miércoles, 17 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 14
La noticia de que Bosco e Isabel estaban comprometidos se extendió como un reguero de pólvora. No se hablaba de otra cosa que no fuese la fiesta que tendría lugar en la Casona, en unos días, para celebrarlo.
Dolores Mirañar fue una de las que más disfrutaban con el evento, intentando sonsacar a quién fuese, si sabía algo de quienes estaban invitados a tal evento, si ya habían confirmado su asistencia o no; y si los novios tenían fecha para la boda. Aunque lo que más le preocupaba a la madre del alcalde era si doña Francisca les invitaría a ella y a Pedro, en consideración por quienes habían sido en el pasado.


Mientras, la vida en Puente Viejo continuaba, tan solo alterada por las noticias que llegaban de las obras, donde afortunadamente no había que lamentar ningún accidente más, a pesar de algunos desprendimientos aislados. En la Casona los días pasaban con rapidez y cuando quisieron darse cuenta llegó el día de la pedida de mano.
Desde muy temprano todos los empleados se pusieron a trabajar como nunca. Todo tenía que estar perfecto para la fiesta, ya que no todos los días se comprometía el heredero de la señora con la nieta del gobernador. Y la Montenegro no escatimó ni un duro para la celebración.
Las doncellas se habían pasado los días previos sacando brillo a la vajilla, quitando el polvo y limpiando todos los ventanales de la casa. No podía quedar ni un solo rincón sin limpiar. La orden de la señora había sido bien clara, quería que la Casona vistiese sus mejores galas, dignas del mismísimo rey.


A la hora señalada, fueron llegando los primeros invitados, entre quienes se encontraban familias de renombre de la comarca, como eran los Giménez-Díaz, conocidos por su próspero negocio del cuero; o los Altava, encargados de la fábrica eléctrica. También acudieron los alcaldes de los pueblos vecinos de Munia, Villalpanda, la Puebla y Otero, y por supuesto la familia Mirañar al completo, en representación del pueblo. Otros que tampoco faltaron fueron los principales representantes de la Guardia Civil.
Por parte del gobernador acudieron amigos de la capital que se habían desplazado hasta Puente Viejo tan solo por acompañar a la nieta de don Federico en ese momento tan importante. Se trataba de varias familias con quienes mantenían una relación de amistad desde hacía muchos años. El hecho de haberse criado con su abuelo y haber perdido a sus padres a tan temprana edad convertía a Isabel en alguien a quién se le cogía cariño enseguida.
Doña Francisca, Bosco, Isabel y don Federico, esperaban en la entrada de la Casona, atendiendo a los invitados y dándoles la bienvenida.
María y Gonzalo llegaron del brazo. Ambos vestían también sus mejores galas. Gonzalo un traje grisáceo similar al que lució el día de la puesta de la primera piedra de las obras del ferrocarril y María un vestido anaranjado, de caída suave que estilizaba su figura.
Cuando la Montenegro les vio, apretó los labios, manteniendo su sonrisa, aunque se percibía claramente que la presencia de su nieto y la que fuera su ahijada, no le agradaba en absoluto. Cuando recibió la respuesta de María, confirmándole que asistirían a la fiesta, la señora rompió la misiva en pedazos pequeños. Ese día el dolor de cabeza no le abandonó ni un instante. En mala hora se le había ocurrido invitarles.


-Señores Castro –les saludó don Federico con sincera amabilidad cuando les llegó el turno. El hombre vestía un traje de militar, de su época en el ejército-. Me alegro mucho que hayan podido venir.
-Don Federico –saludó Gonzalo, tendiéndole la mano-. Es un placer asistir a la pedida de mano de su nieta. No nos la perderíamos por nada del mundo –y le lanzó una mirada retadora a doña Francisca.
La señora mantuvo su sonrisa pero no contestó a su provocación.
-¿Y don Tristán? –inquirió el hombre, sin poder ocultar su decepción-. ¿No viene con ustedes?
-Mi padre le manda sus más sinceras disculpas, don Federico –le disculpó Gonzalo-. Pero le era imposible asistir.


La Montenegro apretó los labios. Solo hubiesen faltado su hijo Tristán y la confitera en la fiesta para terminar de amargarle el día.
Por su parte, el gobernador asintió, apesadumbrado pero enseguida recuperó su jovialidad.
-Querida María –saludó entonces el abuelo de Isabel a la esposa de Gonzalo, reconociéndola de tiempo atrás, cuando era ella la que viajaba a Madrid con la Montenegro-. Cuanto me alegro de volver a verte. Cada día más hermosa –se volvió hacia Gonzalo-. Cuídela bien, señor Castro. Esta mujer es oro molido.
-Eso no tiene ni que decirlo –respondió el joven, besándole la mano a María con cariño. Ella sonrió. Las mejillas se le sonrojaron por el cumplido de ambos-. No podía haber encontrado una compañera mejor para pasar el resto de mi vida.
-Se le nota muy enamorado, señor Castro –intervino Isabel; y cogió a Bosco del brazo-. Espero que nuestro matrimonio sea tan feliz como el suyo.
Bosco forzó una sonrisa. A él tampoco le agradaba la presencia de la pareja en la fiesta, pero debía mantener las formas.
-Seguro, Isabel –dijo María, quien recordaba a la muchacha de cuando eran pequeñas-. Y debo añadir que también los años te han convertido en una mujer de gran belleza.
La prometida de Bosco había elegido para la ocasión un vestido rosado de tirantes y con bordados de lentejuelas. Llevaba el pelo recogido en un moño y una cinta adornaba su frente, enmarcando su angelical rostro.
-Gracias –contestó Isabel, agradecida por el cumplido-. Aunque nada comparada contigo. Recuerdo que ya de pequeña eras la más guapa de las dos –se volvió hacia doña Francisca-. No me había dicho que María estaba en el pueblo. Con lo bien que nos los pasábamos cuando venía a la capital. ¿Lo recuerdas?
-Sí –afirmó María, con poco entusiasmo-. Bellos recuerdos del pasado.
-¿Y cómo es que no viniste con doña Francisca las Navidades pasadas?
La pregunta de Isabel creó una gran tensión entre los presentes, que se miraron, pensando qué responder.
-Estaba ya casada –respondió María con tranquilidad.
-Será mejor que paséis al salón –habló Bosco por primera vez, incómodo ante la situación-. Hay más invitados que tenemos que atender y es mejor no hacerles esperar.
Isabel captó el tono ácido de su voz. Miró alternativamente a su prometido y a los señores Castro. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Acaso su relación no era tan buena como ella pensaba? Entonces recordó un comentario de doña Francisca el día que llegó al pueblo; le había dicho que su relación con los dueños de la casa de aguas no era tan buena como le gustaría.
De manera que eso era, se dijo la joven. La relación entre María y la Montenegro se había deteriorado. ¿Pero por qué? Isabel se prometió averiguarlo.
Mientras los anfitriones seguían recibiendo a los invitados, Gonzalo y María pasaron al salón, junto al resto de los presentes que tomaban buena cuenta de las delicias que habían preparado para el ágape.
Inés y Fe se encargaban, junto a otras doncellas, de atender a los presentes. La sobrina de Candela no podía apartar la mirada de los novios.
-Chiquilla –le llamó la atención su amiga, al pasar junto a ella con una bandeja llena de copas vacías-. Espabila y deja de mirar si no quieres que la seña te arranque los ojos como te pille.
-No me importaría –respondió Inés, con los ánimos por los suelos-. Sería la única manera de no verles así, tan felices con su compromiso.
Fe soltó un suspiro, mal disimulado.


-Un sopapo te daré yo si vuelves a dicir tamaña insensatez –le espetó perdiendo la paciencia-. Ea, será mejor que bajes a la cocina a por una bandeja de esas, que aquí los comensales tienen el buche vacío, por lo que estoy viendo. ¡Qué manera de tragar! Ni que no les diesen de comer en sus casas.
El comentario de la doncella consiguió sacarle una media sonrisa a Inés, quien marchó inmediatamente hacia la cocina.
María y Gonzalo se llevaron una sorpresa al encontrarse con Nicolás entre los presentes. El marido de Mariana había sido contratado para realizar las fotografías que inmortalizarían la pedida de mano. Por lo que les contó, conocía al gobernador de su estancia en Madrid, y el hombre al saber que ahora ejercía la profesión en Puente Viejo, no había dudado en contratar sus servicios.
María aprovechó que su esposo tenía con quién compartir el rato para acercarse a Isabel, quien ya atendía a los invitados dentro del salón.
-Isabel –interrumpió la conversación de la muchacha con un matrimonio de avanzada edad.
-Sí me disculpan –dijo la prometida de Bosco a la pareja, que asintió dejándolas solas.
-Quería felicitarte de nuevo –le reiteró María.
-Gracias. Menos mal que has venido –murmuró Isabel, acercándose a ella en gesto cómplice-. Ya no sabía cómo quitarme a los García de encima. Son encantadores, pero con unas ideas muy anticuadas y siempre tengo que morderme la lengua con ellos.


María sonrió. Ambas se acercaron a una de las mesas y tomaron una copa de champagne.
-Perdona si soy entrometida, María, pero me ha parecido que tu relación con Doña Francisca no es todo lo buena que era.
María tomó un sorbo de champagne, antes de responder.
-La señora y yo tenemos diferentes puntos de vista –respondió con ambigüedad-. Pero no es el momento de hablar de ello –trató de cambiar de tema-. Pero cuéntame, ¿cómo conociste a Bosco?
La mirada de Isabel se iluminó al hablar de su prometido.
-Fue durante las Navidades pasadas. Doña Francisca y él vinieron a pasar unos días a Madrid por un asunto de negocios y fue ahí cuando entablamos amistad.
-¿Asunto de negocios? –repitió María, con fingida indiferencia-. No sabía que la Montenegro tuviese negocios con tu abuelo.


-¡Oh, no! –respondió Isabel de inmediato-. Los negocios eran con un afamado arquitecto. Si no recuerdo mal creo que es el mismo que realizó el entramado de las vías del tren.
María asintió lentamente. Isabel acababa de confirmarle algo que ella y Gonzalo sospechaban desde un principio, que la señora tenía algo que ver con el cambio de trazado del proyecto; porque era mucha casualidad que se encontrase con el arquitecto y poco después éste cambiase los planes.
En otra de las mesas, cerca del despacho, Gonzalo cogió uno de los canapés cuando la Montenegro se acercó a él por detrás.
-Nunca terminas de sorprenderme, Martincito –le escupió con sorna. Siempre usaba el diminutivo de su verdadero nombre de forma despectiva-. No esperaba que tuvieses arrestos para presentarte en la fiesta, sabiendo que no eres bienvenido.
Gonzalo se volvió, mostrándole una gran sonrisa, burlona.
-Ya ve, querida “abuelita”, no quería perderme por nada del mundo ese gesto de contrariedad que tiene en el rostro desde que llegamos María y yo.
-Tan insolente como tu hermana –repuso la señora, casi sin mover los labios-. Por cierto, ¿sigue casada con ese… geólogo de tres al cuarto?
-Bien sabe que sí. Y muy feliz, por cierto.


-Pobre hombre –declaró ella con fingido pesar-, no sabe lo que ha hecho uniéndose de por vida a esa aspirante a médico.
-No piense que va a herirme con sus palabras envenenadas –le espetó Gonzalo, cogiendo una copa de champagne de la mesa. La alzó como si brindase con ella y se la llevó a la boca.
Francisca dio media vuelta y se alejó a saludar a otros invitados.
Inés había bajado a la cocina tal como le había ordenado Fe. Estaba revisando las bandejas que ocupaban toda la mesa, decidiendo cuál de ellas iba a coger cuando escuchó unos pasos bajando la escalera. Pensó que se trataría de alguien del servicio y no hizo caso, hasta que los pasos se detuvieron al llegar abajo y entonces levantó la cabeza. El corazón se le detuvo de golpe al ver a Bosco. Sentía la boca tan seca que apenas fue capaz de articular palabras.
-¿Necesita algo señor? –logró decir. Las manos le temblaban.
-Hablar contigo, Inés –dijo él, acercándose a la doncella-. Llevo días queriendo hacerlo y…
-No tenemos nada de qué hablar –Inés trató de apartarse de él. Cuanto más lejos le tuviera mucho mejor para los dos-. Si necesita que le suba algo al salón me lo dice y enseguida lo tendrá.
Bosco la cogió de los brazos, con fuerza, obligándola a detenerse.
-Lo que necesito es que me escuches.
Inés se desasió de él, con brusquedad.
-¡No tengo nada que escuchar! –le espetó, perdiendo los nervios-. Ya no tenemos nada más que decirnos. Usted ha tomado una decisión, así que respete la mía.
Bosco trató de acercarse a ella, pero no sabía cómo hacerlo.
-Si al menos dejases que me explicara –insistió él-, sabrías por qué lo he hecho.
-Porque ella es una muchacha de su mismo nivel, refinada y educada,  y yo no –le cortó la sobrina de Candela, mirándole a los ojos, sin ocultar el daño que sentía por su elección-. Esa es la verdad. Yo soy solo la criada con la que poder divertirse y pasar el rato, pero que no sirve para llevar al altar. No se preocupe, que ya conozco muy bien cuál es mi lugar en esta casa.
-Las cosas no son así Inés –le gritó Bosco, sacando el carácter de antaño, el que hacía temblar los cimientos de la Casona-. Si me he comprometido con Isabel es solo por complacer a la señora. Se lo debo. Si soy lo que soy es gracias a ella. ¿No lo entiendes?
-Sí, si lo entiendo –contestó ella, sin dejarse amedrentar-. Entiendo que prefieres el dinero a tus sentimientos.
-Eso no es así. Tú me conoces, Inés. Sabes que…
-¡No quiero escuchar nada más!


Inés trató de apartarse de él, pero Bosco la cogió de la cintura con fuerza, atrayéndola hacia sí. Sin pensárselo dos veces, la besó con ímpetu y ansiedad. Al principio, Inés se resistió, pero terminó cediendo a sus besos. Esos besos que anhelaba como el comer.
Se olvidaron de donde estaban hasta que un golpe seco procedente de arriba les devolvió a la realidad, separándolos de repente.
-¿Qué ha sido eso? –dijo Inés, asustada-. ¿Ha sido la puerta de arriba?
-No lo creo –Bosco trató de tranquilizarla, pero ni él estaba seguro. El ruido había sonado demasiado cerca-. Habrá sido una ventana mal cerrada.
Se acercó para volver a besarla; sin embargo, esta vez Inés estaba preparada y se lo impidió.
-No es el lugar, ni el momento –le apartó ella, con el corazón latiéndole con fuerza-. Tiene que regresar al salón a atender a los invitados y a su prometida que se estará preguntando dónde está.
Bosco no sabía si había logrado que Inés le perdonase. Algo había cambiado en el tono de la muchacha. Pero tenía razón, debía volver arriba con los de su clase. Ya tendría tiempo más tarde para saber si las cosas con ella habían cambiado.
En el salón de la Casona los invitados se reunían en pequeños grupos de conocidos, disfrutando de la velada mientras esperaban el momento de la pedida.
María y Gonzalo charlaban, animadamente, con Nicolás quien les estaba contando alguna anécdota vivida con los retratados esa noche. El fotógrafo reconocía a algunas personalidades de su época en la capital y conocía algunos secretos de ellos.


-¿Veis a ese de ahí? –se volvió disimuladamente, señalando con la mirada a un hombre de mediana edad, regordete, cuyo cabello negro relucía sin canas-. Lleva peluquín. Y ni su mujer lo sabe.
-¿Es eso posible? –le preguntó María, cogiendo otra copa de champagne.
-Yo no me pondría esa cosa tan horrible sobre la cabeza ni aunque estuviese completamente calvo –declaró Gonzalo, que tenía a su esposa cogida por la cintura mientras también daba cuenta del champagne.
 Lo cierto era que la señora no había escatimado ni un solo detalle, todo lo que habían servido era de excelente calidad. Lo mejor de la comarca.
-Como lo oyes –continuó Nicolás, volviéndose hacia ellos-. Se rumorea que de joven cogió una especie de…
María dejó de escucharle al ver a Isabel salir por la puerta que llevaba a las cocinas. La joven pasó como un torbellino, sin que nadie reparase en ella, y se dirigió hacia la parte trasera de la Casona, donde habían habilitado los baños.
María se preguntó si habría pasado algo porque por el semblante blanco de su rostro la nieta del gobernador parecía haber visto a un fantasma.
Al momento vio aparecer a Bosco por la misma puerta. El joven se recolocó la chaqueta y caminó hacia el centro de la sala para reunirse con doña Francisca, a quien le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
¿Qué estaba pasando?, pensó María. Aquella puerta solo conducía a un sitio, a la cocina. Y eso solo podía significar una cosa, que Isabel y Bosco habían estado juntos allí. ¿Habrían necesitado un momento de intimidad? ¿Era eso?
La puerta volvió a abrirse por tercera vez, y ahora fue María quién se quedó lívida, al ver aparecer a Inés, portando una bandeja.
Si Inés también estaba en la cocina...


-Cariño, ¿te encuentras bien? –le preguntó Gonzalo, asustado, viendo a su esposa palidecer-. ¿Quieres que salgamos a tomar el aire? Quizá tanto champagne…
-No, no –respondió ella, tranquilizándole con una sonrisa. Había recuperado el color de sus mejillas-. Me encuentro perfectamente, mi amor. No te preocupes. Es solo que he recordado una cosa y… ahora vengo.
-¿Estás segura? –insistió Gonzalo, que no parecía creerla.
-Sí –repitió ella; le acarició el rostro y le dio un furtivo beso de despedida-. Vengo en un momento.
Con cierto disimulo, María se acercó a Inés, como si estuviese interesada en probar las exquisiteces de la bandeja que llevaba. A su alrededor, la gente seguía charlando animadamente. Doña Francisca y el gobernador estaban en un rincón, junto a Bosco.
-Hola Inés –la saludó tratando de decidirse por un canapé-. ¿Qué tal estás?
-Bien señorita María –respondió la sobrina de Candela, que no sabía, qué tratamiento darle.
-¿Ha sucedido algo? –le preguntó María a bocajarro. No podía andarse por las ramas pues no tenía mucho tiempo para hablar con ella.
Inés levantó la mirada hacia la joven, sin ocultar su estupor, preguntándose cómo podía saberlo.
 -¿Algo como qué? –le devolvió la pregunta, inquieta. Tuvo que hacer un esfuerzo para que las manos dejasen de temblarle sino se le caería la bandeja.
María suspiró.
-He visto a Isabel salir de la cocina hace un momento y por la palidez de su cara creo que le ha ocurrido algo.
Aquellas palabras hicieron que Inés se tambalease ligeramente. María le cogió la mano para sostenerla.


-¿Qué es lo que sucede, Inés? –insistió, cada vez más preocupada.
La sobrina de Candela abrió la boca para responder, pero en ese momento se escuchó la voz de doña Francisca.
-Atención, por favor –dijo en voz alta la Montenegro; junto a ella, el gobernador se puso tieso, sacando pecho y Bosco cruzó los brazos por detrás-. Ha llegado el momento que todos estábamos esperando. En primer lugar, agradecerles a todos su presencia en este momento tan importante; y en segundo lugar… -se volvió hacia su protegido, mirándole con orgullo-; desde que Bosco llegó a mi vida, dándole de nuevo sentido, supe que este instante podría llegar, es ley de vida que los jóvenes sigan su camino, que se enamoren y quieran formar una familia – los invitados la escuchaban atentamente-. Una siempre piensa que ninguna mujer estaría a la altura de sus seres queridos. Cualquier cosa siempre nos parece poco. Sin embargo, me siento muy orgullosa de que Bosco haya encontrado en Isabel a esa mujer que él necesita.
Al nombrar a la novia, los asistentes comenzaron a mirar a su alrededor. Isabel no estaba allí. ¿Dónde se había metido la joven?
Al instante, la nieta del gobernador apareció tras las columnas. Venía de los aseos. Tenía el rostro sonrosado y los ojos algo rojos. Pero nadie se dio cuenta. La joven caminó hacia su prometido bajo la atenta mirada de todo el mundo y se situó al lado de su abuelo.
-Siento el retraso –le murmuró a don Federico.
Doña Francisca continuó hablando, alabando las cualidades de los novios. María aprovechó para mirar de reojo a Inés, cuyo rostro permanecía inmutable.
-¿Qué ha pasado, Inés? –insistió María, cada vez más preocupada.
-Nada –respondió la doncella, tragando saliva. Estaba claro que mentía.
-Bosco, Isabel… –la señora alzó más la voz, pidiéndoles a ambos jóvenes que se colocasen juntos para la pedida-. Es vuestro turno.
Bosco dio un paso al frente y tomó la mano de su prometida. La miró un instante, y sin vacilar le dijo:
-Isabel, ¿me concederías el honor de ser mi esposa?
El silencio se apoderó de la sala, esperando la respuesta de la joven.
Ni una sonrisa, ni un simple gesto de complicidad indicaban su decisión. Se volvió un momento hacia los presentes y su mirada, fría como el hielo se detuvo unos segundos de más en Inés, que se estremeció de arriba abajo. Lo sabía, pensó la doncella. No había duda. Isabel les había visto en la cocina besándose.


La nieta del gobernador volvió a mirar a su prometido y tras unos segundos, interminables sonrió.
-Por supuesto que seré tu esposa, Bosco –respondió con su dulce voz.
Los presentes aplaudieron con fuerza. Doña Francisca soltó un leve suspiro, complacida mientras el gobernador sonreía feliz.
La pareja se juntó un poco cohibida por la situación. Bosco besó la mano de su prometida, quien sonreía. Una sonrisa carente luz.
María volvió a mirar a Inés, cuyas lágrimas caían por su rostro, sin darse cuenta.
-Lo sabe –murmuró la doncella, que parecía en shock.
La esposa de Gonzalo palideció al comprender lo que Inés estaba diciendo. Isabel sabía la relación que unía a Bosco con la doncella.
Sin tiempo para pensar en las consecuencias que aquella afirmación traería, un fuerte estruendo rompió el ambiente jovial. La gente se hizo a un lado, huyendo por instinto de aquello que había interrumpido el momento de júbilo. ¿Qué había sido aquello? ¿Una explosión? ¿Fuegos artificiales? ¿Un tiro?
Unos y otros se miraban sin entender lo que estaba sucediendo. Se formó un pequeño caos hasta que alguien, desde lo alto de la escalera gritó.


-Los días del caciquismo tienen sus horas contadas –dijo la misma voz ronca y grave que muchos habían escuchado en la iglesia, durante el entierro del joven Germán-. Los crímenes cometidos saldrán a la luz, y todos verán el verdadero rostro de aquellos que hoy se hacen llamar señores.
La gente observó al intruso, en lo alto de la escalera, ataviado con el mismo sombrero y el pañuelo negro que le ocultaban el rostro. Sin duda alguna el ruido que habían escuchado debía de ser algún tiro de la escopeta con la que apuntaba a los presentes.
El miedo se apoderó de la gente, temerosa que aquel intruso comenzase a disparar sin piedad.
Mauricio y los guardias civiles presentes reaccionaron, yendo a por aquel personaje. Sin embargo, antes de que dieran un paso hacia las escaleras, las luces de la Casona se apagaron de golpe, dejando el salón sumido en una espesa oscuridad.
El caos más absoluto se apoderó de la sala. Gritos, empujones, pisotones. Cualquier cosa podía ocurrir. María e Inés se cogieron del brazo, instintivamente, temiendo que en cualquier momento pudiesen perderse entre el ir y venir de la gente.
Apenas fueron unos minutos de desconcierto absoluto pero suficientes para que todo se volviese confuso.
Las luces volvieron a prenderse. Guiados por su instinto, lo primero que hicieron todos fue mirar hacia las escaleras. Allí ya no había nadie. El encapuchado había desaparecido.
La gente parpadeaba, acostumbrándose de nuevo a la claridad. Unos y otros se preguntaban si estaban bien, si faltaba alguien.
María seguía cogida del brazo de Inés.
-¿Estás bien? –le preguntó a la doncella, tratando de serenarse. Algo difícil dado que su corazón latía desenfrenado.
La joven asintió, asustada.
-¿Qué ha pasado? –preguntó-. ¿Quién era ese hombre?
-El enmascarado de la iglesia –dijo la voz de Gonzalo junto a María.
Su esposa se volvió.

-¿Estás bien, mi amor? –le preguntó ella, desconcertada.
-Tranquila, estoy bien –le respondió, cogiéndola de la mano-. Temía por ti. Cuando he visto aparecer a ese hombre…
-Estoy bien –repitió María, viendo la intranquilidad de su esposo-. ¿Ese era el…?
-Eso creo.
-¿Y Nicolás está bien? -María recordó al marido de Mariana y le buscó entre los presentes sin éxito-. No le veo por ningún lado.
-Ha salido fuera, junto a Mauricio y los guardias para ver si encuentran algún rastro de ese individuo.
-Yo tengo que volver a la cocina –dijo Inés desapareciendo con prontitud.
-Creo que la fiesta ya se ha terminado –declaró Gonzalo, viendo a Francisca reunida con el gobernador, Bosco e Isabel.
Don Federico se había sentado y bebía con ansias, un vaso de agua. El susto le había afectado sobremanera. Isabel estaba arrodillada a su lado, preocupada por si algo le ocurría a su maltrecho corazón.
María y Gonzalo no esperaron más. Cogieron sus cosas y abandonaron la Casona.

CONTINUARÁ...





No hay comentarios:

Publicar un comentario