CAPÍTULO 19
Durante varios días, la incursión del
llamado Anarquista en las obras del ferrocarril tratando de sublevar a los
trabajadores fue el tema de conversación favorito de los habitantes de Puente
Viejo.
Las gentes tenían miedo de lo que pudiese
ocurrir por culpa de la insensatez de ese individuo, que se había empeñado en
poner patas arriba la tranquilidad del pueblo. De momento había conseguido
justo lo contrario a sus propósitos, empeorar las condiciones de trabajo de los
contratados para las obras del ferrocarril. Las horas habían aumentado y el
salario continuaba siendo el mismo. Eso sin añadir la precariedad con la que
trabajaban, sin ninguna clase de protección.
Por su parte, Gonzalo y María continuaban
con los quehaceres de la casa de aguas, esperando noticias de Conrado, quien
andaba enfrascado en unas negociaciones de las cuales no quería avanzar nada.
Tal como tenía pensado, María envió una
misiva a Isabel Ramírez, citándola la tarde siguiente en la plaza del pueblo
con la excusa de recordar viejos tiempos; aunque su verdadera intención era
averiguar hasta qué punto la joven estaba al tanto de la relación entre Bosco e
Inés.
María no estaba segura de que la nieta del
gobernador fuese a acudir. Posiblemente, doña Francisca o el mismo Bosco la
habían puesto al tanto de la mala relación que existía entre ambas familias, y
la joven rechazara la invitación.
Sin embargo, la respuesta llegó al día
siguiente, asegurándole que acudiría a la cita, encantada.
Esa tarde, Gonzalo se despidió de su esposa
marchando a trabajar a las tierras junto a Tristán. Les llegaba un camión con
el abono y quería estar presente, como era su costumbre, pues a pesar de que el
balneario le quitaba gran parte del tiempo, tampoco quería descuidar la finca y
siempre que tenía oportunidad ayudaba a su padre en las tareas más arduas.
María le dijo que se llevaba a la niña con
ellas de paseo y a su esposo le pareció buena idea.
Cuando María llegó a la plaza, Isabel la
esperaba junto a la fuente. Ambas se saludaron con un beso en la mejilla.
-¡Qué alegría volver a verte, María! –le
confesó con su natural alegría-. Te confieso que desde que estoy en Puente
Viejo, las tardes se me hacen un poco largas, si no está Bosco para
acompañarme.
María asintió, comprendiendo lo que quería
decir. A ella le pasaba lo mismo cuando tenía la tarde libre y no le tocaba ir
a la casa de aguas. En esos ratos de descanso echaba de menos la compañía de
Gonzalo; aunque no podía quejarse, ya que su esposo trataba por todos los
medios de tener libres las mismas horas que ella y así pasarlas juntos y
disfrutar de Esperanza como la familia que eran.
Isabel se acercó a mirar a la niña, que iba
en su carrito de paseo, con los ojos bien abiertos.
-¡Qué preciosa que está! –dijo,
acariciándole la carita-. ¿Cuánto tiempo tiene?
-Un año y cuatro meses –le informó María-.
Pero crece muy rápido.
-Estaréis muy contentos, tú esposo y tú
–continuó la nieta del gobernador-. Siendo tan jóvenes y con esta ricura.
-Esperanza nos ha llenado de dicha a Gonzalo
y a mí –le confesó María, orgullosa de la preciosa familia que tenía. Miró a su
alrededor y tuvo una idea-. ¿Qué te parece si vamos a pasear por la ribera del
río? En esta época del año es cuando más se disfruta del paisaje.
A Isabel le pareció buena idea y ambas se
encaminaron hacia las afueras del pueblo, siguiendo la senda del molino viejo.
Por el camino, las dos amigas no dejaron de
recordar los viejos momentos vividos cuando eran pequeñas y María viajaba a la
capital junto a la Montenegro. En aquellas ocasiones se instalaban en casa del
gobernador para que las niñas pudiesen compartir sus horas de juego. María apenas recordaba algunos de esos
momentos como ráfagas de humo, pero le siguió la corriente a Isabel, quien
parecía tener aquellos recuerdos muy recientes.
El verano se había instalado por completo en
la sierra y las flores llenaban de color y de aromas el campo mientras los
árboles se copaban de frondosas hojas que cubrían las ramas más altas
impidiendo, en algunos lugares, que la luz del sol llegase al suelo.
El agua del río se escuchaba danzar a su
paso por el bosque, siguiendo su serpenteante cauce.
-¿Te parece bien que nos detengamos aquí?
–le sugirió María, al llegar a un claro, donde el terreno era más liso-. Es
hora de darle la merienda a Esperanza.
-Por supuesto –le concedió Isabel, mirando a
su alrededor.
María lo llevaba todo preparado. Entre las
dos, colocaron un mantel en el suelo para sentarse y cogió a la niña quien
empezaba a hacer pucheros, señal inequívoca de que tenía hambre.
Mientras María le daba su papilla de frutas,
Isabel sacó un par de dulces de la bolsa, tal como le había indicado María.
Luego se la quedó mirando, pensativa.
-¿Puedo preguntarte algo? –inquirió de
pronto, antes de darle un pequeño mordisco a su dulce.
La esposa de Gonzalo se volvió hacia ella,
dejando la cuchara en el aire un segundo.
-Dime –le concedió, retomando la merienda.
-No pienses que soy una chismosa de esas
–comenzó la nieta del gobernador, bajando la voz-. Pero… ¿es cierto que tu
esposo fue cura?
María asintió, lentamente.
-Sí –le confirmó. Esperanza abrió la boca y
comió otra cucharada-. Pero de eso ya hace tiempo. Gonzalo colgó los hábitos al
darse cuenta de que ese no era su camino y que había otras formas de servir a
Dios.
-¿Junto a una mujer? –insistió Isabel. Sus
ojos brillaron con una pizca de picardía. La inocencia habitual que solía
mostrar se esfumó de golpe.
-Sí –volvió a repetir María-. Junto a mí. La
vida, a veces, es así de caprichosa, nos marca unas pautas para luego tener que
dar marcha atrás. En nuestro caso hemos luchado mucho por poder estar juntos y
vivir nuestro amor en libertad.
-No me malinterpretes –se apresuró a decir
Isabel, al darse cuenta de que el tema molestaba a María-. Me parece muy
valiente por vuestra parte luchar por lo que sentís.
María se calmó un poco, con esas palabras.
-Pero tengo entendido que antes estuviste
casada con el hijo del de Mesía –volvió a insistir. Se había terminado ya su
pastel y se limpió los restos con su pañuelo bordado.
Al escuchar aquel nombre, algo en el
interior de María se revolvió. Un fantasma negro que quería seguir manteniendo
en el olvido. Aquel apellido solo le traía malos recuerdos.
Tragó saliva antes de contestar.
-Así es –confesó con toda la naturalidad
posible-. Pero es algo del pasado. Un error que cometí y que afortunadamente
pude solventar. Gonzalo es el amor de mi vida y ahora estamos juntos. Juntos
para siempre. Supongo que es algo que comprenderás muy bien, ¿no? Me refiero al
amor verdadero.
María percibió un leve cambio en el rostro
de Isabel.
-¿A qué te refieres? – la joven se puso a la
defensiva.
-A que ahora que estás comprometida con
Bosco sabes lo que quiero decir al hablar del amor verdadero. Ese que es
incondicional, que te hace temblar al escuchar su voz. Ese amor que te hace
sentir que darías la vida por el ser amado, con los ojos cerrados, porque sin
él no vale la pena vivirla –expuso María mientras le daba la última cucharada
de la merienda a Esperanza-. Supongo que es eso lo que sentís Bosco y tú.
Isabel apretó los labios casi
imperceptiblemente y enseguida disimuló la tensión con una encantadora sonrisa.
-Por supuesto –confirmó, cogiendo la mano de
Esperanza, tratando de parecer lo más natural posible-. Si no fuese así no le
habría aceptado.
De pronto, a María le pareció escuchar el
crujir de una rama seca. Se volvió hacia los arbustos que permanecían tras
ellas, a unos veinte metros de distancia.
-¿Ocurre algo? –inquirió la nieta del
gobernador.
-No, nada –dijo finalmente-. Me había
parecido escuchar algo, pero será algún conejo. En esta época es muy habitual
verles por aquí.
La joven se volvió de nuevo hacia Isabel,
retomando la conversación.
-Yo cometí un grave error con mi primer
matrimonio pues no estaba enamorada –declaró María, recogiendo los restos de la
merienda de Esperanza-. El matrimonio sin amor es lo peor que le puede pasar a
una mujer. Claro, eso y… estar enamorada de alguien que no te corresponda. En
mi caso, afortunadamente no es así. Gonzalo y yo nos queremos como el primer
día. Sin embargo, si hay algo que no le perdonaría nunca es la traición.
Isabel ladeó la cabeza mientras María
comenzaba a tomarse su dulce.
-¿La traición? –repitió.
-Sí. Que me engañase con otra mujer –María
era consciente de que había ido lejos en su interrogatorio, pero debía
continuar-. ¿Acaso tú lo harías? Perdonar una traición de ese calibre, digo.
Volvió a escucharse el ruido de las hojas.
María comenzó a incomodarse. No sabía bien por qué, pero se sentía como
observada. Sin embargo allí solo estaban ella e Isabel, quien parecía no darse
cuenta de nada.
-Depende de las circunstancias –dijo la
nieta del gobernador, cogiendo a Esperanza al brazo mientras María terminaba su
parte de la merienda-. Las mujeres de nuestro nivel social hemos sido educadas
para afrontar el matrimonio sabiendo cual es nuestro lugar. Lo cierto es que no
me haría ninguna gracia que mi esposo me engañase con una doncella, pero una
señora nunca se rebajaría al nivel de una buscafortunas.
Ambas se levantaron y María recogió el
mantel mientras Isabel sostenía a la niña.
-¿Una doncella? –apostilló María, tomando a
Esperanza del brazo de Isabel-. Yo no he hablado de doncellas. Hablaba de
mujeres en general.
La nieta de don Federico se dio cuenta
demasiado tarde de su error y trató de enmendarlo. Pero María ya sabía lo que
necesitaba saber.
-Si he dicho doncellas es porque es lo más
habitual en nuestra sociedad –se defendió ella, manteniendo la calma-. ¿Qué
hombre de nuestro círculo no ha buscado nunca el calor de una doncella? Son pocos
quienes no se dejan enredar por sus faldas. Si todos esos que han cometido
adulterio con una de sus criadas tuviesen que separarse, España entera estaría
llena de parejas rotas.
-¿Entonces tú le perdonarías algo así? –la
esposa de Gonzalo volvió a meter a Esperanza en su carrito, para retomar el
paseo.
-¿Por qué no? –respondió Isabel, con indiferencia-.
Estoy segura que ese “desliz” no significaría nada para él. Hay que ser muy
ilusa por parte de esas cazafortunas para pensar que un hombre de otro estatus
social va a tomarlas enserio. Para ellos son solo simple divertimento.
María iba a preguntarle dónde quedaba en ese
caso la dignidad de la esposa, pero se calló al volver a escuchar otra vez
aquel ruido.
Se volvió de nuevo hacia los arbustos y
entonces lo vio. El corazón se le detuvo unos segundos y todo comenzó a dar
vueltas a su alrededor. Allí, oculto entre la maleza distinguió la mirada de
alguien que las observaba atentamente.
No
estaban solas.
María se quedó pálida y sin saber qué hacer.
¿Quién estaba allí y por qué las observaba? ¿Habría alguien más espiándolas o
estaba solo aquel intruso? ¿Las atacaría? ¿A qué esperaba para hacerlo?
Rápidamente su pensamiento voló hacia su hija. Debía ponerla a salvo cuanto
antes. No podía permitir que le pasase nada. A Esperanza no.
Tantas preguntas sin respuesta, que la joven
no supo reaccionar. Aquel extraño espía se dio cuenta de que había sido
descubierto y salió un poco de su escondite, dejándose ver al fin.
Llevaba el rostro oculto tras un pañuelo y
un sombrero cubría su cabeza dejando solo descubierta una fina línea a la
altura de los ojos. María le reconoció al instante.
Se trataba del Anarquista. El hombre más
buscado de la comarca.
Estaba a punto de gritar cuando el
encapuchado hizo algo totalmente inusual. Se llevó un dedo a los labios
pidiendo que no dijese nada y luego volvió a esconderse entre los arbustos.
Aquel simple gesto logró hacerla reaccionar
al fin, pensando con claridad lo que debía de hacer.
Se volvió hacia Isabel, quien no se había
dado cuenta de lo ocurrido y seguía haciéndole carantoñas a Esperanza.
-Creo que ya es hora de volver –dijo María,
tratando de disimular los nervios. Quería salir de aquel paraje cuanto antes y
poner a su hija a salvo.
-¿Tan pronto? –se extrañó Isabel-. La tarde
aún es larga.
-Sí, pero Gonzalo llegará de un momento a
otro a casa y le gusta que estemos allí, esperándole.
La prometida de Bosco se encogió de hombros,
aceptando.
Sin volver la vista atrás ni una sola vez,
retornaron por el mismo camino, de vuelta al pueblo.
Los primeros pasos fueron los más difíciles.
María los contaba en silencio. Uno, dos, tres… esperando que en cualquier
momento aquel hombre les saliese al paso, interceptándolas. Algo que
afortunadamente, no ocurrió.
Poco a poco, los latidos de su corazón
fueron acompasándose de nuevo. Sin embargo, el miedo que había sentido
continuaba latente.
Solo un pensamiento comenzó a abrirse paso a
través de su angustia; algo que no entendía y que la llenaba de zozobra.
¿Por qué el Anarquista no las había
atacado? ¿Por qué las había dejado ir?
CONTINUARÁ...
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