CAPÍTULO 7
Si algo caracterizaba a los aldeanos de
Puente Viejo era su buen corazón. Como en todo pueblo existían conflictos,
rivalidades por las tierras, envidias y reproches. Pero todo eso quedaba de
lado cuando la desgracia se cernía sobre uno de sus vecinos. Era en ese momento
cuando uno descubría la verdadera naturaleza del ser humano.
La muerte del primogénito de Epifanio golpeó
con fuerza a las gentes del pueblo. El hombre y su familia eran muy queridos
entre sus vecinos. Se les conocía por ser buenas personas; de esas que siempre
te tienden la mano cuando lo necesitas y sin pedir nada a cambio. Nadie
recordaba haberse peleado nunca con algún miembro de la familia de Epifanio. Él
era un hombre trabajador, que se desvivía por darles lo mejor a los suyos; y su
mujer, Gloria, era dicharachera, y siempre estaba dispuesta a ayudar en lo que
fuese menester.
Por ello, la muerte de Germán cubrió al
pueblo entero en un manto de luto. De alguna manera, todos acababan de perder a
un hijo.
La iglesia de Puente Viejo se llenó por
completo. Quién más y quien menos quería acompañar a la familia del difunto en
aquellos terribles momentos.
Emilia y Alfonso habían acudido junto a
Mariana y Nicolás. Estaban sentados en los primeros bancos, esperando que
llegase la comitiva fúnebre. Habían estado acompañando a la familia en el
velatorio durante gran parte del día anterior.
Quien más y quien menos quiso acudir a
darles las condolencias, y la casa de Epifanio se convirtió en un ir y venir de
amigos y vecinos; entre ellos Gonzalo y María acompañados por Tristán y
Candela, quienes tampoco quisieron dejar al trabajador del balneario, pero ante
todo un buen amigo, solo en aquellos duros momentos.
A medida que se acercaba la hora del entierro,
la iglesia se convirtió en un hervidero de voces y murmullos. Había tanta gente
que los últimos que habían llegado, tuvieron que permanecer de pie, detrás.
Gonzalo había acudido junto a su padre, Candela
y Rosario. En el último momento, María tuvo que quedarse al cuidado de
Esperanza en el Jaral. La niña había pasado mala noche y se había despertado
con unas décimas de fiebre. Su madre prefirió quedarse con ella, esperando que
el doctor Zabaleta fuese a visitarla.
-Igual teníamos que haberles acompañado
desde casa –repuso Rosario, preocupada por la tardanza del féretro y sus
familiares-. Es un momento muy duro ver como tú hijo sale por última vez del
que ha sido su hogar y no porque va a vivir su vida, sino porque tienes que
enterrarle –la buena mujer no pudo ocultar las lágrimas de tristeza, que se secó
con un pañuelo-. El destino siempre se ceba con quien menos lo merece.
Candela posó una mano sobre el hombro de
Rosario para infundirle ánimos. Ambas se habían convertido en grandes amigas
desde que vivían juntas. Se querían y respetaban como si fueran madre e hija.
-El destino y la vida, Rosario. Dígamelo a
mí también –Candela era una mujer fuerte que a pesar de su juventud, había
padecido grandes pérdidas; pero la que nunca olvidaría sería la de su pequeño
hijo.
Tristán se dio cuenta de la congoja de su
esposa y le apretó la mano con fuerza para infundirle ánimos. Ella se lo
agradeció con una leve sonrisa. Gracias a su amor, Candela había vuelto a
recobrar las ganas de vivir.
Por su parte, Gonzalo vio a Don Anselmo
ultimando los detalles de la ceremonia, tras el altar. El hombre comenzaba a mostrar
signos de cansancio. Llevaba tiempo diciendo que muy pronto tendría que dejar
de oficiar las misas. Su antiguo pupilo sintió un ramalazo de gratitud hacia
aquel hombre que se había convertido en su guía y su amigo.
De repente, los murmullos que recorrían el
templo se detuvieron. Un pesado silencio se apoderó del lugar. Un silencio
respetuoso, pensó Gonzalo en un principio. Volvió la mirada hacia la entrada,
creyendo que se trataría de la comitiva fúnebre. La luz de la mañana entraba
por la puerta, recortando dos siluetas de mediana estatura. El semblante de
Gonzalo se endureció al ver que se trataba de Francisca Montenegro y del gobernador
Ramirez. El esposo de María alzó la barbilla, y les lanzó una mirada de
desprecio mientras apretaba los puños. ¿Cómo tenían el descaro de presentarse
en el entierro de Germán? ¿Qué era lo que pretendían con ello? Francisca nunca
se rebajaría a asistir al funeral de un simple trabajador; eso Gonzalo lo sabía
de sobras. Si estaba allí debía de guardar alguna otra razón. Y viniendo de
ella, nunca eran buenas.
La Montenegro y don Federico avanzaron por
el pasillo central, bajo la atenta mirada de los asistentes, que ni se atrevían
a alzar la voz.
-Esta mujer no conoce lo que es el respeto
–murmuró Candela al ver a la madre de Tristán ocupar uno de los primeros bancos,
sin importarle si estaban o no reservados para la familia del difunto-. Hay que
tener cuajo para presentarse aquí, como si nada, cuando todos sabemos que…
-Candela –la interrumpió Gonzalo.
La esposa de su padre le miró, sin
comprender. Gonzalo le hizo un gesto negativo con la cabeza, indicándole que no
valía la pena enfrentarse a su abuela. La gente nunca se atrevería a echarle la
culpa a la Montenegro de lo ocurrido. Para los puenteviejinos, Francisca era
solo la cacique del lugar, que había tenido la “bondad” de ceder sus tierras
para que el ferrocarril llegara a Puente Viejo. A nadie se le pasaba por la
cabeza la posibilidad de que tuviese algo que ver con el trazado de las vías;
eso era asunto del arquitecto. Y en cuanto al accidente de Germán, los
trabajadores sabían de los peligros que entrañaba trabajar en la montaña, y los
asumían.
Tan solo Gonzalo intuía la mano de la Montenegro detrás de
todo aquello, pero no tenía pruebas para demostrarlo.
A ojos del pueblo, la presencia en el
funeral de dos ilustres personalidades, como el gobernador y la Montenegro, era
un gesto de preocupación por sus trabajadores, algo que les honraba.
-Martín tiene razón, Candela –intervino
Rosario, que conocía muy bien a la Montenegro, después de haber estado más de
media vida a su servicio. No valía la pena enfrentarse a ella-. Sabe cómo
cubrirse las espaldas. Nunca deja un cabo suelto.
Gonzalo volvió a mirar hacia el altar y vio
que Don Anselmo había desaparecido.
-Vuelvo enseguida –les dijo el joven-. Voy a
la sacristía a ver si Don Anselmo necesita ayuda.
La abuela de María asintió, levemente.
-Ve tranquilo –respondió Tristán-. Pero no
tardes que enseguida llegará la comitiva fúnebre.
-Descuide –se despidió el joven.
Mientras Gonzalo entraba en la sacristía,
Alfonso se acercó al banco donde estaba su madre junto a Tristán y Candela.
Tras saludar a su cuñado y a la esposa de éste se dirigió a Rosario.
-Madre, ¿y María? –preguntó su hijo,
preocupado-. ¿Por qué no ha venido?
-Esperancita no ha pasado buena noche y ha
preferido quedarse con ella –le explicó su madre.
-Espero que nada grave –insistió Alfonso-.
Después del entierro, Emilia y yo nos pasaremos a verla.
Rosario asintió y Alfonso regresó a su banco
donde le explicó a su esposa los motivos de la ausencia de su hija.
Por su parte, Candela no había dejado de
observar a su suegra. La mujer se mostraba indiferente con las miradas
recelosas de los aldeanos. Comentó algo con el don Federico, quién miró su
reloj y le respondió. Por el gesto contrariado de su rostro, la Montenegro
tenía prisa porque todo aquello terminase. Candela sonrió para sus adentros.
Cualquier cosa que molestara a la madre de Tristán era siempre bien recibida.
De pronto, un estruendo sordo y seco rasgó
el silencio. El momento pareció congelarse. La gente no se atrevía a mover ni
un músculo. ¿Qué había sido aquel ruido? ¿Habían vuelto las voladuras de la
montaña? No podía ser aquello porque la
mayoría de los trabajadores estaban allí ¿O había sido un disparo?
Los aldeanos se miraron los unos a los
otros, espantados, sin entender qué ocurría, hasta que uno de ellos alzó la
mirada hacia la parte alta de atrás de la iglesia, en la zona del coro, y lo
vio. El resto siguió su ejemplo, dirigiendo hacia allí sus ojos. La sombra de
una persona recortada sobre el rosetón se adivinaba a contraluz.
-Que nadie se mueva si no quiere salir
herido –tronó una voz ronca y grave, oculta tras las sombras-. Bastante dolor
recorre hoy la comarca para añadir alguna pérdida más.
Rosario se santiguó en un acto reflejo,
asustada por lo que pudiera ocurrir. Ella y Candela se cogieron del brazo
mientras Tristán pasaba al frente para servirles de escudo. ¿Quién era aquel
individuo que no respetaba ni siquiera las costumbres cristianas, amenazando a
la gente en una iglesia?
Cerca de ellos, también en un acto reflejo,
Alfonso y Nicolás se habían colocado frente a sus respectivas esposas,
convirtiéndose en escudos humanos, por si aquella persona se le ocurría
disparar de nuevo.
Sin
que nadie se diera cuenta, Mauricio, el capataz de Francisca, había acudido
junto a su señora, para protegerla; estando la Montenegro de por medio era
fácil que quisieran atentar contra su vida.
La sombra se movió ligeramente, dando un
paso al frente; y quienes estaban en los primeros bancos pudieron ver que se
trataba de una persona, oculta tras un sombrero de ala ancha raído y un pañuelo
negro que ocultaba el resto de su rostro. Vestía un abrigo grande y grisáceo que
le llegaba hasta los pies. Sin embargo, lo que más asustó a los puenteviejinos
fue el rifle que sostenía con firmeza dispuesto a disparar en cualquier
momento.
-La muerte de Germán no será la última mientras
haya gente que mire hacia otro lado –sentenció la voz-. Gente que se enriquece
con el dolor de los demás, sin importarles lo que pueda ocurrir.
Francisca Montenegro sabía que aquellas
palabras iban dirigidas directamente a su persona, pero no tenía miedo. La
cacique alzó el mentón con gesto retador hacia aquel enmascarado
destripaterrones que osaba amenazarla abiertamente. Aguzó la vista, tratando de
ver algún rasgo que pudiera delatarle, pero desde aquella distancia era difícil
distinguir algo. A su lado, el gobernador mantenía la compostura como podía,
aunque en realidad el miedo se había apoderado de él y temía que en cualquier
instante aquel hombre le disparase, poniendo fin a su existencia.
La Montenegro se volvió hacia su capataz y
le ordenó que descubriese quién era aquel individuo. Mauricio dudó unos
segundos, no quería dejar a su señora sin protección.
-Doña Francisca yo…
-¡A qué esperas, inútil! –murmuró, sin
perder ni por un momento su mal genio-. Quiero saber quién es ese alterador.
Mauricio asintió con rapidez y salió por el
pasillo lateral, tratando de pasar desapercibido.
-No os dejéis engañar y luchad por vuestros
derechos, por vuestra vida –continuó la voz, que parecía ajeno a lo que
acontecía abajo. Sin embargo, sus pasos le devolvieron a las sombras-. No
permitamos que la muerte de Germán haya sido en vano.
Su silueta desapareció de la vista de todos.
De la misma forma repentina que había aparecido, aquel individuo se esfumó.
Inmediatamente, Mauricio apareció donde
segundos antes había estado el alterador. El capataz se asomó por la barandilla
buscando algún indicio de su presencia allí arriba. Algunos de sus hombres
recorrieron el coro, pero no hallaron nada. La única salida era por dónde
Mauricio había subido; las escaleras laterales. Solo desde allí se podía
acceder al coro de la iglesia. Sin embargo, no habían visto bajar a nadie.
Sin perder tiempo, indicó a sus hombres que
mirasen bien cada recodo, por si existía una falsa salida por la que había
podido escapar aquel individuo.
Abajo, la gente se atrevió a respirar de
nuevo. Sus corazones latían con fuerza y sus mentes pensaban con rapidez.
¿Quién era aquel personaje salido de la
nada? ¿Qué era lo que pretendía? Y sus
palabras, ¿iban dirigidas a alguien en concreto? Eran tantas las preguntas que
se agolpaban en sus mentes y ninguna respuesta para calmar los ánimos.
Mientras los aldeanos trataban de reponerse
del susto, Alfonso se acercó de nuevo al banco donde estaban su madre Tristán y
Candela para ver que estaban bien. Los tres le tranquilizaron, asegurándole que
estaban perfectamente.
En ese instante, Don Anselmo y Gonzalo
regresaron de la sacristía y vieron el revuelo que se había formado. Ambos se
miraron sin comprender. Gonzalo se reunió con los suyos, mientras el párroco se
acercaba a doña Francisca para preguntarle por lo ocurrido.
-¿Qué ha pasado? –le preguntó el joven a su
padre-. ¿A qué viene todo este alboroto?
-¿No os habéis enterado, hijo? –habló
Candela por su esposo. Por su parte, Rosario seguía nerviosa y no era capaz de
articular palabra-. Un encapuchado que ha lanzado amenazas desde el coro
mientras nos apuntaba con un rifle.
El semblante de Gonzalo palideció.
-¿Amenazas? –repitió él, cogiendo la mano de
la abuela de María para tratar de calmarla-. ¿Contra quién? ¿Por qué? ¿Ha
habido heridos?
-No, no –repuso Tristán con rapidez, para
tranquilizarle-. Tan solo ha dado un tiro al aire, supongo que para llamar la
atención. Pero luego ha dicho que si esto continúa, la muerte de German no será
la última.
-Menos mal que ni mi nieta ni Esperancita
estaban aquí –logró decir Rosario, con un nudo en la garganta-. ¡Entrar así en
la casa del señor! ¡No tiene perdón de Dios!
Gonzalo tragó saliva. Alzó la cabeza hacia
el coro y vio que Mauricio continuaba allí.
-Voy a ver –dijo Gonzalo sin poder
contenerse.
-Voy contigo, hijo –se ofreció su padre.
Tras disculparse un momento con Rosario y
Candela, subieron hasta el lugar. Alfonso al ver lo que pretendían ambos, les
acompañó.
-¿Has encontrado algo Mauricio? –preguntó el
padre de María al reunirse con Mauricio.
-Nada Alfonso –repuso el capataz, contrariado-.
Ni rastro de ese enmascarado.
-Pero por algún sitio debe de haber salido,
¿no? –inquirió Gonzalo, tan sorprendido como el resto-. Nadie desaparece, así
como así.
-Por las escaleras no ha podido hacerlo –le
explicó Mauricio con voz ronca-, nosotros subíamos mientras él continuaba aquí.
De manera que debe de existir otra salida oculta.
Uno de los hombres del capataz se acercó a
la carrera y le dijo algo al oído. Mauricio asintió levemente antes de que el
hombre regresara abajo.
-El féretro de Germán y su familia ya están
aquí –les informó el capataz de la Montenegro-. Será mejor que bajemos. Démosle
sagrada sepultura y despidamos al muchacho como se merece. No dejemos que este
incidente llegue a oídos de sus padres –razonó Mauricio, que a pesar de sus
maneras rudas, quienes realmente le conocían, sabían de su buen corazón-. Ya
tendremos tiempo para averiguar quién es ese enmascarado.
-Cierto, Mauricio –declaró Tristán, apoyando
sus palabras-. Regresemos abajo. Ya habrá tiempo para averiguar la identidad de
ese individuo.
Gonzalo y Alfonso estuvieron también de
acuerdo. Era el momento de darle el último adiós a Germán como se merecía y de
acompañar a sus familiares en su dolor.
Más tarde ya se encargarían de investigar
quién era aquel individuo que había alterado la paz del pueblo.
CONTINUARÁ...
Me encanta.
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