lunes, 22 de junio de 2015

CAPÍTULO 386: PARTE 1 
A la mañana siguiente, Gonzalo estaba desayunando en la casa parroquial, perdido en sus propios pensamientos cuando María entró, de repente, sorprendiéndole. La joven ahijada de Francisca llevaba una bandeja en las manos y sonrió.
-Buenos días, Gonzalo. ¿Está don Anselmo? Le traigo estas torrijas de parte de mi madrina que le encantan para desayunar.
-Sintiéndolo mucho ha salido –le informó el diácono, levantándose de la mesa.
-¡Ah! –pareció decepcionada-. Bueno pues aquí se las dejo y tú le dices que se las he traído –María dejó la bandeja sobre la mesa-. ¿No te importa?
-Se lo diré, descuida –se cogió ambas manos, incómodo.
-Si quieres puedes picar una o dos –le ofreció la muchacha-. No creo que le moleste. Son deliciosas.
-No lo dudo y te lo agradezco pero… ya estoy desayunado.
María dio media vuelta, con la intención de marcharse, sin embargo había algo que se lo impedía, pues en realidad, llevarle las torrijas a don Anselmo había sido tan solo una excusa para hablar con Gonzalo.
-Gonzalo –se volvió hacia él.
-Dime –respondió el joven con voz temblorosa. No sabía por qué, pero María tenía el don de ponerle nervioso.

-Ya que hemos coincidido me gustaría comentarte algo a propósito de mi madrina –se atrevió por fin a exponerle el verdadero motivo de su visita.
-Doña Francisca Montenegro –repitió Gonzalo, torciendo el gesto. Sabía que aquel tema solo iba a traerle problemas; y mucho más con María, pero no por ello iba a callar lo que realmente pensaba de su abuela-. Ama y señora de estos pagos.
-No es tan ogro como pareces creer –ladeó la cabeza, tratando de hacerle cambiar de opinión, aunque ella misma había escuchado hablar muchas veces cosas horribles de su madrina y sabía que Francisca podía causar cierto respeto.
Gonzalo, no quería pelear con la muchacha, puesto que no era de la misma opinión que ella, así que comenzó a recoger la mesa para no tener que mirarla a la cara.
-Por lo que voy entendiendo a medida que conozco sus obras, lo es aún en mayor medida –declaró al fin, sin poder aguantarse.
-Te digo que no es para tanto –insistió ella, dándose cuenta de lo difícil que iba a resultarle hacerle cambiar de opinión-. Y me parece muy arriesgado que te lances a juzgar a alguien a quien apenas conoces.
-Si es así, mea culpa –rectificó él, tragándose su orgullo-. Cierto es que soy impetuoso. Un defecto que he de corregir.
-Bien que así lo veas –suspiró María, aliviada al ver que no había sido tan difícil-. No tenías que tener a mi madrina como tu enemiga, porque no lo es.
-¿Y qué es? –inquirió Gonzalo, frunciendo el ceño.
-Una mujer buena… y desprendida –enumeró la muchacha-. Harto mejor de lo que su difícil carácter da a parecer. Dadivosa con la iglesia. Ha proporcionado gran prosperidad a este pueblo y empleo a gran parte de sus habitantes. No tienes motivos para atacarla.
-Ya te he dicho que a veces peco de imprudente pero… -el joven diácono no pudo reprimir lo que realmente pensaba, y mucho más al ver lo engañada que vivía María-, te diré cómo veo yo a tu madrina. Francisca Montenegro proporciona empleo, sí, pero no de un modo magnánimo sino cicatero. Sus salarios a cambio de interminables jornadas de trabajo son miserables y cuando hay algún problema con sus trabajadores, como ha sucedido recientemente, se desentiende de ellos.
María escuchó a Gonzalo, con el corazón encogido. ¿Realmente veían así el resto de la gente a su querida madrina?
-Hombre, si lo pones así todo junto parece una bruja –repuso, sin querer reconocerlo-. Pero es la mar de generosa para con la iglesia.
-Sus dádivas para la iglesia son solo una forma de amordazar la conciencia de don Anselmo –replicó Gonzalo, alzando la voz. La rabia al ver cómo la Montenegro tenía engañada a María le pudo más que cualquier precaución y continuó defendiendo su punto de vista-. Además, no tuvo reparos en poner al frente del ayuntamiento a su antiguo capataz para así hacer todo lo que se le antoja con total impunidad.
-Mauricio es un hombre muy apto –defendió al alcalde con vehemencia; tanta falsedad contra su madrina comenzaba a cansarla y no iba a dejar que Gonzalo continuase lanzando improperios contra ella.
-Muy obediente a las órdenes de doña Francisca, querrás decir –recalcó Gonzalo sin darse cuenta de que había herido a la muchacha con sus declaraciones.
-No, no es cierto –frunció el ceño ella, enfadada.

-¿Es que no te das cuenta de que tu madrina domina enteramente este pueblo con el único propósito de beneficiarse de él? –gritó Gonzalo, queriendo abrirle los ojos de una vez por todas-. Pregunta a ver qué opinan de ella las buenas gentes.
-Yo sé cómo es Francisca mejor que nadie –se defendió María. No iba a permitir que el joven siguiese ensuciando el buen nombre de la Montenegro sin pruebas.
-Deberías atender las dos versiones que existen sobre ella antes de opinar.
-Lo mismo te digo, Gonzalo el cura –le espetó María, sin miramientos-. Vives amargado y resentido, porque has decidido ser sacerdote y no te gusta –le echó en cara, cansada de aquella actitud de superioridad-. Pero la verdad es que eres tan desagradable y zafio que es lo mejor que podías hacer –sin darse cuenta, sus palabras expresaban su propio sentir-. Porque ninguna mujer hubiera puesto jamás sus ojos en ti.

-Mejor para mí –Gonzalo la miró con seriedad. No quería que viese el daño que aquella última frase le había causado. Mucho más daño del que estaba dispuesto a reconocer-. Así mi alma está libre de tentaciones.
-¡Ya! –se burló María, alterada. Su intención había sido recordarle que no le había dicho la verdad sobre él al conocerse; le había ocultado que era diácono y que por tanto cualquier relación con una mujer estaba vedada para él-. Eso lo dices porque no tienes perrito que te ladre.
María avanzó hacia la puerta, queriendo dar por terminada la conversación; sin embargo, Gonzalo la detuvo.
-Como tú –le espetó él, perdiendo la compostura. Hasta el momento había sabido aguantar los dardos envenenados de María. Sabía que sus palabras guardaban una doble intención, pero no iba a darle el gusto de verle dolido. Sobre todo porque su condición de diácono le impedía sentir algo hacia ella; algo que no fuese una simple amistad.
-Vuelves a dar en hueso –declaró clavando una mirada orgullosa en él-. Yo, querido padre, tengo prometido –sin darse cuenta, había caído en su propia trampa y mintiéndole descaradamente a Gonzalo; todo con tal de no reconocer que aquella barrera que el joven se empeñaba en levantar entre ambos le afectaba más de lo que quería reconocer-, un hombre de muy buena familia y casaré con él un día de estos.
-Qué hombre afortunado –se burló Gonzalo, sin poder evitar un pinchazo en el corazón.
-Desde luego. Fernando Mesía se llama –siguió ella con la mentira-. Aunque claro, tú no conocerás a las grandes fortunas de este país, viniendo de la selva –lo miró por última vez, altiva, antes de decirle con rabia-: Donde deberías seguir, por cierto.
Sin esperar a que Gonzalo dijese algo, María salió de la casa parroquial, enfurruñada, deseando haber herido al joven en su orgullo. Sin embargo, ella también sentía ese dolor.

Gonzalo la vio salir, altiva e incapaz de reconocer la verdad. Se maldijo por su metedura de pata pero ya era tarde para corregirla. Recogió el desayuno y entró en la cocina, deseando olvidar cuanto antes aquel encontronazo.
CONTINUARÁ...

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