CAPÍTULO 16
El silencio de la noche inundó la Casona.
Los invitados hacía un buen rato que se habían marchado a sus casas. Después de
la interrupción de aquel individuo, la fiesta había concluido. Nadie quiso
permanecer allí ni un segundo más del necesario, atemorizados por lo ocurrido.
Don Federico e Isabel habían subido a sus
aposentos. El gobernador se había recuperado del susto, sin embargo, continuaba
alterado por el incidente. Su nieta le acompañó, asustada; temiendo más por su
estado de salud que por lo ocurrido. Doña Francisca estaba preocupada por las
consecuencias que esto pudiese tener en la determinación del gobernador de
permanecer en Puente Viejo. Debía de actuar rápido, antes de que algo
inevitable sucediera.
Bosco se había unido a Mauricio y a los civiles para buscar en los alrededores de la Casona alguna pista que les indicase donde podía haberse metido aquel encapuchado. Pero por desgracia no había ni rastro que seguir. La presencia de los invitados dificultaba la búsqueda. Los perros de la Casona estaban desconcertados y perdidos con tantos olores diferentes.
Bosco se había unido a Mauricio y a los civiles para buscar en los alrededores de la Casona alguna pista que les indicase donde podía haberse metido aquel encapuchado. Pero por desgracia no había ni rastro que seguir. La presencia de los invitados dificultaba la búsqueda. Los perros de la Casona estaban desconcertados y perdidos con tantos olores diferentes.
Francisca Montenegro observaba la oscuridad
de la noche a través de la ventana abierta de su despacho. Una oscuridad
impenetrable, como su alma oscura, devorada por el rencor. Allí fuera había
alguien que había osado irrumpir en su vida, amenazando su tranquilidad y sus
planes futuros. Y ella no iba a permitirlo.
Cerró la ventana y regresó a su escritorio.
Su carácter, ya de por sí amargado, se acentuaba con los contratiempos. A la
señora de la Casona le gustaba tenerlo todo bajo control y aquel alterador se
empeñaba de nuevo en ponerlo patas arriba.
Lo ocurrido esa noche le había hecho tomar
una decisión, algo arriesgada, pero necesaria. Sacó papel y comenzó a escribir
en él. Mientras Francisca seguía absorta en sus pensamientos, Fe entró en el
despacho y dejó la tila que la señora había pedido.
-Aquí tiene su infusión, seña Francisca –le dijo con cierto temor.
-Aquí tiene su infusión, seña Francisca –le dijo con cierto temor.
La señora soltó un leve suspiro, apartando
el papel y cerrando la pluma. Había terminado de escribir la misiva. Tomó el
vaso y bebió. Inmediatamente su rostro se contrajo en un claro gesto de
disgusto.
-¿Qué es lo que pretendes, insensata? –le
escupió, dejando el vaso sobre la bandeja contrariada-. ¡Te dije que lo quería
caliente! Y me lo traes así, helado. ¡Esto no hay quien se lo beba! A veces me
pregunto si tenéis oídos. Soy demasiado buena con vosotros. Estoy rodeada de
incompetentes por todos lados.
El mal humor de la señora lo pagó la pobre doncella. Fe sabía que no era buen momento para estar frente a ella. Cualquier cosa que hiciera o dijese, sería tomada a mal; así que prefirió callar, no llevarle la contraria y dejar que soltase todos los improperios que quisiera.
El mal humor de la señora lo pagó la pobre doncella. Fe sabía que no era buen momento para estar frente a ella. Cualquier cosa que hiciera o dijese, sería tomada a mal; así que prefirió callar, no llevarle la contraria y dejar que soltase todos los improperios que quisiera.
-¿Y Mauricio? –preguntó de sopetón-. ¿Sabes
dónde está?
-Pos… -Fe titubeó. Hacía rato que no sabía
nada del capataz-. Creo que ha salido a buscar al señor ese que ha aparicido en
las escaleras.
Francisca levantó la cabeza hacia la
doncella. Le lanzó una mirada cargada de odio. Fe supo que había metido la
pata; el problema sería averiguar qué había dicho para que la Montenegro se
pusiera hecha un basilisco. La señora se levantó de golpe y se apoyó en el
escritorio, furiosa.
-¿¡Señor!? –le escupió a su doncella, que
pegó un brinco, asustada-. ¿Cómo te atreves a llamar así a ese delincuente del
tres al cuarto?
-Yo…
-Yo…
-¡FUERA! –gritó con fuerza, señalando la
puerta del despacho.
Fe reculó trastabillando hasta el salón. En
ese instante Mauricio llegaba y al verla en aquel estado le preguntó:
-¿Qué sucede, Fe?
-Mejor ni preguntes –repuso ella con el frío
metido en el cuerpo-. Está de unos humores inaguantables. Ni los perros
salvajes tienen ese genio. Ten cuidao, a ver si te muerde.
Mauricio torció la boca. Llevaba muchos años
al servicio de la Montenegro y ya iba conociendo su carácter agrio. Se había
llevado más de un grito. Otro más no iba a asustarle.
-No te preocupes –la tranquilizó-. Espérame
en la cocina que iré enseguida.
La doncella asintió, más calmada.
Al entrar en el despacho, Mauricio supo que
no era buen momento para hablar con la señora. Pero era su deber presentarse
ante ella y darle las explicaciones pertinentes.
-Señora, ¿me buscaba?
-Cierra la puerta, Mauricio –le ordenó con
mal talante.
Su capataz obedeció, cerrando las puertas correderas del despacho.
Su capataz obedeció, cerrando las puertas correderas del despacho.
La Montenegro volvió a sentarse en su
escritorio, llevándose la mano a la cabeza. Su dolor iba en aumento, y con él
su mal humor.
Mauricio permaneció de pie, esperando.
-Y bien –dijo al fin, alzando la mirada
hacia el capataz-. ¿Vas a explicarme cómo es que ese individuo se ha colado
esta noche en mi casa? ¿Acaso no te pago lo suficiente como para mantener la
Casona vigilada constantemente?
-Señora –Mauricio sabía que nada de lo que
dijese templaría sus ánimos-. Mis hombres estaban en sus puestos, ninguno ha
visto nada extraño. No sabemos cómo ha conseguido colarse hasta el interior de
la casa.
Francisca enarcó una ceja, furiosa.
Francisca enarcó una ceja, furiosa.
-¡Y me lo dices así, tan campante! ¡Ineptos,
eso es lo que sois! –tragó saliva y trató de calmarse-. Quiero la cabeza de ese
individuo. Y la quiero… ¡ya! No puede ser que se meta en mi casa y lance
improperios y amenazas, así como así. ¿Sabes cómo está el gobernador? Pero que
vas a saber–Francisca no esperó a que le respondiese. Junto el pulgar y el dedo
índice en un gesto furioso-. Está a esto de volver a Madrid con Isabel. ¿Sabes
lo que eso significaría? Que todos mis esfuerzos se vendrían abajo. No puedo
permitir que se marche. Le ofrezco la seguridad de la Casona y a las primeras
de cambio se cuela ese anarquista revolucionario amenazándonos. Quiero a todos
tus hombres rastreando la comarca entera si es necesario. Me da igual cómo lo
hagáis, pero quiero que cojáis a ese alterador de masas. ¿Me has entendido?
Mauricio tragó saliva.
Mauricio tragó saliva.
-Sí señora. Así se hará.
La Montenegro suspiró.
-Y otra cosa –pareció pensarse lo que iba a
decirle. Recuperó el papel que había escrito y lo metió en un sobre-. Quiero
que te acerques a correos ahora mismo. Despiertas a quién sea necesario y
mandas este telegrama. Necesito la respuesta mañana a primera hora. ¿Entendido?
Mauricio cogió la misiva y asintió.
-Y ahora déjame sola –le espetó-. Bastante
he tenido ya por esta noche.
Su capataz asintió, con cierto alivio, y se
retiró.
Los pensamientos de Francisca no dejaban de
dar vueltas, de ahí su dolor de cabeza.
Llevaba meses planeando cómo ganarse el
beneplácito del gobernador, un hombre recto, que no admitía sobornos. De ahí la
dificultad de mantenerle de su parte. No como el arquitecto, Ricardo Altamira.
Con él había sido mucho más sencillo. Un par de pagarés y no dudó en venderle
su alma y su trabajo. Había sido su triunfo frente a Gonzalo. Dejarle fuera del
proyecto del ferrocarril; ese por el que tanto había luchado. Pero aun así, había
que mantenerle alejado, no dejar que metiera las narices y averiguase la verdad;
y para ello necesitaba el apoyo del gobernador.
Desde un principio, la Montenegro supo lo que debía de hacer para tenerle de su parte: ganarse a Isabel; su ojito derecho. Don Federico haría cualquier cosa que su nieta le pidiese. Y ahí entraba en juego Bosco, un joven capaz de enamorarla para luego manipularla a su antojo. Una mujer enamorada haría cualquier cosa que su enamorado le pidiese.
Desde un principio, la Montenegro supo lo que debía de hacer para tenerle de su parte: ganarse a Isabel; su ojito derecho. Don Federico haría cualquier cosa que su nieta le pidiese. Y ahí entraba en juego Bosco, un joven capaz de enamorarla para luego manipularla a su antojo. Una mujer enamorada haría cualquier cosa que su enamorado le pidiese.
CONTINUARÁ...
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