CAPÍTULO 383
Al regresar al pueblo, María volvió a entrar
en la posada donde encontró a su madre. Emilia aprovechó para que le contase
como iban las clases. La muchacha suspiró emocionada y le dijo que con la
geografía ni fu ni fa, pero que con el muchacho que acababa de conocer le iba
de guinda. Su madre le pidió templanza y su hija la tranquilizó. En ese preciso
momento les llegó el dulce aroma de pasteles recién salidos del horno y es que
Candela entraba en la posada para darse a conocer, ella y sus dulces. Enseguida
congeniaron con la nueva confitera y le prometieron pasar a verla a su local.
Por su parte, Gonzalo aún se quedó un rato
más frente a la tumba vacía de Pepa, recordando cómo Calvario le había mentido
al decirle que sus padres no le querían. Al levantar la mirada hacia la puerta
del cementerio su corazón dejó de latir al ver entrar a Tristán Castro, su
padre. El joven se alejó del lugar y le observó con atención mientras Tristán
colocaba una flor sobre la tumba, como hacía cada día. El hombre había envejecido
considerablemente durante aquellos dieciséis años y apenas era una sombra de lo
que fue. Sin embargo percibió la mirada de Gonzalo. Tristán se aproximó para
preguntarle de malos modos a qué se debía aquella mirada. El joven aprovechó y
le preguntó abiertamente por qué la sepultura
de su esposa estaba vacía. La sola mención de Pepa alteró a Tristán que
cogió a Gonzalo del cuello de la camisa y le dijo que no se metiera en sus
asuntos. El joven supo que era mejor no insistir y se marchó. El dolor era demasiado
grande para Gonzalo quien no reconocía en aquel hombre a su cariñoso padre.
Poco después, en la Casona, María no podía
ocultar su alegría. En unas horas volvería a ver al joven y su corazón aleteaba
de dicha, algo que percibió su madrina cuando le pidió que estuviese esa tarde
porque iban a recibir al nuevo cura. La muchacha le pidió que la excusara, pero
con doña Francisca no había excusas que valieran; ella ordenaba y el resto
acataba sus deseos.
De manera que mientras Mariana trataba de
hacerle el pelo para la visita, María decidió que iría al encuentro del joven,
se excusaría por no poder quedarse y regresaría para atender a los curas. Su
tía quiso quitarle aquella idea de la cabeza pero cuando la muchacha tomaba una
decisión, era casi imposible hacerle cambiar de opinión.
Gonzalo también estaba dispuesto a acudir a
su cita con María. La muchacha le había prometido contarle todo lo que sabía de
Pepa y no iba a dejar pasar la ocasión. Y aunque no iba a admitirlo, la alegría
y desparpajo de María habían despertado en él una mezcla de sensaciones que
hasta el momento nunca antes había conocido.
Su mente vagaba en los recuerdos del pasado,
cuando su padre Tristán regresó de Cuba. El mismo día que conoció a Pepa;
cuando don Anselmo le avisó de que tenían que ir a la Casona, puesto que doña
Francisca quería conocerle. Gonzalo supo entonces que no llegaría a su cita con
María.
Y efectivamente, la muchacha regresó a la
Casona hecha un basilisco. Mientras Mariana le informaba de que su madrina ya
la había requerido dos veces, María no dejó de quejarse porque la había dejado
plantada. Al momento bajaron al salón para recibir a los curas.
-No olvides sonreír y mostrarte solícita –le
pidió Mariana terminando de abrocharle el vestido-. Ya sabes cuánto le complace
a doña Francisca poder presumir de tu persona, eh.
-Haré el paripé como toca, no te apures
–repuso María con picardía-, más en cuantito pueda yo zafarme de esta farsa
saldré a escape.
-María, por favor –murmuró la doncella con
gesto serio.
-Confía en mí, tita –sonrió la muchacha.
En ese instante la puerta del despacho se
abrió y doña Francisca fue al encuentro de María con gesto serio.
-Estás cometiendo una falta de respeto grave
para con nuestros invitados –la reprobó bajando la voz para que solo su ahijada
pudiera escucharla.
-Disculpe –declaró María con mirada
avergonzada-. No atinaba a decidirme por qué vestido elegir.
-Ya te indiqué yo cual debías de ponerte y…
¿no es éste que luces, por cierto?
-Se me fue el santo al cielo –se acercó a su
madrina y le da un beso; un gesto con el que sabía que iba a ganarse su perdón-.
Disculpe.
-Ya tendremos tú y yo unas palabritas –la
señora dulcificó su voz y luego se dirigió hacia la doncella-. Mariana, trae un
refrigerio para nuestros invitados –y de nuevo se volvió hacia su ahijada-, y
tú, María, acompáñame, querría presentarte antes de que hayan de marcharse.
En ese momento, don Anselmo salió del
despacho y sonrió al ver a María.
-Querida María, aguardábamos impacientes tu
llegada –la cogió de las manos con visible alegría.
-Don Anselmo –le saludó ella, devolviéndole
una sonrisa.
Doña Francisca llamó entonces al otro
sacerdote que estaba de espaldas.
-Padre… quiero presentarle a mi ahijada.
Al volverse, el corazón de María se olvidó
de latir unos segundos. Era el mismo joven con quien se había encontrado en el
cementerio. ¿Pero qué hacía allí? ¿Y por qué llevaba sotana?
-Gonzalo, acércate hombre –le pidió don
Anselmo, viendo que el joven dudada unos segundos. Sabía que para María era
toda una sorpresa verle allí. ¿Qué estaría pensando de él?-. Acércate.
-Señorita, es un auténtico placer –la saludó
finalmente.
-Padre Gonzalo –declaró María sin poder
creerlo.
El joven que había conocido el día anterior
en la plaza, aquel que había despertado su curiosidad y a quien había seguido
hasta el cementerio con la sola intención de provocar un encuentro, era el
nuevo sacerdote de Puente Viejo.
En ese momento, María comprendió que no
siempre los sueños se podían cumplir y que alcanzarlos podía ser una ardua
tarea.
CONTINUARÁ...
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