CAPÍTULO 17
El sol de un nuevo día todavía no despuntaba
en las inmediaciones de Puente Viejo cuando los trabajadores de las obras del
ferrocarril se adentraron en el interior de la montaña para comenzar otra dura
jornada de trabajo.
La mayoría de ellos llevaban días sin ver ni
un solo rayo de luz. Entraban de madrugada, con la luna luciendo en lo alto del
cielo, y salían de anochecida. Sin embargo no se quejaban, gracias a sus
trabajos tendrían dinero para sobrevivir una temporada. No era un buen salario,
pero tampoco podían quejarse. Lo peor era la incertidumbre y el miedo por lo
ocurrido con el joven Germán. Nadie lo decía, pero en sus miradas se leía el
temor a que otro desprendimiento pudiese tocarles a ellos y sesgar sus vidas de
repente, como le pasó al hijo de Epifanio.
Les habían dicho que trabajar en la
construcción de las vías era seguro, aunque los accidentes podían ocurrir. Sin
embargo, ninguno sabía de la inestabilidad del terreno. Los ingenieros
encargados aseguraban que no era más peligroso de lo normal y que no iban a
detener las obras por unos simples pedruscos desprendidos. Los trabajadores
tenían miedo sí; pero más miedo les daba quedarse sin el sustento para sus
familiares.
Nada más entrar en el interior de la
montaña, fueron recibidos por el ambiente cerrado que lo impregnaba todo.
Respirar allí se hacía complicado.
El encargado les reunió a todos en la
primera galería, como hacía al comienzo de cada jornada.
Era un hombre fornido, de mal talante y
gruñón. Ninguno se atrevía a llevarle la contraria. Acataban sus órdenes a la
de ya. Y esa jornada tenía algo que decirles.
-Escuchadme atentamente –alzó la voz con
autoridad-. Desde hoy la jornada laboral se amplía dos horas más –se escucharon
algunos murmullos en desacuerdo que enseguida se encargó de acallar con un
potente grito-. ¡Silencio! Desde hoy mismo trabajaréis desde las cinco de la
mañana hasta las nueve de la noche. Son órdenes de arriba y hay que acatarlas.
¿Estamos?
-¿Podemos saber por qué? –se atrevió a
preguntar una voz desde las últimas filas.
El encargado entrecerró los ojos, tratando
de vislumbrar quién era aquel que osaba discutir sus órdenes. Los trabajadores
se apartaron un poco para dejarle ver. Era Gervasio, un joven desgarbado muy
conocido en Puente Viejo. Sus padres eran los herreros del pueblo, sin embargo
él había preferido entrar a trabajar en las vías del tren, que seguir el
negocio familiar. Decía que aquella era una oportunidad única de ganarse unos
buenos cuartos y que para volver a la herrería siempre tendría tiempo.
El encargado le lanzó una mirada llena de
frialdad.
-¿Quieres saber por qué? –le repitió. En
realidad ni él mismo sabía los motivos. Hacía apenas una hora le había llegado
la orden de aumentar la jornada de trabajo. Las obras debían avanzar a mayor
ritmo del que lo hacían y él solo debía avisar a los trabajadores del cambio
establecido-. Porque o acatas las órdenes o te marchas de aquí. ¿Lo entiendes?
–se volvió hacia el resto, mirándoles con desprecio, como si fuesen escoria a
quien no merecía la pena dar ni una explicación-. ¿Lo habéis entendido todos?
Las órdenes no se discuten, se acatan. ¿Alguien tiene alguna objeción? –los
trabajadores bajaron las cabezas, sin nada que decir-. Así me gusta. Pues a
vuestros puestos de trabajo. A ganaros lo que os pagan por vuestro mísero
esfuerzo.
Los trabajadores fueron desfilando hacia el
interior de los túneles, apenas iluminados con antorchas. El terreno no era muy
seguro y pisaban con temor. Trabajaban con el miedo metido en el cuerpo. Pero
era eso, o nada.
El encargado salió al exterior a tomar el
aire fresco del amanecer. No le gustaba el ambiente viciado de la montaña. Se
sentó en el interior de la caseta de obras, apoyando los pies sobre la mesilla
y se quedó dormido.
Dentro, cada grupo de trabajadores se
dirigió hacia las diferentes galerías que habían construido. Nadie hablaba, ni
decía nada. Aunque todos pensaban lo mismo. ¿Cuándo terminaría ese calvario?
Al llegar a una de las cavernas principales
todos se detuvieron de golpe. Sobre un montículo de piedras se hallaba un
hombre. Un encapuchado, que se escondía tras un sombrero de ala ancha y un
pañuelo negro. Apenas dos rendijas se distinguían donde debía tener los ojos.
Vestía un abrigo largo y botas altas.
Los trabajadores se detuvieron, asustados al
ver la escopeta que tenía en las manos. Todos le recordaban de la iglesia. Era
el encapuchado. ¿Había llegado su hora?
-No os asustéis –tronó la voz del
encapuchado-. No vengo a haceros nada. Solo a advertiros.
-¿Qué es lo que quiere? –le preguntó
Gervasio, imprudente y retador-. No nos vamos a dejar intimidar por alguien
como usted.
-Mi intención no es la de intimidaros. Sino
la de ayudaros para que no vuelva a ocurrir ninguna desgracia más como la de
Germán.
-¿Y cómo piensas conseguirlo? –quiso saber
otro hombre, situado a la derecha. Tenía una cicatriz en el pómulo izquierdo.
Una herida dejada por uno de los últimos desprendimientos. Podía dar gracias
por tener solo eso-. Nadie puede ayudarnos. Nuestro trabajo consiste en
obedecer las órdenes sin rechistar.
Los trabajadores comenzaron a murmurar, de
acuerdo con las palabras de aquel compañero.
El encapuchado se quedó en silencio.
-Un solo hombre no puede pararles los pies,
pero si todos juntos –repuso con voz grave y alta-. No os dejéis esclavizar. Su
poder reside en vuestro miedo. Mientras lo utilicen contra vosotros, os tendrán
sometidos. Pero si vencéis ese miedo y les plantáis cara, no tendrán más
remedio que claudicar. Solo os pido que luchéis por vuestros derechos.
-Bonito discurso –gritó un hombre que debía
rondar la cuarentena y que miraba al encapuchado con desdén-. Se ve que nunca
has tenido que arrimar el hombro ni que pasar penurias por llevarles algo de
comer a tus hijos. Este trabajo es nuestro sustento y si nos revelamos, tal
como pretendes, nos echarán sin ningún miramiento y otros ocuparan nuestro
sitio.
-Habéis firmado unos contratos de trabajo y
no pueden echaros así como así –insistió el intruso-. Tenéis que luchar por lo
que os prometieron. ¿O acaso queréis terminar como Germán?
Se oyeron los primeros murmullos
disconformes. Pero enseguida fueron acallados por el hombre de la primera fila.
-No trates de enfrentarnos los unos a los
otros –le espetó, perdiendo el miedo-. Sabemos cuál es nuestro sitio. Ninguno
pondrá en riesgo el sustento de sus familias por empezar una revolución.
Además, lo único que estás consiguiendo es que las cosas se pongan peor para
nosotros. Si de verdad te importamos, es mejor que no vuelvas a amenazar a
quienes gobiernan en estas tierras.
El enmascarado se dio cuenta de que no iba a
conseguir el apoyo de los trabajadores para que se sublevasen. Tenían demasiado
miedo. Miedo al cambio. Miedo a lo desconocido.
-¿Qué has querido decir con eso de que he
conseguido que las cosas se pongan peor para vosotros? –inquirió el bandido
frunciendo el ceño.
-Pues que sabemos que anoche interrumpiste
la celebración de la Casona. Debiste tocarle las narices a la Montenegro y al
gobernador porque hace unos minutos el encargado nos ha dicho que a partir de
hoy trabajaremos dos horas más cada día –hizo una pausa-. Así que haznos un
favor: no nos ayudes.
Los trabajadores abandonaron el lugar,
dejando solo al enmascarado. Nadie quería saber nada de sus revoluciones ni
sublevaciones. Lo único que les importaba era mantener su trabajo para seguir
cobrando el salario.
El intruso cambio el peso de una pierna a
otra, contrariado. Dejó que la gente se marchase. No iba a lograr nada tratando
de sublevar a los trabajadores, ahora lo sabía.
Aquel contratiempo no entraba dentro de sus
planes.
Pero había algo más que le había dado que
pensar.
Demasiada prisa se daba la Montenegro para
que las obras continuasen, y eso solo podía significar una cosa.
Que no iba por mal camino.
CONTINUARÁ...
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