CAPÍTULO 13
Cuando María regresó al Jaral era casi de
noche. Le extrañó encontrarse la casa tan silenciosa ya que a esas horas era
normal ver a su abuela o a Candela preparando la mesa para la cena. Sin embargo
esa noche, no había nadie en el salón.
Mientras subía a su alcoba se preguntó si
Gonzalo habría llegado ya. Al abrir la puerta se quedó en el umbral unos
segundos, contemplando la escena que tenía ante sí, y sonrió, enternecida.
Gonzalo estaba tumbado, cómodamente, sobre
la cama con Esperanza sobre él. La niña reía a carcajadas mientras su padre le
hacía cosquillas.
-¿A qué sí? ¿Quién es la niña más bonita de
toda la comarca? –le estaba diciendo el joven, que no se había dado cuenta de
la llegada de María.
-Pero bueno. Tenemos fiesta y no me habéis
invitado –se quejó su esposa, interrumpiendo el momento, con una gran sonrisa.
Gonzalo alzó la mirada hacia ella; una
mirada llena de felicidad.
-Te estábamos esperando –le dijo a María,
sosteniendo a la niña, sentada sobre su pecho-. Mira quién ha venido,
Esperanza.
La pequeña se volvió al oír la voz de su
madre.
-Ma-má –balbuceó alargando sus bracitos para
que María la cogiera.
-Ven aquí mi niña –la cogió su madre dándole
un beso en la frente-. ¿Me has echado de menos?
Esperanza comenzó a jugar con el pelo de María,
uno de sus entretenimientos favoritos.
-¿Cómo ha ido la tarde, cariño? –le preguntó
Gonzalo, sentándose en la cama-. Creía que llegarías más temprano.
-Esa era la idea –le confesó ella soltando
un suspiro mal disimulado-. Pero decidí pasarme antes por la Casona a hablar
con Inés –Gonzalo frunció el ceño, preocupado. Aunque hacía mucho tiempo que su
esposa había dejado de estar bajo el yugo de la Montenegro, no le hacía ninguna
gracia saber que había estado en su casa-. Llevo días queriendo hacerlo.
-¿Y… lo lograste?
Antes de responder, María se sentó a su
lado. Esperanza crecía tanto que su madre no podía aguantar con ella tanto
tiempo de pie. Por su parte la niña continuaba entretenida con el cabello de
María.
-Al principio se cerró en banda, como
siempre ha hecho, hasta que la enfrenté abiertamente y se derrumbó.
-¿Te lo ha contado todo? –se sorprendió
Gonzalo, acariciando uno de los brazos de su hija con el dorso de la mano,
mientras escuchaba a María.
-Así es –le confirmó, con seriedad-.
Francisca la tiene amenazada, por eso no puede marcharse de la Casona. Al
parecer se llevó unas joyas de su madrastra y la señora lo descubrió;
amenazándola con denunciarla a los civiles si se marcha de la Casona.
-No lo entiendo –Gonzalo ladeó la cabeza-.
Sabiendo eso, ¿no sería más sencillo echarla?
-Conozco bien a Francisca –repuso María con
una triste sonrisa-. Ella piensa de manera diferente al resto. Si la deja
marchar, sabe que Inés vendría corriendo a refugiarse al Jaral, junto a la
gente que la quiere. Además, retenerla en la Casona es su particular manera de
hacerle daño también a Candela; manteniéndola lejos de ella.
Gonzalo asintió, comprendiendo. Su abuela
nunca permitiría que Inés se reuniese de nuevo con Candela, su único familiar.
-¿Y de su relación con Bosco, te ha dicho
algo?
María suspiró, preocupada por ese asunto.
-Me ha dicho que le ama, pero que ha roto
con él. No sé hasta qué punto es fuerte su determinación.
Gonzalo se mordió el labio, pensativo.
-¿Vas a contarle esto a Candela? –le
preguntó de pronto.
-No sé qué hacer –le confesó ella,
acariciándole el cabello a Esperanza-. Por un lado, pienso que debería de saber
qué es lo que ocurre con su sobrina. Me gustaría sacarla de su error porque
piensa que Inés no la quiere. Sin embargo… qué ganamos contándole que la señora
la tiene amenazada. Eso solo aumentaría su sufrimiento.
Su esposo asintió, comprendiendo.
-Pienso que lo mejor es esperar –continuó
María con sensatez-. Le he dicho a Inés que buscaremos la manera de ayudarla,
ahora que sabemos lo que realmente ocurre.
-Me parece buena idea –la apoyó Gonzalo,
haciéndole caritas raras a la niña, que volvió a reírse.
María sonrió.
-¿Ya ha cenado? –le preguntó a su esposo.
-Sí, se lo ha comido todo –la informó él-. Y
antes la he bañado.
-Por eso está ella tan contenta –comprendió
María, dejando que Esperanza le tocase la cara con sus manitas-. Porque su
padre la ha bañado y le ha dado de comer. ¡Anda que no es lista mi niña!
-Eso es lo que quiere la muy tunanta
–Gonzalo se levantó de la cama-. Que estemos al pendiente de ella.
-Pues es hora de irse a dormir, Esperanza
–le dijo su madre, levantándose también.
Con ese sexto sentido que tienen los niños,
su hija pareció entenderlo y comenzó a fruncir el ceño, queriendo llorar.
-Mientras tú te encargas de llevarla a su
cuarto yo traigo la cena –dijo Gonzalo.
-¿Y tu padre, Candela y mi abuela? –preguntó
su esposa, recordando que no les había visto al llegar.
-Mariana les ha invitado a cenar, a los tres.
Tu tía tenía antojo de comer uno de los guisos de tu abuela y se han ido a
cenar a su casa.
-Me parece muy bien. Voy a acostar a
Esperanza.
Gonzalo le dio un beso de buenas noches a su
hija, que se removió entre los brazos de María, incómoda por las cosquillas que
le hacía la barba de su padre.
María llevó a la niña a su cuarto, situado
frente al suyo, y la metió en la cuna grande. Al principio, Esperanza quiso
llorar, dejando claro que no quería dormir. Pero su madre le acarició el
cuerpecito mientras le susurraba una nana de las que Emilia le cantaba a ella
de pequeña.
Pajarito que cantas
en el almendro
No despiertes al
niño que está durmiendo
Pajarito que cantas
en la luna
No despiertes al
niño que está en la cuna
Casi al instante, acunada por su dulce voz, su
hija se quedó dormida.
Al regresar al cuarto, María se llevó una
agradable sorpresa. La luz eléctrica había sido sustituida por velas, como
antaño, dejando la alcoba en semipenumbra; en un ambiente de intimidad
perfecto.
Gonzalo estaba de pie, junto a la mesa del
rincón donde estaba servida la cena, descorchando una botella de vino.
-¿Y esto? –preguntó su esposa, acercándose a
él y acariciándole el brazo-. Creía que cenaríamos en el comedor.
-He pensado que ya que estamos solos… pues
mejor aquí.
María le dio un suave beso en los labios,
dándole a entender que le parecía perfecto el cambio.
Su esposo, retiró una silla hacia atrás,
indicándole que se sentase.
-Gracias –dijo la joven, encantada con aquel
gesto tan caballeroso.
Gonzalo tomó asiento en la otra silla, junto
a ella.
-Espero que te guste, porque Rosario no nos
ha dejado preparado nada, así que he tenido que cocinar yo mismo.
María observó el plato del centro: una
tortilla de patatas.
-Don Anselmo siempre decía que las hacías
muy buenas –declaró ella, sirviéndose un trozo en su plato.
-Las mejores tortillas de patatas de toda la
selva amazónica eran las mías –repuso Gonzalo orgulloso, cortando un trozo para
él.
María sonrió, divertida.
-Mi amor, no creo que en el amazonas hayan
muchos que preparen tortilla de patatas –se llevó un trocito a la boca-.
¡Mmmmm! ¡Riquísima!
Gonzalo entrecerró los ojos mientras llenaba
los vasos de vino.
-¿Estás de chanza? –le preguntó, sin saber
si su esposa se estaba burlando de él o por el contrario, le gustaba la cena.
-No estoy de chanza –y se llevó otro trozo
pequeño a la boca, saboreándolo. Estaba más hambrienta de lo que pensaba-. Me
encanta. Es más, creo que a partir de mañana la cena la prepararás tú todas las
noches.
-Tendrás queja de mi tortilla de patata –se
defendió Gonzalo, llevándose un trozo a la boca-. Acaso tengo que recordarte,
mi vida, cómo son las tuyas.
María le lanzó una mirada asesina.
-¿Qué tienes que decir de mis tortillas,
cariño? –inquirió ella-. No ganaría ningún concurso pero estaba hecha con mucho
amor. Y que me entere yo que dices lo contrario.
Ambos recordaron aquel concurso de tortilla
celebrado dos años antes en el pueblo, cuando sus encuentros a escondidas eran
los únicos momentos de felicidad de los que podían disfrutar.
-Ya sabes que de mi boca solo saldrán
halagos hacia mi adorable esposa –respondió él, bebiendo un poco de vino y
siguiéndole el juego. Sus ojos brillaron, iluminados de felicidad.
María se preguntó si se podía ser más feliz.
La respuesta era clara: No. Su vida desde que se había mudado a vivir al Jaral
había cambiado totalmente; ahora estaba llena de luz y alegría. Y todo se lo
debía a Gonzalo y a Esperanza, quienes llenaban cada momento con su sola
presencia.
¡Qué distintas habían sido las cosas en la
Casona!, donde los recuerdos de la infancia se mezclaban con el dolor sufrido.
Al recordar aquel tiempo pasado, vino a su mente el último encuentro con la
Montenegro.
-¡Ah! –dijo de pronto, tras tomar un sorbo
de vino-. Casi lo olvidaba. Antes de salir de la Casona me encontré con
Francisca y tuvo el “bonito detalle” de invitarnos a la pedida de mano de
Isabel Ramírez. No le dije directamente que no, pero supongo que no querrás
asistir.
Gonzalo se limpió la boca con la servilleta.
-¿A la pedida de mano de la nieta del
gobernador? –repitió, como si no hubiese escuchado bien-. Supongo que lo habrá
hecho para quedar bien con don Federico.
-Eso mismo le dije yo –María se terminó el
último trozo de tortilla, del plato.
-¿Pues sabes qué? Creo que deberíamos
asistir.
La propuesta de Gonzalo tomó a la joven por
sorpresa.
-¿Y eso? –le preguntó-. Creía que estas
cosas no te interesaban.
-Y no me interesan –le confirmó su esposo-.
Pero… tratándose de la nieta del gobernador, debemos acudir. No me gustaría que
don Federico pensase que le hacemos un desplante. Mejor tenerle de buenas;
bastante es que se niegue a revisar el proyecto. Si rechazamos la invitación es
como si estuviésemos despreciándole, abiertamente.
María asintió. Su esposo tenía razón. Mejor
tener al gobernador contento. Nunca sabían cuándo podrían necesitarle de
verdad.
-Entonces mañana mismo, sin falta, le
confirmo nuestra asistencia a la Montenegro –repuso la joven-. ¡La gracia que
le va a hacer!
Gonzalo sonrió, divertido. Cualquier cosa
que molestase a su “querida abuelita” era bienvenida.
-Bueno, ¿y por qué no cambiamos de tema? –le
propuso su esposo.
El joven se levantó y le tendió la mano a
María. Ella se la dio, siguiéndole. ¿Qué pretendía?
-¿Y de qué quieres hablar? –le preguntó
María, sintiendo un agradable cosquilleo por todo el cuerpo. El vino
comenzaba a surtir efecto-. ¿Acaso ha
llamado Aurora en mi ausencia?
Gonzalo la atrajo hacia sí, sonriendo y le
apartó un poco el pelo del cuello, con delicadeza, dejándole la piel visible.
-No –le susurró, acercándose. María se
estremeció al sentir su aliento sobre su cuello, antes de que sus suaves labios
rozaran su piel-. Mi hermana no ha llamado.
-¿Entonces? –logró balbucear ella, cerrando
los ojos, a punto de perder la voluntad.
-Estaba pensando en otra cosa –dijo
finalmente su esposo, mientras seguía depositando pequeños besos sobre su
cuello, acercándose lentamente a sus labios.
-Ya lo veo –murmuró María, justo antes de
que sus labios se rozasen.
El calor inundó su cuerpo. ¿Era por el vino
que había tomado o por el deseo que se apoderaba de ella cada vez que Gonzalo
la besaba?
Retrocedieron lentamente hasta la esquina de
la cama. Con delicadeza, su esposo fue bajándole la cremallera del vestido,
rozándole la piel de los brazos con ternura; un simple gesto que le sacudía el
cuerpo.
Mientras, María hacía lo propio desabrochándole
la camisa. La retiró, con cuidado, dibujando los contornos de su torso desnudo.
Los besos se volvieron más intensos, más
anhelantes. Oleadas de fuego que les quemaban por dentro, como un mar
embravecido. Un mar que se alimentaba de la cercanía del otro.
A pesar del tiempo que llevaban juntos,
María aun enrojecía cuando su esposo la contemplaba desnuda. Sus miradas se
cruzaron un instante, confesándose en silencio cuanto se necesitaban el uno al
otro.
Las manos de Gonzalo, cual pincel,
recorrieron su cuerpo, convertido en lienzo, dejando plasmado en él todo el
amor que sentía por ella. Un amor que les hacía más fuertes y gracias al cual
superarían cualquier adversidad que pudiese depararles el destino.
Después de entregarse el uno al otro, se
quedaron dormidos, abrazados.
Como un solo ser.
CONTINUARÁ...
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