lunes, 1 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 6
Como si se tratase de un presentimiento de lo que se avecinaba, una fuerte tormenta se desató sobre Puente Viejo a mitad tarde. Los truenos retumbaban por toda la comarca, alterando la tranquilidad y la paz del lugar. El cielo se ensombreció de repente y solo los relámpagos rasgaban la oscuridad sin clemencia.
Desde una de las ventanas del salón, María miraba preocupada, hacia los jardines. Contaba cada segundo que pasaba, sin noticias de Gonzalo o de su tío. Ninguno de los dos había regresado de la montaña donde había tenido lugar el accidente.
Al volver al Jaral, María se había encontrado con el mozo de la Casa de Aguas. El muchacho le había entregado un mensaje de Gonzalo donde le decía que Tristán y él iban a ir con Epifanio a la montaña porque su empleado estaba preocupado por la suerte que habría corrido su hijo, quien estaba trabajando allí y quería cerciorarse de que no le había ocurrido nada. El resto de empleados, exceptuando un par de encargados que se quedaban a atender el negocio, también les acompañaban por si necesitaban ayuda; de manera que las clases de esa tarde quedaban pospuestas. De manera que María decidió quedarse en casa, esperando cualquier novedad.
Pero las horas habían pasado sin ninguna noticia.
-María –la llamó su abuela Rosario, que portaba una bandeja con unas tazas de infusión caliente-. Quieres dejar de mirar por la ventana. Ven, tómate esta tila que he preparado y que nos vendrá bien para templar los nervios.
La joven soltó un suspiro y se sentó, con desgana, junto a su abuela, en el sofá.
-Ya son demasiadas horas sin saber nada, abuela –repuso María, dándole vueltas con la cucharilla a infusión-. ¿Y si les ha pasado algo? Solo faltaba esta tormenta que no da tregua y que me pone la piel de gallina.
-Las malas noticias corren como la pólvora, hija –trató de tranquilizarla Rosario, quien también sentía la congoja de no saber nada-. Si algo malo les hubiese pasado, ya estaríamos enteradas. No te preocupes.
María asintió, poco convencida. Tomó un sorbo de la infusión y el calor inundó su cuerpo, templando un poco sus ánimos.
-¿Y la niña? –preguntó para mantener su mente ocupada en otros menesteres-. ¿Se ha dormido?
-Sí. Ha caído como una bendita –Rosario consiguió sacarle una sonrisa a su nieta con su comentario. María se había encargado de darle la cena a su hija, y Rosario de dormirla, ya que a Esperanza las nanas que cantaba su bisabuela la calmaban de inmediato-. Ahora duerme como un lirón. No creo que se despierte hasta dentro de un par de horas.
María se quedó pensativa unos segundos.
Candela bajó de su cuarto y tras mirar la hora en el reloj se sentó junto a ellas.
-¿Seguimos sin saber nada? –les preguntó, preocupada por su esposo.
Rosario negó con la cabeza mientras la esposa de Tristán se tomaba su taza con la infusión.
-Si no fuese por la tormenta, mandaba al hermano de Matilde a que averiguase lo que está pasando –dijo de pronto María, con voz desesperada-. No es normal que tarden tanto.
-¿Y si llamamos a Dolores al Colmado? –propuso Rosario-. Seguro que ella tiene más noticias.
María no había pensado en esa posibilidad.
-Tiene razón, abuela.
La joven se levantó para coger el teléfono. Ya estaba a punto de comunicarse con Chelo cuando entraron Gonzalo y Tristán en la sala.
Venían empapados por la lluvia y la ropa sucia, y llena de barro. Sin embargo no era eso lo que más llamó la atención de las tres mujeres. Ambos tenían el rostro desencajado y la mirada perdida. María se asustó al ver a Gonzalo con ese semblante y dejó el teléfono inmediatamente. Rosario se levantó de golpe, preocupada mientras Candela se aproximó a su esposo. Aquella imagen de los dos hombres trajo a sus mentes dolorosos recuerdos que mantenían enterrados en su memoria. Momentos de angustia cuando Gonzalo buscaba desesperado a Esperanza en el río, cuando todos la creyeron perdida para siempre.
-Gonzalo, estaba a punto de… -el corazón de su esposa se detuvo unos instantes al verle los ojos bañados en lágrimas. En ellos podía ver que algo horrible había sucedido.
-Martín, ¿qué ha pasado? –intervino Rosario, llamándole por su antiguo nombre, algo que solía hacer con asiduidad.
El joven tragó el nudo de dolor que se le había formado en la garganta y que no le permitía articular palabra.
-Germán –dijo al fin, con un hilo de voz. Las lágrimas le impedían hablar-. Ha…. No se ha podido hacer nada por él.
Rosario se llevó una mano a la boca, sobrecogida por la noticia.
-¿El hijo mayor de Epifanio? –preguntó María, sin poder creerlo. Hacía apenas dos días le había visto en la Casa de Aguas. Su esposo tan solo fue capaz de asentir, convirtiendo sus peores temores en realidad.
A la joven le temblaban las rodillas tan solo de pensar en aquel muchacho que acababa de cumplir los 16 años. Toda una vida por delante, sesgada en cuestión de segundos.
-¿Cómo ha sido? –preguntó Rosario.
Gonzalo avanzó lentamente hasta el sofá, casi arrastrando los pies y se dejó caer, sin fuerzas.
Tristán hizo lo mismo y fue él quien habló mientras Candela se sentaba a su lado y Rosario tomaba asiento junto a Gonzalo. María se encargó de llenar dos copas de coñac para que ambos hombres entrasen en calor. Ambos se lo agradecieron.
-Una de las explosiones provocó que la galería donde estaban trabajando Germán y cinco trabajadores más, se viniese abajo –explicó Tristán con voz queda,  tratando de asimilar lo que habían visto-. Han tardado un par de horas en acceder hasta ellos; no sabíamos si estaban heridos o no. Y luego, había que tener mucho cuidado porque el terreno podía ceder en otros puntos y venirse abajo – instantes de terror, preocupación, por no saber qué había sido de aquellas personas; los recuerdos se agolpaban en la mente de Gonzalo mientras Tristán seguía narrando lo ocurrido-. Se han apuntalado otros accesos para evitar más derrumbes. Así que cuando han llegado hasta la galería se han encontrado con un hombre ileso y tres con heridas de diversa gravedad, alguna pierna fracturada, un brazo dislocado, pero afortunadamente sus vidas no corrían peligro –se detuvo para tomar otro trago de coñac-. Sin embargo, Germán…
-Germán no tuvo la misma suerte que los otros –terminó Gonzalo la frase.
Al decirlo se le quebró la voz y se llevó una mano a la boca, tratando de controlar sus emociones. Unas emociones que le sobrepasaban y que su mirada, rota de dolor, no podía ocultar.
Fuera, la tormenta continuaba arreciando con fuerza, inclemente. Incluso parecía más furiosa que antes. El aire soplaba con virulencia y las gotas de lluvia repiqueteaban en los cristales sin cesar.
María sentada cerca de Gonzalo, le cogió la otra mano, tratando de infundirle ánimos. Aunque ella misma sentía esa misma pena por el muchacho y su familia.
-Pobre Epifanio –balbuceó la joven, comprendiendo el dolor que debían estar sintiendo por la pérdida de un hijo, ya que ella misma había pensado tiempo atrás que Esperanza estaba muerta y ese vacío de desesperación se apoderaba del alma de uno, corroyéndole sin piedad-. Me imagino lo que deben de estar sufriendo en este momento.
-¿Dónde están ahora, Martín? –preguntó Rosario.
-Le hemos llevado hasta su casa, para que puedan velar el cuerpo. Hemos vuelto solo para cambiarnos –levantó la mirada hacia su padre que confirmó sus palabras asintiendo levemente.
Queremos acompañarles en estos momentos –declaró Tristán levantándose del sofá-. Le he dicho a Epifanio que no se preocupe por nada, nosotros correremos con todos los gastos.
-Por supuesto –le apoyó Candela en su ofrecimiento-.Vamos al cuarto y te daré ropa limpia.
Tristán y su esposa abandonaron la sala y subieron a su habitación. Rosario se quedó unos segundos pensativa, tomando una decisión.
-Voy a acercarme hasta allí –la abuela de María se levantó con determinación. Quien mejor que ella que sabía lo que era el dolor de perder a un hijo a tan temprana edad, para acompañar a la esposa de Epifanio, la madre del difunto-. Gloria necesitará toda la ayuda que podamos brindarle. Debe de estar destrozada, pobre mujer.
-Abuela, no salga sola con esta tormenta –le pidió María, aun sabiendo que de nada serviría-. Llévese a José con usted. Me quedaré más tranquila si alguien la acompaña.
Rosario asintió. Nunca había sido mujer de achantarse por nada; conocía los alrededores de Puente Viejo como la palma de su mano; sin embargo, ya tenía una edad para ir de noche por los caminos, sola. La buena mujer abandonó la sala, camino de la cocina.
-Yo voy a cambiarme –dijo Gonzalo, levantándose del sofá, sacando fuerzas de donde no las tenía. Sus ropas seguían mojadas y el pelo enmarañado y sucio le caía sobre la frente.
-Vamos, le pedí a Matilde que te preparase el baño –María se acercó a él, posando la mano sobre su pecho, con cariño-. No voy a dejar que cojas una pulmonía.
Gonzalo asintió, levemente, agradecido por los cuidados de su esposa. Sin importarle que pudiese mancharle el vestido, María le cogió por la cintura y dejó que él la rodease con su brazo, posándolo sobre sus hombros.
Una simple mirada de entendimiento bastó para saber lo que sentían en ese instante. No necesitaban de palabras para decirse que allí estaban, el uno para el otro, en aquellos momentos difíciles.
Ambos subieron a su alcoba, iluminada tenuemente con unas velas, como antaño. La tormenta había provocado un pequeño cortocircuito en la instalación eléctrica y no funcionaba.
 En el centro de la habitación, el servicio había colocado la bañera. Gonzalo tocó el agua de su interior con la punta de los dedos. El calor le subió por el brazo.
-Quítate toda esa ropa sucia –le indicó María sacando un par de toallas limpias del armario y dejándolas sobre la cama-. Voy a buscar algo de cena para después. Te vendrá bien un tazón de caldo caliente de los que prepara la abuela Rosario.
Mientras ella bajaba a la cocina, Gonzalo se despojó de la ropa, mojada y sucia, y la dejó en el suelo. Fuera, la tormenta continuaba con virulencia. El joven sentía la cabeza embotada, los músculos cansados y doloridos. Deseaba poder cerrar los ojos y que cuando los abriese de nuevo, se diera cuenta que aquello solo era una pesadilla.
Metió los pies dentro del agua y sintió un leve calambre que se extendió por todo su cuerpo. Apenas un pinchazo, comparado con el dolor que sentía en su alma. Un vacío que le ahogaba.
Gonzalo se sentó en la bañera y dejó que el agua caliente le calmase el dolor físico, adormeciéndole la piel. Cogió uno de los paños y comenzó a frotarse los brazos y el torso, quitándose la tierra y la suciedad. De pronto, se quedó unos minutos quieto, pensativo.
Cuando María regresó y dejó la bandeja con la cena sobre la mesa, se acercó a Gonzalo que seguía dentro del agua, con la mirada perdida en las pompas de jabón. Su esposa tomó una jarra de agua tibia y la echó en la bañera para que no quemase tanto. Luego se arrodilló junto a él y le acarició con ternura el cabello ya limpio.
-Gonzalo… ¿cómo estás? –se atrevió a preguntarle. No había dicho ni una palabra, pero María le conocía lo suficiente para saber todo lo que le estaba pasando por la mente y no iba a dejar que cargase él solo con ello-. Sé que delante de los demás no has querido decir nada, sin embargo…
-Tenías que haber visto su rostro, María –la interrumpió de repente, sin mirarla. Su voz llevaba un tinte de dolor contenido. Nunca antes le había escuchado hablar así y a su esposa se le encogió el corazón-. ¿Qué se le dice a un hombre que acaba de perder a su hijo? ¿Cómo le miro a la cara sabiendo que tengo parte de culpa?
-¡No digas eso! –saltó María, temiendo lo que estaba pasando-. Nada de esto es culpa tuya, amor mío. No puedes culparte por la muerte de Germán. Él eligió su camino, tenía un buen trabajo en la Casa de Aguas y sin embargo prefirió irse a…
-No solo es por él, María –la interrumpió de nuevo, volviéndose esta vez. Sus ojos pardos habían perdido parte de su alegría natural y estaban oscurecidos por la culpa-. Podría haber muerto más gente… Puede morir más gente –apuntó, con rabia-. Y nosotros… yo –rectificó-soy en parte culpable. Fue mía la idea de comenzar este proyecto, sino hubiese dejado…
María no soportó por más tiempo ver a su esposo en aquel estado y le cogió el rostro entre las manos para que la mirase de frente.
-Escúchame bien, Gonzalo –le cortó con una seguridad impropia de ella-. Tú y yo sabemos que nada de lo ocurrido es culpa tuya. Les avisaste de los peligros que existían si se empeñaban en dinamitar la montaña para construir ese túnel, y no quisieron escucharte. En todo caso, si existen culpables, no se encuentran en esta casa. Sabemos muy bien quienes son y dónde encontrarles.
No hacía falta nombres para saber que María se refería, entre otros a Francisca Montenegro y al gobernador Ramírez.
-Pero debería haberles parado los pies de alguna manera. No dejar que continuaran –insistió él, apartándose con suavidad de ella. Echarse la culpa por lo ocurrido era una manera de calmar su dolor.
María suspiró levemente, impotente, sin saber qué más podía hacer para que Gonzalo no se sintiese así.
Cogió uno de los paños húmedos y comenzó a lavarle los hombros con suavidad, masajeándole el cuello tensionado. Inmediatamente, su esposo comenzó a relajar los músculos. Gonzalo cerró los ojos y escuchó de nuevo a María. Su voz era un bálsamo para él.
-Has hecho todo lo humanamente posible para evitar que esto pasara.
-Debería haber hecho más –musitó.
-Bueno… -María detuvo el masaje unos segundos, pensativa-. Quizá no hemos agotado todas las posibilidades.
Gonzalo volvió a abrir los ojos. Su mirada cansada mostró un poco de alivio con aquellas palabras esperanzadoras.
-¿A qué te refieres, María?
-Pues que puede que exista algo que podamos hacer –era una posibilidad que no habían tenido nunca en cuenta pero que había llegado el momento de utilizar-. Me refiero a hablar con otras autoridades de mayor rango que el gobernador. Si conseguimos que nos escuchen, quizá exista una posibilidad de detener las obras hasta que revisen de nuevo el trazado.
-¿Y cómo lo hacemos? –preguntó Gonzalo sin ocultar su escepticismo-. Porque el gobernador tiene contactos en las altas esferas y no creo que nadie vaya a darle la espalda.
-Bueno, ahora mismo no lo sé –confesó ella, retomando masaje-. Pero estoy segura que encontraremos la manera de pararles los pies. No dejaremos que nadie más sufra.
Gonzalo se aferró a esa promesa como a un clavo ardiendo. No iba a caer en un pozo de culpabilidad, otra vez. No cometería el mismo error que antaño. Entonces estaba solo en su lucha pero ahora tenía a María para apoyarse. Ella le daría las fuerzas para seguir luchando. Lamentarse ya no le servía de nada a Germán. Pero podía hacer algo por el resto de trabajadores.
-Tienes razón, mi amor –declaró finalmente, volviéndose hacia ella. Su mirada había cambiado. La culpa había dejado paso a la determinación-. No dejaremos que esto vuelva a ocurrir.
María sonrió, complacida. Acercó su rostro al de su esposo y le besó con ternura en los labios.
-Te quiero –le dijo ella mientras le acariciaba el rostro mojado. Sus ojos brillaban, llenos de orgullo.
-Te quiero –repitió Gonzalo, apretando la mano de María sobre su mejilla. 
La tormenta se intensificó tras los cristales de las ventanas. El cielo lloraba la pérdida de un inocente como Germán. “El último” se dijo Gonzalo mientras salía del baño y se envolvía en la toalla limpia que su esposa le pasó.
No permitiría que hubiese más víctimas.
CONTINUARÁ...

   

2 comentarios:

  1. Me encanta, ¿pero dónde está Raimundo?

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    1. Hola Elah, me alegro que te guste. En cuanto a tu pregunta, cuando ideé el relato Raimundo acababa de ser mandado al exilio de manera que no pensé en cambiarlo, por eso no aparece en la historia como otros personajes que han desaparecido de la serie. Aunque puede que más adelante se diga algo de él.

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