miércoles, 3 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 7
Si algo caracterizaba a los aldeanos de Puente Viejo era su buen corazón. Como en todo pueblo existían conflictos, rivalidades por las tierras, envidias y reproches. Pero todo eso quedaba de lado cuando la desgracia se cernía sobre uno de sus vecinos. Era en ese momento cuando uno descubría la verdadera naturaleza del ser humano.
La muerte del primogénito de Epifanio golpeó con fuerza a las gentes del pueblo. El hombre y su familia eran muy queridos entre sus vecinos. Se les conocía por ser buenas personas; de esas que siempre te tienden la mano cuando lo necesitas y sin pedir nada a cambio. Nadie recordaba haberse peleado nunca con algún miembro de la familia de Epifanio. Él era un hombre trabajador, que se desvivía por darles lo mejor a los suyos; y su mujer, Gloria, era dicharachera, y siempre estaba dispuesta a ayudar en lo que fuese menester.
Por ello, la muerte de Germán cubrió al pueblo entero en un manto de luto. De alguna manera, todos acababan de perder a un hijo.
La iglesia de Puente Viejo se llenó por completo. Quién más y quien menos quería acompañar a la familia del difunto en aquellos terribles momentos.
Emilia y Alfonso habían acudido junto a Mariana y Nicolás. Estaban sentados en los primeros bancos, esperando que llegase la comitiva fúnebre. Habían estado acompañando a la familia en el velatorio durante gran parte del día anterior.
Quien más y quien menos quiso acudir a darles las condolencias, y la casa de Epifanio se convirtió en un ir y venir de amigos y vecinos; entre ellos Gonzalo y María acompañados por Tristán y Candela, quienes tampoco quisieron dejar al trabajador del balneario, pero ante todo un buen amigo, solo en aquellos duros momentos.
  A medida que se acercaba la hora del entierro, la iglesia se convirtió en un hervidero de voces y murmullos. Había tanta gente que los últimos que habían llegado, tuvieron que permanecer de pie, detrás.
Gonzalo había acudido junto a su padre, Candela y Rosario. En el último momento, María tuvo que quedarse al cuidado de Esperanza en el Jaral. La niña había pasado mala noche y se había despertado con unas décimas de fiebre. Su madre prefirió quedarse con ella, esperando que el doctor Zabaleta fuese a visitarla.
-Igual teníamos que haberles acompañado desde casa –repuso Rosario, preocupada por la tardanza del féretro y sus familiares-. Es un momento muy duro ver como tú hijo sale por última vez del que ha sido su hogar y no porque va a vivir su vida, sino porque tienes que enterrarle –la buena mujer no pudo ocultar las lágrimas de tristeza, que se secó con un pañuelo-. El destino siempre se ceba con quien menos  lo merece.
Candela posó una mano sobre el hombro de Rosario para infundirle ánimos. Ambas se habían convertido en grandes amigas desde que vivían juntas. Se querían y respetaban como si fueran madre e hija.
-El destino y la vida, Rosario. Dígamelo a mí también –Candela era una mujer fuerte que a pesar de su juventud, había padecido grandes pérdidas; pero la que nunca olvidaría sería la de su pequeño hijo.
Tristán se dio cuenta de la congoja de su esposa y le apretó la mano con fuerza para infundirle ánimos. Ella se lo agradeció con una leve sonrisa. Gracias a su amor, Candela había vuelto a recobrar las ganas de vivir.
Por su parte, Gonzalo vio a Don Anselmo ultimando los detalles de la ceremonia, tras el altar. El hombre comenzaba a mostrar signos de cansancio. Llevaba tiempo diciendo que muy pronto tendría que dejar de oficiar las misas. Su antiguo pupilo sintió un ramalazo de gratitud hacia aquel hombre que se había convertido en su guía y su amigo.
De repente, los murmullos que recorrían el templo se detuvieron. Un pesado silencio se apoderó del lugar. Un silencio respetuoso, pensó Gonzalo en un principio. Volvió la mirada hacia la entrada, creyendo que se trataría de la comitiva fúnebre. La luz de la mañana entraba por la puerta, recortando dos siluetas de mediana estatura. El semblante de Gonzalo se endureció al ver que se trataba de Francisca Montenegro y del gobernador Ramirez. El esposo de María alzó la barbilla, y les lanzó una mirada de desprecio mientras apretaba los puños. ¿Cómo tenían el descaro de presentarse en el entierro de Germán? ¿Qué era lo que pretendían con ello? Francisca nunca se rebajaría a asistir al funeral de un simple trabajador; eso Gonzalo lo sabía de sobras. Si estaba allí debía de guardar alguna otra razón. Y viniendo de ella, nunca eran buenas.
La Montenegro y don Federico avanzaron por el pasillo central, bajo la atenta mirada de los asistentes, que ni se atrevían a alzar la voz.
-Esta mujer no conoce lo que es el respeto –murmuró Candela al ver a la madre de Tristán ocupar uno de los primeros bancos, sin importarle si estaban o no reservados para la familia del difunto-. Hay que tener cuajo para presentarse aquí, como si nada, cuando todos sabemos que…
-Candela –la interrumpió Gonzalo.
La esposa de su padre le miró, sin comprender. Gonzalo le hizo un gesto negativo con la cabeza, indicándole que no valía la pena enfrentarse a su abuela. La gente nunca se atrevería a echarle la culpa a la Montenegro de lo ocurrido. Para los puenteviejinos, Francisca era solo la cacique del lugar, que había tenido la “bondad” de ceder sus tierras para que el ferrocarril llegara a Puente Viejo. A nadie se le pasaba por la cabeza la posibilidad de que tuviese algo que ver con el trazado de las vías; eso era asunto del arquitecto. Y en cuanto al accidente de Germán, los trabajadores sabían de los peligros que entrañaba trabajar en la montaña, y los asumían. 
Tan solo Gonzalo  intuía la mano de la Montenegro detrás de todo aquello, pero no tenía pruebas para demostrarlo.
A ojos del pueblo, la presencia en el funeral de dos ilustres personalidades, como el gobernador y la Montenegro, era un gesto de preocupación por sus trabajadores, algo que les honraba.
-Martín tiene razón, Candela –intervino Rosario, que conocía muy bien a la Montenegro, después de haber estado más de media vida a su servicio. No valía la pena enfrentarse a ella-. Sabe cómo cubrirse las espaldas. Nunca deja un cabo suelto.
Gonzalo volvió a mirar hacia el altar y vio que Don Anselmo había desaparecido.
-Vuelvo enseguida –les dijo el joven-. Voy a la sacristía a ver si Don Anselmo necesita ayuda.
La abuela de María asintió, levemente.
-Ve tranquilo –respondió Tristán-. Pero no tardes que enseguida llegará la comitiva fúnebre.
-Descuide –se despidió el joven.
Mientras Gonzalo entraba en la sacristía, Alfonso se acercó al banco donde estaba su madre junto a Tristán y Candela. Tras saludar a su cuñado y a la esposa de éste se dirigió a Rosario.
-Madre, ¿y María? –preguntó su hijo, preocupado-. ¿Por qué no ha venido?
-Esperancita no ha pasado buena noche y ha preferido quedarse con ella –le explicó su madre.
-Espero que nada grave –insistió Alfonso-. Después del entierro, Emilia y yo nos pasaremos a verla.
Rosario asintió y Alfonso regresó a su banco donde le explicó a su esposa los motivos de la ausencia de su hija.
Por su parte, Candela no había dejado de observar a su suegra. La mujer se mostraba indiferente con las miradas recelosas de los aldeanos. Comentó algo con el don Federico, quién miró su reloj y le respondió. Por el gesto contrariado de su rostro, la Montenegro tenía prisa porque todo aquello terminase. Candela sonrió para sus adentros. Cualquier cosa que molestara a la madre de Tristán era siempre bien recibida.
De pronto, un estruendo sordo y seco rasgó el silencio. El momento pareció congelarse. La gente no se atrevía a mover ni un músculo. ¿Qué había sido aquel ruido? ¿Habían vuelto las voladuras de la montaña?  No podía ser aquello porque la mayoría de los trabajadores estaban allí ¿O había sido un disparo?
Los aldeanos se miraron los unos a los otros, espantados, sin entender qué ocurría, hasta que uno de ellos alzó la mirada hacia la parte alta de atrás de la iglesia, en la zona del coro, y lo vio. El resto siguió su ejemplo, dirigiendo hacia allí sus ojos. La sombra de una persona recortada sobre el rosetón se adivinaba a contraluz.
-Que nadie se mueva si no quiere salir herido –tronó una voz ronca y grave, oculta tras las sombras-. Bastante dolor recorre hoy la comarca para añadir alguna pérdida más.
Rosario se santiguó en un acto reflejo, asustada por lo que pudiera ocurrir. Ella y Candela se cogieron del brazo mientras Tristán pasaba al frente para servirles de escudo. ¿Quién era aquel individuo que no respetaba ni siquiera las costumbres cristianas, amenazando a la gente en una iglesia?
Cerca de ellos, también en un acto reflejo, Alfonso y Nicolás se habían colocado frente a sus respectivas esposas, convirtiéndose en escudos humanos, por si aquella persona se le ocurría disparar de nuevo.
 Sin que nadie se diera cuenta, Mauricio, el capataz de Francisca, había acudido junto a su señora, para protegerla; estando la Montenegro de por medio era fácil que quisieran atentar contra su vida.
La sombra se movió ligeramente, dando un paso al frente; y quienes estaban en los primeros bancos pudieron ver que se trataba de una persona, oculta tras un sombrero de ala ancha raído y un pañuelo negro que ocultaba el resto de su rostro. Vestía un abrigo grande y grisáceo que le llegaba hasta los pies. Sin embargo, lo que más asustó a los puenteviejinos fue el rifle que sostenía con firmeza dispuesto a disparar en cualquier momento.
-La muerte de Germán no será la última mientras haya gente que mire hacia otro lado –sentenció la voz-. Gente que se enriquece con el dolor de los demás, sin importarles lo que pueda ocurrir.
Francisca Montenegro sabía que aquellas palabras iban dirigidas directamente a su persona, pero no tenía miedo. La cacique alzó el mentón con gesto retador hacia aquel enmascarado destripaterrones que osaba amenazarla abiertamente. Aguzó la vista, tratando de ver algún rasgo que pudiera delatarle, pero desde aquella distancia era difícil distinguir algo. A su lado, el gobernador mantenía la compostura como podía, aunque en realidad el miedo se había apoderado de él y temía que en cualquier instante aquel hombre le disparase, poniendo fin a su existencia.
La Montenegro se volvió hacia su capataz y le ordenó que descubriese quién era aquel individuo. Mauricio dudó unos segundos, no quería dejar a su señora sin protección.
-Doña Francisca yo…
-¡A qué esperas, inútil! –murmuró, sin perder ni por un momento su mal genio-. Quiero saber quién es ese alterador.
Mauricio asintió con rapidez y salió por el pasillo lateral, tratando de pasar desapercibido.
-No os dejéis engañar y luchad por vuestros derechos, por vuestra vida –continuó la voz, que parecía ajeno a lo que acontecía abajo. Sin embargo, sus pasos le devolvieron a las sombras-. No permitamos que la muerte de Germán haya sido en vano.
Su silueta desapareció de la vista de todos. De la misma forma repentina que había aparecido, aquel individuo se esfumó.
Inmediatamente, Mauricio apareció donde segundos antes había estado el alterador. El capataz se asomó por la barandilla buscando algún indicio de su presencia allí arriba. Algunos de sus hombres recorrieron el coro, pero no hallaron nada. La única salida era por dónde Mauricio había subido; las escaleras laterales. Solo desde allí se podía acceder al coro de la iglesia. Sin embargo, no habían visto bajar a nadie.
Sin perder tiempo, indicó a sus hombres que mirasen bien cada recodo, por si existía una falsa salida por la que había podido escapar aquel individuo.
Abajo, la gente se atrevió a respirar de nuevo. Sus corazones latían con fuerza y sus mentes pensaban con rapidez.
¿Quién era aquel personaje salido de la nada? ¿Qué era lo que pretendía?  Y sus palabras, ¿iban dirigidas a alguien en concreto? Eran tantas las preguntas que se agolpaban en sus mentes y ninguna respuesta para calmar los ánimos.
Mientras los aldeanos trataban de reponerse del susto, Alfonso se acercó de nuevo al banco donde estaban su madre Tristán y Candela para ver que estaban bien. Los tres le tranquilizaron, asegurándole que estaban perfectamente.
En ese instante, Don Anselmo y Gonzalo regresaron de la sacristía y vieron el revuelo que se había formado. Ambos se miraron sin comprender. Gonzalo se reunió con los suyos, mientras el párroco se acercaba a doña Francisca para preguntarle por lo ocurrido.
-¿Qué ha pasado? –le preguntó el joven a su padre-. ¿A qué viene todo este alboroto?
-¿No os habéis enterado, hijo? –habló Candela por su esposo. Por su parte, Rosario seguía nerviosa y no era capaz de articular palabra-. Un encapuchado que ha lanzado amenazas desde el coro mientras nos apuntaba con un rifle.
El semblante de Gonzalo palideció.
-¿Amenazas? –repitió él, cogiendo la mano de la abuela de María para tratar de calmarla-. ¿Contra quién? ¿Por qué? ¿Ha habido heridos?
-No, no –repuso Tristán con rapidez, para tranquilizarle-. Tan solo ha dado un tiro al aire, supongo que para llamar la atención. Pero luego ha dicho que si esto continúa, la muerte de German no será la última.
-Menos mal que ni mi nieta ni Esperancita estaban aquí –logró decir Rosario, con un nudo en la garganta-. ¡Entrar así en la casa del señor! ¡No tiene perdón de Dios!
Gonzalo tragó saliva. Alzó la cabeza hacia el coro y vio que Mauricio continuaba allí.
-Voy a ver –dijo Gonzalo sin poder contenerse.
-Voy contigo, hijo –se ofreció su padre.
Tras disculparse un momento con Rosario y Candela, subieron hasta el lugar. Alfonso al ver lo que pretendían ambos, les acompañó.
-¿Has encontrado algo Mauricio? –preguntó el padre de María al reunirse con Mauricio.
-Nada Alfonso –repuso el capataz, contrariado-. Ni rastro de ese enmascarado.
-Pero por algún sitio debe de haber salido, ¿no? –inquirió Gonzalo, tan sorprendido como el resto-. Nadie desaparece, así como así.
-Por las escaleras no ha podido hacerlo –le explicó Mauricio con voz ronca-, nosotros subíamos mientras él continuaba aquí. De manera que debe de existir otra salida oculta.
Uno de los hombres del capataz se acercó a la carrera y le dijo algo al oído. Mauricio asintió levemente antes de que el hombre regresara abajo.
-El féretro de Germán y su familia ya están aquí –les informó el capataz de la Montenegro-. Será mejor que bajemos. Démosle sagrada sepultura y despidamos al muchacho como se merece. No dejemos que este incidente llegue a oídos de sus padres –razonó Mauricio, que a pesar de sus maneras rudas, quienes realmente le conocían, sabían de su buen corazón-. Ya tendremos tiempo para averiguar quién es ese enmascarado.
-Cierto, Mauricio –declaró Tristán, apoyando sus palabras-. Regresemos abajo. Ya habrá tiempo para averiguar la identidad de ese individuo.
Gonzalo y Alfonso estuvieron también de acuerdo. Era el momento de darle el último adiós a Germán como se merecía y de acompañar a sus familiares en su dolor.
Más tarde ya se encargarían de investigar quién era aquel individuo que había alterado la paz del pueblo.
CONTINUARÁ...










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