CAPÍTULO 386: PARTE 1
A la mañana siguiente, Gonzalo estaba
desayunando en la casa parroquial, perdido en sus propios pensamientos cuando
María entró, de repente, sorprendiéndole. La joven ahijada de Francisca llevaba
una bandeja en las manos y sonrió.
-Buenos días, Gonzalo. ¿Está don Anselmo? Le
traigo estas torrijas de parte de mi madrina que le encantan para desayunar.
-Sintiéndolo mucho ha salido –le informó el
diácono, levantándose de la mesa.
-¡Ah! –pareció decepcionada-. Bueno pues
aquí se las dejo y tú le dices que se las he traído –María dejó la bandeja
sobre la mesa-. ¿No te importa?
-Se lo diré, descuida –se cogió ambas manos,
incómodo.
-Si quieres puedes picar una o dos –le
ofreció la muchacha-. No creo que le moleste. Son deliciosas.
-No lo dudo y te lo agradezco pero… ya estoy
desayunado.
María dio media vuelta, con la intención de
marcharse, sin embargo había algo que se lo impedía, pues en realidad, llevarle
las torrijas a don Anselmo había sido tan solo una excusa para hablar con
Gonzalo.
-Gonzalo –se volvió hacia él.
-Dime –respondió el joven con voz
temblorosa. No sabía por qué, pero María tenía el don de ponerle nervioso.
-Ya que hemos coincidido me gustaría
comentarte algo a propósito de mi madrina –se atrevió por fin a exponerle el
verdadero motivo de su visita.
-Doña Francisca Montenegro –repitió Gonzalo,
torciendo el gesto. Sabía que aquel tema solo iba a traerle problemas; y mucho
más con María, pero no por ello iba a callar lo que realmente pensaba de su
abuela-. Ama y señora de estos pagos.
-No es tan ogro como pareces creer –ladeó la
cabeza, tratando de hacerle cambiar de opinión, aunque ella misma había
escuchado hablar muchas veces cosas horribles de su madrina y sabía que
Francisca podía causar cierto respeto.
Gonzalo, no quería pelear con la muchacha, puesto
que no era de la misma opinión que ella, así que comenzó a recoger la mesa para
no tener que mirarla a la cara.
-Por lo que voy entendiendo a medida que
conozco sus obras, lo es aún en mayor medida –declaró al fin, sin poder
aguantarse.
-Te digo que no es para tanto –insistió
ella, dándose cuenta de lo difícil que iba a resultarle hacerle cambiar de
opinión-. Y me parece muy arriesgado que te lances a juzgar a alguien a quien
apenas conoces.
-Si es así, mea culpa –rectificó él,
tragándose su orgullo-. Cierto es que soy impetuoso. Un defecto que he de
corregir.
-Bien que así lo veas –suspiró María,
aliviada al ver que no había sido tan difícil-. No tenías que tener a mi
madrina como tu enemiga, porque no lo es.
-¿Y qué es? –inquirió Gonzalo, frunciendo el
ceño.
-Una mujer buena… y desprendida –enumeró la
muchacha-. Harto mejor de lo que su difícil carácter da a parecer. Dadivosa con
la iglesia. Ha proporcionado gran prosperidad a este pueblo y empleo a gran
parte de sus habitantes. No tienes motivos para atacarla.
-Ya te he dicho que a veces peco de
imprudente pero… -el joven diácono no pudo reprimir lo que realmente pensaba, y
mucho más al ver lo engañada que vivía María-, te diré cómo veo yo a tu
madrina. Francisca Montenegro proporciona empleo, sí, pero no de un modo
magnánimo sino cicatero. Sus salarios a cambio de interminables jornadas de
trabajo son miserables y cuando hay algún problema con sus trabajadores, como
ha sucedido recientemente, se desentiende de ellos.
María escuchó a Gonzalo, con el corazón
encogido. ¿Realmente veían así el resto de la gente a su querida madrina?
-Hombre, si lo pones así todo junto parece
una bruja –repuso, sin querer reconocerlo-. Pero es la mar de generosa para con
la iglesia.
-Sus dádivas para la iglesia son solo una
forma de amordazar la conciencia de don Anselmo –replicó Gonzalo, alzando la
voz. La rabia al ver cómo la Montenegro tenía engañada a María le pudo más que
cualquier precaución y continuó defendiendo su punto de vista-. Además, no tuvo
reparos en poner al frente del ayuntamiento a su antiguo capataz para así hacer
todo lo que se le antoja con total impunidad.
-Mauricio es un hombre muy apto –defendió al
alcalde con vehemencia; tanta falsedad contra su madrina comenzaba a cansarla y
no iba a dejar que Gonzalo continuase lanzando improperios contra ella.
-Muy obediente a las órdenes de doña
Francisca, querrás decir –recalcó Gonzalo sin darse cuenta de que había herido
a la muchacha con sus declaraciones.
-No, no es cierto –frunció el ceño ella,
enfadada.
-¿Es que no te das cuenta de que tu madrina
domina enteramente este pueblo con el único propósito de beneficiarse de él? –gritó
Gonzalo, queriendo abrirle los ojos de una vez por todas-. Pregunta a ver qué
opinan de ella las buenas gentes.
-Yo sé cómo es Francisca mejor que nadie –se
defendió María. No iba a permitir que el joven siguiese ensuciando el buen
nombre de la Montenegro sin pruebas.
-Deberías atender las dos versiones que
existen sobre ella antes de opinar.
-Lo mismo te digo, Gonzalo el cura –le
espetó María, sin miramientos-. Vives amargado y resentido, porque has decidido
ser sacerdote y no te gusta –le echó en cara, cansada de aquella actitud de
superioridad-. Pero la verdad es que eres tan desagradable y zafio que es lo
mejor que podías hacer –sin darse cuenta, sus palabras expresaban su propio
sentir-. Porque ninguna mujer hubiera puesto jamás sus ojos en ti.
-Mejor para mí –Gonzalo la miró con
seriedad. No quería que viese el daño que aquella última frase le había
causado. Mucho más daño del que estaba dispuesto a reconocer-. Así mi alma está
libre de tentaciones.
-¡Ya! –se burló María, alterada. Su
intención había sido recordarle que no le había dicho la verdad sobre él al
conocerse; le había ocultado que era diácono y que por tanto cualquier relación
con una mujer estaba vedada para él-. Eso lo dices porque no tienes perrito que
te ladre.
María avanzó hacia la puerta, queriendo dar
por terminada la conversación; sin embargo, Gonzalo la detuvo.
-Como tú –le espetó él, perdiendo la
compostura. Hasta el momento había sabido aguantar los dardos envenenados de
María. Sabía que sus palabras guardaban una doble intención, pero no iba a
darle el gusto de verle dolido. Sobre todo porque su condición de diácono le
impedía sentir algo hacia ella; algo que no fuese una simple amistad.
-Vuelves a dar en hueso –declaró clavando
una mirada orgullosa en él-. Yo, querido padre, tengo prometido –sin darse
cuenta, había caído en su propia trampa y mintiéndole descaradamente a Gonzalo;
todo con tal de no reconocer que aquella barrera que el joven se empeñaba en
levantar entre ambos le afectaba más de lo que quería reconocer-, un hombre de
muy buena familia y casaré con él un día de estos.
-Qué hombre afortunado –se burló Gonzalo,
sin poder evitar un pinchazo en el corazón.
-Desde luego. Fernando Mesía se llama
–siguió ella con la mentira-. Aunque claro, tú no conocerás a las grandes
fortunas de este país, viniendo de la selva –lo miró por última vez, altiva,
antes de decirle con rabia-: Donde deberías seguir, por cierto.
Sin esperar a que Gonzalo dijese algo, María
salió de la casa parroquial, enfurruñada, deseando haber herido al joven en su
orgullo. Sin embargo, ella también sentía ese dolor.
Gonzalo la vio salir, altiva e incapaz de
reconocer la verdad. Se maldijo por su metedura de pata pero ya era tarde para
corregirla. Recogió el desayuno y entró en la cocina, deseando olvidar cuanto
antes aquel encontronazo.
CONTINUARÁ...
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