Otro escalofrío.
De repente la puerta del cuarto se abrió y María abrió los ojos, espantada. Al ver a Gonzalo, suspiró aliviada.
-Buenas noches, mi amor –le saludó él. Llevaba la ropa de trabajar el campo y a la vista estaba de necesitar también un baño-. Siento el retraso. ¿Te encuentras bien? Candela me ha dicho que no has querido cenar y que estabas muy rara.
Se acercó a ella y se agachó para darle un suave beso sobre los labios. Un beso que calmó su miedo, manteniéndolo a raya. La presencia de su esposo era lo único que necesitaba para devolverle la seguridad. Gonzalo era su apoyo.
-No es nada –murmuró, más tranquila-. Ya les he dicho que debo de haber cogido algo de frío esta tarde pero seguro que mañana estoy como nueva.
Gonzalo fue hasta el armario y buscó ropa limpia que ponerse.
-¿Vas a bañarte luego? –le preguntó ella.
-Sí –respondió él-. Pero tranquila, que no me corre prisa.
Sin embargo María quiso terminar ya con el baño.
-¿Puedes pasarme la toalla esa de ahí, por favor? –le pidió señalando la cama, donde habían un par de toallas limpias.
Gonzalo cogió una de ellas, la más grande y regresó junto a la bañera. María se levantó, dejando que el agua gotease dentro de la bañera; se envolvió en la toalla y salió de allí ayudada por su esposo, quien acarició sus brazos desnudos una vez estuvo fuera. Gonzalo la miró unos instantes y ella enrojeció levemente.
-¿Qué pasa? –se atrevió a preguntarle.
 -Nada –respondió él con voz suave, sin apartar la mirada. Una mirada llena de amor-. Que cada día estas más hermosa, mi amor.
Sus palabras inundaron de calidez su cuerpo. En ese instante solo quería que Gonzalo la abrazase con fuerza, sentir su calor. Su protección. Sin pensárselo dos veces, tomó la iniciativa y le abrazó, sin importarle que sus ropas estuviesen manchadas de tierra y ensuciasen la toalla. La joven aspiró levemente el olor de su piel.
En un primer momento, aquel gesto tomó por sorpresa a Gonzalo, quien enseguida se dejó llevar y la envolvió entre sus brazos.
-¿De verdad estás bien, María? –le susurró al oído, mientras ella apoyaba la cabeza sobre su cuello-. Me estás preocupando. ¿Te ha ocurrido algo?

Se separó lentamente de él y tragó saliva.
-Estoy bien. Solo necesitaba un abrazo.
Gonzalo sonrió.
-Si es solo eso puedes abrazarme cuanto quieras.
Con el ánimo más calmado, la joven le besó en los labios, suavemente. Gonzalo le rodeó la cadera con sus manos.
-¿Te he dicho alguna vez que te quiero? –le preguntó ella, apoyando su frente en la de él.
Su esposo pareció pensárselo.
-Ummmm… puede –respondió con ambigüedad, haciéndose el interesante. Le acarició la mejilla, todavía mojada por el agua-. Pero me gusta escuchártelo decir.
-Te quiero –repitió María, sintiendo que esas palabras la llenaban de vida.
-Y yo a ti, mi vida –le confesó Gonzalo, antes de volver a besarla-. Pero ahora tengo que bañarme… a no ser que quieras volver meterte conmigo.
Por un momento, María dudó. Pero finalmente decidió no hacerlo.
-Otro día –le dijo.
Mientras Gonzalo se quitaba la ropa para bañarse, María se cambió tras el biombo colocándose el camisón.
-Y tú, ¿dónde has estado hasta ahora? –le preguntó ella, queriendo mantener la mente ocupada en otros asuntos.
-Estuve con mi padre en las tierras que lindan con las de la Montenegro, esperando el cargamento de abono que llegaba hoy –explicó Gonzalo, enjabonándose el cuerpo-. Luego, como aún era pronto nos acercamos hasta la casa de comidas para tomar un chato con tu padre.
-¿Y cómo están? –María salió del biombo y se sentó en la cama-. Hace un par de días que no les he visto y eso que hoy he estado en la plaza; pero con Isabel allí no era el momento de entrar a saludar.
-Pues andan ocupados con las ideas de tu padre. Se le ha metido, entre ceja y ceja, que quiere cultivar viñas, y a tu madre no le parece bien. Cree que no es un negocio próspero y que solo les traerá dolores de cabeza. Al final les hemos dejado allí, discutiendo por el asunto.
-Nada grave, espero –dijo la joven, preocupada.
-Ya sabes que no. Tus padres saben cómo solventar estos pequeños desacuerdos –Gonzalo salió de la bañera y María le tendió la otra toalla.
Por un instante se quedó mirando el cuerpo desnudo de su esposo y una oleada de calor le inundó el pecho, sonrosándole las mejillas. Llevaban cerca de un año de casados; yacían juntos cada noche y sin embargo, contemplar su desnudez le seguía avergonzando.
Ajeno a ese sentir, Gonzalo se secó y se puso el pantalón del pijama.
-¿Y a ti que tal te ha ido con Isabel? –se acuclilló ante María, que seguía sentada sobre la cama-. ¿Has logrado que te contase algo?
Su esposa tragó saliva. Recordar el paseo con Isabel le trajo de nuevo a la memoria la presencia del Anarquista.
Gonzalo le cogió las manos y se asustó al percibirlas heladas.
-¿Estás bien, mi amor? Tienes las manos heladas.
-Sí, es solo que tengo frío –mintió María. No podía contarle lo ocurrido. Por alguna extraña razón, no se atrevía a decirle que el enmascarado había estado espiándolas.
-Métete en la cama –le pidió Gonzalo, ayudándola a levantarse-. Voy a traerte un vaso de leche caliente que de seguro te sentará bien.
María obedeció. Se metió en la cama y esperó que su esposo regresase.
Sus pensamientos volaron a esa tarde. Se sentía mal por no decirle a Gonzalo la verdad. Algo se lo impedía. ¿Pero el qué? Decirle que el Anarquista las había estado espiando en silencio no serviría de nada; sino todo lo contrario, le pondría sobre alerta y se preocuparía por algo que ya no tenía remedio. No. No podía decírselo.
Poco después él regresó llevando una bandeja con el tazón de leche caliente y unas pastas. Lo dejó sobre la mesita.
-Esto te vendrá bien.
Gonzalo le pasó el vaso y María se lo tomó sin rechistar. El líquido caliente reconfortó su cuerpo al instante. Sin embargo era su espíritu el que andaba gélido. Y ese era más complicado reconfortarlo.
Después de dejar la bandeja en otra mesa, Gonzalo se metió en la cama con ella. Su esposa se abrazó rápidamente a él. Solo su contacto conseguía sosegarla.
-Bueno, vas a contarme de una vez cómo te ha ido con Isabel –insistió él, acariciándole brazos.
-Pues… no he podido sacar mucho en claro –respondió María, entrelazando su mano con la de Gonzalo-. No estoy segura de que viese algo, la verdad. Lo único que me dijo es que está muy enamorada de Bosco.
María se mordió el labio inferior. ¿Por qué no le contaba sus sospechas? ¿Por qué no le decía que estaba segura que Isabel conocía la relación entre Bosco e Inés? ¿A qué venía la falta de confianza con Gonzalo cuando siempre lo hablaban todo?
Algo en su interior le pedía a gritos que guardase ese secreto.
-Igual te confundiste –continuó él, jugueteando con los dedos de María-. Posiblemente Isabel no llegara a ver nada en la cocina.
María no respondió.
-Lo que no te conté es que, Isabel, durante la fiesta me dijo que doña Francisca había ido a la capital a pasar las Navidades y de paso a hacer negocios con el arquitecto Ricardo Altamira.
La joven sintió como el cuerpo de Gonzalo se tensaba bajo el suyo al escuchar aquel nombre que tan malos recuerdos le traía.
-¿Estás segura que dijo eso? –quiso confirmar su esposo.
-Sí, porque le recordaba como el arquitecto de las obras del ferrocarril.
Gonzalo se quedó callado un instante.
-Entonces estábamos en lo cierto –repuso con seriedad-. La señora se encontró con el arquitecto poco después de mi visita. ¡Qué casualidad que luego cambiase el proyecto!
María posó la mano sobre el pecho de Gonzalo para tranquilizarle.
-Eso parece, Gonzalo. Pero no podemos hacer nada. No hay manera de demostrar que tengan algo que ver. Los negocios de la señora con el arquitecto pueden ser cualquier otra cosa.
-Nosotros sabemos que no –le cortó su esposo con seguridad-. La mano de esa víbora está detrás del cambio del trazado de las vías.
María se encontraba demasiado cansada para rebatirle. Era de la misma opinión que Gonzalo. Todo indicaba que la Montenegro había hecho tratos con aquel arquitecto. El problema era cómo demostrarlo. Desafortunadamente parecía que no había manera de hacerlo.
La joven se apartó un poco de Gonzalo y alzó la mirada hacia él.
-¿Por qué no dejamos este asunto para mañana, mi amor? –le pidió ella-. Seguro que lo vemos de otro modo.
Gonzalo accedió. Él también estaba cansado y tan solo quería cerrar los ojos y dormir abrazado a María.
La besó suavemente en los labios, dándole las buenas noches y apagó la luz. El cuarto se sumió en una penumbra donde la única claridad provenía del reflejo de la luna llena, que brillaba esa noche sobre el firmamento.
 CONTINUARÁ...


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