lunes, 29 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 19 
Durante varios días, la incursión del llamado Anarquista en las obras del ferrocarril tratando de sublevar a los trabajadores fue el tema de conversación favorito de los habitantes de Puente Viejo.
Las gentes tenían miedo de lo que pudiese ocurrir por culpa de la insensatez de ese individuo, que se había empeñado en poner patas arriba la tranquilidad del pueblo. De momento había conseguido justo lo contrario a sus propósitos, empeorar las condiciones de trabajo de los contratados para las obras del ferrocarril. Las horas habían aumentado y el salario continuaba siendo el mismo. Eso sin añadir la precariedad con la que trabajaban, sin ninguna clase de protección.
Por su parte, Gonzalo y María continuaban con los quehaceres de la casa de aguas, esperando noticias de Conrado, quien andaba enfrascado en unas negociaciones de las cuales no quería avanzar nada.
Tal como tenía pensado, María envió una misiva a Isabel Ramírez, citándola la tarde siguiente en la plaza del pueblo con la excusa de recordar viejos tiempos; aunque su verdadera intención era averiguar hasta qué punto la joven estaba al tanto de la relación entre Bosco e Inés.
María no estaba segura de que la nieta del gobernador fuese a acudir. Posiblemente, doña Francisca o el mismo Bosco la habían puesto al tanto de la mala relación que existía entre ambas familias, y la joven rechazara la invitación.
Sin embargo, la respuesta llegó al día siguiente, asegurándole que acudiría a la cita, encantada.
Esa tarde, Gonzalo se despidió de su esposa marchando a trabajar a las tierras junto a Tristán. Les llegaba un camión con el abono y quería estar presente, como era su costumbre, pues a pesar de que el balneario le quitaba gran parte del tiempo, tampoco quería descuidar la finca y siempre que tenía oportunidad ayudaba a su padre en las tareas más arduas.
María le dijo que se llevaba a la niña con ellas de paseo y a su esposo le pareció buena idea.
Cuando María llegó a la plaza, Isabel la esperaba junto a la fuente. Ambas se saludaron con un beso en la mejilla.
-¡Qué alegría volver a verte, María! –le confesó con su natural alegría-. Te confieso que desde que estoy en Puente Viejo, las tardes se me hacen un poco largas, si no está Bosco para acompañarme.
María asintió, comprendiendo lo que quería decir. A ella le pasaba lo mismo cuando tenía la tarde libre y no le tocaba ir a la casa de aguas. En esos ratos de descanso echaba de menos la compañía de Gonzalo; aunque no podía quejarse, ya que su esposo trataba por todos los medios de tener libres las mismas horas que ella y así pasarlas juntos y disfrutar de Esperanza como la familia que eran.
Isabel se acercó a mirar a la niña, que iba en su carrito de paseo, con los ojos bien abiertos.
-¡Qué preciosa que está! –dijo, acariciándole la carita-. ¿Cuánto tiempo tiene?
-Un año y cuatro meses –le informó María-. Pero crece muy rápido.
-Estaréis muy contentos, tú esposo y tú –continuó la nieta del gobernador-. Siendo tan jóvenes y con esta ricura.
-Esperanza nos ha llenado de dicha a Gonzalo y a mí –le confesó María, orgullosa de la preciosa familia que tenía. Miró a su alrededor y tuvo una idea-. ¿Qué te parece si vamos a pasear por la ribera del río? En esta época del año es cuando más se disfruta del paisaje.
A Isabel le pareció buena idea y ambas se encaminaron hacia las afueras del pueblo, siguiendo la senda del molino viejo.
Por el camino, las dos amigas no dejaron de recordar los viejos momentos vividos cuando eran pequeñas y María viajaba a la capital junto a la Montenegro. En aquellas ocasiones se instalaban en casa del gobernador para que las niñas pudiesen compartir sus horas de juego.  María apenas recordaba algunos de esos momentos como ráfagas de humo, pero le siguió la corriente a Isabel, quien parecía tener aquellos recuerdos muy recientes.
El verano se había instalado por completo en la sierra y las flores llenaban de color y de aromas el campo mientras los árboles se copaban de frondosas hojas que cubrían las ramas más altas impidiendo, en algunos lugares, que la luz del sol llegase al suelo.
El agua del río se escuchaba danzar a su paso por el bosque, siguiendo su serpenteante cauce.
-¿Te parece bien que nos detengamos aquí? –le sugirió María, al llegar a un claro, donde el terreno era más liso-. Es hora de darle la merienda a Esperanza.
-Por supuesto –le concedió Isabel, mirando a su alrededor.
María lo llevaba todo preparado. Entre las dos, colocaron un mantel en el suelo para sentarse y cogió a la niña quien empezaba a hacer pucheros, señal inequívoca de que tenía hambre.
Mientras María le daba su papilla de frutas, Isabel sacó un par de dulces de la bolsa, tal como le había indicado María. Luego se la quedó mirando, pensativa.
-¿Puedo preguntarte algo? –inquirió de pronto, antes de darle un pequeño mordisco a su dulce.
La esposa de Gonzalo se volvió hacia ella, dejando la cuchara en el aire un segundo.
-Dime –le concedió, retomando la merienda.
-No pienses que soy una chismosa de esas –comenzó la nieta del gobernador, bajando la voz-. Pero… ¿es cierto que tu esposo fue cura?
María asintió, lentamente.
-Sí –le confirmó. Esperanza abrió la boca y comió otra cucharada-. Pero de eso ya hace tiempo. Gonzalo colgó los hábitos al darse cuenta de que ese no era su camino y que había otras formas de servir a Dios.
-¿Junto a una mujer? –insistió Isabel. Sus ojos brillaron con una pizca de picardía. La inocencia habitual que solía mostrar se esfumó de golpe.
-Sí –volvió a repetir María-. Junto a mí. La vida, a veces, es así de caprichosa, nos marca unas pautas para luego tener que dar marcha atrás. En nuestro caso hemos luchado mucho por poder estar juntos y vivir nuestro amor en libertad.
-No me malinterpretes –se apresuró a decir Isabel, al darse cuenta de que el tema molestaba a María-. Me parece muy valiente por vuestra parte luchar por lo que sentís.
María se calmó un poco, con esas palabras.
-Pero tengo entendido que antes estuviste casada con el hijo del de Mesía –volvió a insistir. Se había terminado ya su pastel y se limpió los restos con su pañuelo bordado.
Al escuchar aquel nombre, algo en el interior de María se revolvió. Un fantasma negro que quería seguir manteniendo en el olvido. Aquel apellido solo le traía malos recuerdos.
Tragó saliva antes de contestar.
-Así es –confesó con toda la naturalidad posible-. Pero es algo del pasado. Un error que cometí y que afortunadamente pude solventar. Gonzalo es el amor de mi vida y ahora estamos juntos. Juntos para siempre. Supongo que es algo que comprenderás muy bien, ¿no? Me refiero al amor verdadero.
María percibió un leve cambio en el rostro de Isabel.
-¿A qué te refieres? – la joven se puso a la defensiva.
-A que ahora que estás comprometida con Bosco sabes lo que quiero decir al hablar del amor verdadero. Ese que es incondicional, que te hace temblar al escuchar su voz. Ese amor que te hace sentir que darías la vida por el ser amado, con los ojos cerrados, porque sin él no vale la pena vivirla –expuso María mientras le daba la última cucharada de la merienda a Esperanza-. Supongo que es eso lo que sentís Bosco y tú.
Isabel apretó los labios casi imperceptiblemente y enseguida disimuló la tensión con una encantadora sonrisa.
-Por supuesto –confirmó, cogiendo la mano de Esperanza, tratando de parecer lo más natural posible-. Si no fuese así no le habría aceptado.
De pronto, a María le pareció escuchar el crujir de una rama seca. Se volvió hacia los arbustos que permanecían tras ellas, a unos veinte metros de distancia.
-¿Ocurre algo? –inquirió la nieta del gobernador.
-No, nada –dijo finalmente-. Me había parecido escuchar algo, pero será algún conejo. En esta época es muy habitual verles por aquí.
La joven se volvió de nuevo hacia Isabel, retomando la conversación.
-Yo cometí un grave error con mi primer matrimonio pues no estaba enamorada –declaró María, recogiendo los restos de la merienda de Esperanza-. El matrimonio sin amor es lo peor que le puede pasar a una mujer. Claro, eso y… estar enamorada de alguien que no te corresponda. En mi caso, afortunadamente no es así. Gonzalo y yo nos queremos como el primer día. Sin embargo, si hay algo que no le perdonaría nunca es la traición.
Isabel ladeó la cabeza mientras María comenzaba a tomarse su dulce.
-¿La traición? –repitió.
-Sí. Que me engañase con otra mujer –María era consciente de que había ido lejos en su interrogatorio, pero debía continuar-. ¿Acaso tú lo harías? Perdonar una traición de ese calibre, digo.
Volvió a escucharse el ruido de las hojas. María comenzó a incomodarse. No sabía bien por qué, pero se sentía como observada. Sin embargo allí solo estaban ella e Isabel, quien parecía no darse cuenta de nada.

-Depende de las circunstancias –dijo la nieta del gobernador, cogiendo a Esperanza al brazo mientras María terminaba su parte de la merienda-. Las mujeres de nuestro nivel social hemos sido educadas para afrontar el matrimonio sabiendo cual es nuestro lugar. Lo cierto es que no me haría ninguna gracia que mi esposo me engañase con una doncella, pero una señora nunca se rebajaría al nivel de una buscafortunas.
Ambas se levantaron y María recogió el mantel mientras Isabel sostenía a la niña.
-¿Una doncella? –apostilló María, tomando a Esperanza del brazo de Isabel-. Yo no he hablado de doncellas. Hablaba de mujeres en general.
La nieta de don Federico se dio cuenta demasiado tarde de su error y trató de enmendarlo. Pero María ya sabía lo que necesitaba saber.
-Si he dicho doncellas es porque es lo más habitual en nuestra sociedad –se defendió ella, manteniendo la calma-. ¿Qué hombre de nuestro círculo no ha buscado nunca el calor de una doncella? Son pocos quienes no se dejan enredar por sus faldas. Si todos esos que han cometido adulterio con una de sus criadas tuviesen que separarse, España entera estaría llena de parejas rotas.
-¿Entonces tú le perdonarías algo así? –la esposa de Gonzalo volvió a meter a Esperanza en su carrito, para retomar el paseo.
-¿Por qué no? –respondió Isabel, con indiferencia-. Estoy segura que ese “desliz” no significaría nada para él. Hay que ser muy ilusa por parte de esas cazafortunas para pensar que un hombre de otro estatus social va a tomarlas enserio. Para ellos son solo simple divertimento.
María iba a preguntarle dónde quedaba en ese caso la dignidad de la esposa, pero se calló al volver a escuchar otra vez aquel ruido.
Se volvió de nuevo hacia los arbustos y entonces lo vio. El corazón se le detuvo unos segundos y todo comenzó a dar vueltas a su alrededor. Allí, oculto entre la maleza distinguió la mirada de alguien que las observaba atentamente.
 No estaban solas. 
María se quedó pálida y sin saber qué hacer. ¿Quién estaba allí y por qué las observaba? ¿Habría alguien más espiándolas o estaba solo aquel intruso? ¿Las atacaría? ¿A qué esperaba para hacerlo? Rápidamente su pensamiento voló hacia su hija. Debía ponerla a salvo cuanto antes. No podía permitir que le pasase nada. A Esperanza no.
Tantas preguntas sin respuesta, que la joven no supo reaccionar. Aquel extraño espía se dio cuenta de que había sido descubierto y salió un poco de su escondite, dejándose ver al fin.
Llevaba el rostro oculto tras un pañuelo y un sombrero cubría su cabeza dejando solo descubierta una fina línea a la altura de los ojos. María le reconoció al instante.
Se trataba del Anarquista. El hombre más buscado de la comarca.
Estaba a punto de gritar cuando el encapuchado hizo algo totalmente inusual. Se llevó un dedo a los labios pidiendo que no dijese nada y luego volvió a esconderse entre los arbustos.
Aquel simple gesto logró hacerla reaccionar al fin, pensando con claridad lo que debía de hacer.
Se volvió hacia Isabel, quien no se había dado cuenta de lo ocurrido y seguía haciéndole carantoñas a Esperanza.
-Creo que ya es hora de volver –dijo María, tratando de disimular los nervios. Quería salir de aquel paraje cuanto antes y poner a su hija a salvo.
-¿Tan pronto? –se extrañó Isabel-. La tarde aún es larga.
-Sí, pero Gonzalo llegará de un momento a otro a casa y le gusta que estemos allí, esperándole.
La prometida de Bosco se encogió de hombros, aceptando.
Sin volver la vista atrás ni una sola vez, retornaron por el mismo camino, de vuelta al pueblo.
Los primeros pasos fueron los más difíciles. María los contaba en silencio. Uno, dos, tres… esperando que en cualquier momento aquel hombre les saliese al paso, interceptándolas. Algo que afortunadamente, no ocurrió.
Poco a poco, los latidos de su corazón fueron acompasándose de nuevo. Sin embargo, el miedo que había sentido continuaba latente.
Solo un pensamiento comenzó a abrirse paso a través de su angustia; algo que no entendía y que la llenaba de zozobra.
¿Por qué el Anarquista no las había atacado?  ¿Por qué las había dejado ir?

CONTINUARÁ...


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