sábado, 29 de noviembre de 2014

CAPÍTULO 5
Había pasado una semana desde la colocación de la primera piedra en la estación del ferrocarril y las obras habían comenzado al día siguiente, tal como estaba previsto.
Los aldeanos de Puente Viejo continuaron con sus quehaceres diarios, atendiendo sus puestos en la plaza, sus negocios y trabajando las tierras. En realidad, la vida del pueblo apenas se había visto alterada por las obras. De vez en cuando se escuchaba alguna explosión controlada, a lo lejos, que les ponía los pelos de punta pero poco a poco irían acostumbrándose a ellas, tal como ocurrió con la mina de Buenaventura.
María había acudido a primera hora, junto con Gonzalo, a trabajar a la Casa de Aguas. Ambos tenían cosas que hacer. Ella, ultimar unos detalles con las mujeres que se encargaban de mantener las habitaciones y preparar las clases para la tarde; y Gonzalo tenía que arreglar, junto a Epifanio, unos desperfectos de la parte lateral del balneario.
-Gonzalo, ¿te queda mucho? –le preguntó María, que había ido a buscarle al lugar, puesto que a una de las piscinas naturales se le había atascado la entrada de agua.
El joven se hallaba metido dentro del agua que le llegaba hasta la cintura, con apenas la camisa de tirantes y un pantalón viejo, tratando de quitar el emboce de la tubería. Junto a él se encontraba un hombre de pequeña estatura y mediana edad cuyo rostro cansado reflejaba los años de trabajo duro que había tenido que vivir. Entre los dos llevaban toda la mañana peleándose con aquel contratiempo.  
-Pues… un poco. El asunto se ha complicado. Ni Epifanio ni yo encontramos la forma de solucionarlo–contestó su esposo, secándose con el dorso de la mano el sudor de la frente. Llevaba la camisa de tirantes empapada de agua y se le pegaba al cuerpo como una segunda piel-. Si al menos estuviese su hijo, Germán, él sabría qué hacer –se volvió hacia María-. ¿Por qué lo preguntas?
-Por marchar juntos al Jaral. Se acerca la hora de darle de comer a Esperanza, y lleva unos días de lo más rara. La abuela Rosario dice que nos extraña y me gustaría estar con ella.
Gonzalo salió de la piscina, dejando que su ayudante continuara el trabajo.
-Me gustaría acompañarte, amor; pero ya ves la que tenemos montada aquí –se disculpó él, con una media sonrisa en su rostro mojado-. Hay que tener esto arreglado para mañana a primera hora.
María asintió. Al día siguiente esperaban la visita del gobernador Federico Ramírez. El buen hombre finalmente se había decidido a visitar las instalaciones.
-Entonces marcho yo delante –dijo ella con pesar-. ¿Crees que llegarás a la hora de la comida?
-Me parece que no –arrugó la nariz-. Ya comeré algo más tarde.
-Está bien –le concedió ella.
Gonzalo se acercó a María y le dio un dulce beso, en los labios, de despedida. Algunas gotas de agua del rostro de su esposo se le pegaron al suyo, pero no le importó.
-Dale un beso a Esperanza de mi parte –le pidió Gonzalo.
-Así lo haré –sonrió ella-. Hasta luego Epifanio.
-Hasta luego, señora –saludó el hombre con amabilidad mientras seguía mirando la tubería.
Gonzalo volvió junto a él para continuar con el arreglo.
María regresó al Jaral para darle de comer a Esperanza. Por el camino se escuchó un gran estruendo procedente de las montañas que hizo retumbar los cimientos de las casas. María dio un respingo. Pero enseguida recordó las explosiones de las obras y reemprendió el camino, olvidándose de ellas.
 Ese día que María estaba en casa, la niña se lo comió todo sin rechistar. A leguas se veía su alegría al tener a su madre cerca. Con ese sexto sentido que caracteriza a los bebés, capaces de detectar lo que se avecina, Esperanza no quiso dormirse para hacer la siesta. La niña presentía que si lo hacía, al despertar su madre ya no estaría a su lado, así que no hubo manera de hacerla dormir.
-Lo que pasa es que mi nieta es muy lista –comentó Tristán, viendo a su sobrina tratando de dormir a la niña-. Sabe que en cuanto cierre los ojos la dejarás en la cuna y te marcharás.

María miró el reloj de la chimenea. Estaban tomando ya el café y Gonzalo no había regresado para comer. Candela se dio cuenta de la preocupación de la joven.
-Seguro que no tardará mucho en volver, María –le dijo, llenando la taza de café de su esposo.
-No me gusta que no coma nada, Candela –se explicó María, acunando a Esperanza-. Que luego me dice que no tiene hambre para no preocuparme.
Tristán sonrió, negando con la cabeza.
-¿De qué se ríe, tío? –le preguntó la joven, sin entender qué había de gracioso en sus palabras.
-Pues de lo que os preocupáis las mujeres –decretó, poniéndose una cucharilla de azúcar en el café-. Martín es fuerte como un roble, no tienes que preocuparte por su salud. Pero entiendo que no puedas evitarlo, María.
-Claro –le apoyó Candela. Se llevó su taza a la boca y bebió un pequeño sorbo-. Cuando una ama con todo su corazón no puede evitar preocuparse por cualquier cosa que le suceda al ser amado.
Tristán le cogió la mano a su esposa y la besó con ternura.
-Sabias palabras, cariño –le dijo.
María observó la escena, feliz por ellos.
La de veces que le habían contado de pequeña lo bondadoso y dicharachero que había sido su tío Tristán antes de la muerte de Pepa. Ahora, después de tantos años sumido en la depresión más absoluta, por fin había logrado salir de ésta, gracias a la vuelta de su hijo Martín y de Aurora. Pero sobre todo al amor tranquilo y maduro que había encontrado en Candela.
-Creo que volveré a la casa de aguas. Tenía pensado ir primero al colmado pero tendré que dejarlo –dijo María de pronto-. A ver si se ha complicado más de la cuenta el arreglo y por eso no ha podido volver.
Dejó a Esperanza en el cuco, dispuesta a marcharse, cuando Tristán la detuvo.
-Ya iré yo, María –se ofreció él, levantándose del sofá-. Si es cierto que se les han complicado las cosas en el balneario, quizá pueda ayudarles. Ve tranquila al colmado y haz lo que tengas que hacer.
-Gracias tío Tristán –le agradeció ella.
Esperanza se puso a llorar de nuevo. Su madre ya no sabía que hacer así que aprovechó para sacarla de paseo, a ver si conseguía que con el traqueteo del cochecito se durmiera y se acercó hasta el Colmado a comprar una loción de afeitado para su esposo.
Dolores estaba tras el mostrador, revisando unas facturas cuando María entró.
-Buenas tardes Dolores.
-Buenas tardes María –al ver que la esposa de Gonzalo no venía sola, se acercó a mirar a la niña-. Pero bueno, a quién tenemos aquí. Qué cosita tan bonita.
María sonrió. Esperanza seguía despierta, con los ojos bien abiertos observando todo a su alrededor.
-Sí, bien bonita, pero que se niega a dormir. He tenido que sacarla a pasear a ver si así coge el sueño; y ya ve, ni por esas –repuso la muchacha, sin apartar la mirada de su preciosa hija-. ¿Y su nieto, como sigue?
-Creciendo día a día. Al menos mi Pedrin no se cría enclenque como su padre. Recuerdo que Hipólito me hizo pasar las de Caín para comer. Nada le gustaba; en cambio, mi nieto come todo lo que le eches. En eso ha salido a mí –contestó Dolores sin ocultar el orgullo que sentía al hablar del niño-. Quintina lo ha sacado a pasear un ratito por el río, aunque no me hace ni pizca de gracias con tanta explosión.
-A mí tampoco me gustan –confesó María-. Al salir del Jaral se ha escuchado una muy fuerte. Me pone los pelos de punta.
Dolores se acercó a ella, con cierto aire confidencia.
-Aquí entre nosotras. A la gente del pueblo tampoco le gusta; les recuerda a las explosiones del Buenaventura –levantó una ceja-, y mira todo lo que trajo la dichosa mina. Algunas malas lenguas dicen que esto también traerá desgracia.
-¡No diga tonterías, Dolores! –saltó María, en defensa del esposo de Aurora-. Conrado no tuvo la culpa de todo el asunto de la mina. Bien es cierto que era suya, pero quienes trajeron la desgracia fueron aquellos individuos que vinieron a hacer fortuna. Sino, recuerde donde terminó mi cuñado; en la cárcel.
-Y hablando del Buenaventura –repuso Dolores, cambiando el tono-. ¿Cómo siguen Aurora y él? Que desde que tenéis teléfono en el Jaral no hay manera de tener noticias de ellos. Me tienen muy preocupada.
María sonrió ligeramente.
La razón principal por la que habían instalado el teléfono en el Jaral había sido para poder comunicarse con Conrado y Aurora. El negocio de la Casa de Aguas lo llevaban entre Gonzalo y su cuñado, de manera que tenían que estar hablando casi a diario, y era mucho más cómodo hacerlo desde casa que tener que ir todos los días al Colmado, donde Dolores no dejaba de merodear, al acecho de cualquier cotilleo jugoso.
-¿Y eso por qué, Dolores? –preguntó María, con voz inocente, presintiendo cual iba a ser su respuesta-. Ambos están muy bien.
-¿Y qué se cuentan? ¿Siguen peleando tanto como antes de casarse? –preguntó a bocajarro-. Y Aurorita, ¿cómo lleva las clases? Porque mira que con tanto estudio ni tiempo tendrá de atender a su esposo como Dios manda. El Buenaventura no debe de estar pasándolo muy bien, todo el día solo, en esa ciudad tan grande… si en cualquier momento nos dan el disgusto y se nos separan.
-¡Dolores! –la riñó María, empezando a enfadarse-. Afortunadamente, Aurora y Conrado son muy felices en Madrid. La decisión de casarse e irse a vivir allí es lo mejor que han podido hacer. ¿Contenta?
-Mujer, si yo solo lo decía por… -Dolores ladeó la cabeza, ofendida.
-Ya sé porque lo decía –le cortó María, perdiendo la paciencia-. Y ahora, ¿puede atenderme de una vez? Tengo que regresar al Jaral antes de volver a la Casa de Aguas, y se me está haciendo tarde.
-¡Está bien! ¡Qué humos nos gastamos hoy! –repuso Dolores-. Se ve que el mal genio de tu prima se te ha pegado a ti también. ¿Qué te pongo?
Antes de que María le hiciera el pedido, la puerta del Colmado volvió a abrirse. Fe, la criada de la Casona, entró, portando un raído cesto para la compra.
-A las buenas de Dios –saludó con su natural desparpajo.
-Buenas tardes Fe –dijo María, recobrando su buen humor-. Qué raro, tú por aquí a estas horas. Si no recuerdo mal, a la señora le gusta que la compra se haga por la mañana y bien temprano. –enarcó una ceja, contrariada-. ¿Acaso han cambiado sus preferencias en este último año?
-No, que va –repuso la doncella-. Si ya ha vinio la Inés esta mañana. Pero con tanta preocupación como tiene la zagala en el majín pos se le olvidó comprar el lomo de orza para el señorito y no vea el rapapolvo que se ha llevao servidora por ello.
-Anda, ¿y tú por qué? –intervino Dolores, olvidando su enfado-. En todo caso la culpa de Inés. Y sí que es verdad que esta mañana estaba como… algo desnortada. A esa chica le pasa algo, ¿no creéis?
María viendo que se avecinaba un nuevo interrogatorio por parte de la antigua alcaldesa consorte, decidió intervenir.
-Dolores, por qué no me busca una de esas lociones francesas para el afeitado que siempre le compro.
-¿Ahora? Pero si están en la trastienda. Si quieres te la busco luego y mañana pasas a por ella.

-La necesito para esta noche, Dolores –la cortó María, mostrándole una encantadora sonrisa-. No sabe cómo se pone Gonzalo si no tiene su loción.
-¿Otro con malos humos? –Dolores no podía creer lo que escuchaba-. Pues no lo parece, la verdad, con lo buen esposo que se le ve.
-Dolores, por favor, la loción –insistió María, con calma, ante la atenta mirada de Fe.
-¡Ya voy, ya voy! –se quejó la mujer, marchándose contrariada a la parte de atrás del negocio.
María aprovechó ese momento para hablar con Fe, sin testigos.
-Fe, ¿cómo continúa Inés? Candela está muy preocupada. Lleva semanas sin tener noticias suyas.
-Pos… -la doncella no sabía cómo decírselo-, bien, bien… lo que si dice bien… no está; pa que engañarla. La llegada de esa señoritinga de los Madriles ha sio la gota que ha colmao el vaso. El señorito se pasa to el día paseando parriba y pabajo con ella; cosa que tiene a la Paca más contenta que unas castañuelas.  Si ya antes ese pollo tenía a la Inés solo para lavarle los calzones, ahora ni eso. Y la pobre parece un pajarillo sin rumbo. Una ya no sabe ni que dicirla para animarla.
-Bosco… ha roto con ella –murmuró María, sorprendida. Quizá ese era el momento que habían esperado para sacar a Inés de la Casona para siempre.
-¡Nooo! Ojalá lo hiciese, así la Inés abriría los ojos de una santa vez –declaró Fe con pena. Su carácter alegre y dicharachero ocultaba un gran corazón; y Fe, pese a todo, sufría por su amiga-. Si es que las mujeres somos arto complicás. Ya podría haberse fijao en un hombre de su mismo “estatuto” como… como el Mauricio, por ejemplo –ladeó la cabeza pensándoselo mejor-. No, el Mauricio no, que ese ya tiene a servidora pa lo que sea menester. Pero anda que no hay mozos ni ná para enamoriscarse una y va a hacerlo de quien menos le conviene.
-Fe –la interrumpió María, temiendo que Dolores regresara de un momento a otro-. Tenemos que hacer algo. Esta situación ya dura demasiado tiempo. Si Bosco de verdad tuviera intenciones serias con ella, hace tiempo que se hubiese enfrentado a la Montenegro, y no lo ha hecho. Inés no puede continuar así… siendo su….
-Dígalo, no se preocupe, que una ya está curá despantos. Siendo su amante, su concubina –respondió Fe con total naturalidad.
María tomó aire, preocupada.
-¿Quién más lo sabe? –le preguntó a media voz.
-Pos… -Fe alzó la mirada, pensativa-. Del servicio creo que naide, porque servidora se ha ocupao de atrancar las puertas a esas horas y de tenerles trabajando a destajo con lo que sea menester. Además, el Mauricio vigila los cuartos.
-¿Mauricio lo sabe? –preguntó María, sorprendida-. ¿Y no se lo ha dicho a la señora?
-La Paca no se pispa ná –declaró la doncella, orgullosa y convencida de ello-. Y si lo hace… pos mantiene la boca cerrá –de pronto se quedó pensativa-. Que no sabe una que es peor, porque si la seña Francisca está al tanto de los amoríos de estos dos polluelos y se lo calla es porque está tramando algo gordo, ¿no cree?
-Francisca es muy astuta, Fe –dijo María, pensando en sus palabras-. Nunca se le escapa nada de lo que ocurre en la Casona. No me cabe la menor duda de que está al tanto de la relación que existe entre Bosco e Inés. Pero mientras él sea discreto y no pretenda con ella otra cosa que no sea encamarse, la señora hará la vista gorda. Pero si ve indicios de que puede ser peligroso para sus fines, cortará por lo sano. No se andará con chiquitas. Y eso es lo que me preocupa, porque a Bosco no le pasará nada, pero a Inés…
Fe abrió los ojos, sorprendida. Ella que creía tener la situación controlada, se dio cuenta que no era así.
-¿Y qué podemos hacer? –le pidió consejo a María, preocupada por su amiga.
La esposa de Gonzalo aguzó el oído cerciorándose que Dolores seguía en la trastienda.
-Me gustaría hablar con ella –declaró María-. Quizá ahora que Bosco anda con la nieta del Gobernador, Inés se muestre más comunicativa –María posó su mano en el brazo de la doncella-. Fe, ¿podrías arreglarme un encuentro con ella?
-¿Con la Inés? –se sorprendió Fe, abriendo mucho sus grandes y expresivos ojos-. Eso lo veo arto complicao. Si le digo que quiere hablar con ella se pispará enseguida que una se ha ido de la lengua y no volverá a confiar en servidora.
María se quedó unos instantes pensativa. No quería poner a Fe en un aprieto. Sin embargo necesitaba hablar con Inés.
-Bueno, pues ya estoy aquí –declaró Dolores volviendo de la trastienda-. No veáis lo que me ha costado encontrar la dichosa loción. Quintina la había guardado en los estantes más altos y he tenido que ir a por la escalera –al ver el semblante serio de las dos mujeres, Dolores se dio cuenta de que algo pasaba-. Y… ¿de qué estábamos hablando? ¡Ah, sí, de Inés! ¿Qué me he perdido?
María se volvió hacia ella, volviendo a la realidad.
-Dolores, no sea cotilla –la riñó la joven, tratando de desviar el tema.
-¿Cotilla yo? –se indignó la madre de Hipólito, dejando la loción de afeitar sobre el mostrador-. Nada más lejos de la realidad, preguntaba por si era algo interesante, que…
Por tercera vez esa tarde, la puerta del Colmado volvió a abrirse. En esta ocasión se trataba de don Pedro Mirañar, que entró con la respiración entrecortada y casi sin resuello.
Dolores al ver el estado de su esposo se preocupó y salió a su encuentro.
-Pedro, pero… ¿qué te ha pasado?
El antiguo alcalde de Puente Viejo se abanicó con el periódico que había sobre la mesa, antes de contestar.
-Una desgracia, Dolores –habló por fin, con cierto apuro y tomando aire-. Una desgracia, ¡ay! ¿No lo habéis oído? –María y Fe se asustaron ante el tono preocupado del hombre-. ¡Menudo estruendo!
-¿Qué ha pasado, don Pedro? –intervino María-. No nos tenga en ascuas.
Dolores ayudó a su esposo a sentarse.
-La explosión de la montaña –comenzó entre titubeos.
-Sí –confirmó María, perdiendo el color del rostro-. Llevan toda la semana con las explosiones controladas para abrir el túnel. ¿Y?
 Dolores le alcanzó un vaso de agua a su esposo para que recuperase el aliento. Don Pedro se lo tomó de un trago antes de continuar.
-Pues que la última explosión ha sido más virulenta de lo esperado y se ha venido abajo una de las galerías, atrapando a varios trabajadores dentro.
María y Fe cruzaron una mirada aterrorizada.
-¿Estás seguro, Pedro? –preguntó Dolores, llevándose una mano a la boca, preocupada.
-Acaba de decirlo Dionisio en el ayuntamiento –le explicó su esposo-. Estaba con Hipólito revisando los presupuestos cuando ha venido a informarnos.
-¿Y qué se sabe de los trabajadores? –preguntó María, tragando saliva-. ¿Hay heridos?
Don Pedro la miró, con temor, antes de responder.
-No se sabe –dijo al fin, poco convencido-. Solo ha dicho eso, que había varios hombres atrapados y que venía en busca de refuerzos al pueblo para sacar los escombros -don Pedro se levantó, algo recuperado-. Voy a acercarme hasta allí, por si necesitan algo.
-Ve, ve –le instó Dolores, con el rostro desencajado, mientras su esposo se marchaba-. Sí ya lo decía yo. Eso del ferrocarril solo podía traer desgracias.
Dolores volvió al mostrador y siguió atendiendo a María, cuyo pensamiento estaba lejos. Un derrumbe en las obras y varios trabajadores atrapados. Las palabras de Don Pedro seguían resonando con viveza en su mente.
 Los peores temores de Gonzalo parecían hacerse realidad.

 La joven terminó de comprar lo que necesitaba, se despidió de Dolores y de Fe, y regresó al Jaral con Esperanza ya dormida. 

CONTINUARÁ...

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