viernes, 5 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 9
Francisca Montenegro y el gobernador regresaron a la Casona nada más finalizar la misa. Ni siquiera se acercaron al cementerio para darle el último adiós al difunto. Ellos ya habían cumplido con su cometido asistiendo al oficio religioso. Sepultar al muerto era cosa de sus familiares y amigos; no de los patrones.
Además, el altercado ocurrido en la iglesia les había puesto nerviosos. Aunque la Montenegro aguantaba mejor la compostura que don Federico, a quien se le veía nervioso y con la mente en otro lado, divagando muy lejos. Apenas cruzaron un par de palabras durante su regreso y eso a la señora no le gustó. El gobernador podría estar pensado en un cambio de planes que le afectarían a ella, indirectamente.
Fe les recibió en la entrada, recogiendo sus pertenencias. La doncella estaba a punto de decir algo pero se lo pensó mejor al ver los rostros malhumorados de los señores. Era mejor callar y no provocar la ira de la Montenegro.
En el salón, Bosco e Isabel tomaban un pequeño tentempié antes de la comida. Ajenos a lo acontecido, los dos jóvenes reían a carcajada limpia, recordando anécdotas de su paseo por el río la tarde anterior.
-La culpa fue tuya, Bosco –replicó la muchacha con su voz angelical, sin apartar la vista del protegido de Francisca-. Si me hubieses dejado a mí, hoy tendríamos trucha para comer.
-Tenía la situación controlada, sino hubieses estornudado en ese instante.
-¿Qué querías que hiciera?, me picaba la nariz –se defendió ella.
Isabel rió de nuevo, divertida.
Bosco sonreía a su invitada, hasta que vio entrar a Francisca y al gobernador.
-¿Cómo ha ido, señora? –se atrevió a preguntarle. Por su gesto serio, supo que algo había ocurrido. Algo que no le gustaba.
Don Federico tomó asiento en el otro sillón, sin decir nada. Isabel se preocupó al ver su semblante tan pálido como la cera.
-¡Fe! –gritó Francisca sin miramientos mientras se sentaba en su sillón y se llevaba la mano a la cabeza, como si padeciera migrañas-. ¡Fe! ¡Dónde demonios se meten estas criadas cuando las necesitas!
La doncella acudió de inmediato y se plantó frente a su ama.
-Usted dirá, seña Francisca –dijo con desparpajo.
La Montenegro le lanzó una mirada despectiva. Fe tenía el don de sacarla de sus casillas con un simple comentario. Aunque lo que realmente le molestaba era la alegría que desprendía su criada. Francisca era una mujer tan amargada que no soportaba ver feliz a nadie a su alrededor.
-Ponme una copa de coñac –le espetó de mal talante-. A ver si al menos sirves para eso.
-Sírveme otra para mí –habló don Federico, con voz temblorosa-.  A ver si se me templa el cuerpo con ella.
Fe obedeció al instante y llenó dos copas del coñac favorito de la señora. Inmediatamente les pasó una copa a cada uno.
-¿Qué ha sucedido, abuelo? –le preguntó Isabel, con gesto serio y preocupada por él.
-Un encapuchado que ha interrumpido en la iglesia amenazándonos con un rifle –explicó el hombre, tomando un gran sorbo de su copa-. Creí que iba a matarnos a todos. Menos mal que no has venido, Isabel.
Doña Francisca se mostraba más serena, escuchando con atención cada palabra de don Federico. No le gustaba el tono de voz empleado por el gobernador. El miedo se había apoderado de él, y eso no era buena señal.
-Esos anarquistas destripaterrones no tienen lo que hay que tener para apretar el gatillo –repuso la mujer tratando de quitarle importancia-. Tan solo ha pretendido llamar la atención. Si hubiese querido matarnos, lo habría hecho sin más.
El abuelo de Isabel le lanzó una mirada incrédula, al escuchar la frialdad con la que hablaba.
-No sé cómo puede estar tan tranquila, Francisca –le espetó él, con voz alterada-. No podemos tomarnos sus amenazas tan a la ligera.
-No pasarán de eso, de simples amenazas; no se preocupe.
Bosco e Isabel asistían al intercambio de opiniones, sin atreverse a decir nada.
En ese momento Inés entró en la sala y se quedó en una esquina, esperando por si alguien requería de sus servicios. Desde la llegada de don Federico y de su nieta a la Casona, la Montenegro había solicitado que al menos una de las doncellas permaneciera siempre atenta a cualquier petición. Quería que sus invitados estuvieran como en su propia casa.
-¿Qué no me preocupe? –repitió el hombre, comenzando a perder la paciencia-. Lo siento mucho, pero no puedo dejar pasar por alto este agravio. Un hombre ha lanzado improperios contra los responsables de las obras, o sea contra usted y contra mí. Es un asunto muy grave. No voy a poner en peligro a mi nieta.
Isabel palideció de pronto, dándose cuenta de que su vida podía correr peligro por ser quién era. Aunque todavía no comprendía la importancia de las palabras de su abuelo.
 -Mientras permanezca en la Casona no hay nada que temer –se apresuró a decir la Montenegro para tranquilizarle-. Mauricio y sus hombres se encargan de que aquí no entre ni una mosca. Estamos seguros. Y si alguien osa hacerlo, se atendrá a las consecuencias.
-Con todos mis respetos, Francisca –insistió don Federico subiendo aún más el tono de voz-, pero deje que lo dude. En la iglesia también estaba su capataz y mire lo que pasó. Ni siquiera ha sido capaz de encontrar una pista sobre ese individuo.
El gobernador se levantó, indignado.
-Si me disculpan, necesito descansar.
Su nieta se apresuró a levantarse para acompañarle, no sin antes dirigirles una sonrisa de disculpa a la señora y a Bosco. Ver a su abuelo en aquel estado de nervios la tenía preocupada. Su corazón no estaba todo lo bien que debía estar y aquellos sobresaltos no eran nada buenos para su salud.
Doña Francisca asintió.
No era el momento de seguir insistiendo con don Federico, pensó la cacique. Cuando se tranquilizara, trataría de hacerle ver que en la Casona no corrían ningún peligro. Por nada del mundo deseaba que abandonasen su casa; no ahora que sus planes comenzaban a encauzarse en la dirección que ella quería. Las palabras del abuelo de Isabel le habían perturbado mucho más que las de aquel encapuchado. Tendría que hablar con Mauricio, pensó de pronto, Francisca. Nadie se enfrentaba a la Montenegro y salía impune. Quería la cabeza de aquel alterador de masas que lo único que pretendía, a sus ojos, era infundirle miedo. Algo que muy pocos habían logrado. Y no iba a permitir que un desconocido lo hiciese a esas alturas.
Miró a Bosco de reojo y le descubrió intercambiando una mirada cómplice con Inés. La doncella no podía ocultar lo que sentía por el señorito de la casa. Otro problema, pensó la Montenegro. Pero este sabía cómo atajarlo de raíz. Incluso podía matar dos pájaros de un tiro si sus planes salían según lo previsto.
Se levantó del sillón y se dirigió hacia su despacho.
-Bosco –su protegido se volvió hacia ella-. Ven a mi despacho. Tenemos que hablar.
CONTINUARÁ...



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