martes, 23 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 17 
El sol de un nuevo día todavía no despuntaba en las inmediaciones de Puente Viejo cuando los trabajadores de las obras del ferrocarril se adentraron en el interior de la montaña para comenzar otra dura jornada de trabajo.
La mayoría de ellos llevaban días sin ver ni un solo rayo de luz. Entraban de madrugada, con la luna luciendo en lo alto del cielo, y salían de anochecida. Sin embargo no se quejaban, gracias a sus trabajos tendrían dinero para sobrevivir una temporada. No era un buen salario, pero tampoco podían quejarse. Lo peor era la incertidumbre y el miedo por lo ocurrido con el joven Germán. Nadie lo decía, pero en sus miradas se leía el temor a que otro desprendimiento pudiese tocarles a ellos y sesgar sus vidas de repente, como le pasó al hijo de Epifanio.
Les habían dicho que trabajar en la construcción de las vías era seguro, aunque los accidentes podían ocurrir. Sin embargo, ninguno sabía de la inestabilidad del terreno. Los ingenieros encargados aseguraban que no era más peligroso de lo normal y que no iban a detener las obras por unos simples pedruscos desprendidos. Los trabajadores tenían miedo sí; pero más miedo les daba quedarse sin el sustento para sus familiares.
Nada más entrar en el interior de la montaña, fueron recibidos por el ambiente cerrado que lo impregnaba todo. Respirar allí se hacía complicado.
El encargado les reunió a todos en la primera galería, como hacía al comienzo de cada jornada.
Era un hombre fornido, de mal talante y gruñón. Ninguno se atrevía a llevarle la contraria. Acataban sus órdenes a la de ya. Y esa jornada tenía algo que decirles.
-Escuchadme atentamente –alzó la voz con autoridad-. Desde hoy la jornada laboral se amplía dos horas más –se escucharon algunos murmullos en desacuerdo que enseguida se encargó de acallar con un potente grito-. ¡Silencio! Desde hoy mismo trabajaréis desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche. Son órdenes de arriba y hay que acatarlas. ¿Estamos?
-¿Podemos saber por qué? –se atrevió a preguntar una voz desde las últimas filas.
El encargado entrecerró los ojos, tratando de vislumbrar quién era aquel que osaba discutir sus órdenes. Los trabajadores se apartaron un poco para dejarle ver. Era Gervasio, un joven desgarbado muy conocido en Puente Viejo. Sus padres eran los herreros del pueblo, sin embargo él había preferido entrar a trabajar en las vías del tren, que seguir el negocio familiar. Decía que aquella era una oportunidad única de ganarse unos buenos cuartos y que para volver a la herrería siempre tendría tiempo.
El encargado le lanzó una mirada llena de frialdad.
-¿Quieres saber por qué? –le repitió. En realidad ni él mismo sabía los motivos. Hacía apenas una hora le había llegado la orden de aumentar la jornada de trabajo. Las obras debían avanzar a mayor ritmo del que lo hacían y él solo debía avisar a los trabajadores del cambio establecido-. Porque o acatas las órdenes o te marchas de aquí. ¿Lo entiendes? –se volvió hacia el resto, mirándoles con desprecio, como si fuesen escoria a quien no merecía la pena dar ni una explicación-. ¿Lo habéis entendido todos? Las órdenes no se discuten, se acatan. ¿Alguien tiene alguna objeción? –los trabajadores bajaron las cabezas, sin nada que decir-. Así me gusta. Pues a vuestros puestos de trabajo. A ganaros lo que os pagan por vuestro mísero esfuerzo.
Los trabajadores fueron desfilando hacia el interior de los túneles, apenas iluminados con antorchas. El terreno no era muy seguro y pisaban con temor. Trabajaban con el miedo metido en el cuerpo. Pero era eso, o nada.
El encargado salió al exterior a tomar el aire fresco del amanecer. No le gustaba el ambiente viciado de la montaña. Se sentó en el interior de la caseta de obras, apoyando los pies sobre la mesilla y se quedó dormido.
Dentro, cada grupo de trabajadores se dirigió hacia las diferentes galerías que habían construido. Nadie hablaba, ni decía nada. Aunque todos pensaban lo mismo. ¿Cuándo terminaría ese calvario?
Al llegar a una de las cavernas principales todos se detuvieron de golpe. Sobre un montículo de piedras se hallaba un hombre. Un encapuchado, que se escondía tras un sombrero de ala ancha y un pañuelo negro. Apenas dos rendijas se distinguían donde debía tener los ojos. Vestía un abrigo largo y botas altas.
Los trabajadores se detuvieron, asustados al ver la escopeta que tenía en las manos. Todos le recordaban de la iglesia. Era el encapuchado. ¿Había llegado su hora?
-No os asustéis –tronó la voz del encapuchado-. No vengo a haceros nada. Solo a advertiros.
-¿Qué es lo que quiere? –le preguntó Gervasio, imprudente y retador-. No nos vamos a dejar intimidar por alguien como usted.
-Mi intención no es la de intimidaros. Sino la de ayudaros para que no vuelva a ocurrir ninguna desgracia más como la de Germán.
-¿Y cómo piensas conseguirlo? –quiso saber otro hombre, situado a la derecha. Tenía una cicatriz en el pómulo izquierdo. Una herida dejada por uno de los últimos desprendimientos. Podía dar gracias por tener solo eso-. Nadie puede ayudarnos. Nuestro trabajo consiste en obedecer las órdenes sin rechistar.
Los trabajadores comenzaron a murmurar, de acuerdo con las palabras de aquel compañero.
El encapuchado se quedó en silencio.
-Un solo hombre no puede pararles los pies, pero si todos juntos –repuso con voz grave y alta-. No os dejéis esclavizar. Su poder reside en vuestro miedo. Mientras lo utilicen contra vosotros, os tendrán sometidos. Pero si vencéis ese miedo y les plantáis cara, no tendrán más remedio que claudicar. Solo os pido que luchéis por vuestros derechos.
-Bonito discurso –gritó un hombre que debía rondar la cuarentena y que miraba al encapuchado con desdén-. Se ve que nunca has tenido que arrimar el hombro ni que pasar penurias por llevarles algo de comer a tus hijos. Este trabajo es nuestro sustento y si nos revelamos, tal como pretendes, nos echarán sin ningún miramiento y otros ocuparan nuestro sitio.
-Habéis firmado unos contratos de trabajo y no pueden echaros así como así –insistió el intruso-. Tenéis que luchar por lo que os prometieron. ¿O acaso queréis terminar como Germán?
Se oyeron los primeros murmullos disconformes. Pero enseguida fueron acallados por el hombre de la primera fila.
-No trates de enfrentarnos los unos a los otros –le espetó, perdiendo el miedo-. Sabemos cuál es nuestro sitio. Ninguno pondrá en riesgo el sustento de sus familias por empezar una revolución. Además, lo único que estás consiguiendo es que las cosas se pongan peor para nosotros. Si de verdad te importamos, es mejor que no vuelvas a amenazar a quienes gobiernan en estas tierras.
El enmascarado se dio cuenta de que no iba a conseguir el apoyo de los trabajadores para que se sublevasen. Tenían demasiado miedo. Miedo al cambio. Miedo a lo desconocido.
-¿Qué has querido decir con eso de que he conseguido que las cosas se pongan peor para vosotros? –inquirió el bandido frunciendo el ceño.
-Pues que sabemos que anoche interrumpiste la celebración de la Casona. Debiste tocarle las narices a la Montenegro y al gobernador porque hace unos minutos el encargado nos ha dicho que a partir de hoy trabajaremos dos horas más cada día –hizo una pausa-. Así que haznos un favor: no nos ayudes.
Los trabajadores abandonaron el lugar, dejando solo al enmascarado. Nadie quería saber nada de sus revoluciones ni sublevaciones. Lo único que les importaba era mantener su trabajo para seguir cobrando el salario.
El intruso cambio el peso de una pierna a otra, contrariado. Dejó que la gente se marchase. No iba a lograr nada tratando de sublevar a los trabajadores, ahora lo sabía.
Aquel contratiempo no entraba dentro de sus planes.
Pero había algo más que le había dado que pensar.
Demasiada prisa se daba la Montenegro para que las obras continuasen, y eso solo podía significar una cosa.

Que no iba por mal camino.  

CONTINUARÁ...

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