CAPÍTULO 6
Como si se tratase de un presentimiento de
lo que se avecinaba, una fuerte tormenta se desató sobre Puente Viejo a mitad
tarde. Los truenos retumbaban por toda la comarca, alterando la tranquilidad y
la paz del lugar. El cielo se ensombreció de repente y solo los relámpagos
rasgaban la oscuridad sin clemencia.
Desde una de las ventanas del salón, María
miraba preocupada, hacia los jardines. Contaba cada segundo que pasaba, sin
noticias de Gonzalo o de su tío. Ninguno de los dos había regresado de la
montaña donde había tenido lugar el accidente.
Al volver al Jaral, María se había
encontrado con el mozo de la Casa de Aguas. El muchacho le había entregado un
mensaje de Gonzalo donde le decía que Tristán y él iban a ir con Epifanio a la
montaña porque su empleado estaba preocupado por la suerte que habría corrido su
hijo, quien estaba trabajando allí y quería cerciorarse de que no le había
ocurrido nada. El resto de empleados, exceptuando un par de encargados que se
quedaban a atender el negocio, también les acompañaban por si necesitaban
ayuda; de manera que las clases de esa tarde quedaban pospuestas. De manera que
María decidió quedarse en casa, esperando cualquier novedad.
Pero las horas habían pasado sin ninguna
noticia.
-María –la llamó su abuela Rosario, que
portaba una bandeja con unas tazas de infusión caliente-. Quieres dejar de
mirar por la ventana. Ven, tómate esta tila que he preparado y que nos vendrá
bien para templar los nervios.
La joven soltó un suspiro y se sentó, con
desgana, junto a su abuela, en el sofá.
-Ya son demasiadas horas sin saber nada,
abuela –repuso María, dándole vueltas con la cucharilla a infusión-. ¿Y si les
ha pasado algo? Solo faltaba esta tormenta que no da tregua y que me pone la
piel de gallina.
-Las malas noticias corren como la pólvora,
hija –trató de tranquilizarla Rosario, quien también sentía la congoja de no
saber nada-. Si algo malo les hubiese pasado, ya estaríamos enteradas. No te
preocupes.
María asintió, poco convencida. Tomó un
sorbo de la infusión y el calor inundó su cuerpo, templando un poco sus ánimos.
-¿Y la niña? –preguntó para mantener su
mente ocupada en otros menesteres-. ¿Se ha dormido?
-Sí. Ha caído como una bendita –Rosario
consiguió sacarle una sonrisa a su nieta con su comentario. María se había
encargado de darle la cena a su hija, y Rosario de dormirla, ya que a Esperanza
las nanas que cantaba su bisabuela la calmaban de inmediato-. Ahora duerme como
un lirón. No creo que se despierte hasta dentro de un par de horas.
María se quedó pensativa unos segundos.
Candela bajó de su cuarto y tras mirar la
hora en el reloj se sentó junto a ellas.
-¿Seguimos sin saber nada? –les preguntó,
preocupada por su esposo.
Rosario negó con la cabeza mientras la
esposa de Tristán se tomaba su taza con la infusión.
-Si no fuese por la tormenta, mandaba al
hermano de Matilde a que averiguase lo que está pasando –dijo de pronto María,
con voz desesperada-. No es normal que tarden tanto.
-¿Y si llamamos a Dolores al Colmado?
–propuso Rosario-. Seguro que ella tiene más noticias.
María no había pensado en esa posibilidad.
-Tiene razón, abuela.
La joven se levantó para coger el teléfono.
Ya estaba a punto de comunicarse con Chelo cuando entraron Gonzalo y Tristán en
la sala.
Venían empapados por la lluvia y la ropa
sucia, y llena de barro. Sin embargo no era eso lo que más llamó la atención de
las tres mujeres. Ambos tenían el rostro desencajado y la mirada perdida. María
se asustó al ver a Gonzalo con ese semblante y dejó el teléfono inmediatamente.
Rosario se levantó de golpe, preocupada mientras Candela se aproximó a su
esposo. Aquella imagen de los dos hombres trajo a sus mentes dolorosos
recuerdos que mantenían enterrados en su memoria. Momentos de angustia cuando Gonzalo
buscaba desesperado a Esperanza en el río, cuando todos la creyeron perdida
para siempre.
-Gonzalo, estaba a punto de… -el corazón de
su esposa se detuvo unos instantes al verle los ojos bañados en lágrimas. En
ellos podía ver que algo horrible había sucedido.
-Martín, ¿qué ha pasado? –intervino Rosario,
llamándole por su antiguo nombre, algo que solía hacer con asiduidad.
El joven tragó el nudo de dolor que se le
había formado en la garganta y que no le permitía articular palabra.
-Germán –dijo al fin, con un hilo de voz.
Las lágrimas le impedían hablar-. Ha…. No se ha podido hacer nada por él.
Rosario se llevó una mano a la boca,
sobrecogida por la noticia.
-¿El hijo mayor de Epifanio? –preguntó
María, sin poder creerlo. Hacía apenas dos días le había visto en la Casa de
Aguas. Su esposo tan solo fue capaz de asentir, convirtiendo sus peores temores
en realidad.
A la joven le temblaban las rodillas tan
solo de pensar en aquel muchacho que acababa de cumplir los 16 años. Toda una
vida por delante, sesgada en cuestión de segundos.
-¿Cómo ha sido? –preguntó Rosario.
Gonzalo avanzó lentamente hasta el sofá,
casi arrastrando los pies y se dejó caer, sin fuerzas.
Tristán hizo lo mismo y fue él quien habló
mientras Candela se sentaba a su lado y Rosario tomaba asiento junto a Gonzalo.
María se encargó de llenar dos copas de coñac para que ambos hombres entrasen
en calor. Ambos se lo agradecieron.
-Una de las explosiones provocó que la
galería donde estaban trabajando Germán y cinco trabajadores más, se viniese
abajo –explicó Tristán con voz queda, tratando de asimilar lo que habían visto-. Han
tardado un par de horas en acceder hasta ellos; no sabíamos si estaban heridos
o no. Y luego, había que tener mucho cuidado porque el terreno podía ceder en
otros puntos y venirse abajo – instantes de terror, preocupación, por no saber
qué había sido de aquellas personas; los recuerdos se agolpaban en la mente de Gonzalo
mientras Tristán seguía narrando lo ocurrido-. Se han apuntalado otros accesos
para evitar más derrumbes. Así que cuando han llegado hasta la galería se han
encontrado con un hombre ileso y tres con heridas de diversa gravedad, alguna
pierna fracturada, un brazo dislocado, pero afortunadamente sus vidas no
corrían peligro –se detuvo para tomar otro trago de coñac-. Sin embargo, Germán…
-Germán no tuvo la misma suerte que los
otros –terminó Gonzalo la frase.
Al decirlo se le quebró la voz y se llevó
una mano a la boca, tratando de controlar sus emociones. Unas emociones que le
sobrepasaban y que su mirada, rota de dolor, no podía ocultar.
Fuera, la tormenta continuaba arreciando con
fuerza, inclemente. Incluso parecía más furiosa que antes. El aire soplaba con virulencia
y las gotas de lluvia repiqueteaban en los cristales sin cesar.
María sentada cerca de Gonzalo, le cogió la
otra mano, tratando de infundirle ánimos. Aunque ella misma sentía esa misma
pena por el muchacho y su familia.
-Pobre Epifanio –balbuceó la joven,
comprendiendo el dolor que debían estar sintiendo por la pérdida de un hijo, ya
que ella misma había pensado tiempo atrás que Esperanza estaba muerta y ese
vacío de desesperación se apoderaba del alma de uno, corroyéndole sin piedad-.
Me imagino lo que deben de estar sufriendo en este momento.
-¿Dónde están ahora, Martín? –preguntó
Rosario.
-Le hemos llevado hasta su casa, para que
puedan velar el cuerpo. Hemos vuelto solo para cambiarnos –levantó la mirada
hacia su padre que confirmó sus palabras asintiendo levemente.
Queremos acompañarles en estos momentos
–declaró Tristán levantándose del sofá-. Le he dicho a Epifanio que no se
preocupe por nada, nosotros correremos con todos los gastos.
-Por supuesto –le apoyó Candela en su
ofrecimiento-.Vamos al cuarto y te daré ropa limpia.
Tristán y su esposa abandonaron la sala y
subieron a su habitación. Rosario se quedó unos segundos pensativa, tomando una
decisión.
-Voy a acercarme hasta allí –la abuela de María
se levantó con determinación. Quien mejor que ella que sabía lo que era el
dolor de perder a un hijo a tan temprana edad, para acompañar a la esposa de
Epifanio, la madre del difunto-. Gloria necesitará toda la ayuda que podamos
brindarle. Debe de estar destrozada, pobre mujer.
-Abuela, no salga sola con esta tormenta –le
pidió María, aun sabiendo que de nada serviría-. Llévese a José con usted. Me
quedaré más tranquila si alguien la acompaña.
Rosario asintió. Nunca había sido mujer de
achantarse por nada; conocía los alrededores de Puente Viejo como la palma de
su mano; sin embargo, ya tenía una edad para ir de noche por los caminos, sola.
La buena mujer abandonó la sala, camino de la cocina.
-Yo voy a cambiarme –dijo Gonzalo,
levantándose del sofá, sacando fuerzas de donde no las tenía. Sus ropas seguían
mojadas y el pelo enmarañado y sucio le caía sobre la frente.
-Vamos, le pedí a Matilde que te preparase
el baño –María se acercó a él, posando la mano sobre su pecho, con cariño-. No
voy a dejar que cojas una pulmonía.
Gonzalo asintió, levemente, agradecido por
los cuidados de su esposa. Sin importarle que pudiese mancharle el vestido,
María le cogió por la cintura y dejó que él la rodease con su brazo, posándolo
sobre sus hombros.
Una simple mirada de entendimiento bastó
para saber lo que sentían en ese instante. No necesitaban de palabras para
decirse que allí estaban, el uno para el otro, en aquellos momentos difíciles.
Ambos subieron a su alcoba, iluminada
tenuemente con unas velas, como antaño. La tormenta había provocado un pequeño
cortocircuito en la instalación eléctrica y no funcionaba.
En el
centro de la habitación, el servicio había colocado la bañera. Gonzalo tocó el
agua de su interior con la punta de los dedos. El calor le subió por el brazo.
-Quítate toda esa ropa sucia –le indicó
María sacando un par de toallas limpias del armario y dejándolas sobre la
cama-. Voy a buscar algo de cena para después. Te vendrá bien un tazón de caldo
caliente de los que prepara la abuela Rosario.
Mientras ella bajaba a la cocina, Gonzalo se
despojó de la ropa, mojada y sucia, y la dejó en el suelo. Fuera, la tormenta
continuaba con virulencia. El joven sentía la cabeza embotada, los músculos
cansados y doloridos. Deseaba poder cerrar los ojos y que cuando los abriese de
nuevo, se diera cuenta que aquello solo era una pesadilla.
Metió los pies dentro del agua y sintió un
leve calambre que se extendió por todo su cuerpo. Apenas un pinchazo, comparado
con el dolor que sentía en su alma. Un vacío que le ahogaba.
Gonzalo se sentó en la bañera y dejó que el
agua caliente le calmase el dolor físico, adormeciéndole la piel. Cogió uno de
los paños y comenzó a frotarse los brazos y el torso, quitándose la tierra y la
suciedad. De pronto, se quedó unos minutos quieto, pensativo.
Cuando María regresó y dejó la bandeja con
la cena sobre la mesa, se acercó a Gonzalo que seguía dentro del agua, con la
mirada perdida en las pompas de jabón. Su esposa tomó una jarra de agua tibia y
la echó en la bañera para que no quemase tanto. Luego se arrodilló junto a él y
le acarició con ternura el cabello ya limpio.
-Gonzalo… ¿cómo estás? –se atrevió a
preguntarle. No había dicho ni una palabra, pero María le conocía lo suficiente
para saber todo lo que le estaba pasando por la mente y no iba a dejar que
cargase él solo con ello-. Sé que delante de los demás no has querido decir
nada, sin embargo…
-Tenías que haber visto su rostro, María –la
interrumpió de repente, sin mirarla. Su voz llevaba un tinte de dolor
contenido. Nunca antes le había escuchado hablar así y a su esposa se le
encogió el corazón-. ¿Qué se le dice a un hombre que acaba de perder a su hijo?
¿Cómo le miro a la cara sabiendo que tengo parte de culpa?
-¡No digas eso! –saltó María, temiendo lo
que estaba pasando-. Nada de esto es culpa tuya, amor mío. No puedes culparte
por la muerte de Germán. Él eligió su camino, tenía un buen trabajo en la Casa
de Aguas y sin embargo prefirió irse a…
-No solo es por él, María –la interrumpió de
nuevo, volviéndose esta vez. Sus ojos pardos habían perdido parte de su alegría
natural y estaban oscurecidos por la culpa-. Podría haber muerto más gente…
Puede morir más gente –apuntó, con rabia-. Y nosotros… yo –rectificó-soy en
parte culpable. Fue mía la idea de comenzar este proyecto, sino hubiese dejado…
María no soportó por más tiempo ver a su
esposo en aquel estado y le cogió el rostro entre las manos para que la mirase
de frente.
-Escúchame bien, Gonzalo –le cortó con una
seguridad impropia de ella-. Tú y yo sabemos que nada de lo ocurrido es culpa
tuya. Les avisaste de los peligros que existían si se empeñaban en dinamitar la
montaña para construir ese túnel, y no quisieron escucharte. En todo caso, si
existen culpables, no se encuentran en esta casa. Sabemos muy bien quienes son
y dónde encontrarles.
No hacía falta nombres para saber que María
se refería, entre otros a Francisca Montenegro y al gobernador Ramírez.
-Pero debería haberles parado los pies de
alguna manera. No dejar que continuaran –insistió él, apartándose con suavidad
de ella. Echarse la culpa por lo ocurrido era una manera de calmar su dolor.
María suspiró levemente, impotente, sin
saber qué más podía hacer para que Gonzalo no se sintiese así.
Cogió uno de los paños húmedos y comenzó a
lavarle los hombros con suavidad, masajeándole el cuello tensionado.
Inmediatamente, su esposo comenzó a relajar los músculos. Gonzalo cerró los
ojos y escuchó de nuevo a María. Su voz era un bálsamo para él.
-Has hecho todo lo humanamente posible para
evitar que esto pasara.
-Debería haber hecho más –musitó.
-Bueno… -María detuvo el masaje unos
segundos, pensativa-. Quizá no hemos agotado todas las posibilidades.
Gonzalo volvió a abrir los ojos. Su mirada
cansada mostró un poco de alivio con aquellas palabras esperanzadoras.
-¿A qué te refieres, María?
-Pues que puede que exista algo que podamos
hacer –era una posibilidad que no habían tenido nunca en cuenta pero que había
llegado el momento de utilizar-. Me refiero a hablar con otras autoridades de
mayor rango que el gobernador. Si conseguimos que nos escuchen, quizá exista
una posibilidad de detener las obras hasta que revisen de nuevo el trazado.
-¿Y cómo lo hacemos? –preguntó Gonzalo sin
ocultar su escepticismo-. Porque el gobernador tiene contactos en las altas
esferas y no creo que nadie vaya a darle la espalda.
-Bueno, ahora mismo no lo sé –confesó ella,
retomando masaje-. Pero estoy segura que encontraremos la manera de pararles
los pies. No dejaremos que nadie más sufra.
Gonzalo se aferró a esa promesa como a un
clavo ardiendo. No iba a caer en un pozo de culpabilidad, otra vez. No
cometería el mismo error que antaño. Entonces estaba solo en su lucha pero
ahora tenía a María para apoyarse. Ella le daría las fuerzas para seguir luchando.
Lamentarse ya no le servía de nada a Germán. Pero podía hacer algo por el resto
de trabajadores.
-Tienes razón, mi amor –declaró finalmente,
volviéndose hacia ella. Su mirada había cambiado. La culpa había dejado paso a
la determinación-. No dejaremos que esto vuelva a ocurrir.
María sonrió, complacida. Acercó su rostro
al de su esposo y le besó con ternura en los labios.
-Te quiero –le dijo ella mientras le
acariciaba el rostro mojado. Sus ojos brillaban, llenos de orgullo.
-Te quiero –repitió Gonzalo, apretando la
mano de María sobre su mejilla.
La tormenta se intensificó tras los
cristales de las ventanas. El cielo lloraba la pérdida de un inocente como
Germán. “El último” se dijo Gonzalo mientras salía del baño y se envolvía en la
toalla limpia que su esposa le pasó.
No permitiría que hubiese más víctimas.
CONTINUARÁ...
Me encanta, ¿pero dónde está Raimundo?
ResponderEliminarHola Elah, me alegro que te guste. En cuanto a tu pregunta, cuando ideé el relato Raimundo acababa de ser mandado al exilio de manera que no pensé en cambiarlo, por eso no aparece en la historia como otros personajes que han desaparecido de la serie. Aunque puede que más adelante se diga algo de él.
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