jueves, 11 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 11
Esa noche en la Casona algo importante iba a suceder. No era una premonición, sino algo que las doncellas del servicio sabían.
A primera hora de la mañana, Doña Francisca había bajado a la cocina para hablar con Fe, la criada de mayor rango y a quién siempre daba las órdenes para que luego se las transmitiese a sus compañeras. Le explicó que esa noche la cena iba a ser especial y que quería cochinillo asado con salsa de arándanos y las mejores frutas de la región. A Mauricio le encargó que trajese uno de los mejores vinos de la bodega, de esos que guardaban para las grandes ocasiones y varias botellas de champagne. El capataz y la doncella se lanzaron una mirada de entendimiento. Algo tramaba la señora. Algo de enjundia. Sin embargo, ambos habían aprendido que a la Montenegro ni se le preguntaba ni se le cuestionaba sus acciones, tan solo se acataban sin rechistar.
De manera que a las ocho en punto, como cada día, la cena estaba servida en el salón. Esa noche incluso Bernarda les acompañaría, por expreso deseo de su prima.
Doña Francisca y el gobernador ocupaban la cabecera de la mesa, Bernarda uno de los laterales y Bosco e Isabel estaban sentados uno junto al otro en el otro lateral. El protegido de la señora con el gesto más serio de lo normal. Sin embargo, la nieta de don Federico se mostraba tan dicharachera y habladora como de costumbre, llevando prácticamente todo el peso de la conversación. Le contó a su abuelo que esa misma tarde, Bosco y ella habían ido a pasear a caballo hasta la colina de los riscos, un paraje de gran belleza. Doña Francisca escuchaba a la muchacha, satisfecha por su alegría, mientras que el gobernador seguía con el ceño fruncido. Desde lo ocurrido en la iglesia con el enmascarado, el hombre se había mostrado reservado y poco hablador.
Fe e Inés se encargaron de servir el primer plato. Las doncellas vestían el uniforme de gala desde la llegada de los invitados. Y una vez estaban servidos, debían permanecer en un rincón, atentas a cualquier cosa que se les solicitase.
-Este asado está delicioso –declaró Isabel, con jovialidad-. En Madrid hay unos restaurantes que también los preparan así –se volvió hacia don Federico, que comía con evidente desgana-. ¿Lo recuerda, abuelo?
El hombre forzó una sonrisa y asintió. Su nieta no era tonta y sabía que las preocupaciones le rondaban por la cabeza. Pero trataba de no hablar de ellas y sacar otros temas que mantuvieran a su abuelo con la mente ocupada.
-Doña Francisca –continuó Isabel-, la próxima vez que nos visiten en Madrid le prometo que iremos a comer al mejor restaurante de la ciudad.
La Montenegro le sonrió con amabilidad.
Inés observaba la escena, compungida, preguntándose porque la señora no podía verla a ella con los mismos ojos con que miraba a la nieta del gobernador. Sabía que eso era un imposible. Ella nunca estaría a la altura de aquella joven educada y refinada.
-Bueno –repuso Francisca, después de tomarse un trozo de carne-, quizá la visita la hagamos antes de lo que crees.
Isabel ladeó la cabeza, sin entender.
Bosco levantó la mirada de su plato, apenas sin tocar. No podía probar bocado con el estómago cerrado. El muchacho se había mostrado callado y pensativo todo el rato.
-¡Eso sería maravilloso! –declaró Isabel, feliz por la noticia-. Podríamos ir a visitar el museo del Prado; creo que hay una exposición ahora mismo de un pintor italiano muy importante. Y al teatro Eslava, a ver la obra de Federico García Lorca, “El maleficio de la mariposa” tiene muy buenas críticas.
-Supongo que sí que podríamos ir –declaró Francisca, con cautela-. ¿Verdad, Bosco?
Su joven protegido tragó saliva. Había llegado el momento. La señora se lo estaba reclamando.
-Por supuesto –dijo al fin, forzando una amplia sonrisa-. Estaremos encantados de asistir a todos esos lugares, llegado el momento.
La confirmación de Bosco no hizo sino aumentar la alegría de Isabel, quien no ocultaba su predilección por el joven. Con una familiaridad inusitada, posó la mano sobre el brazo de él.
-Entonces, no hay nada más que decir. Están formalmente invitados a pasar unos días en Madrid.
Don Federico vio que aquella era su oportunidad.
-Es muy buena idea, así Isabel no les echará tanto de menos cuando nos vayamos –declaró el hombre.
-¿Está pensando en dejarnos ya, don Federico? –intervino Bernarda por primera vez. La mujer no solía hablar mucho durante las conversaciones, pero cada vez que lo hacía, Francisca torcía el gesto-. Creía que se quedarían una temporada en Puente Viejo.
Isabel miró a su abuelo, atenta a su respuesta. No deseaba regresar a Madrid tan pronto, pero si él lo ordenaba, tendría que acatar su voluntad.
-Tengo asuntos que requieren de mi presencia en la capital –se defendió él, tras tomar un poco de vino. Su semblante había mejorado visiblemente en el último minuto, como si se hubiese quitado un gran peso de encima-. Así que en pocos días regresaremos a casa.
Isabel sintió un nudo en la garganta. ¿Cuánto eran pocos días? ¿Dos, tres, una semana?
-Don Federico –intervino Bosco-. Ya sé que no soy nadie para preguntar, pero ¿es necesario que Isabel regrese con usted?
La pregunta tomó por sorpresa a la joven, que se mordió el labio, esperando una respuesta de su abuelo.
El gobernador frunció el ceño.
-Su lugar está en Madrid, muchacho –respondió con dureza. Ahora que por fin había tomado una decisión no iba a cambiar de idea, se dijo el hombre-. Debe retomar sus clases.
Bosco asintió, lentamente, sopesando sus opciones. Sabía que la señora le observaba, esperando que acatara lo pactado. Mientras Inés, en un rincón, escuchaba atentamente sus palabras. Unas palabras que la iban a destrozar por dentro.
-Entonces no me queda otro remedio, señor –declaró con firmeza. Bebió un poco de vino para infundirse el valor que necesitaba-. Don Federico, quiero  pedirle formalmente la mano de su nieta Isabel.
El momento pareció congelarse en el tiempo. Cada uno reaccionó de manera distinta.
Doña Francisca suspiró aliviada. Por un instante temió que su protegido se echara hacia atrás, pero no. Bosco llevaba la sangre de los Montenegro en sus venas, orgullo de su abuela. 
Isabel palideció, sorprendida. Bosco le agradaba, se sentía cómoda junto al muchacho, incluso había fantaseado con aquel instante, sin embargo en ningún momento había dado señales de sentir algo por ella que no fuera simple afecto y consideración.
Fe miró de reojo a Inés. ¿Qué estaría pasando por la cabeza de su amiga? Debía de suponer un mazazo muy grande para ella ver como el hombre al que amaba estaba pidiendo la mano de otra mujer.
Por su parte, el gobernador palideció. Aquello sí que no se lo esperaba. El heredero de la mujer más influyente de la comarca estaba pidiendo la mano de su nieta. La oferta era tentadora. Mejor partido no podía encontrar para Isabel.
-Sé que parece muy precipitado. Pero lo he meditado mucho –continuó Bosco, quien solo tenía un pensamiento en mente: Inés y el daño que le estaba haciendo. Sentía su mirada clavada en él, pero no se atrevía a mirarla sino, todo el valor que estaba demostrando se derrumbaría-. Don Federico, me gustaría tener la oportunidad de cortejar a su nieta y que nos conociéramos mejor.
El gobernador se volvió hacia Isabel preguntándose qué debía de hacer. En la mirada de su nieta encontró la respuesta.
-Está bien –dijo al fin-. Pero ha de ser la propia Isabel quién decida si quiere ser tu prometida.
Las mejillas sonrosadas de la joven hablaban por sí misma. Se volvió lentamente hacia Bosco y sonrió con candidez.
-Nada me haría más feliz que ser tu prometida, Bosco –respondió ella, visiblemente avergonzada.
Bosco cogió su mano y la besó.
-Bueno  –habló doña Francisca, que se mostró tan sorprendida por lo ocurrido como si no supiera nada de las intenciones de su protegido-, esto hay que celebrarlo –se volvió hacia las doncellas-. Fe, trae una botella del mejor champagne que tengamos.
La criada obedeció con premura. Inés tuvo que permanecer en su sitio, viendo la alegría de los novios y sus familiares. Las lágrimas amenazaban con escaparse de sus ojos, traicionándola.
Fe regresó enseguida con una botella de champagne. Iba a servirla cuando doña Francisca la detuvo.
-No –decidió la Montenegro-. Mejor que lo haga Inés. Ella sabe cómo servir el champagne para que quede espumoso.
Su doncella tragó el nudo de dolor que sentía en la garganta. La maldad de la señora no tenía límites, pensó. Pero no la vería caer. No le daría ese gusto.
Bosco la miró por primera vez y pudo contemplar el pozo de dolor en que se habían convertido sus ojos. Manteniendo la compostura, Inés sirvió, una a una, las copas.
Una vez estuvieron todas llenas, se retiró a la esquina.
Los presentes alzaron sus copas llenas y brindaron por el noviazgo de los dos jóvenes. Isabel no podía ocultar su felicidad, manteniendo una sonrisa constante.
-Don Federico –dijo Francisca, después del brindis-, supongo que después de esto, tendrá que replantearse la marcha de Isabel a la capital.
La Montenegro había lanzado el sedal, ahora solo faltaba que el gobernador cayese.
-Supongo que sí –repuso el hombre, algo contrariado. Le hubiese gustado llevarse a su nieta a Madrid, un lugar que consideraba más seguro que Puente Viejo, pero con la petición de mano sus planes debían aplazarse.
Isabel se lo agradeció con un beso en la mejilla; un gesto que borraba cualquier duda del rostro de su abuelo.
La velada se alargó una hora más. Bernarda fue la primera en despedirse y subir a su alcoba. Poco después lo hicieron don Federico e Isabel.
Finalmente solo quedaron en el saloncito doña Francisca y Bosco.
El muchacho suspiró, con cierto alivio y la señora se sentó a su lado, posando su mano en la rodilla de su nieto.
-Estoy muy orgullosa, Bosco –dijo con un brillo desconocido, en sus ojos-. Has estado a la altura, no esperaba menos de ti.
-Gracias señora –respondió él, sin ánimos-. He hecho solo lo que me pidió.
-Y yo te lo agradezco. Ya verás como con el tiempo aprenderás a querer a Isabel. Es una muchacha alegre, guapa, distinguida… Sé que sabrá hacerte feliz.
Bosco no respondió; tan solo le dirigió una sonrisa, triste. El joven se levantó para irse.
-Buenas noches –se despidió de Francisca.
-Buenas noches Bosco, descansa.
Al salir del salón, el joven se cruzó con Inés. Una simple mirada bastó para decirse todo. El dolor y el odio que sentía la joven por haberse visto humillada de esa manera tan cruel. Bosco no pudo soportarlo y subió a su cuarto.
Francisca les observó en silencio. Todo había salido según sus planes. El compromiso entre Bosco e Isabel era su salvoconducto. Por un lado se aseguraba que el gobernador estuviese de su parte en el hipotético caso de que algo no saliera bien con el asunto de las obras del ferrocarril. Y por el otro, alejaba el peligro que suponía Inés para sus intereses. Jamás permitiría que una pueblerina cochambrosa, sobrina de la confitera, se convirtiese en la mujer de Bosco. Si quería divertirse con ella, la señora no tenía problema alguno; mientras no la dejase preñada. Y en caso de hacerlo, ya se encargaría ella que el embarazo no llegara a buen término.
La Montenegro se recostó ligeramente en su sillón.

-Inés –llamó a la joven, sin mirarla-. Sírveme una copita de licor. Hoy tengo mucho que celebrar. 
CONTINUARÁ...

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